La última carta en Yacutoro

La última carta en Yacutoro

Pilar Ferreyra

05/05/2020

Anochecía, pero apenas parecía estar amaneciendo. En el bosque misionero los estridores de las cigarras competían con los aullidos de los monos carayá.

     Como en los días tristes de los últimos años, María había estado echando de menos a su madre. Trayendo a la memoria los intentos frustrantes por rescatarla de su adolorido cuerpo, recordando las corridas en el parque infinito. O trayendo a la memoria aquellos sábados de rayuelas dibujadas en la tierra roja.

     El polvo dormía en las superficies de la vivienda rústica, pero en las partes limpias de la ventana de la cocina, aún podían distinguirse los tallos de los guatambúes que ella regaría antes de la caída de la noche.

     Mientras lavaba los platos, los cortes desparejos del flequillo se anteponían a los ojos obligándola a arrastrar el dorso de la mano sobre la frente. Repasando con la vista, en cada pasada de mano, un trozo de una carta jamás enviada a su mamá, rescatado y pegado sobre el filo de la repisa con una chinche herrumbrada. Palabras sueltas de una de las tantas que había escrito semanas después de enterrarla:

                                    “Cuéntame, ¿qué hay más allá del cielo? (…)”.

     Su madre había muerto dos años atrás después de soportar los síntomas de un Parkinson letal que apareció en la mano izquierda y con el tiempo se transformó en la intolerancia a estar sentada o parada. El cuerpo ya no le pertenecía. Era el esqueleto del dolor. Quizá los cantos de los pájaros y el aroma de la selva pudiesen haberle servirle de consuelo durante su agónico y lento final. Pero la verdad es que la enfermedad la carcomió sin piedad.

     A pesar de esa larga congoja, María no había podido aceptar que estaba muerta. Su madre se le aparecía en casi todas las rutinas. A veces olía el aroma de su pecho, de ese pecho dulce que tantas veces la había apretado contra sí llenándola de caricias. Otras, creía verla en el parque removiendo la tierra de los brotes o apoyándose impredecible sobre los dos bastones de madera que María había lijado. Había tantos recuerdos de su madre, pero tan pocos sonidos en la casa, que a veces temía quedarse sorda de tanto silencio.

     Veintiún años atrás la familia Paz había decidido que las doscientas hectáreas heredadas de los tatarabuelos serían una de las reservas naturales de la selva paranaense.

     Por esos tiempos, embarazada de tres meses y rogando por trabajo, la madre de María llegó con ella en el vientre. Y quizás porque los milagros existen, ese día, que los Paz estaban de buen humor, se enternecieron con su barriga y atendieron a su pedido. La ubicaron en la única cabaña que había en el predio. Le ofrecieron quedarse allí, a cambio de la limpieza de la estancia y de ocuparse del cuidado de los animales.

     Con la naturalidad con la que vuelan los chogüí, creció María. Aferrada a su madre y a la vida.

     Más tarde los Paz regresaron a Posadas encargando a ambas criadas el mantenimiento de las viviendas, la atención de las vacas y de las gallinas.

     Cuando su madre enfermó, María se hizo cargo de las tareas que antes eran compartidas. Lo que le robó tiempo que solía destinar para recorrer la selva. Mientras cuidaba de su madre jamás pudo detenerse a pensar en el presente, mucho menos en el futuro. María no era del tipo de personas que había sido educada para planificar. Si algo había en esas tierras de troncos altos, gorjeos y arroyos tibios era la libertad para moverse.

     Y si jamás había sido el paso de las horas un problema, cuando su madre murió, el tiempo se descolgó ciego de su vida. Sin rumbo ni orientación anduvo con el ánimo colgando de su corazón. Olvidó el sabor de la sopa paraguaya, el placer de amasar los chipás, y hasta por sembrar maíces de dientes amarillos. En el despiste del aislamiento perdió peso, la piel se le pegó a los huesos y los ojos se le hundieron en las concavidades. Con todo, el tono de su espíritu era tan singular, que aún delgada y desaliñada, conservaba una seguridad salvaje que la conservaba atractiva.

     Una de esas noches, mientras enjabonaba un vaso, desvaída y mal nutrida, creyó ver la luz de un vehículo a través de la ventana de la cocina. Aún dudando de haber visto el fulgor, salió de la cabaña. Un hombre muy alto bajó de una camioneta mugrienta. Llevaba la camisa arremangada por encima de los codos y un sombrero roto estirado hacia la nuca. A pesar de sus músculos firmes sus pasos insinuaban un cansancio de días.

