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“De niña no temía al viejo del saco ni al monstruo del armario. Desde niña y sin saberlo yo tenía mucho miedo, miedo de mí misma… es difícil de explicar y de escribir estas cosas que nacen tan de pronto del interior de una mente tan pequeña. Lejos de la inocencia, había dentro de mí una oscuridad innata que no podía ser notada desde fuera… sin saber siquiera las suficientes palabras intenté describir a mis rabiosos demonios que gritaban desgarradores aullidos dentro de mí.
Siempre diferente. Intenté hacer las cosas bien.
Cuando mi madre una tarde se molestó conmigo, al día siguiente al ver el desastre que mi maldad había dejado corrió alejada de mí gritando que yo no era normal y que era hija del demonio… me miró con tanto desprecio y podía ver en sus ojos los deseos de enfrentarme y acabar con mi pequeña existencia, pero en aquellos dramáticos ojos había algo más… más allá de todas esas emociones entremezcladas que sentía desde sus entrañas hacia mí… más allá de esa emoción compleja de estar mirando a su creación que es verdaderamente un monstruo, sentí su miedo, ese miedo desbordante e incontrolable recorriendo su piel y paseando por su nervioso ahogo.
Ni mi padre pudo controlar ni consolar a la pobre mujer. Parecía una loca. Ella y él temieron por su vida.
En ese instante entonces pude sentir dentro de mí las dos caras que gobernaban a mi misteriosa consciencia… supe en ese instante que mis emociones tan indescriptibles nacían de un mismo lugar. Mi percepción de mí misma era tan opaca y se desvanecía en mi limitado entendimiento a mis tan jóvenes 7 años. Hasta que en ese momento comprendí que todo mi ser estaba destinado a la soledad por mi naturaleza excesivamente inhumana e incompatible con la normalidad y con la vida por sobre todas las cosas.
Yo era un monstruo, nacido en el cuerpo de un pequeño angelito que no debería de haber significado siquiera una minúscula amenaza, pero ahí estaba yo; existiendo. Pude oír al mundo lamentando mi asesina y siniestra existencia. Pude oír el debate de Dios consigo mismo por haberme traído a esta Tierra. No. Madre. Lo entendí mejor ese día.
No estabas preparada para mí. No lo estabas. Yo no era siquiera una parte de ti. Yo era una figura extraña que se había creado a sí misma a base de la suciedad de las emociones, a base de la inmundicia que se escondía en los callejones de la consciencia colectiva de cada ser. Yo era la astuta maldad personificada y creada por sí misma y quizás por la mano del diablo. Esa era yo. Conocí mi naturaleza como nunca y sentí sorprendentemente miedo… yo no pretendía jamás ser mala, pero no lo pude evitar. Esto vive en mí. No puedo escapar. Entiéndanlo. Yo no quise matar a esa gente. Yo no quise nacer así. Mis padres me abandonaron. Yo no controlo estos retorcidos impulsos. Tengo miedo de mí misma. Sé con infinidad de exactitud de lo que soy capaz. Soy tan inteligente como nadie y estoy disfrazada de oveja… soy un arma para matar… ¿bien? No tengo nada más para decir. Por favor ordéneme pena de muerte. Es hora de mi final. Es lo que me merezco. Acaben con mi existencia, por favor… “– Últimas palabras de Alissa Adams, asesina de más de 40 personas con actos brutales. Fue sentenciada a la silla eléctrica por solicitud propia el 10 de marzo en 1912 a las 8:00 AM. Murió a los 26 años. No recibió funeral. Fue enterrada en una tumba familiar. La familia más tarde pidió que el cuerpo fuese removido de allí. La solicitud fue concedida. Fue a parar a una fosa común… un ser destinado al desamor, repudio y a la muerte.
Un monstruo que temía de sí mismo…
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