EL EXTRAÑO Autobiografía de un suicida tratando de no morir de nuevo

EL EXTRAÑO Autobiografía de un suicida tratando de no morir de nuevo

Obscuro Maldito

26/07/2023

PRIMERA PARTE

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Esta noche estoy solo. Siempre estoy solo. Ya me acostumbré. Pero no deja de dolerme. Es una inercia insoportable. El aburrimiento. El tedio. Estoy harto de mí. De convivir conmigo. He pensado en matarme, pero no lo hago. Seré un cobarde. Pero no, no soy cobarde. Estuve con algunas mujeres. Me acosté con dos. La primera quedó embarazada. A la otra la conocí diez años después, en el Borda. Ya voy a contar cómo llegué ahí. Lo que importa es la soledad. ¡Diez años sin estar con una mujer! Estuve con algunas otras en esos años, pero todas me dejaron a la semana, como mucho. Debo de ser una mala persona. Pero no quiero hablar de eso. Quiero hablar de la soledad. Ella me abraza indiferente. Nunca hay pasión en nuestras relaciones. Es el hastío de estar hace tanto tiempo juntos. Desde joven me soporta. Es como una vieja prostituta. Hace lo suyo con desgana y luego vuelve a sus cosas, fumándose un cigarrillo, rascándose groseramente. Yo nunca la maltrato. Soy una buena persona. Si me abandonara no me quedaría nada. Intento hacer las cosas llevaderas. Claro que me he rebelado algunas veces: las mujeres. Pero siempre vuelvo a donde empecé. Me instalo en el sitio que tengo asignado en el mundo y ella está conmigo. Me consuela con pequeñas dádivas. La principal: la literatura. Me ha hecho creer que si escribo voy a tener un futuro. ¡Embustera! No me engaño. No me engaño. Además, a mí el futuro no me interesa. Mi realidad es la soledad. Aquí estoy solo como ayer y como mañana. El que inventó esa estupidez de que nacemos solos y morimos solos es un idiota. Nacemos de dentro de las entrañas de nuestra madre y morimos rodeados de gente que nos ama, si sabemos tenerla. Pero yo debo de ser una mala persona.

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Debo de ser una mala persona. No tengo amigos. Y no quiero tenerlos. O bien se dedican a trabajar y no dejan de sermonearlo a uno, para auto elogiarse, o bien son unos fracasados, igual que yo. Y, para mirarme en un espejo difuso, no me interesa. Además, ¿de qué hablaría con un amigo? ¿De literatura? No conozco a nadie al que le importe eso. Claro que podría ir a una biblioteca. Pero no voy a ir. Las posibilidades de encontrarme con un anormal son altísimas. No me refiero a un homosexual. Sino a un egocéntrico. La literatura los atrae como el cebo a las cucarachas. Yo no escribo porque quiera ser famoso. O hacerme el interesante. Claro que si ganara plata con esto estaría contento. Pero la función de la literatura es sacarse la mierda. Sabato hablaba de escribir sobre las obsesiones. Algunos lo hacen conversando con sus amigos. Pero yo no tengo. Y, lo que es más grave, no tengo el modo de conversar con nadie. Los anormales de mis padres me educaron en el silencio. He vivido toda mi infancia masticando la mierda, sin escupirla nunca. Por suerte encontré la literatura. Eso fue a los 17. Y, ahora, escupo mierda como un guanaco. Ya se verá que este libro es un desagote de la cloaca. El inocente al que se le dé por leerlo va a tener que consultar con una psicóloga. Aquí hay más mierda que en el Riachuelo. Además soy un morboso. Me gusta repasar mis desdichas. Ese es mi pasatiempo. Me dan ternura esas mujeres que bogan por que los niños encuentren el placer de la lectura. El que quiera revolcarse en las infelicidades de su prójimo ha llegado al lugar indicado. Lo que tengo para ofrecer es la catarsis de un miserable. Un lumpen. Un marginal que se ha encontrado el entretenimiento de vomitar sus desgracias. Voy a contar lo de la puta embarazada. Voy a contar de la otra que conocí en el Borda. También de mi suicidio. Tengo para cagar miserias todo lo que me resta de vida.

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    Que no se piense que soy un tanguero borracho. Detesto el tango. Yo no la busqué. No la busqué. Nos conocimos en la preadolescencia y pasaron varios años hasta que entendí que no me iba a dejar. La soledad es mi musa inspiradora. La que quedó embarazada se llamaba Daniela. Eso fue a los 16. También detesto el alcohol. La gente a la que le gusta el alcohol es violenta y cobarde. Tipos que quieren reventar y se buscan una excusa. A mí me dan asco el alcohol y las drogas, y toda esa porquería, pero me fumo dos atados por día y me tomo veinte cafés. Una forma de entretenerme. El aburrimiento. La desidia. No hacer nada en todo el día. Vivo mantenido por el Estado. Cuando mi padre murió me quedó este departamento y el Estado me suministra 800 pesos para la comida y los cigarrillos. Lo que es el mundo, no lo conozco. Me dejan en una callejuela del Microcentro y estoy perdido. Los tangueros son nostálgicos. Yo tuve una infancia feliz pero no añoro aquello. Si alguna mujer hubiera sido buena conmigo quizá tendría ese anhelo. Recordar con desdicha a la mujer amada. Es un buen sueño imposible. Pero ninguna mujer se acerca a mí. Debo de ser una basura. Y no es que sea feo. Todo lo contrario. Pienso que el problema está en que soy incapaz de amar. Me refiero al amor por una mujer. Porque el cariño hacia mis padres es otra cosa. Y nótese que lo incluyo a mi padre. Esa aberración. Cuando Daniela quedó embarazada fui a la cocina y les dije a los dos: «Tengo algo muy serio que decirles». Entonces mi padre dijo, con tono sarcástico: «Tiene algo muy serio que decirnos». Como si fuese ridículo que yo pudiera tener algo importante que decir. Claro que cuando empecé a hablar se le fueron las ganas de hacerse el imbécil. Siempre fue un anormal. De algún lado he salido yo. Lo único que le importaba eran sus transformadores. Pero no es que fuera un laburante. Era un narcisista. Un narcisista hijo de la fetichista de mi abuela. Y los hijos de los fetichistas son narcisistas. Tanto les frotan el ojete que terminan por creerse que su culo es el centro del mundo.

