Tratado sobre la conciencia, el tiempo y la libertad: un desafío necesario

Tratado sobre la conciencia, el tiempo y la libertad: un desafío necesario

Bruno Ravizzini

28/05/2025

Prólogo: El laberinto, el minotauro y su jaula

Estimado lector: lo que sostiene este tratado no son certezas, sino columnas. Antes de adentrarnos en mi visión personal, a partir de este mismo prólogo, los invito a explorar las diferentes concepciones sobre la conciencia. Un laberinto donde cada teoría es una ilusión de haber encontrado el corredor correcto, y cada duda, cada paradoja, un minotauro resignado, incapaz de percibir todo el contexto. Quizás, al pensar y plantearnos este desafío, solo logremos que, en los atardeceres, nos pese un poco más la cabeza de toro.

Este marco conceptual no es preludio, sino sustancia y parte. Quien lo recorra sabrá que toda respuesta es otra pregunta. Este aforismo resume nuestra travesía: las teorías aquí abordadas funcionan como escalones hacia un razonamiento y deshacen certidumbres frágiles. La neurología, el panpsiquismo, el idealismo… Cada uno es un mapa incompleto, un aspecto de un territorio invisible donde nadie ha hallado jamás la forma que dibuje su verdadera topología.

En algún momento, percibirá que este ensayo se convierte en un acto de apostasía controlada. Intentaré abandonar la descripción imparcial y objetiva para adentrarme, y adentrarnos, en lo que considero el núcleo del enigma y, quizás, el arquetipo de la duda: la conciencia como espejismo causal en un universo quizás sin tiempo; la libertad como amor fati spinozista; y el libre albedrío como mito necesario que, al desmoronarse, revela el rostro del todo. Prepárese, querido lector: tras el laberinto viene el vacío… y en él, la libertad radical.

La conciencia ha sido uno de los problemas filosóficos más persistentes y complejos a lo largo de la historia del pensamiento humano. Definida, en su forma más simple, como la percepción que tiene el sujeto de objetos externos o de estados internos, la naturaleza de la conciencia ha generado milenios de análisis, explicaciones y debates entre filósofos, teólogos y científicos. Intentaré examinar algunas de las diversas posiciones filosóficas sobre la conciencia, abarcando desde los filósofos antiguos hasta los pensadores contemporáneos, así como las contribuciones de científicos destacados y, también, las perspectivas de la gente como uno.

I. ​​Pitágoras y el Pitagorismo: El Alma Inmortal como Proto-conciencia

Pitágoras (siglo VI a.C.) fue pionero en introducir en Grecia tres principios fundamentales relacionados con lo que posteriormente se entendería como conciencia: la inmortalidad del alma, la reencarnación y el parentesco entre todos los seres vivos.

Esta noción de un alma inmortal que trasciende la existencia física constituyó una proto-teoría de la conciencia, estableciendo la idea de una identidad persistente más allá del cuerpo físico. La escuela pitagórica sostenía que el alma podía separarse del cuerpo y experimentar diferentes existencias a través de sucesivas reencarnaciones, lo que implicaba una continuidad de la conciencia individual. No tan individual dirá más adelante Kastrup, sólo percibimos la separación.

II. ​​Aristarco de Samos: Racionalidad y Comprensión del Cosmos

Años después, la comprensión excepcional del universo de Aristarco, evidenciada en su afirmación de que «el diámetro de la Tierra era insignificante con respecto al tamaño del universo», revela una conciencia capaz de abstraerse de las percepciones inmediatas para formular concepciones cosmológicas profundas. Esta capacidad de la mente humana para trascender lo sensorial inmediato constituye un aspecto fundamental de lo que posteriormente se consideraría conciencia reflexiva.

III. ​​Laberintos de la conciencia: un enigma

El teatro neurológico y el fantasma cuántico

La conciencia se desdobla en escenarios contradictorios. Para la neurología, es un efecto emergente de sinapsis y redes talamocorticales, como un río que surge de incontables gotas. El Modelo del Espacio de Trabajo Global la compara con un director de orquesta invisible, distribuyendo información en la corteza prefrontal. Penrose y Hameroff, desde la física cuántica, imaginan microtúbulos neuronales ondeando en un mar de probabilidades, donde la reducción de estados cuánticos orquesta la experiencia subjetiva. Aquí, el cerebro no es máquina, sino instrumento cósmico, sintonizando frecuencias más allá de lo medible. Penrose ha dedicado años a intentar conectar la física con la conciencia, sugiriendo que «hay algo que está fuera de las leyes computacionales de la física”.

