Cuando me independicé, una de las cosas que más rabia me daba era no ser capaz de reproducir el sabor de los platos típicos de mi madre. Cuando cocinaba solo para mí no había problema (aquello no era realmente cocinar, sino solo unir ingredientes de forma que comerlos resultara agradable), pero cuando me las quería dar de anfitriona e invitaba a algún amigo a mi nueva casa a medio montar, nunca conseguía ese sabor que para mí era inconfundible y, lo que es peor, del que tanto había fardado en público.

Por supuesto que me las ingenié para encontrar un plato que fuera fácil de preparar pero que me hiciera quedar muy bien: spaghetti alla carbonara. No solo tenía pocos ingredientes (dato, aunque engañoso, imprescindible para el bolsillo) sino que además me permitía poner en valor aquello que, según mi visión de veinteañera empanada, me hacía más especial: mis orígenes italianos. Para que nos entendamos: yo invitaba a mis amigos al grito de «Vente a casa y te preparo una auténtica carbonara, que en Italia, de toda la vida, se hace SIN NATA!». El golpe de efecto era brutal.

Tras los primeros intentos fallidos consideré que la urgencia del tema bien requería de una llamada a tiempo, aunque implicara tragarme el orgullo de la hija pequeña que ya se ha hecho mayor, y me abocara a un más que probable «¿Lo ves? Ya te dije yo que no estabas preparada para vivir sola». Me armé de coraje, marqué el teléfono metiendo el índice en el agujerito y haciendo círculos (por situaros en la época histórica) y le pregunté cómo preparaba ella, paso a paso, el plato en cuestión. Por una de esas casualidades de la vida, encontré a mi madre más que dispuesta a entregarme su preciada información, y me contestó con un ligero y despreocupado «¡Uy, es facilísimo!». Claro que alguien que tiene a sus espaldas unas mil quinientas pastas a la carbonara (no hay datos oficiales al respecto, ahora que están tan de moda, pero calculo un mínimo de 4 carbonaras al mes todos los meses durante 30 años) ni se imagina en qué pueden consistir algunas incapacidades ajenas, aunque sean sangre de su sangre. Tomé nota cuidadosamente de unas indicaciones que me aclararon tirando a poco («lo que tú veas de queso» o «un puñadito de sal») y volví a intentarlo con escaso éxito.

Solo al cabo del tiempo me di cuenta de que una parte de mi error era… que yo compraba el queso rayado de bote que vendían en el supermercado, y lo que da el sabor inconfundible es ¡el parmesano! Parmesano auténtico en tiempos de bonanza o grana padano (de peor calidad), en tiempos de crisis.

La otra parte del error la entendí muchos años más tarde, mientras amamantaba a mi primer hijo: la comida de una madre es irrepetible, porque está creada en exclusiva, por instinto y con amor.

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