El baile del no y la próxima canción

El baile del no y la próxima canción

Ojo de Gato

03/10/2025

Te voy a contar una fiesta en mi barrio, de esas que empiezan como un chiste y terminan como una lección. Éramos varios, una mancha, todos perfumados con la colonia de nuestros viejos y con nervios. Esta vez, la fiesta era en la casa de los Pérez que quedaba a media cuadra de la cancha, con focos amarillos temblando del techo y cartulinas fluorescentes pegadas con cinta en la sala: “Bienvenidos”, “Feliz Cumple, Karina”.

Adentro, el DJ —un primo mayor que siempre tenía cara de entenderlo todo— empezó con rock en español. Hombres G, Miguel Ríos, GIT, Enanitos Verdes, Soda. El bajo retumbaba en las costillas y uno fingía que sabía la letra para no pensar en lo otro: el perímetro de la sala lleno de chicas sentadas, piernas cruzadas, vasos de gaseosa, carcajadas discretas. Nosotros, como tropas en la frontera, apoyados en la pared opuesta, midiendo distancias, barajando estrategias, escuchándonos el corazón a través de la camisa.

La coreografía de la valentía tenía pasos secretos: primero, hablar fuerte entre nosotros para dar la ilusión de seguridad; luego, moverse en bloque hacia la mesa de los bocaditos; después, un chiste tonto para que la risa suelte el nudo; y al final, el acto de fe: cruzar el salón con la mano tendida. Éramos expertos en dar rodeos antes de atacar.

Cuando el DJ cambió a “Amor por computadora”, las cabezas empezaron a moverse en automático. Uno de mis amigos, el más alto, ensayó un par de pasos que solo él comprendía. Otro, el tímido, recitó de memoria una frase que había preparado: “Hola, soy …, ¿bailas?”. La repitió como rezo, como conjuro. Yo, en cambio, miraba mis zapatillas nuevas y pensaba que tal vez eran demasiadas blancas para un acto de guerra.

Después de media hora de guitarras y estribillos, llegó el segundo acto: las salsas y merengues. La verdadera prueba de coordinación, cadera y descaro. “Abusadora”, “El baile del Perrito”, “Isla para dos”. El salón cambió de clima. A los que sabían, se les notaba; a los que no, también. En la esquina derecha, un dúo de veteranos del baile marcaba territorio con vueltas y piruetas caribeñas. En la izquierda, un grupo de chicas aplaudía a su amiga que, de repente, se transformó en otra persona bailando con los ojos cerrados.

Yo respiré hondo. Miré a la que me había gustado desde que entré: cabello largo, vestido celeste, sonrisa tímida que parecía decir “insiste”. En mi cabeza, la vida era cine, y la banda sonora prometía un final feliz si encontraba el tono. Caminé. Los latidos marcaban compás. A cada paso sentí que quedaba menos Gonzalo y más Gato acorralado en su propia valentía.

Llegué. “¿Bailas?”, dije, como quien entrega una carta sin remitente. Ella me miró, bajó un poco la mirada, sonrió con culpa y dijo: “No, gracias”. El “no” fue firme pero amable, como una puerta que cierra despacio, pero se cierra. Me quedé suspendido un segundo, atrapado en ese espacio donde las palabras ya no sirven. Sentí la presión de la mancha detrás, el radar de mis amigos girando hacia mí. Yo ya sabía el protocolo: media vuelta con dignidad, sonrisa que no acusa recibo, y plan B en dos pasos. Amague hacia la mesa, finta hacia la otra fila de sillas, segunda mano tendida. “¿Bailas?” Y otra vez la moneda al aire.

Esta vez fue “sí”. Un sí pequeño, sorprendido, casi un “bueno ya”. Bastó. La música hizo el resto. Yo sabía lo básico: avanzar, retroceder, no pisar, no mirar al suelo como si el suelo tuviera la respuesta. Transpiré más de lo necesario. Ella tenía un olor a shampoo de manzanilla que me recordó sábados sin las preocupaciones adolescentes. Bailamos dos canciones y nos despedimos con una sonrisa que prometía más y no prometía nada.

Volví a la base, al territorio de los míos. Me recibieron como soldado que vuelve con una historia incomprobable. El alto me preguntó si había girado en la tercera, el tímido me pidió que le repita exacto cómo dije el “¿bailas?”, como si en la entonación estuviera la llave. Yo me reí porque la risa es un vendaje rápido.

Hubo, claro, otra excursión. Porque la fiesta es un juego de probabilidades, y uno aprende a tirar los dados sin insultar al destino. Cruzar, preguntar, recibir. Es el “no” y el “sí” como estaciones del mismo tren. A veces, el “no” venía con cara de “no eres tú, soy yo”, otras con cara de “te agradezco el intento”, y algunas con cara de “ni lo sueñes”. Y no pasaba nada. Retirada elegante, broma inmediata, carcajada de la barra, y vuelta a empezar. La vergüenza duraba lo que dura un coro.

