1

En algún momento tuve la intención de olvidarte. De olvidarte a vos y a los recuerdos. Que se vayan de mí. Que nunca hayan existido. Que vos no hayas existido. Estaba convencido de que borrar esa parte de mi vida sería lo mejor. Con el tiempo fui transitando la etapa de pelear con los recuerdos, con los sentimientos. Aparecías de golpe interrumpiendo mis pensamientos en cualquier momento del día. Me enojaba, me dolía, no quería. Empecé a probar distintas estrategias hasta que encontré una que me sirvió para dejar de recrearte en mi mente: cada vez que pensaba en vos tomaba mi gillette de “purgatorio” —porque así la llamaba— y me hacía un pequeño, pero profundo corte en el muslo de mi pierna izquierda. Educaba a mi cerebro para que sepa que si pensaba en vos habría dolor físico. Llevó tiempo y muchos cortes, pero funcionó. Ya no pensaba en vos y en cierto punto las cosas habían mejorado. Pero hoy, mucho tiempo después, puedo decir que todo fue un engaño. No me estaba olvidando de vos, tan solo lo estaba ocultando. Me volví un negacionista de mi propia historia. Pero tan bien lo oculté, tan bien lo reprimí que ya no puedo recordarte ni aun queriendo, y ya no sé si lo que extraño es extrañarte o el dolor de un filo cortante sobre mi piel. Así que ahora me dedico a inventar recuerdos ficticios. Escribo historias donde sos la protagonista y así puedo volver a tenerte recorriendo los pasillos de mi mente. Hace tiempo quise olvidarte y lo logré. Ahora me invento recuerdos y como premio me hago un corte pequeño, pero profundo en el muslo de mi pierna derecha.



2

Alguna vez alguien le dijo (o lo escuchó en una conversación ajena), que uno siempre vuelve al lugar donde fue feliz. En eso pensaba cuando su terapeuta le preguntó cómo estaba. Se guardó el pensamiento y respondió: bien, para luego pasar a resumir su semana omitiendo datos que le parecían innecesarios y exagerando algunos otros. A los cuarenta minutos ya estaba en la calle lamentándose por las cosas de las que le hubiera gustado hablar y no lo hizo. El cielo estaba nublado y hacía más frío de lo esperable para esa época del año. Dos días habían pasado desde la última vez que sintió el sol en su piel. Y sin el sol se convertía en una persona triste que ve el mundo en tonalidades de gris. La gente en la calle andaba apurada y muy abrigada. Se rio. Le daba gracia la gente con muchas capas de ropa. Caminó unas cuadras y entró en un pequeño bar de mesas cuadradas y manteles de otra época. Se sentó y pidió un café mientras hacía un gran esfuerzo para concentrarse en la persona que lo estaba atendiendo debido a la cantidad de diversos estímulos que había. Un televisor de muchos años estaba en la pared a un volumen alto que regalaba la imagen de un noticiero mostrando una represión policial mientras los periodistas se peleaban por defender el accionar. Una mesa de cuatro integrantes con tres vasos y cuatro botellas de cerveza jugando al truco y gritando: «falta envido» cada tres minutos; y en la mesa más alejada del salón, dos ancianos tomados de la mano escuchaban a todo volumen un programa de radio que reconoció al instante. Hacía veinte años que ya no estaba al aire, pero ellos ahí estaban escuchando programas viejos rematando los chistes antes que el locutor. Se sorprendían, se reían, se miraban… Ellos estaban en el lugar donde fueron felices, pensó.