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    He dicho que pensé muchas veces en suicidarme. En realidad ya lo hice. Me tiré de una terraza del piso 13. Pero no fue por la soledad. Al menos no directamente. Por eso no me interesa hablar de aquello. Por ahora. Igual que lo del Borda. Además mi psiquiatra dice que estoy mejorando. Que lo importante es bañarse al menos día por medio. ¡Y lavarse el pelo! ¡Eso es importante! ¡No se puede andar por el mundo con el pelo sucio! Pero yo la hago bien. Me paso todo el mes apestando, y el día que voy al psiquiatra me baño y me lavo el pelo. Entonces el tipo me dice: «Se te ve muy bien, Obscuro». «Gracias, doctor, gracias». Los psiquiatras se creen que uno es un retardado. Tratan con tantos retardados que uno cae en la misma bolsa. Se fijan en que tengas un discurso coherente y que no desvaríes. Pero yo jamás he desvariado. Solamente me tiré de una terraza. Pero, para estos superados, el mismo Dios sería un enfermo por no haberse defendido, y haberse hecho crucificar. Yo no voy a ponerme a hablar de Dios porque el escrito se haría muy aburrido. Pero sí voy a decir que conocí a decenas de psiquiatras y son todos unos envanecidos. Me gusta la película El sexto sentido, donde el psiquiatra, que cree sabérselas todas, finalmente comprende que él en verdad está muerto. A mí me gustaría hacerle ver esa realidad al mío. Claro que primero tendría que matarlo. Después le diría: «¿Ahora lo ves, imbécil? Estás más muerto que un pescado».

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    Quizás insisto demasiado con esto de que soy una mala persona. Puede ser. Algunos se fijan en otras cosas. La simpatía, quizás. El humor. Yo no puedo evitar ser moral. Quién fuera filósofo para distanciarse del mundo. Digo esto y también pienso: quién fuera ignorante para empaparse del mundo. Emborracharse. Las drogas matan y quitan el dolor, quitan el dolor. A veces me aburro tanto. El aburrido es una personalidad vacante. Al no tener acción, no tener dirección, espera que le den una meta. Y, cuando la encuentra, con tal de no volver al tedio, la sigue como un fanático religioso. La meta puede ser casarse. O hacer que un niño se calle. O que le devuelvan los 5 centavos de cambio. O escribir un libro. Cualquier cosa por tener algo que hacer. Lo que más ayuda a los ignorantes a superar el tedio de las horas es el trabajo. Algún día aprenderé ese arte de ser un esclavo. Para ser un laburante, como también un marido y un padre de familia, no hace falta otra cosa que tenerle horror a la soledad. Lo cual sucede en la gran mayoría de los casos. La gente es capaz de meterse en los mayores quilombos con tal de no estar solos. Yo habito la soledad desde hace veinte años y no sé por qué tanto espanto. Es cierto que uno se aburre. Que se satura de sí mismo. Pero peor es soportar a una mujer. Y, ni hablar, a un marrano chillón.

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    Tengo un hijo. No sé dónde vive. Su madre se lo llevó cuando estaba en su panza, diciéndome: «Dame plata para matarlo». Yo tenía 16 años y jamás había pensado en si quería tener hijos. Quería decirle: «No te preocupes, yo soy un súper héroe que va a cuidarlos a vos y a nuestro hijo». Pero ella me dijo: «Quiero matarlo y que vos me des la plata para hacerlo». Y, como no le di la plata, se fue. Simplemente desapareció —o quizás fui yo el que desapareció. No sé bien—. Recuerdo las llamadas de amenazas. Recuerdo a mi padre hablando en mi lugar con la madre de Daniela. Y yo escuchando tras la puerta, en la cocina. Y mi padre diciendo: «No puede venir». «¿Por qué no puede venir?». «Porque no puede». Para embarazarla a la gorda había tenido pelotas, pero ahora no podía ir a decirle que se fuera y no jodiera. Y se fue. Y no jodió más. Y eso es lo peor que pudo haber hecho. La soledad en mi mundo es como ser empujado a saltar desde el pasado vaciado hacia el futuro ausente.

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    Y, en el ensimismamiento familiar que siguió a la tormenta por haber embarazado a aquella gorda, mi padre vino a decirme: «Con esa noticia le quitaste diez años de vida a tu madre». Y mi madre dijo: «Este hijo que se va a acostar con cualquier puta que se le cruza en el camino…». Yo jamás discutiría que Daniela era una puta, pero hay que tener en cuenta que tenía 16 años. El verdadero problema es que era una gorda fea. En esa época yo estaba enamorado de Julieta. Todavía estoy enamorado de Julieta. Ella es el amor de mi vida. Fue mi compañera de escuela en el secundario. Pero jamás me animé a confesarle mi amor. Lo que más me gustaba de ella era cómo se relacionaba con sus amigas. Hay entre todas las mujeres una tensión latente. Aun entre las más amigas. Nunca dejan de ser rivales. Pero ella las trataba con una calma y una simpatía misteriosas. Como si estuviera tan segura de sí misma que no le importase nada de las posibles malas intenciones de sus compañeras. También, con lo hermosa que era, qué perra podía disputarle un galán. Pero yo nunca fui su galán, ni nada. Pienso en si algún día abandonaré mi desidia y la llamaré para iniciar verdaderamente mi vida. Porque tengo su teléfono. Pero qué le voy a decir: «¿Te acordás de mí?». «¿El mudo?». «El mismo». «¿Para qué llamás?». «Para quedarme mudo como un pelotudo». Yo conozco la desesperación del silencio. En treinta años mi padre jamás inició una conversación conmigo. Nunca, en treinta años, tuvimos una conversación. Tuve que criarme solo. Como un indio. Aprender a los golpes lo que otros aprenden con palabras, con consejos. Ahora está muerto y lo que más lamento es no haber hecho lo que debía cuando tuve la oportunidad. El muy hijo de puta me ganó. Él y su silencio se fueron a hundir a un cajón bajo tierra en el retiro de la Chacarita.