La teoría de la Información Integrada (IIT): Φ (Phi) mide la densidad de conexiones, proclamando que hasta una piedra podría atisbar sombras de conciencia si su estructura es suficientemente compleja. Paradoja fría: ¿es la conciencia un algoritmo o el eco de un principio fundamental?

Del dualismo al panpsiquismo: rutas metafísicas

Descartes partió el mundo en res cogitans y res extensa, una mixtura de sustancias que Spinoza luego unificó en Deus sive Natura: mente y cuerpo, infinitas caras de una moneda trascendental. Para él, la libertad es comprender esta unidad necesaria, no elegir.

El panpsiquismo borra jerarquías: cada electrón lleva un átomo de experiencia. Como en un poema de Blake, «ver el mundo en un grano de arena». Chalmers lo revive: si la conciencia es propiedad universal, nuestro cerebro no la crea, la filtra.

Idealistas como Berkeley niegan la materia: el universo es un sueño colectivo. Schopenhauer añade: «El mundo es mi representación». Aquí, la física sería el lenguaje de una mente cósmica, concepto que aparece esporádicamente. Como suele aparecer la del mundo simulado.

El abismo de la subjetividad: el «problema duro»

David Chalmers desnudó la paradoja: explicar cómo experimentamos el rojo como cualidad subjetiva, no solo como longitud de onda. El epifenomenalismo convierte la conciencia en humo de neuronas, espectadora impotente. Sartre, en cambio, la eleva a “nada” creadora: pura libertad que se inventa a sí misma. Sartre sostenía que «la conciencia es exterioridad pura», negando toda interioridad en la conciencia que pudiera albergar instancias metafísicas como el yo, el cogito o el inconsciente. En El ser y la nada, Sartre distingue dos tipos de ser: el “ser-en-sí” (las cosas, idénticas a sí mismas) y el “ser-para-sí” (la conciencia). Afirmaba que «hay mundo solo porque hay hombre», pues «el mundo carece de sentido» en sí mismo.

El emergentismo fuerte postula un salto ontológico: de lo físico emerge lo mental como orden irreducible. Pero ¿dónde trazar la línea? ¿En el cerebro humano, en el sistema nervioso descentralizado del pulpo o en la red micelial de los hongos?

La tesis principal de Antonio Damasio es que, «producto de la evolución fueron creados, en cierto momento, seres vivos dotados de mente, pero que el ‘self’, esto es la capacidad de estar consciente del cuerpo y sus actos, es un fenómeno más bien reciente, que distingue a los primates superiores como la especie humana». Damasio describe el surgimiento de la mente como resultado de «la activación de circuitos de reducida escala organizados en extensas redes cerebrales, de forma de conformar patrones momentáneos que, al hacerse recurrentes, dan origen a una mente ‘con sentimientos'». Este sería el primer paso para la construcción del «protoself», la primera etapa en la construcción de la conciencia.

Conciencia, eternidad y sentimiento: ecos borgianos

Borges escribió: «Somos el sueño de un dios que, acaso, otros dioses sueñan». En este tratado, la conciencia es el Aleph que contiene todos los enfoques: red neuronal que se piensa, quantum que se observa, sustancia spinozista que se despliega. Nietzsche, desde el eterno retorno, susurra: la libertad no es elegir; en este marco, no es dominio sobre el destino, sino el goce de ser parte del tapiz. Reconocerlo es abandonar la angustia de la elección para abrazar la totalidad, incluso sus paradojas y la otredad.

Michael Huemer indica que la conciencia está vinculada a albergar experiencias y se pregunta por qué existe conciencia, por qué los humanos (y la mayoría de los animales) tienen vivencias «que se sienten de algún modo», en lugar de ser meros mecanismos complejos sin experiencia subjetiva. La introspección es identificada como un método fundante para formar creencias sobre los propios estados mentales conscientes. Si uno observa introspectivamente que está sufriendo, tiene derecho a creer que sufre, y no necesita construir argumentos previos que verifiquen la fiabilidad de la introspección. Esta postura considera que las apariencias fenoménicas proporcionan justificación prima facie para nuestras creencias sobre el mundo, reconociendo así un rol epistemológico fundamental a la experiencia consciente.