3

La música suena despacio, la hoja está en blanco y el café se enfría en reposo. Pienso en el día que tengo por delante y en las sensaciones que me atraviesan. Me analizo, converso conmigo y saco conclusiones. Anoche volvió a pasar: otra vez Ella entró a mi habitación pasadas las tres de la mañana. Se sentó a los pies de la cama y la sentí de inmediato. Sabía que era Ella, pero no quise mirarla esperando que se vaya. Se movió despacio y abrí los ojos, a Ella le gustó que la vea. Hizo una pequeña mueca de satisfacción y se inclinó hacia delante. En Ella todo era igual, toda vestida de blanco, el pelo negro cayendo por el costado del rostro. Dos huecos negros en lugar de ojos y su boca abierta en forma de O. Quise gritar, pero no me salió la voz. Me arrastré hacia atrás hasta quedar pegado a la pared. Ella estiró un brazo hacia delante y con un dedo apuntando a mi rostro se acercaba despacio. Mi cuerpo estaba transpirado y por el movimiento de mis manos me di cuenta de que estaba temblando. Ella se acercaba y yo no reaccionaba, no me movía, no gritaba, solo respiraba y la miraba. Sabía lo que quería: tocarme. Hace mucho tiempo que lo intenta. Cerré los ojos esperando el contacto; sentía un calor que se aproximaba de forma gradual, hasta que de un momento para otro cesó. Abrí los ojos y ya no estaba. Ella se había ido y me había dejado otra vez con la sensación de frustración por no haber sentido su largo dedo rozar mi piel.



4

Me gusta pensar en estadísticas y datos innecesarios. En cualquier momento y con distintos grupos de personas. A veces solo me limito a prejuzgar, pero en otras ocasiones también pregunto, indago hasta obtener los datos. Por lo general la gente se sorprende cuando lo hago, pero siempre responden. Llevo un registro de los datos que voy actualizando. Hay algunos que me gustan más que otros; por ejemplo, en Córdoba Capital, nueve de cada diez personas mayores de veinticinco años han ordeñado una vaca alguna vez. Esta estadística la inicié hace un año, y surgió en un momento no tan oportuno. Estaba en una primera cita con una chica llamada Sol. Ya llevábamos dos horas sentados en el patio de un bar y me estaba empezando a aburrir. No era por ella, por lo general a las dos horas me aburro de hacer lo mismo y necesito algo distinto. Mientras me contaba una anécdota sobre su viaje de mochilera, me pregunté cómo debía haber sido en su infancia. Me imaginé a una niñata corriendo por el patio de una casa de tamaño modesto, con una gorra que le quedaba grande y que su madre la había obligado a usar para protegerse del sol de la siesta. Corrió hasta el fondo del patio, donde un alambrado separaba su terreno con el del vecino. Y ahí, del otro lado, había una vaca que la miraba jugar. Sol ya había terminado su anécdota y le estaba pidiendo a la moza otra cerveza. «¿Cuándo fue la última vez que vi una vaca en persona?», me pregunté mirando por encima de la cabeza de Sol a una pared blanca. Ella tomó su vaso para beber, pero a la mitad del trayecto se detuvo, me miró a los ojos y con una leve sonrisa me dijo:

—Sos muy lindo.

—Gracias… ¿Alguna vez ordeñaste una vaca? —le respondí.



5

La lluvia no para de caer y solo pienso en salir y correr. Mojarme mientras deambulo por las calles de esta ciudad. Una ciudad de mierda, según los dichos de mi padre, que siempre soñó con vivir en algún rincón europeo. A mí me gusta acá, con sus calles, edificios, oscuridad y personajes. A mí me gusta acá porque soy alguien. Soy el hijo de, el amigo de tal, el que vive allá, y así muchas cosas más. Acá tengo una historia propia que se conecta y alimenta de otras. Algunos saben mi nombre, otros mi apodo, y la mayoría solo saben que existo sin haber hablado conmigo. Acá soy parte de algo más grande, de una comunidad; y cuando tocan el timbre para preguntarme si tengo algo para donar, o para invitarme a la reunión semanal del centro vecinal, me siento importante. Pero no importante en el sentido de poder, sino en saber que alguien pensó en mí, me tuvieron en cuenta. Acá, para la vieja Susana, sigo siendo el gordito de pelo rubio que jugaba a la pelota contra el portón de mi casa a la siesta. Acá soy alguien construido a base de recuerdos, anécdotas, chismes o referencias. Allá, en la ciudad soñada por mi padre, solo sería un extranjero más. Y llevaría tiempo hasta construir una historia propia. Una historia un poco armada, un poco ficticia, porque aunque en algún momento pueda ser el amigo de, o el que vive allá, por siempre llevaré esa etiqueta inicial que me dieron al llegar. Puedo incluso construir una historia más interesante que acá, ser más conocido y valorado, que mi opinión y presencia tenga más significado para la comunidad, pero jamás alguien dirá: ahí va el hijo de. Y lo que más me duele es que no habrá una Susana que me cuente cómo era mi vida cuando mi historia recién estaba empezando.