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    Mi abuelo hacía eso. En junio se iba a la Costa, en donde había construido unos edificios, y allá se pasaba todo el invierno. Solo. La bruta de la esposa se la pasaba todo el invierno, sola, en Buenos Aires. Eran dos eslovacos animales. Mi otro abuelo los llamaba los «bratislavos». Como una peste. He pensado en escribir una novela a lo Dostoievski sobre esos brutos. Sería como Los hermanos Karamazov. Para colmo, mi tía (que jamás se ganó el honor de ser llamada con ese título), pretende ser escritora, lo mismo que yo, con lo cual Los bratislavos tendría el condimento de la identificación con esos brutos. Yo no puedo imaginarme cosa más primitiva que un campesino europeo de la Segunda Guerra Mundial. Si hay antisociales en el mundo esos son los europeos. Han vivido dos mil años recelando los unos de los otros. Y, ahora, son tan antisociales que apenas si tienen un solo hijo por pareja. Por lo que su población está mermando. Entonces les llegan los inmigrantes, a los que tratan como basura. Para mí son todos unos enfermos. Y son lo más elevado de la cultura universal. Yo soy como ellos. Un antisocial. Detesto a mi prójimo. Los veo con sus mujeres y sus hijos en sus casas rodantes, y los correría a todos a palazos.

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    Es todo un tema ese de tener hijos para no estar solo. Los hijos son deformaciones de uno. Perpetuaciones de los defectos. Y de las virtudes, no lo niego. Pero yo no puedo evitar pensar en los defectos. Porque son nuestros defectos el origen de nuestra desdicha. ¿Cómo permanecer impasible cuando se contempla impotente crecer el cáncer que lo llevará al abismo a aquél que es nuestra proyección? Aquél que es nuestra idealización, padeciendo renovadamente los tormentos que le están reservados a nuestro linaje. Que no se piense que hay conmiseración en esta idea. Pues uno piensa en sí mismo y en nadie más. De otro modo aparecería la embustera esperanza. Me pregunto cómo hacen en las familias donde hay una herencia muy marcada y preestablecida que lleva a todos los integrantes a la muerte. Digamos: cáncer. ¿Con qué cara lo mira a su hijo aquél que es cuestionado sobre el tema? O, peor aún, ¿qué se hace cuando la pregunta no llega y el silencio se instala como un tigre agazapado? Es en estos casos que se puede llegar a medir el espesor del silencio. Los abuelos han muerto. La adolescencia ha avanzado dos o tres años. Pero la pregunta no se hace presente. Así fue mi adolescencia. Un silencio cosmogónico. Un silencio lacerante.

    10

    ¿Por qué me acerqué a esa gorda lamentable? Tenía tantas opciones para elegir. Sin decir de la acertada: Julieta. ¿Por qué cometí ese crimen? Ese suicidio. Daniela era la opción fácil. Estaba regalada. Un regalo del Infierno. Pero esa no es la respuesta. ¿Por qué? ¿Por qué? Quería estar preparado para las que vinieran. Ser experimentado. No quería pasar por la vergüenza de ser virgen ante Julieta. Esa puede ser la respuesta. Pero mejor aún, quería hacerlo con alguien inferior a mí para tener seguridad. Julieta era infinitamente superior y eso me intimidaba. La presión que padecemos en nuestras mentes atajándonos de lo que pensarán los otros. Los gestos que divisamos y solo nosotros vemos. Pueden arrastrarnos a cometer terribles bajezas en nuestra propia contra. ¿Qué tenía que hacer yo con esa gorda insignificante? Llenar de sentido un envase vacío. Inevitablemente ese sentido no sería positivo. Ella sabía que la despreciaba y actuó en consecuencia. Del mismo modo que todas las que siguieron y a las cuales he hecho referencia. Ninguna soportó mi desprecio más de una semana. Recuerdo a una: Cecilia. Evidentemente yo la trataba tan mal que un día me preguntó: «¿Yo tengo cara de puta?». Y yo, increíblemente, le respondí que sí. Jamás he sabido tratar a las mujeres. Nunca tuve intuición para eso. Se me dirá que para qué cuento esto. Que quiero dar lástima. Mi intención al mostrar estas patéticas anécdotas es que se vea hasta qué punto soy un extraño en mi vida. Veo a aquellos hombres seguros en sus sitios. Y me provocan estupor. Con convicciones políticas. Hijos. Hogares. Las mujeres se enamoran de los hombres seguros. Los siguen como un perro a su dueño. Si querés enamorar a una mujer decí: «Soy el mayor idiota del mundo», con la mayor convicción, convencimiento y espontaneidad. A lo Mick Jagger.

