─¡Qué sorpresa! Veo que por fin Miguel ha comenzado a caminar.

─No, vecina ─dijo mi madre─. ¡Qué va! Todavía no ha dado ni un paso, pero eso sí, gatea más rápido que Fangio.

─Pues Ud. dirá lo que quiera, pero yo acabo de verlo dar la vuelta a la esquina hace unos diez minutos.

Efectivamente, tenía casi dos años y apenas me había despegado del suelo. Cuando lo hice, fue para largarme a correr mundo. Todavía no sabía que el universo es una trampa, y que en su interior siempre hay un monstruo horrible que aguarda. Minotauro, lo llamaban los antiguos; agujero negro, le dicen los modernos.

Aunque lo ignoraba todo acerca de la verticalidad, encontré por mi cuenta ─algún mérito he de atribuirme─ el truco que proponen los matemáticos para encontrar la salida de cualquier laberinto: no despegues la mano del muro y encontrarás la salida…; o al monstruo, claro.

Me puse de pie. Apoyé la mano derecha a la pared y paso a paso, palmada a palmada, fui recorriendo la infinita distancia de toda una manzana. Rocé superficies acaso ásperas, alguna lisa como el mármol o de ladrillo. Unas cuantas puertas de madera, otras metálicas. Acaricié inseguro la aromática ligustrina que limitaba el jardín de un vecino y, todavía hoy, el inesperado, repentino y violento ladrido de un perro me acelera el corazón hasta el síncope; como en aquella ocasión.

Después de culminar semejante odisea, también yo regresé a Ítaca y aprendí, de una vez y para siempre, que al final del camino no encuentras nada más que el mismo principio.

¿Pero topé o no con el monstruo? ¡Claro que sí! ¿Quién te crees que ha escrito esto?

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