Una madrugada de verano, a finales de la cursada del quinto año del colegio secundario, con Lauta y Eze, no teníamos otra cosa que hacer más que emborracharnos y salir a caminar. Entre bromas y conversaciones absurdas, casi sin darnos cuenta, llegamos a las inmediaciones del Parque Sarmiento. Unas rejas verdes serpenteaban alrededor de un terreno irregular de, alrededor, setenta manzanas. Por esos años estaba bastante abandonado. El pasto estaba crecido y se habían acumulado montañas de escombros y desperdicios por todos lados, que, con los faroles rotos o sin encender, parecían alimañas.

        Estábamos tomando y pasando el rato en la acera, junto a una de las entradas laterales.

            —Miren cómo hago el “4”—balbuceó Lauta intentando formar un “4” con las piernas con la finalidad de demostrar un inexistente estado de sobriedad. Pero luego tropezó con su propio pie y cayó de nariz contra el suelo. En ningún momento dejó de aferrar la botella de cerveza con la mano derecha. Se revolcaba en el suelo como una tortuga dada vuelta y su risa recorría el callejón. Eze se le tiró encima. Entre gruñidos, gritos y risotadas ambos intentaban hacerse con la botella de vidrio. Rodaron por el césped de la vereda hasta caer sobre el pavimento.

            Eze, victorioso, tomó la botella entre sus manos y la alzó, emulando a un jugador de fútbol con la copa del mundo. Yo los miraba entretenido, pero vi un auto pasar cerca de las cabezas de mis amigos y dije:

            —Paren… un poco. —Alzaron las cabezas y me miraron como esperando algo—. Como presidente de la Nación…, decreto… que todos los argentinos…

            Lauta se anticipó y completó:

—¡Deberán usar peluca!

Yo seguí:

—Y los que no tengan…

            —¡Se deberán teñir la nuca! —tiró Eze y nos reímos sin parar hasta que nos dolieron las mejillas.

            Me hice con la botella y tomé unos tragos largos hasta que el líquido me raspó la garganta.

Nos quedamos en silencio. La calle estaba tranquila, bajo la luz anaranjada de los faroles. Del Parque Sarmiento venían los sonidos de sapos y grillos, o el aleteo de algún pájaro trasnochador entre las ramas.

            Eze sacudió la puerta enrejada que daba acceso al Parque. La cadena que la aseguraba sonó, como un puñado de cascabeles.

            —¿Se animan o qué? —dijo, se trepó a la reja e imitó los gemidos de un mono.

Al lado había un cartel oxidado que decía “Prohibida la entrada fuera del plazo de 9 a 20 hrs”.

            —Cuidado que te atrapa el Payaso Maldito —dijo Lauta.

El otro lo miró desafiante.

—¿Vos también le creés al viejo ese? —dijo y cruzó una pata hacia adentro, luego la otra y se dejó caer.

Se quedó un rato en el suelo, agarrándose el tobillo, como si le doliera mucho.

            —¿Estás bien, Zeta? —preguntó Lauta. Lo miramos por entre las rejas.

            Entonces se puso de pie de un salto, se sujetó la entrepierna con las dos manos, sacó la lengua y se largó a correr hacia dentro del Parque.

            —¿Adónde vas, boludo? —le grité.

            —¡A Júpiter! —contestó, ya lejos, perdiéndose entre el silencio.

            Con Lauta nos miramos. Él alzó los hombros y se trepó a la reja. Yo lo seguí. Pasamos del otro lado y fuimos tras nuestro amigo. Por un tiempo no sabíamos dónde estaba, hasta que lo vimos tirando trompadas al aire contra un contrincante invisible.

            —¡Dame eso! —me dijo apenas nos acercamos y me arrancó la botella de la mano. De un trago se bebió todo el contenido y, al terminar, arrojó la botella por el aire. La vimos caer y hacerse trizas contra el suelo de cemento de una de las canchas de fútbol.

            Después se prendió un pucho y levantó la mirada como un pájaro. La punta colorada del cigarro resplandecía en la oscuridad.

            —¿Querés uno? —me dijo.

            Estaba por rechazárselo, cuando se me adelantó:

            —Comprate.

            Caminamos un rato por el bosque del predio. Los árboles se alzaban como esqueletos y el cielo estaba surcado de jirones grises como vestiduras de fantasmas. La luna, escondida en el horizonte, apenas sugería un hilo de luz blanquecina. De a poco, nos fuimos callando, cada uno sumido en sus pensamientos. Al finalizar el verano, yo tenía que entrar a la facultad, pero el mundo de la adultez me daba pánico. Era tímido hasta el extremo y me costaba relacionarme con las chicas. Eze me decía que era un putito, pero ni a mí ni a Lauta nos parecía gracioso. Por momentos, no me lo bancaba. Solía ponerse así cada vez que tomaba de más. Y casi siempre tomaba de más.