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    Que no se piense que desprecio el amor. Es solo que estoy dolido. No desprecio ni la vida, ni la amistad, ni el amor. Simplemente fracasé. Y quiero expresar mi fracaso para encontrarle algún sentido. Dicen que no hay nombre para un padre al que se le muere un hijo. ¿Y para uno que mata a su hijo? Para ese sí. Daniela vino y me dijo: «Estoy embarazada, dame 3000 dólares para matarlo». Y yo le dije: «Esperá, hablemos». Pero cuando mi hermano me preguntó qué es lo que iba a hacer, le dije: «Abortar». «Eso es ilegal», me dijo. Le faltó decirme que eso significa convertirse en asesino. Y en el asesino de tu hijo. Aunque solo lo digas y no lo hagas. ¿Cómo se le llama a quien asesina su futuro? A ese se le llama suicida.

    12

    Siempre creí que los dichos de una persona no son realmente importantes. Que eso solo refleja lo que aquella persona cree en su interior. Pero que esa creencia, por el solo hecho de ser exteriorizada, no puede afectar a los otros. Que cada uno crea lo que se le dé la gana. Pensaba. Y aún lo creo o, al menos, sigo comportándome según esta premisa. Pero lo cierto es que las palabras, entre los seres humanos, son como nudos o dagas que vuelan por los aires. Nudos para atraer, dagas para cercenar. Esta arma, la palabra, puede inducir a acercarse a su perdición alegremente a otros seres aprovechándose de recursos como la identificación o la dramatización. Gracias a ella yo dejo de ser un pajero desdichado para convertirme en Obscuro Maldito. Y también fue por ella que me tiré de una terraza. Y con esta arma Daniela me dio un hijo para asesinarlo, destrozándome la vida, solo para obtener 3000 dólares. Puedo decir que nada en el orden de lo real ha sucedido en mi vida que no fuera motivado por esa falacia que es la palabra. La muy puta se las ingenió para hacerme creer que había dado a luz a mi hijo. El hecho de que todo haya sido un engaño no lo hace más fácil para mí. A los nueve meses de cuando nos encamamos, mi amigo Facundo vino y me dijo: «¿Viste la mina con la que saliste el año pasado? Tuvo un hijo». Facundo se enteraba de la vida de Daniela por un amigo mutuo. Yo comprendí que lo estaban usando de mensajero. Entonces terminé mi amistad con él. Jamás me lo voy a perdonar. Fue un gran amigo, a los 17. (Debo aclarar este punto. Daniela nunca estuvo embarazada. Fue todo una fabulación para obtener sus treinta monedas. La confirmación me llegó unos diez años después de los sucesos que vengo narrando. Y debo hacer notar que estuve diez años padeciendo esa angustia. Finalmente, Facundo, en una incómoda conversación telefónica, me informó aquello.)

    13

    Sufro de los nervios. La situación más insignificante me trastorna. Mi madre cree que es por la operación de intestino. Nací con una malformación en el intestino llamada enfermedad de Hirschsprung. Me operaron a los cuatro días de nacido. Y después, otra vez, al año. Me extirparon el intestino grueso. El menor inconveniente me atormenta. Vivo con miedo. No me salen las palabras. No puedo entablar una conversación ni con el portero. Lindo futuro para el poeta. Me cago en Dios. Ya me hice a la idea de la soledad. No hay otro destino para mí. Yo no le tengo miedo a la muerte, sino a la vida. La muerte es mi compañera desde que tengo uso de razón. No salgo de mi casa. Es así desde niño. En este caso no es desde la adolescencia, sino de niño. Por eso le doy algún crédito a mi madre. Aunque ella está traumada por aquellos sucesos. Me la he pasado toda la vida encerrado en el departamento. Me da miedo la gente. Pero más que me ataquen me da miedo que se burlen de mí. Mi padre se burlaba de todo el mundo. Su arma era la ironía, el sarcasmo. Yo crecí conviviendo con ese modo y creía que era la manera normal del humor. Hacer una broma era cargar a los demás. Si no se lo bancaban era demostración de que no tenían humor. Finalmente he llegado a comprender que viví toda mi infancia y adolescencia embaucado por el resentimiento de ese hombre. Él usaba el sarcasmo para atacar a los otros. Todo aquel que le disputase ser el centro de atención. En su narcisismo se creía que la vida consiste en figurar ante los demás como el más inteligente e ingenioso. Todo aquel que, en su sentir, le disputase ese título, era destruido por su sarcasmo corrosivo.

    14

    Entonces me decidí a trabajar. ¿Por qué trabajar? Si he dicho que el trabajo existe para que los necios sobrelleven la soledad. Para tener plata para los cigarrillos. Por eso. Desde los 13 me escurría todos los días a saquear la billetera de mi madre en busca de la plata para los cigarrillos. ¿Y de qué podía trabajar? Siempre he dibujado. Desde chico. Y la Plaza Francia me quedaba a seis cuadras. Así que me fui con mis dibujos a tratar de venderlos en la Recoleta. Estuve un mes y me peleé con todos. Eran gente sencilla. De Dock Sud. Pobres. Pero había una mina que gustaba de mí. El asunto es que tenía novio, del que estaba momentáneamente distanciada. Y tenía un amigo de ella y del novio al que no le gustaba nada la situación. La mina a mí no me atraía demasiado. Pero, si se trataba de ponerla, yo estaba dispuesto, como siempre en mi adolescencia, descerebradamente. La cuestión es que armé un quilombo de aquellos en aquel cuadrado amoroso. Además no vendí ni un dibujo. Yo no me lamento, porque en ese parque se me ocurrió la idea del que es mi mejor trabajo. En verdad la idea estaba desde los 13 o 14, pero fue entonces que me decidí a realizarlo.

