Ojos Azules
Tenía la tonta idea de que lo conocía demasiado como para amarlo a rabiar
sin nada que preguntar, malditas todas las dudas que asaltaban mi razón. Durante
muchas noches en las que el sueño brincaba de mis ojos, abría la ventana y
salía corriendo a cazar quimeras, durante esas noches mi atención melancólica
se sumía en la inercia de su cuerpo, las puertas de su mirar siempre cerradas me
llevaban a imaginar los sueños que lo cobijaban y la obscuridad de su silencio
abofeteaba mi confianza y me gritaba que no debía siquiera tenerlo cerca de mi
hogar, peor descansado en la misma cama.
¡Niña tonta! Eso me decía constantemente una parte de mi cerebro y yo le
daba una bofetada enviándolo a dormir para que dejará de amenazar mi tan
afanosa felicidad. Esa que había buscado de manera insaciable durante aquellos
últimos años, esa felicidad que quería conservar y si es posible maximizar.
Ahora me digo: ¡Niña tonta! no se puede amar lo que no existe, y es que el
arte de imaginar suele ser tan magnífico como cuando te petrificas ante una
obra espectacular de Caravaggio tal como Judit y Holofernes, uno se pregunta, ¿qué
está sintiendo Judit ante la decapitación del Holofernes? Esa pregunta es necia,
es evidente que su rostro no denotaba ninguna pena, pero el encanto de
descifrar colores y formas dura poco, después de agotado el tiempo, se debe
abandonar el museo. Así ocurre, al despertar de esa sobredosis hormonal,
viene el desencanto. Agotada toda hambre, muere en uno de los dos el afán por seguir edificando o pintando sobre el lienzo ocupado; sus ojos ocuparon mi
lienzo y sobre él no se puede volver a pintar.
Esos ojos eran hermosos. Los encontré una tarde de verano clavados entre las
zarzas que dan a la arboleda, en seguida pensé «Joder, se trata de un animal
salvaje, se quedó atrapado entre tanta espina, y ahora cómo lo ayudo a liberarse».
Inconscientemente me dirigí al lugar sin detenerme a pensar que aquel animal
podría atacarme, herirme y matarme.
Llegué al lugar, me acerqué, entonces caí de espaldas por el asombro y el
miedo que aquella escena me causó: No era un animal; no era un perro o lobo, un
gato, un tigre… Se trataba de un ser humano ensangrentado con la mirada palustre
en un pequeño agujero entre las zarzas que daba al sendero.
Tartamudeando le pregunté «¿Qué te ha pasado? ¿Quién te ha hecho esto?» (Ya
sé, debí preguntar ¿quién era? ¿de dónde había salido?) no, yo formulé preguntas
incorrectas, fue natural recibir erratas…
De su boca se escaparon breve palabras, usando energía agonizante supo
decirme: «Me persiguen, quieren matarme, ellos quieren robarme» Después
entrecerró los ojos y cayó al piso.
Una persona normal hubiera corrido en búsqueda de la policía o de una
ambulancia, pero no, resulta que yo no podía, porque en medio de ese bosque tan
profundo e inmenso, mi cabaña era la única construcción humana cercana en 20 kilómetros a la
redonda, y yo no era corredora de maratón, así como mi auto estaba
completamente refundido en el lodo. Había estado lloviendo incesantemente durante
toda la semana, así que los caminos eran trampillas perfectas, refundían cualquier
cosa que se posará sobre su piel. No podía usar el auto, no podía llevarlo
cargando y no había manera de conseguir ayuda oportuna. En medio de
toda adversidad y sacando fuerzas de dónde Dios sabe, me di a la tarea de
arrastrar su cuerpo por el sendero que conducía a la cabaña.
No me pregunten cómo, pero pude llegar a buen recaudo. Pensé que ya
estaba muerto, me acerqué para comprobar su respiración. Estaba vivo, un
instinto estúpido me impulso a conservar de cualquier forma la vida que tenía
entre manos, jamás hubiera imaginado que tal acción me conduciría a mi propia
tumba.
OPINIONES Y COMENTARIOS