Anduvimos sin rumbo por un tiempo hasta que, sin darnos cuenta, dimos con las caravanas abandonadas del famoso Circo Rodas: asomaban como muelas rotas alrededor de una boca de barro y maleza. La oscuridad era tal que apenas podíamos vernos los rostros. A través de las ventanas mugrientas de uno de los remolques se proyectaba una luz azul como de un televisor. Nos fuimos acercando y le dije algo a Lauta, pero Eze nos calló:

            —Shh… Hay alguien adentro.

            Se escuchaba un programa de televisión, risas de un público y un conductor que hablaba en inglés. Por fuera, el viento soplaba y sacudía las hojas de los árboles, con un siseo y un crujido permanentes. Por entre las ramas, ahora podía verse la luna, afilada como una aguja.

            Oímos un llanto adentro de los contenedores. No sé por qué, pero me pareció fingido, como el de un actor que ensayara repetidas veces hasta dar con la versión buscada. Enseguida, una risa como de un loco. Después, una discusión de un hombre consigo mismo. No se oía lo que decía, las paredes enmudecían las voces. Entonces escuchamos un golpe contra las chapas.

            —¡Ey, payasitos! —Eze gritaba y golpeaba el puño contra los tabiques de zinc de la caravana. Lauta lo agarró del brazo y susurró:

            —Pará, imbécil, que nos van a venir a buscar.

            Eze se liberó de la mano y se dirigió a la entrada del contenedor. Subió los escalones y dio unas patadas contra la puerta. Las voces de adentro se callaron. Eze apenas se podía sostener en pie. El viento sopló y sentí pinchazos en los brazos desnudos. Se oyeron pisadas adentro de la caravana que rechinaban como cuando se desliza los dedos sobre la superficie de un globo. Una figura se movió detrás de la cortina rasgada de la ventanilla. Me pareció ver la sombra de una nariz redonda y gigante. Un cerrojo se corrió y la puerta se fue abriendo lentamente con los goznes chillando. La luz del interior parpadeó algunas veces y se apagó. Eze metió la cabeza, miró hacia ambas direcciones y dijo:

—No hay nadie… —pero entonces una mano de goma lo agarró del cuello y lo metió patas adentro.

La puerta se volvió a cerrar. No oímos nada, hasta que estalló una risotada grave que parecía venir de detrás de los árboles o, incluso, de la luna, ¿quién sabe? El interior del contenedor resplandeció con una luz azul y se llenó de humo. Unos fuegos minúsculos chisporrotearon por el aire. Parecía como si adentro hubiera un herrero gigante trabajando. Entonces todo se apagó de golpe, se hizo silencio y la puerta volvió a abrirse. Esperamos unos instantes a que Eze saliera, pero nunca salió.

La borrachera se nos había pasado. ¿Dónde estábamos? ¿Qué había sucedido? El lugar estaba totalmente abandonado, rodeado de muebles y electrodomésticos desvencijados y cubiertos de óxido. Pude distinguir manchas y grafitis en las paredes de la caravana. Un olor putrefacto, a basura quemada, flotaba por el aire. Tuve ganas de vomitar. Con Lauta nos miramos y nos largamos a correr. Una desesperación indescriptible recorría nuestros cuerpos. De vuelta en la entrada, saltamos la reja y, con el corazón saliéndose por nuestras bocas, nos dirigimos a la Comisaría Nº 12.

—¿Y qué carajo hacían ahí dentro? —nos dijo un policía del turno noche. Luego agregó que, como éramos pibes del barrio, iba a mandar un móvil.

Llamé a mi viejo, que me atendió somnoliento, sin entender lo que le decía, y esperamos a que nos fuera a buscar. Llevamos a Lauta a su casa y después volvimos a la mía. Me costó dormir esa noche. Las siguientes cuatro semanas las pasé en cama. Una vez que me recuperé, empezaron los ataques de pánico. Hoy en día, cada tanto, me agarra alguno. Aunque para eso tomo medicación. A Lauta lo volví a ver tras unos meses, después de que él saliera de una internación en el Alvear.

De esto pasaron quince o dieciséis años. Nunca se supo qué pasó. Los padres y familiares de Eze fueron a la comisaría durante años para pedir por justicia y por el paradero de su hijo, pero cada vez empezaron a ir menos. A nosotros no nos pueden ni ver. Con Lauta nos reunimos una vez al año, cerca del Parque Sarmiento, para la fecha en que por última vez vimos a nuestro amigo. Damos unas vueltas, charlamos o nos quedamos en silencio, mientras compartimos unos mates, unos puchos o, a veces, una petaca de ron. Eso sí, para la hora del anochecer, cada uno ya está en casa, calentito y junto a su mujer e hijos.

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