    15

    Y entonces sucedió que tomé un cuchillo de la cocina y me encerré en mi cuarto. Esto es un hecho, más allá de las interpretaciones. Quien quiera hacer interpretaciones puede hacerlo. Pero siempre le estarán faltando datos. Yo solo refiero los hechos. Esto fue a los 25. Es un hecho que peleé con mi hermano. Y por eso agarré el cuchillo. Es un hecho que la relación con mis padres ya era insostenible desde hacía más de cinco años. También es un hecho que recuerdo todo con absoluta lucidez. Para mi desdicha. Pasaron seis meses. O un año, no recuerdo, ahora. Yo me iba a buscar la comida a las 4 de la mañana. Me la pasaba fumando en mi pieza. Fumando y escribiendo. O, intentando escribir. Ahora que sé lo que es escribir, veo aquello como un esfuerzo descarnado y sobrehumano. En esa época hacía lo que podía, luchando con la nada y el vacío, que me arrastraban. De entonces son mis dos primeros libros, así como el que aún sigue siendo, para mi gusto y criterio, el mejor de mis cuentos. También dibujaba bastante. Pero una noche fue el fin y fui al living con el cuchillo en mano y lo amenacé a mi padre. Clavé el cuchillo en el respaldo del sillón, donde estaba sentado. Entonces mi hermano lo defendió y yo me fui a mi pieza amenazándolos a los tres con el arma. Llamaron a la policía, y así fui llevado al Borda.

    SEGUNDA PARTE

    1

    Los aborrecidos se fueron hasta mañana, cuando estaría mejor. Y quedamos solos. Yo y yo. En ese pozo de incertidumbres. Él y yo. Recorrí con la mirada la habitación, la gruta. Ojos temblorosos para un recinto blanco que era por sectores, sin unidad. El peligro de acá. El peligro de allá. Veinte colchones conté. Veinte colchones con veinte cuerpos encima, como muertos. Todos respirando de la nube de la abstracción. Veinte sueños amontonados en un ensueño de horror y perplejidad. Ellos y yo. Cuando me animé (pasaron inquisiciones e imperios), salí al pasillo. Un hueco de pared a pared, con ramificaciones al vacío. «Tengo que ir al baño —me dije—, en un depósito humano tan formidable debe de haber aunque sea uno pequeño». Inmundicia, desperdicios. Volver a la gruta con los monstruos tendidos en sus colchones. Pero que no sepa el enfermero que me salí de la pesadilla común. «¿Qué hacés caminando por el pasillo?». «Estaba pensando en no haber nacido nunca». «Volvé a tu cama y no me hagás enojar». Volver. Volver con los monstruos. Hay uno que se despertó por el ruido que hice. Yo lo desperté y me va a decir algo. Él a mí. Me va a hablar un muerto y yo tengo que responderle. «¿Tenés agua?». «No, no tengo». «¿Sabés quién tiene?». «No, no sé». «Callensé y dejen dormir». Voces de ultratumba. Ahora hay que dormirse en este lugar, en la gruta. Uno más entre los monstruos. Como dejar un cordero al cuidado de una jauría de hienas. El yo abandona la realidad y el inconsciente hace su irrupción en la mente con los deseos insatisfechos del día anterior. Como disfrutar de un rico helado o un beso de tu primita, mientras las hienas despedazan al cordero abstraído. Si soñar es ver alucinaciones, yo soñé que me hundía en el Infierno.

    2

    A la mañana los monstruos seguían allí, tendidos. Había uno agitado que iba de acá para allá preguntando por su vaso. «¿Dónde está mi vaso, quién tiene mi vaso?». «Que no me pregunte a mí, por Dios». «¿Vos tenés mi vaso?». «No, yo no». «Este me robó mi vaso». «Dejalo, De la Rua, es nuevo, ja ja ja. No le hagás caso. Siempre pierde las cosas, De la Rua, y dice que se las robaron, ja ja ja. Ernesto, mucho gusto». Una mano de babosa, como si acabara de pajearse. «¿Vos llegaste ayer, no? Ahora traen el desayuno. ¿Vos tenés vaso para el desayuno?». «No, no tengo (que me deje de hablar este monstruo, por Dios)». Y el monstruo se calla, como si el no tener vaso fuese algo grave. Se me queda mirando, sorprendido. ¿Por qué me dieron la cama al lado de este pajero? Mejor sería al lado de los que siguen muertos. «¡Medicación!». «¿Ya están llamando? ¿A vos qué te dan?». «No sé, nada». «A mí me llenan de pastillas. Tengo dos grandotas rojas y dos chiquitas azules. Pero yo soy más vivo que ellos. Las escupo». Y yo pienso: «Ojalá este hijo de puta se tomara las putas pastillas y se callara la boca». «Dale, De la Rua, llamaron a la medicación». «No puedo, me robaron el vaso». «Dale, boludo, en la enfermería hay vaso. No te hagás el tarado». Y el monstruo de al lado me dice: «Vení, hagamos la cola. No te preocupes», como si dijera estás en el Infierno y esto recién empieza. «¿Vos cómo te llamás?». «Maldito». «Ah, sí, este es el de ayer. ¿Qué andabas haciendo por el pasillo? Creo que le dieron Rivotril nada más». «¿Nada más? ¿Qué es eso? A mí no me dieron nada. El psicólogo del ingreso se puso a preguntarme por mi vida sexual y por qué me había puesto tan nervioso la primera vez y no me dieron nada». «A ver, fijate». «Sí, un Rivotril. No te preocupes, el que se toma esta pastilla pasa a ser un cuerpo ambulante. Nada más se te licua el cerebro y no podés ni siquiera coordinar para tragar tu propia saliva. Los neurorreceptores se cortan y te convertís en una gelatina que no puede hincharle más las pelotas a nadie». Me tomo la pastilla que me dan, estoy muerto para el mundo.