6

Sofía no entendía por qué su hermano lloraba. Estaba sentado en una de las sillas del salón que para que nadie se la robe la habían anclado a la pared. Su cuerpo se inclinaba hacia delante, apoyando sus codos cerca de la rodilla y tapándose el rostro con ambas manos. Ella se acercó esquivando a la gente que permanecía parada en el lugar. Se sentó al lado de su hermano y con voz cansada le preguntó:

—¿Por qué lloras, Juan?

—¿Y vos qué pensás? —dijo y separó sus manos del rostro para mirar en dirección al cajón.

—Está bien, solo pensé que no te iba a pegar así.

—No lloro por él, Sofi. Fue un hijo de puta y está mejor así, muerto. —Se giró para mirar a su hermana. —Lloro por mí. Porque yo también me voy a morir, y me van a poner en un puto cajón de madera para que la gente confirme con sus propios ojos de que estoy muerto.

—Todos vamos a morir, es el ciclo de la vida, Juan.

—¿No estás entendiendo? —dijo levantando el tono de la voz. Miró de nuevo al frente haciendo una inspección de izquierda a derecha del lugar. Levantó su mano y con la palma hacia arriba intentó señalar algo—. ¿No ves que toda esta gente va a estar muerta? Vos te vas a morir. Tu hija se va a morir.

—Sí. Lo entiendo, lo sé y lo acepto.

—¿Qué se sentirá estar ahí? —preguntó Juan en voz baja.

Sofía entendía que la conversación ya no tenía sentido, así que se levantó para buscar café.

Llegando a la cocina se sobresaltó por el grito de su madre nombrando a su hermano. Se dio vuelta y vio como Juan tiraba al piso el cuerpo de su padre para ocupar su lugar en el cajón.




7

Es marzo y es el día 23, en una casa de barrio Alberdi hay dos personas que se conocen muy poco y hace seis días que conviven. La casa no les pertenece ni pagan alquiler, es de un amigo de un primo de uno de ellos, pero no es importante saber cómo llegaron ahí.

Es marzo y es el día 24, en una farmacia a ocho cuadras de la casa de barrio Alberdi, una señora se acuerda de su hijo y sus migrañas, y compra una tira de paracetamol. En la misma farmacia, quien atiende a la señora está preocupado porque hace días que no sabe nada de su hermano.

Es marzo y sigue siendo 24, un niño le pregunta a su madre cuando irá su padre a verlo. Ella no sabe qué contestar, y más tarde llama a un teléfono que suena en una casa de barrio Alberdi, pero nadie contesta.

Es marzo y es el día 25, un hombre que está tomando café en un bar se comunica con su hijo (que trabaja en una farmacia) para preguntarle si sabe algo de su hermano. Una mujer entra al bar y empieza a entregar volantes. El hombre lo recibe, lo mira. Arriba de una foto dice en grande: desaparecido. Empieza a llorar. No conoce al de la foto, pero él piensa en su hijo.

