Doña Tomasa baja temprano a la calle, como de costumbre; antes lo hacía cada día, ahora cada dos, porque ya no desfila con garbo, como años atrás.
Se para en el supermercado, y, aunque éste existe desde hace décadas, Tomasa sigue oliendo la leche recién hervida de la vaca que antaño se ordeñaba en ese mismo lugar; la paja que anidaba los huevos que ponían las gallinas de don Ceferino; el alpiste de sus pájaros… Tomasa aún lo percibe, aún lo siente, pero no lo ve. Y sigue con su compra.
Avanza en su recorrido y mira de soslayo el nuevo gastrobar que han abierto en la calle principal, donde se hallaba la mítica vermutería de los años 60 y 70 en el barrio Buen Pastor, Bar Los Murcianos. Allí se habían celebrado los bautizos de Paquito y Magdalena, sus hijos, y de todos los niños del barrio nacidos en aquel entonces; y también las comuniones, las cuales se festejaban con una buena merienda para todo el barrio, allí todo el mundo era bienvenido.
Llega a la iglesia y, medio asomando la cabeza, le dice al que todo lo ve «el domingo nos vemos, como siempre», da unos pasos más y se detiene. Frente a la iglesia, donde ahora se pueden alquilar bicicletas, ella sigue viendo aquel pequeño quiosco, donde, al salir de misa cada domingo con su marido y sus polluelos, paraba para comprar el capricho de la semana:
-¡Buenos días! Una paperina de migas de pastel y de churro, por favor.
-Y un regaliz de palo, mamá.
-Y un regaliz de palo, don Anselmo, cuando pueda.
Y ya no había para más, pero qué caprichos aquéllos… y lo que daba de sí un duro los domingos…
En esa iglesia se casaron doña Tomasa y don Francisco hace ya 58 años, pero él también se fue, como la lechería de don Ceferino o el quiosco de don Anselmo, aunque su recuerdo, intrínseco a su leal esposa, permanece, como los olores, como los sentimientos.
Se para en la panadería a hacer la compra de siempre, mientras, sin poder evitarlo, piensa «el pan ya no sabe como antes y las ensaimadas tampoco» aunque ella sí guarda ese sabor, junto al resto de sensaciones pasadas, que nada ni nadie le puede arrebatar. Llega a casa de su hermana Juanita, donde comparten cada mañana un momento muy suyo, muy de ellas. Su café, sus ensaimadas, sus juicios y sus prejuicios. No pueden rememorar juntas porque a doña Juanita sí le han arrebatado los recuerdos, así que Tomasa recuerda por las dos y, el día que Juanita tiene mucha luz, las cómplices hermanas aprovechan para revivir juntas y así desempolvar un sinfín de momentos que las marcaron para siempre.
Después de su capricho matinal, Tomasa se dirige de nuevo a su casa, no sin antes observar escrupulosamente la calle que la conduce a su hogar. Ahora se viste con edificios de pisos de protección oficial, que han construido durante los últimos años para sustituir las casitas ocupadas durante la posguerra; antes, entre estas viviendas que actuaron como el único kit de supervivencia para los inmigrantes, se encontraba el mayor salón de juegos de aquel barrio de gente obrera: un carril bici, una competición de peonzas, un escenario para bailes improvisados, un confesionario para los adolescentes, el primer cigarro, el primer beso, un espectáculo de inocencia, las verbenas interminables, las buenas noticias a gritos, las cenas entre vecinos, rosas y jazmines asomando por los jardines…
Una lágrima se atreve a deslizarse por la mejilla de doña Tomasa y debe detenerse, porque los nervios y su equilibrio no son buenos compañeros, como ella dice. Una niña, con un juguete electrónico que la anciana se resiste a identificar, se le acerca y le pregunta:
-¿Qué le pasa?, ¿Por qué llora?
-Por estas calles, por mi historia.
Y doña Tomasa, resignada, vuelve a casa, para seguir sintiendo aquello que ya no puede ver…
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