Para Jürgen Habermas, la conciencia no debe concebirse como entidad autónoma y aislada, sino como un fenómeno constituido en contextos de interacción social y acción comunicativa. Esta crítica marca un giro epistemológico: traslada el eje de la subjetividad individual a la intersubjetividad dialógica. Históricamente, resurge persistentemente la noción de una supraconciencia —o estructura de conciencia que trasciende lo meramente humano—, desbordando los límites del sujeto singular.

IV. ​​Maya y la falsa percepción de un juicio

Baruch Spinoza, quién pulía lentes mientras pulverizaba dogmas, trazó un universo geométrico donde Deus sive Natura no deja resquicio al azar. Todo es necesario, todo está escrito en los límites eternos de una sustancia infinita. La libertad, en su sistema, no es más que la comprensión de este claustro agradable: reconocer que el «yo» que cree decidir es una ola agnóstica de las corrientes que la arrastran.

La tan mentada libertad, pregonada en los cafés por filósofos autodidactas y poetas con más penas que versos, acaso no sea más que la melancólica sabiduría de quien ha entrevisto los muros invisibles de su propia celda. Una cárcel perfecta, sí, sin cerrojos ni guardianes a la vista, cuyo diseño último nos trasciende. Y ese «yo» que se yergue ufano, creyéndose timonel de sus mañanas y arquitecto de sus anhelos, surge de fluctuaciones que ni siquiera sospecha.

Aquí, Borges susurra desde “La lotería en Babilonia”: si el azar es ley, ¿no es también destino? Spinoza responde: no hay lotería, solo la ilusión expectante de esos dados que caen cuando, en realidad, ya han caído. La conciencia, como espejo quebrado, refleja escenas de una historia causal infinita, pero jamás la película entera. Si Dios juega a los dados, no es para descubrir y desentrañar el azar, pues no hay contingencia ni incertidumbre, sino para saborear el vértigo de la ilusión, porque sabe que no todos pueden comprenderlo.

Bernardo Kastrup argumenta que la realidad es esencialmente mental, no material. La conciencia cósmica —una mente universal— es la base de todo lo existente, y la materia es su manifestación externa. Esto invierte el materialismo: en lugar de que el cerebro genere conciencia, la conciencia genera la ilusión de materia.

Los seres vivos, incluidos los humanos, son alters disociados de la conciencia cósmica, similares a las personalidades múltiples en el trastorno de identidad disociativo. Cada alter mantiene una identidad privada debido a límites disociativos que filtran la percepción. Coincidiendo con Sartre, afirma que la existencia de materia anterior a la conciencia es indemostrable. Y, demostrando que Dolina una vez más tiene razón al señalar que todos creemos tener una gran idea que otro ya tuvo, Kastrup sostiene que el cerebro no genera conciencia, sino que la filtra y localiza, como un radio sintoniza frecuencias. Bernardo, con modestia, reconoce que esta idea de la sintonización de frecuencias la había planteado yo mismo con anterioridad, con un enfoque centrado en los multiversos.

Al echar luz en la penumbra donde aguarda el pesimismo, Emil Cioran afirma que la verdadera libertad es, para él, inaccesible: estamos determinados por fuerzas y fatalidades que exceden nuestra voluntad. El único gesto verdaderamente libre, diría, es el suicidio —acto que nadie puede arrebatarnos—. Y sobre la conciencia, tampoco ofrece esperanza: es la raíz de nuestra desgracia. Para Cioran, la conciencia no es un don, sino una «deficiencia vital» que nos distancia del mundo y nos condena a la insatisfacción y el desgarro existencial.

V. Nietzsche y el eterno instante

Friedrich Nietzsche, a través de Zaratustra, gritó «Dios ha muerto», desafiando al hombre y su realidad, y erigió algo absolutamente más desafiante: el eterno retorno. No como condena, sino como prueba suprema, como interpelación personal y existencial: Nietzsche nos desafía a preguntarnos si esta es la vida que viviríamos exactamente igual, una y otra vez, eternamente. Si el tiempo es circular, cada agonía y cada éxtasis se repiten infinitamente. Pero ¿y si el tiempo ni siquiera es circular? ¿Y si es un instante, una lámina tallada que nos expone todas las caras? Nietzsche no nos exhorta a resignarnos ante el destino, sino a asumirlo cabalmente. Esto es, en sí mismo, un ejercicio de libertad.

