Mario es un hombre que vive en una comunidad Ashéninka ubicada en la provincia de Atalaya. Su casa se encuentra en las riberas de un cristalino rio llamado Aruya, que es uno de los muchos afluentes que desembocan en el rio Ucayali. Él vive con su esposa y sus siete hijos; tres hombres y cuatro mujeres. Ellos viven de la caza, pesca, agricultura y extracción de madera.
Todos los días Mario suele ir con sus hijos a despejar monte para hacer su chacra y sembrar arroz, frejol, yuca y plátano. A veces hace una minga cuando el terreno es muy extenso. Esta actividad se practica desde hace mucho tiempo en su pueblo. Es un acto solidario hacia el poblador que hace la minga.
Mario quería sembrar arroz pero, como la tarea de rozar dos hectáreas de terreno resultaba agotadora, decidió hacer una minga. Se fue a la cocina donde se encontraba Otilia, su esposa y le dijo:
-Mujer quiero que vayas a la chacra y saques yuca para preparar masato-.
–Ya viejo, iré después del almuerzo- respondió Doña Otilia.
Más tarde la mujer tomó su canasta, su machete y se fue a su yucal con Juliana y Katia, sus dos menores hijas. El padre quedó hablando con sus tres hijos mayores sobre la comida que darían a los invitados. No tenían gallinas ni patos ya que el año pasado la peste había matado a todas sus aves de corral.
Por la noche, mientras cenaban el hombre comentó –Mañana tempranito voy al monte a buscar perdices-.
-Hace una semana que las escuchó cantar por esa quebradita que está atrás de la purma – añadió.
-Papá yo iré a invitar a la gente del pueblo – Dijo Lita su hija mayor.
-Está bien y también aprovecharías para comprar sal para la perdiz- Dijo su mamá.
-Yo, Juan y Wilmer iremos a cortar leña y luego vamos a acarrear agua para poder ir a la minga también-. Dijo Julio, el mayor de todos los hermanos.
Bueno hijos, hay mucho que hacer mañana y yo ya tengo que ir a dormir-. Dijo Mario y se fue a su cuarto. La esposa y sus hijos también se levantaron de sus esteras y cada uno fue a descansar tranquilo, sin imaginar lo que sucedería.
Al día siguiente, el cazador se levantó muy de mañana. Salió de su cuarto y se dirigió a su depósito de donde sacó un machete bien afilado, su escopeta y algunos cartuchos. Él estaba tranquilo, a pesar de presentir algo extraño, ya que el hombre por sus años de experiencia en el monte ya había aprendido a manejar esas sensaciones. Asi que, tomó sus cosas y se fue caminando por un sendero hacia bosque, en busca de las perdices.
Eran las 5:00 am cuando se adentró al monte. El sol recién se asomaba, sus débiles rayos apenas penetraban en el bosque. Los monos cotos empezaban a chillar en la ribera del rio. Además, se escuchaban el sonido de miles de insectos y otros extraños ruidos que llenan de terror el corazón del que no conoce la selva.
Uno nunca sabe qué sorpresa nos tiene preparado el monte. Uno puede encontrarse con venenosas serpientes o hambrientos otorongos en busca de su presa. Y qué decir de los zancudos que aturden con sus zumbidos y dolorosas picaduras.
-Esto es extraño- se dijo Mario. –Aquí es donde bajan a comer. No puedo estar equivocado- aseveró.
El valiente hombre, caminó un poco más y se encontró con un pequeño riachuelo casi seco. En ese instante oyó cantar a las perdices a pocos metros de él. Alistó su arma y avanzó agazapado por entre las malezas que le estorbaban el paso.
En ese momento escuchó fuertes aleteos que provenían de un frondoso árbol y vio una hermosa perdiz que bajaba a beber agua de aquel riachuelo. Mario metió enseguida un cartucho en su escopeta y ya se disponía a disparar cuando de pronto, algo muy pesado se arrastró velozmente y se abalanzó sobre él.
El hombre logró esquivarlo y al voltear la mirada se dio cuenta de que era una enorme anaconsa que se alistaba para atacarlo nuevamente. Trató de huir, pero la fiera se lanzó nuevamente sobre él, mordiéndole la rodilla. .
Mario gritó de dolor, desesperado, no sabía qué hacer. -Esta anaconda me va devorar – pensó. Con su afilado machete trató de cortar a la serpiente, pero su piel era muy dura. La anaconda trataba de enroscarse en el cuerpo de Mario, mas él la arrojaba a un lado.
Él ya se econtraba agotado, empezaba a ver todo borroso y amarillo. Le sangraba una rodilla a causa de las mordeduras. Pensó que aquel día moriría y desesperado pidió ayuda al cielo.
La terrible anaconda no se daba por vencida. Trató de lanzarse una vez más, pero, el hombre la esquivó y se arrastró deprisa unos metros más. La serpiente volvió a ponerse en posición de ataque. El desafortunado cazador apenas pudo tomar su escopeta y apuntó a la fiera. Le disparó dos tiros en la cabeza y esta cayó muerta al suelo. Mario vio el cuerpo que yacía sin vida y se desmayó.
La selva es el hogar del valiente, del que logra abrirse paso a través de sus caminos. Aquel que vive en este hermoso paraíso verde, conoce sus leyes y está dispuesto a acatarlas.
Mario cobró conciencia y se levantó. Vio a unos metros el cuerpo ensangrentado de la enorme serpiente y aliviado dio gracias a Dios. Con dificultad recogió su machete, su escopeta y trató de caminar. Su rodilla le dolía demasiado, mas él pensando en su familia, juntó las pocas fuerzas que le quedaban y tomó la trocha que lo llevó de vuelta a casa.
Fernando Bartra
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