Y llegó el tercer acto: las lentas. Ese momento sagrado en que las luces bajan, las voces se apagan, el DJ deja la ironía y pasa al sentimentalismo. “Careless Whisper”, “Nothing’s Gonna Change My Love for You”, “Temblando, de Hombres G”. Las sillas se vuelven orillas, y el centro del salón, una laguna donde flotan los valientes. Ahí la mano temblaba distinto. Ya no era la coreografía abierta de la salsa, sino el abrazo en el que uno arriesgaba el corazón. A esa hora, cualquiera con una cicatriz se la apretaba un rato, y cualquiera con un secreto lo guardaba más hondo.

Intenté de nuevo. “¿Bailas?” Ella —otra, de risa fácil y cerquillo travieso— me dijo que sí con una naturalidad que me desarmó. Y ahí entendí que el “sí” es menos ruidoso que el “no”, pero pesa más. Bailamos sin hablar, porque hay cosas que el silencio resuelve mejor. Yo conté los pasos como quien cuenta mareas; ella, imagino, pensaba en algo que no tenía nada que ver conmigo. Cuando acabó la canción, nos miramos apenas. Fue suficiente. Volví a mi esquina con la sensación de haber pasado una aduana.

Aquella noche —y tantas otras— aprendimos un idioma sin diccionario: el de los límites y los reintentos. El “no” sonaba con la regularidad del eco, era cotidiano como el pan. No te rompía: te ordenaba. Obligaba a recalcular, a reubicar el orgullo, a limar el ego sin perder la risa. Enseñaba que los amigos se van a burlar —porque te quieren— y que tu tarea es devolver la broma y seguir en la pista.

Los que ya cruzamos los cincuenta —criados en fiestas de rock, luego salsa y después lentas— llevamos esa gimnasia en el cuerpo: pedir, aceptar, reposicionarse. La vida no tenía “envío inmediato”. Si querías una canción, esperabas al DJ; si querías una foto, te enterabas una semana después si salió movida. Si querías sacar a bailar, cargabas la incógnita en la garganta hasta el último compás. Y cuando llegaba el “no”, te sacudías el polvo y te alineabas de nuevo. No había atajos. No existía el botón “deshacer”.

Hoy, muchos jóvenes —no todos, pero suficientes— crecieron con el algoritmo domesticado para complacer. Todo llega en dos clics. Si algo falla, cambias de pestaña. Si un video aburre, deslizas y ya. El músculo de la espera se atrofia y la tolerancia se queda sin defensa. Por eso, cuando la realidad dice “no” —porque la realidad siempre dice “no” de rato en rato—, el golpe duele el triple: corazón sin callo, ampolla segura.

No se trata de romantizar cassettes ni luces amarillas de las fiestas en el barrio. No soy enemigo del presente: me encanta pedir taxi desde el teléfono y que el café toque a la puerta.

Lo importante es otra cosa: la tolerancia a la frustración no se actualiza por Wi-Fi; se entrena. No llega por decreto con la edad, pero los años dan ventaja: ya probaste el sabor del “no” y descubriste que no mata. Después del “no” siempre asoma otra canción, otro intento, otra persona, otro día.

A veces pienso, qué habría pasado si aquel primer “no” me dejaba clavado al piso. Si me quedaba mirando las zapatillas blancas como quien mira una renuncia. Me habría perdido la risa de los amigos, la lenta con la chica del cerquillo, el hallazgo de que la vergüenza es un peaje barato para cruzar a la vereda donde pasan cosas.

La fiesta de barrio era un simulador de vida: un lugar seguro para practicar el rechazo con música de fondo. Hoy el simulador tiene otra interfaz, y está bien. La lección, sin embargo, no caduca: no hay coreografía sin tropiezos, ni compás sin silencios, ni abrazo sin el riesgo del “no”. Si llega, vuelves a tu esquina, te ríes con los tuyos, finges que vas por una bebida, amagas hacia la fila de sillas y, otra vez, “¿bailas?”

Esa es la vacuna contra la fragilidad instantánea: recordar que no somos de cristal, que el ridículo se suda y se ríe, que la paciencia también baila. La vida, como el DJ sabio, cambia de ritmo cuando menos lo esperas —a veces rock, a veces salsa, a veces lenta—. La misión no es hackear la lista, sino animarse a cruzar el salón cada vez que algo —o alguien— lo valga.

Al final, tolerar la frustración no es aguantar por aguantar: es sostener la esperanza con oficio. Es aceptar que el “no” no clausura; reordena. Que el corazón tiene memoria de músculo y se fortalece con repeticiones. Y que, cuando suene la canción correcta con la persona indicada, en el momento preciso, toda esa práctica silenciosa será un “sí” que te tome de la mano, te lleve al centro y te recuerde por qué seguimos insistiendo.

Yo sigo dispuesto a cruzar el salón. Si toca un “no”, nos vemos en la próxima canción: con calma, con humor y con esa fe antigua de quienes ya pasamos los cincuenta y sabemos que, como en las buenas fiestas, siempre queda una canción más en la mesa del DJ.

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