Relaciono esto con el «cerebro de Boltzmann», esa probabilidad de que, por fluctuación cuántica, se genere una mente repentina. «Si el Eterno Espectador dejara de soñarnos un solo instante, nos fulminaría, blanco y brusco relámpago, Su olvido».

Quizás somos ese cerebro: una probabilidad que sueña secuencias donde solo hay simultaneidad. Nietzsche lo intuyó: el superhombre no es quien domina el futuro, sino quien disuelve la mentira del «antes» y el «después», abrazando la totalidad del bloque eterno.

VI. Jaromir Hladík y su perplejidad

En «El Aleph», un punto en un sótano de Buenos Aires contiene todos los lugares del universo, vistos desde todos los ángulos. Así también puedo interpretar la realidad spinozista: un solo instante que incluye cada lucha, el Big Bang, cada beso, tu mirada y tu silencio. El tiempo lineal es un ardid de la memoria, un hilo que tejemos para no enloquecer ante la simultaneidad abrumadora.

La física cuántica y la relatividad conspiran aquí: el espacio-tiempo es un tejido estático, y la flecha del tiempo, un artefacto entrópico. Nuestra conciencia, como el agobiado Funes borgiano, ordena el caos en narrativas, pero el orden ya estaba allí, tallado en la sustancia única.

También convoco a Kant, quien afirma que la conciencia se expresa en el ámbito del fenómeno, mientras el noúmeno se nos exhibe incognoscible. La conciencia no percibe la realidad absoluta, sino solo la realidad mediada por sus estructuras; intenta imponer, como Funes, un orden a un caos que nunca domina por completo.

VII. La libertad como nirvana

¿Libre albedrío? Una ficción útil, como los dioses homéricos. Decidimos tanto como decide un río su cauce: la roca y la gravedad ya han escrito su camino. La verdadera libertad es amar lo que sucede —no soportarlo, sino amarlo—. Amor fati, piensa Spinoza y lo dice Nietzsche, quien luego lo refuerza: el superhombre no elige, es; y en ese ser total se disuelve la angustia de la elección. Epícteto, con entereza, sostiene que lo único que depende de nosotros es nuestra intención moral, el sentido que damos a los acontecimientos. El memento mori puede interpretarse en ese sentido: recordarnos que cada momento, cada acción, suma a la sabiduría.

El nirvana es la sabiduría que disuelve las sombras del tiempo, revelando un eterno presente donde nunca existió un «yo» por extinguir, solo la plenitud del universo comprendida en un instante atemporal. La liberación del ciclo de nacimiento, muerte y sufrimiento (samsara), ¿es acaso la promesa del eterno retorno?

Somos modos fugaces y eternos, olas valientes que obedecen sin excepción las expresiones del mar.

En el budismo, vijñāna es un concepto central y multifacético: una sabiduría que permite la comprensión del Ser y la realidad, esencial para alcanzar la liberación.

La naturaleza primordial de los fenómenos trasciende las nociones de sujeto/objeto o tiempo/espacio. La ignorancia (avidyā) hace que se pierda de vista esta unidad, creando una falsa distinción entre la conciencia y el mundo, entre el yo y el no-yo. Esta cosificación da origen al samsara, el ciclo de sufrimiento y renacimiento.

Por lo tanto, en la búsqueda de esta comprensión amplia y profunda que trasciende las distinciones, busco —o, al menos, lo intento— construir una idea fundamental para la enseñanza del dharma y para alcanzar la iluminación.

La mayoría de las tradiciones budistas sostienen que la vijñāna, aunque evoluciona y cambia, existe como un continuo y constituye la base para la reencarnación.

VIII. Conclusión: La correspondencia inicio/final

Este ensayo no busca convencer, sino despertar. Como el Zahir borgiano, la idea aquí expuesta es un virus: una vez contemplada, corroe las certezas. Si el tiempo es ilusión y la libertad una fábula, ¿qué queda? Queda el asombro ante el instante único, el Aleph que somos.

Como escribió Borges en «El laberinto»: «Zeus no podrá desatar las redes de piedra que me cercan. He olvidado los hombres que antes fui; sigo el odiado camino de monótonas paredes que es mi destino».

Como en los lenguajes de Tlön, donde «no existen los sustantivos; las cosas se mencionan a través de verbos y adverbios», nuestra conciencia no es una sustancia aislada sino un proceso, un acontecer, una modificación necesaria de la única sustancia infinita. Somos verbos, no sustantivos; acontecimientos, no cosas.