    3

    Una mañana me desperté muy temprano porque al enfermero se le dio por merodear por la habitación. Y entonces sucedió un hecho grave. Me quedé sin cigarrillos. Eran las 6 de la mañana y mis padres no llegarían sino hasta las 10. Me aguanté la necesidad media hora, una hora, a las 7 y media estaba completamente desesperado. Los relojeaba a los monstruos a ver si alguno sacaba un cigarrillo salvador. Pero todos dormían y yo no les iba a pedir. Entonces, en mi incontenible deambular, me topé con que alguien había dejado un balde y un escurridor en el baño. Y, en mi ansiedad y desesperación (los criminales y los santos conocen este estado del alma), no tuve mejor idea que abocarme a la limpieza del baño del servicio. ¿Es posible describir un antro más repugnante? ¿Qué fuerza demoníaca del vicio o la autoflagelación me movió a ese sacrificio? Ese baño no era limpiado, sin lugar a dudas, desde hacía meses. Los inodoros rebosaban de excremento y los charcos de orina estaban por doquier. Todo el piso era una sustancia pastosa y resbaladiza. Comencé echando unos cuantos baldazos de agua y juntando lo más grueso con el escurridor. Pero había que aplastar los grumos de vómito para que se los tragara la rejilla. En aquel momento yo no lo sabía, pero el vicio me había llevado a lo más grotesco, repugnante y diabólico del fondo de mi conciencia. El Diablo sabe humillar la naturaleza humana de las más diversas formas. Para salir del Infierno, Dante tuvo que trepar a través de los pelos del pecho del Diablo. Esto es: lo más íntimo de la maldad. Yo estaba limpiando el culo peludo de ese hijo de puta con mis dedos, y mi nariz, y todo mi ser. Cuando terminé, aquel juntadero de mierda estaba tan sucio como antes. Pero con las inmundicias esparcidas de forma armoniosa. Entonces un monstruo entró a mear y yo me fui, dejando el balde y el escurridor que algún perverso había colocado allí.

    4

    Quedé todo transpirado. Y con ese olor a vómito en la nariz. Faltaba aún una hora para que llegaran mis cigarrillos. Decidí bañarme en las duchas contiguas. Aquel antro solo lo había visto al paso. Pero llamaban la atención las enormes cucarachas que por allí pululaban. Me metí y probé la temperatura del agua. Estaba hirviendo. Me desnudé y colgué mi ropa de la pared, de modo que esos bichos no se fueran a meter. Tenía un jabón. Entré en la ducha y comencé a mojarme las axilas, para luego ir enjabonándome. Pero entonces sucedió que varias de aquellas cucarachas se acercaron a mí. Esos bichos no eran normales. Su tamaño oscilaba entre los cinco y seis centímetros. Solo entre la bosta del zoológico he visto cucarachas de ese tamaño. Y todas se acercaban a mi cuerpo desnudo como si yo fuese su comida. Yo no sé si las cucarachas muerden. Pero aquellos bichos repugnantes sin duda querían comerme los dedos. Me metí debajo del chorro. El golpear del agua las espantaba. Pero el agua estaba hirviendo. Por lo que me hallaba obligado a quemarme la espalda para estar a salvo de aquellos monstruos asquerosos. A duras penas pude enjabonarme y terminar el baño. Faltaba secarme y, ¡Dios santo!, revisar la ropa meticulosamente para estar seguro de que ninguna de esas criaturas se hubiera metido allí. Cuando me calcé las zapatillas, al fin, pude respirar aliviado. Me fui a mi cama a esperar aún media hora a que llegaran mis familiares con los cigarrillos.

    5

    Dos semanas estuve allí encerrado. Dos semanas en que sobreviví como pude. Según me dijo mi psicóloga, que conocí allí, desde Plaza Francia necesitaba un rito iniciático. Algo que sancionase que yo había entrado en la adultez. Llegó con el Borda. Pero ese era un rito de muerte, extravío y estupidez. ¿Quién puede jactarse de haber estado en el Borda? Solo un lumpen. Ella me dijo, una vez: «No te preocupes. Hombres como Van Gogh y Artaud han estado aquí». ¡Yo no quiero esa gloria miserable de perros! ¡Yo quiero ser persona! Pero debo asumir que soy un lumpen. Después de esas dos semanas, seguí yendo a hacer algo así como una terapia familiar. Yo no estaba obligado, pero las circunstancias me forzaban. Y sucedió que al psiquiatra le gustaron mucho mis dibujos. Incluso me compró una reproducción del que he dicho que es el mejor. El problema es que tuvo la pésima idea de organizar un encuentro con su hija, pues ella era estudiante de artes visuales. Ya he dicho que hacía y decía estupideces con las mujeres. No pensaba cuerdamente. Y es así que, un día, me dediqué a llamarla con insistencia hasta que su padre me llamó a mi casa y me dijo que ya hablaríamos de aquello en la semana, en el hospital. La conversación consistió en informarme que debería tomar una medicación psiquiátrica, un antipsicótico. Lloré, lloré como un marrano, pero todo estaba decidido. De este modo quedó oficializado que yo era un esquizofrénico. Yo no me voy a poner a discutir a esta altura si tengo o no tengo esquizofrenia. Solo refiero los hechos. Cuando me tiré de la terraza, pocos meses después, mi madre le dijo a la psiquiatra del Fernández que lo había hecho por ser esquizofrénico. Y así se fue estableciendo un diagnóstico contra el cual no me interesa luchar pues, más importante que la verdad, es la tranquilidad y la paz interior.