     ━Disculpa, no sé si me he perdido o si es que acaso debía llegar acá ━dijo el hombre con una         sonrisa que intentó disimular sin éxito━. No sé dónde estoy.

     ━En la Reserva Yacutoro. ¿En qué puedo ayudarle?

     ━Necesito salir del bosque pero no sé cómo.

     ━¿Necesita un mapa? Puedo mostrárselo ━sugirió María.

     ━Tengo uno… pero no he podido orientarme ━dijo frotándose la

     frente━. Quizá si usted pudiera ayudarme. Di tantas vueltas que estoy mareado.

    ━Pase por favor ━solicitó María.

     Esperó unos pasos atrás de ella, y luego ingresó a la cabaña. Se sentó recién cuando ella le ofreció asiento y sin darse cuenta, bostezó. Sentía un cansancio pesado. Ella, en cambio, mantenía los ojos abiertos casi sin pestañear.

     El hombre tenía algo extraño, una lentitud que ella nunca había visto en nadie. Pero como sus movimientos y su mirada ofrecían confianza, María finalmente se relajó. Al rato, estiró las puntas de los pies para acercarse al mapa que estaba encima del aparador de la cocina. Al sacudirlo un poco, el polvo se dispersó alrededor de ella. Apoyó el mapa en la mesa. Ambos intentaron adivinar alguna ruta en ese mapa, se miraron y largaron una fuerte carcajada. El mapa que él había usado lo había desorientado, y el que ella acababa de bajar del estante, era ilegible: los trazos de las rutas se habían desvanecido. La ausencia de mapa parecía una humorada.

     Entonces ella lo invitó con un mate que él aceptó con satisfacción.

     ━Te agradezco, es lo único que puede sacarme el dolor de cabeza ━aseguró acercando los                labios a la bombilla.

     Y entre mates y mordiscos a unas guayabas chiquitas, se distendieron. Ella le contó de su madre, de los Paz y de su destino. Él le contó que era viudo, que hacía muchos años había perdido a su mujer en un accidente y que desde entonces viajaba sin meta alguna. «En espíritu y en alma sin objetivos ni lugar adónde llegar», deslizó sembrando con esas palabras cierta confusión en ella, que prefirió dejarlo pasar y continuar la conversación.

     Algunas personas apenas se conocen parecen reconocerse de quién sabe qué época ni quién sabe de qué situación del pasado. En ese tipo de encuentros la distancia entre uno y otro se achica rápido. Ambos se sintieron rápidamente cómodos.

     Cerca de la medianoche, María estaba envuelta en los brazos fornidos del extraño viudo. Entre besos, toqueteos y caricias suaves, terminaron en el sofá del salón donde María conoció por primera vez el sexo. Abrazados, con las piernas entrelazadas, cayeron dormidos.

     Al despertar, ella lo buscó con los ojos. Se irguió en el sillón estirando el cuello, buscándolo por la sala. Se rascó en vano los ojos para enfocar de nuevo. No estaba. Desnuda, con una vitalidad renovada, se asomó al único dormitorio de la cabaña. Tampoco estaba.

     Salió al parque. Había llovido un poco así que entre una bruma blanquecina que se levantaba desde la tierra, recorrió el lugar con los pies descalzos sobre el barro. No había rastros de él. Ni huellas de las ruedas del auto.

     Cabizbaja, sin entender qué mal chiste le estaba jugando la vida, volvió a ilusionarse unos segundos a causa de un crujido en la hojarasca. Pero no era él. De abajo de las hojas amarillentas estaba intentando asomarse un papel arrugado que pocos segundos después estaba flotando enfrente de los ojos de María como si la hoja estuviera siendo empujada por una fuerza invisible. Sólo dejaría de flotar al estamparse contra la puerta de la casa. Muda y desconcertada, María se aproximó a leer lo que en el papel estaba escrito.

      Él es un alma errante que te amo mientras duró. En cuanto a tu pregunta, la me hacés en el              pedacito de carta que pegaste en la cocina tengo esta respuesta: María, sólo existe la                     eternidad infinita que nos mantiene interconectados a todos. Siempre estaré a tu lado de una u         otra forma. Tu mamá.


     En medio de una llovizna que mantenía al lugar en un clima de cierta melancolía, los sapos croaron, los trinos de los pájaros se cruzaron y el sol irradiaba un calor intenso.

      Con los borceguíes untados de barro, María decidió abandonar Yacutoro. En el hombro derecho llevaba una mochila con agua y unas cuantas naranjas de la huerta. Echó una ojeada a la cabaña, y empezó a andar. No volvió a mirar hacia atrás.

Fotografía: Marcelo Casacuberta.

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