Las baldosas blancas y negras se suceden, constituyen en sí mismas un desafío en el aquí y ahora, un constante avance hacia la realización, una construcción permanente. Cada ladrillo cuenta aunque no se nos revele el plano completo.

Quizás lo que consideramos nuestra más íntima intimidad es, en realidad, el universo autopercibiéndose a sí mismo mediante una estructura particular de su propia materia. En palabras de Sir Roger Penrose, «la conciencia es el resultado de los efectos de la gravedad cuántica sobre los microtúbulos dentro de las neuronas». La conciencia sería, entonces, no una propiedad emergente de un cerebro aislado, sino un aspecto fundamental del cosmos manifestándose a través de nosotros, colapsando en nosotros.

El determinismo como sombra de nuestras decisiones: una vez comprendido, no podemos dejar de percibirlo en cada acto y pensamiento, hasta que se convierte en nuestra única realidad. Esto converge con la visión de Epicteto, para quien «el poder de la voluntad reside en su decisión soberana de ocuparse solo de las cosas que están en manos de los hombres».

Spinoza, Nietzsche, Kastrup, Borges y muchos más convergen de una u otra forma: la libertad no es elegir, sino saber que no se elige. Nos liberamos de esa idea. El hombre tiene esa posibilidad, esa real libertad. En ese saber, en esa rendición al enigma ininteligible del universo, reside el éxtasis del superhombre, el nirvana del filósofo, la quietud del espejo que finalmente acepta su ausencia de creatividad ante una realidad que solo refleja.

«Somos sueños dentro de sueños», escribió Borges. O, como diría Spinoza: somos ecuaciones en la mente de Dios. La diferencia es lingüística, no ontológica. El tiempo, la conciencia y la libertad son tres nombres para una sola quimera sustancial: la que nos permite vivir con la ilusión de ser únicos y de ser siempre.

Así, las Moiras siguen hilando como testigos melancólicas de un tapiz que tampoco ellas diseñaron y que, sin embargo, las contiene y nos contiene. Quizá sean una forma luminosa y actual de explicar la reconexión con la vida: el colapso material, esa miríada de hilos dorados que forman el circuito integrado, eterno y ecuménico, donde cada fibra es a la vez memoria y destino.

Acaso el superhombre no es más que un pibe que dejó de correr tras el 153 para entender que cualquier colectivo lo deja bien.

Como cuenta Borges: «Sé que en la sombra hay Otro, cuya suerte es fatigar las largas soledades que tejen y destejen este Hades y ansiar mi sangre y devorar mi muerte». Ese «Otro» no es sino uno mismo contemplado desde la eternidad, la versión de nosotros que siempre existió y siempre existirá en el eterno retorno. En ese proceso de anamnesis logramos percibir o recordar que, efectivamente, somos, pero también fuimos y seremos.

Agradecer a todos: a los sabios y los poetas, pero también a los que ceban el mate y los que venden tomates en la verdulería de la otra cuadra.

Así, mi gratitud va para Borges, para Kant, para Pitágoras, que escuchó la música de las esferas, y para el divulgador y para cualquiera que yo haya escuchado. A todos los que, con sus preguntas y sus dudas, como una escuela de todas las cosas, me empujaron a mirar más allá de esa ventana que miraba de afuera, la ñata contra el vidrio en un azul de frío que solo fue después viviendo igual al mío.

Por eso agradezco también a los que no figuran en los libros: a los amigos que se quedan hasta tarde discutiendo en la mesa, a mi familia, a esa mujer que es todas las mujeres, a los que insultan al aire cuando pierden el colectivo, a las madres que repiten vetustos refranes y a los niños que preguntan por qué el cielo es azul o a José, que respondió tantas veces por qué la noche es oscura.

A todos, gracias. Porque crecer y entenderlo todo es, al fin, una empresa colectiva, una conspiración de almas sensibles y refutadoras, de sabios y de atorrantes, de dioses y de vecinos.

Los neutrinos que me atraviesan me miran desde dentro y me sonríen, parece que lo he entendido bien. Y me susurran: «Ahora ni siquiera sabemos si nos rodea un laberinto, un secreto cosmos, o un caos azaroso. Nuestro hermoso deber es imaginar que hay un laberinto y un hilo». Jorge Luis Borges

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