    6

    Así se desemboca en la cuestión de mi suicidio. Muchas veces pensé en matarme a lo largo de toda mi adolescencia. Esa idea recurrente me ayudó a tomar la determinación equivocada en el momento infausto. Se dice que un hombre puede enloquecer por el ruido del goteo de una canilla. ¿Cómo no enloquecer por los constantes ataques de tu propia familia? Se querrá ver en esto un caso freudiano. Mis psiquiatras creen que soy un psicótico que escucha voces. Yo no conozco las causas, solo sé muy bien las tristes consecuencias. Aquella mañana eso había llegado a un punto límite. Subí por el ascensor de servicio hasta el piso 13. Allí, la estrecha escalera a la terraza. Intenté abrir la puerta de la terraza, pero no pude. Forcejeé, me desesperé, pero fue inútil. Me senté en la escalera y esperé. Tras un momento, se apagó la luz del pasillo. Las piernas me pesaban demasiado como para ir a prenderla. Entonces, comenzaron a hablar entre ellos. Era un murmullo en la oscuridad, abajo. «¿Por qué no me dicen lo que quieren de una vez por todas?», pensé. Era el momento de la revelación. El último instante de lucidez. Pero todo estaba en las sombras. Los escuché hablar, coordinando el ataque, hasta que un tumulto invadió la escalera. Venían por mí. Me estiré como un resorte y quedé a mitad de camino entre el ventanal y los peldaños. Entonces ellos avanzaron en la oscuridad y yo me trepé al ventanal para ponerme a salvo. Y, estando allí, reparé en lo difícil que sería subirme. Mas no imposible, pues una varilla de madera atravesaba la ventana de lado a lado en su parte central. Esto permitía hacer pie e impulsarse hacia arriba, por aquella estrecha abertura. (Era como volver a ser niño y estar jugando en la puerta de mi hogar. Haber descubierto este tobogán que me permitía huir de mi casa para hallarme, súbitamente, de nuevo en mi mundo. Como irme de mí, para volver a mí.) Así lo traspasé. No recuerdo nada de estar cayendo. Solo haberme impulsado con mis piernas de aquella varilla y atravesar el ventanal. Ya del otro lado, buscar sujetarme de la ventana. Y lograr, forcejeando y golpeándome en la cabeza y el brazo, meterme nuevamente en aquel pasillo asfixiante. Entonces fui a sentarme en la oscura escalera. Y, tras un momento, me recriminé mi cobardía por no haber saltado.

    7

    Estoy seguro de que de haber visto el abismo no me habría arrojado. ¿O quién sabe?, solo Dios puede saberlo. Yo no me voy a poner a hablar de Dios porque el escrito se haría muy aburrido. Pero ¿se puede caer del piso 13 y sobrevivir? ¿Se puede sobrevivir a una caída de 36 metros? Voy a describir mis lesiones para satisfacer el morbo del lector, y para dar una respuesta a esta pregunta. Por las características de mis lesiones y por la disposición del patio donde caí, he llegado a hacerme una idea de cómo fue. Todas las lesiones están del lado derecho y de atrás. El codo, el tobillo, el cráneo. Pero tengo una gran cicatriz en el costado izquierdo, bajo el pecho. Esto me hace pensar que, antes de tocar el suelo, golpeé en la medianera que separa ambos patios. El de mi vecina y el del departamento de mis padres. (Yo no me tiré a la calle, más que nada por no matar a nadie, sino al pozo de luz.) La idea era caer en el patio de mi casa, de unos 4×4 metros. Pero caí en el contiguo, el de la vecina, de 4×1. Una franja angosta y alargada. La confirmación de que golpeé en la medianera es que la canaleta estaba abollada y semidestruida en un sector. Por lo que me quebré una costilla, que me perforó el pulmón izquierdo. Así tuve neumotórax (el pulmón se llenó de sangre). Durante la internación, que duró un mes en terapia intensiva, y dos meses más en clínica médica, me contagié de un virus intrahospitalario, de neumonía, por lo que estuve muy grave. Debo explicar que el cráneo es un hueso. Por el golpe en la cabeza me lo quebré. En cuanto al cerebro, se me formó un coágulo en la superficie que debió ser drenado. Quien quiera creer que estoy descerebrado puede hacerlo. Lo cierto es que cualquier médico sabe que esas son lesiones tratables y curables, sin mayores riesgos, para un profesional capacitado. La fractura de tobillo sanó con un simple yeso que tuve que usar todo ese tiempo. Pero lo que me interesa abordar es el tema del codo. Que es el tema del milagro que he presenciado en mi carne.

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    La pregunta es: ¿puede un brazo hacer semejante fuerza? ¿Puede un brazo absorber la caída de 36 metros? Se me dirá que no fue solo el brazo. También el tobillo y el cráneo. La deformación que presenta el codo es total. Tengo las radiografías. Si el tobillo hubiese hecho esa fuerza, estaría rengo. Si el cráneo, muerto. Lo que quiero decir es que no existe la posibilidad de detener a un auto en su marcha. Si uno lo intenta, sus brazos son arrastrados en el movimiento, así como todo el cuerpo. La fuerza que hizo mi brazo fue tal que me quebré la clavícula. (Concedamos que eso haya sido por el golpe en el suelo. Que, de algún modo, mi hombro fue a dar contra el suelo, pese a haber caído de espaldas con el codo, el tobillo y la cabeza.) Como sea, un codo no puede absorber un golpe hasta destruirse, antes cede al movimiento. Se me dirá que yo mismo he dicho, en otros textos, que aún puedo usar el brazo con alguna soltura. Diré que hubo seis operaciones. A mí no me interesa predicar a Dios. Eso se lo dejo a los protestantes, que bastante me hincharon las pelotas durante las internaciones. Pero no se puede negar a Dios en nombre de la razón, cuando es imposible demostrar su existencia o inexistencia. Cuando esa negación nace de un impulso irracional, de querer que no exista, por resentimiento, rebeldía o estupidez. Cada uno cree lo que quiere creer, no lo que entiende que es lo cierto, la verdad. Al menos así funciona el pensamiento para los ignorantes. Es la verdad de «lo que se me da la gana».