Es marzo y es el día 26, la casa de barrio Alberdi amanece en penumbras. Afuera, los autos circulan apurados en hora pico y ninguno de sus conductores pensó en esa casa de mitad de cuadra. Adentro, dos personas lloran en distintas habitaciones; desnudos, con hambre, moretones y atados. Se escuchan llorar, se entienden. Conviven hace nueve días y se conocen muy poco, solo se vieron una vez, pero conocen sus gritos.

Es marzo y es el día 27, un hombre entra a la casa y ellos saben que por fin todo se acaba.




8

Detestaba la idea de volver al pueblo, pero Guille estuvo insistiendo mucho tiempo para que la lleve a conocer mi familia. Con mucho esmero y planificación me había ido sacando información sobre mi pasado. Pasado del cual yo estaba alejado, emancipado.

—¿No vas a avisar que vamos? —me preguntó Guille una semana antes de viajar.

—No —le dije mientras lavaba los platos.

Me negaba a tener que llamar a un teléfono fijo (porque nadie de mi familia tenía celular), pero en el fondo, dejando de lado esa excusa, tenía miedo. Miedo de volver a escuchar la voz ronca de mi madre preguntándome por qué no la había llamado en diez años. Pero ninguna respuesta sería digna para una madre, y menos para ella, que nunca aceptó una respuesta distinta a la que esperaba recibir.

El primer domingo de enero salimos temprano a la ruta y cerca del mediodía estábamos entrando al pueblo. Todo era igual, diez años después nada había cambiado: las mismas casas, las calles sin asfaltar, el almacén de María, la farmacia de Roberto. Guille, que venía sentada en el asiento del acompañante, estaba excitada y emocionada por conocer mi lugar de origen, señalando a cada rato algo insignificante para que mire.

—Esa es mi casa —dije señalando a mi izquierda luego de detener el auto.

La ventana de la casa estaba abierta y mi madre se asomó para ver quién había parado. La vi cerrar apenas sus ojos tratando de enfocar mejor. Me reconoció. Su boca se abrió y ocultó su rostro con ambas manos. Miré al frente, aceleré y me alejé.



9

Era domingo a la siesta cuando el Negro golpeó mi puerta para invitarme a fumar un porro. Acepté, pero le dije que fuéramos a su habitación. Bajamos la escalera y en el patio dos mujeres lavaban la ropa en las piletas. El Negro siguió caminando mientras yo lanzaba un saludo al aire que no fue respondido.

—No te gastes —me dijo mirando a las mujeres, con claras intenciones de que su voz sea escuchada en esa dirección—. Esta pensión está llena de gente de mierda.

Nadie soportaba al Negro, incluso yo, pero tenía buen porro y no le gustaba fumar solo, así que siempre me invitaba. Ese día todo era como siempre: fumamos sentados en la cama mientras escuchábamos a Spinetta. Yo estaba esperando que le pegue y se ponga persecuta como cada vez que fumaba, pero estaba tranquilo. «Así es aburrido», pensé. La gula estaba apareciendo y también un repentino antojo de helado. Le dije que me iba a comprar y volvía, pero no contestó y se acostó con los brazos cruzados sobre el pecho. Al salir de la habitación me encontré con un niño sobre un triciclo frente a la puerta. Cerré y me encaminé por el pasillo en dirección al patio. Me di la vuelta cuando sentí un ruido y era el niño que se alejaba de la puerta. Salí de la pensión con una sensación extraña, pero recordé que estaba fumado y me reí.

Al volver a la pensión sentí de repente mucho frío, como si una brisa helada me abrazara. Crucé el patio y al doblar en el pasillo de la habitación del Negro, dos personas caminaban alejándose de su puerta. Hice unos pasos más y de la habitación salió andando en su triciclo el niño. Se detuvo a la mitad del pasillo, giró su cabeza para verme y sonrió. Luego arrancó para desaparecer a los metros doblando a la izquierda. Entré a la habitación y el Negro estaba en la misma posición, pero con la boca abierta, sin ojos ni lengua y una hoja sobre su pecho que decía: “no queremos gente de mierda en esta pensión”.

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