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    Soy consciente de que debería estar, en el mejor de los casos, postrado en una cama, cuadripléjico, comiendo la compota con cucharita. Para satisfacer aún más el morbo del lector, voy a describir cuál es mi situación actual, física y mental. No solo puedo caminar, sino que incluso puedo correr con total normalidad. Es cierto que el impedimento en el codo derecho me hace perder el equilibrio fácilmente. Uso la mano derecha para escribir y para dibujar. En general, todos los otros quehaceres los hago con la mano izquierda. Más que nada por no poder extender el brazo. El codo está, casi por completo, fijado en lo que se llama «postura fisiológica». Es sorprendente cómo el cerebro se adapta a las necesidades físicas. Supongo que puedo decir que ahora soy ambidiestro. En cuanto a la fractura de cráneo, estoy tarado y descerebrado, como atestigua todo lo vertido en este escrito lamentable. Sobre mi situación mental: una vez por mes soporto la petulancia y las descalificaciones de un engreído racionalista psiquiatra que está convencido de que yo escucho voces, o siento pasos, o huelo colores que no existen. No me rebelo contra esto. Como he dicho, y como nos enseñara el gran Galileo Galilei, la verdad es menos importante que la serenidad, que la paz, que el sano desenvolvimiento de la vida. Esto es así, y por eso me arrepiento y me retracto… ¡Pero se mueve!

    10

    «El que mata, se mata a sí mismo; y el que se suicida, termina matando a los demás». Esta reflexión es de Borges. Y me hace pensar, ¿por qué no me sale nada bien? No es solo que no me haya salido «ni el tiro del final». Ni siquiera aquello fue suficiente para ponerle fin a mi trastornada relación con mis padres. Aún quince años más seguí viviendo con ellos. Padeciéndolos. Torturándome. Cuando desperté en el hospital (estuve sedado casi todo el mes que me hallé en terapia intensiva), los vi ante mí a los dos. Creo que también estaban mis hermanos, pero no llegué a verlos. La cuestión es que, en esa situación, se me planteó el que acaso haya sido el mayor dilema de mi vida. ¿Iba a ponerme a putear a aquellos asesinos? ¿O iba a recibirlos con amor y afecto, mis queridos padres? Fue solo un segundo, un segundo en que decidí seguir padeciéndolos por quince años más. A mi padre hasta que murió. A mi madre hasta que la borré de mi vida. Ahora tengo 43 y, al fin, vivo solo, en un monoambiente. ¿Qué obsesión demencial tengo con ellos? La absoluta mayoría de la gente se distancia de sus padres a los veinte. Veinticinco como mucho. Y muchos de ellos con resentimientos insalvables. Pero yo necesitaba entenderlos. No rechazarlos. Sino entenderlos. Que era el modo de entenderme a mí mismo. Si podía desentrañar las razones por las que se comportaban como lo hacían, no iba a estar comprendiéndolos a ellos, sino a mí. Mis virtudes y mis defectos. El origen del bien y del mal. A mi padre he alcanzado a conocerlo bastante bien. Como dije, era un narcisista, un egocéntrico y un cínico. También era sorprendentemente inteligente y un buen hombre, en líneas generales, en especial para quien no tuviera que padecerlo a diario. No hay mucho más que vislumbrar. En cuanto a mi madre, he llegado a comprender que es mucho más peligrosa que interesante. Por lo que lo único sensato que se puede hacer con ella es desterrarla de mi vida para ponerle fin, de una buena vez, al calvario. Ahora pienso que, de haber sabido que mi vida iba a ser como fue, me habría matado a los 8, 9 como mucho.

    11

    Cuando intenté suicidarme no dejé ninguna carta, ni hice nada en especial con mis escritos, ni llamé a nadie, ni nada por el estilo. Es que yo no estaba pensando en las cosas de la vida sino en las de la muerte. Mi muerte. La nada. Cada cual tiene su propia idea de cómo será la muerte. Pero creo que la que impera en nuestra cultura decadente es la de la nada. Y esto es una fe, tanto como la creencia en Dios. La fe es creer en lo que uno no sabe si es como cree. Es el imperio del deseo. Sea Dios, o sea Antidiós. Yo fui educado en el cristianismo y, por lo tanto, creo en Dios. Deseo que exista. Pues he aprendido a amarlo desde niño. Pero entiendo perfectamente que este sea un impulso incomprensible para quienes recibieron una educación laica. O antirreligiosa. La cuestión es que he llegado a comprender, pese a sus virulencias, las razones de los ateos y agnósticos. Puedo figurarme su resignación al vacío, su escepticismo. Y puedo compartir ese deseo. De hecho, cuando me tiré, recuerdo haber pensado, solo un instante, con descanso y alivio, que me esperaba el vacío. Ahora, realmente no me importa si del otro lado me toca la nada. Ya no lo necesito a Dios, desesperadamente, como entonces. Si existiera, al fin, sería una felicidad inmensurable. Pero, de no ser así, creo que la vida aún vale la pena. Que la existencia no precisa de la eternidad para ser milagrosa y maravillosa. Que el amor estará siempre allí, dándole propósito y sentido.

    12

    Si sos joven y has leído mi libro, permitime ahora, por favor, que te dé un consejo. De parte de alguien que aprendió sufriendo. Sufriendo mucho. El sexo no hace la felicidad. Podés debutar a los 50, que todo depende de con quién sea. Los extraños en el sexo son sanguijuelas que te comerán los recuerdos y el futuro. Preguntale a una prostituta que no sea soberbia ni descarada. Y esto se aplica a todas las clases de relaciones humanas. Juzgá, considerá con mucha cautela cada vínculo. No seas despreocupado, ingenuo. Hay demonios rondando allá afuera. Son pocos en la vida. Un par, nomás. Pero te la arruinarán para siempre.

    2023

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