Prosa de los once momentos

Prosa de los once momentos

Mauricio Segal

30/10/2019

El hombre despertó un minuto antes de lo acostumbrado. De no ser por la menguante y alucinógena cualidad que tiene el despertar, habría carecido de sueños, de falsos rostros en las maderas que hacían las vigas del techo. El hombre miró los dos relojes en la mesa de luz hasta que se hicieron uno: eran las seis y cincuenta y nueve de la mañana. Decidió levantarse, no sin antes haberse imaginado listo para salir sin la mediación de tantos pormenores. Fue camino al baño. El frío de las cerámicas bajo los pies descalzos terminó por apurarle la vigilia. Mientras hacía que el filo de la navaja exhalara rumores ásperos sobre una de sus mejillas, el vapor del agua caliente empañó el espejo. Puso la mirada en el espejo, y vio que su rostro era igual a cuando no se recuerda un rostro. El ayuno le hacía sentir que su mente aún era de aire y que se encontraba distante de cuerpo. Una nostalgia fugaz le hizo comprender que ese estado —una generalizada indiferencia— era lo más parecido que un adulto podía recrearse de la infancia, quizá porque una vez más debía subordinarse a las responsabilidades que la rutina impone.
En la cocina encendió las hornallas a modo de calefacción y puso la pava a hervir. Hundió un cigarrillo en el lugar azul del fuego de una de las hornallas. Respirando entre brumas, apoyado en la mesada, puso buena parte de su atención en la punta del cigarrillo que sostenía cerca de los labios, y vio que desde esa quieta perspectiva el calor del cigarrillo hacía estremecer la geografía imprecisa del cielorraso. A la mañana solía despertarse con él una lucidez apurada y una torpeza a veces flagelante. Bajo esa influencia, pensó que esa variante del fuego otorgaba a las cosas el mismo comportamiento que él hubo entrevisto en muchas cosas soñadas. Casi quemó su mano preparando el mate, además.
Despachó el mate de tersa apariencia aunque de rugoso tacto a las apuradas, con dos o tres chupadas de propósito inmediato, doblegándose él al veloz decurso que tienen las horas tempranas. El último mate lo dedicó a pensar. A veces sus pensamientos daban la ilusión de hallarse suspendidos entre las muchas y casi siempre iguales acciones de su día a día. Pero en realidad se ramificaban en silencio hacia lugares cada vez más cercanos a la pesadumbre. Era entonces que en el escritorio crecido de papeles, frente a la ventana con el despacho y su silueta allí reconstruidos, y con el cielo variable entre las partes transparentes, esos pensamientos volvían a surgir, a sucederse dolorosos. En momentos así sólo podía consagrarse a suspirar, como queriendo exhalar su dolor, y de no haber sido por las súbitas y perfumadas presencias de Esede (con quien compartía despacho en aquel piso alto) él hubiera sido capaz de llenar un abismo.
Apagó las hornallas, vistió el traje y salió de su casa. Afuera la mañana era gris, o más bien grises entre las dolorosas contorsiones de las ramas, cuyas pobrezas de hojas el viento avivaba en aleteos desesperados, como pétalos marchitos a las orillas de algún aislado sendero. Sobre los altibajos de la tierra que era también el elemento que hacía a la calle, los charcos —recuerdos de la mojada víspera— brillaban con el mismo húmedo brillo que hay en la tez del que agoniza. Quiso el destino (como él sabía decir) que por aquellas veredas tantas veces por él caminadas ningún asomo de irrealidad se le haya manifestado como se le manifestaría luego, a no ser por la dormida presencia de un gato desmesuradamente obeso que él jamás había visto.
Esperó el tranvía unos minutos más de lo que su cuerpo recordaba, bajo la parada de fierros sin sombras. Estuvo a punto de insultar la acostumbrada impuntualidad del transporte público, pero el tranvía llegó pronto, desgarrando chispas y tolerancias de oídos. Subió, pagó, y para eludir la soledad buscó asiento frente a un hombre gordo. El gordo leía el diario. Él intentó descifrar las en apariencia mojadas líneas que los lentes del otro reflejaban. Figurándose algún desatino, evitó el diálogo y miró hacia la ventana. El oscuro semblante suyo, con sólo uno de sus contornos como algo definidamente humano, derivó nítido en las calles cinéticas. En el afuera raso de baldosas grises, algunos papeles fingían los pájaros de rigor. Porque al poco pensó en Esede, pronto empezó a mirar como quien respira. Aunque ella estuviera dentro de su imaginario, prestada por el recuerdo, él era incapaz de amarla. Alguna noche él fue encontrado por el sueño mientras leía. Hubo un párrafo que le inspiró algunas reflexiones entre las arquitecturas imposibles. Pensó, durante el sueño, que el amor que él sentía por Esede no era aquel que desnudaba en las abstracciones, sino que estaba más allá de los sentidos, como las cosas detrás del sol.
El tranvía y los recuadros de calle se detuvieron en la parada de siempre. El hombre bajó. La avenida Triunvirato surgió nocturna y con regusto a madrugada. El fondo de la avenida amontonaba las flotantes luces de los autos, y todo era como el horizonte de un puerto en las horas azules. Los vientos araban las nubes… Él infirió que tan temprana oscuridad era el indicio inconfundible de una tormenta violenta. Caminó las cuadras que lo separaban del trabajo. En el trayecto fue muchos y también ninguno sobre los desiguales vidrios que lo reflejaron. Una vez llegó a la puerta del edificio, sacó de su bolsillo el juego de llaves. Estaban tibias y olían a latón húmedo. Abrió la puerta. Adentro la oscuridad palpitaba o se retorcía —no hay oscuridades quietas— pero inconfundiblemente divagaba sobre sí misma. El hombre comprendió que había silencio porque había vacío. Encendió las luces. Apareció un ente cuyo verde y arbitrario comportamiento no le estimularon el miedo, porque era el último resto de oscuridad diluyéndose en sus retinas. Aparecieron, también, los mobiliarios prolijos y otras tantas cosas que no merecen la prosa. En distintas ocasiones el hombre sintió la soledad, ya sea porque su voz no era capaz de narrar a alguien más las vicisitudes de su ánimo o porque Esede no haría más llevaderas las horas de su jornada. Pero esta vez la soledad era literal. Fue entonces que percibió el ruido de una presencia. Frente a la necesidad, eso le forjó alguna esperanza. Sin embargo, una lucidez alcanzada de melancolía le hizo comprender que tantos años en aquel edificio sólo habían servido para distinguir el origen de tan triviales sonidos. Provenía del primer piso.
El hombre y la sombra erizada del hombre subieron las escaleras. Abrió la única puerta del largo pasillo, flanqueado por ventanas y cielos ulteriores, y encendió las luces. Sobre las cuadriculadas simetrías de las baldosas blancas y negras yacía, boca abajo, el cadáver de un hombre. El sombrero y la sombra impedían cualquier indicio de facción. Las arrugas del oscuro traje eran relieves iluminados, prados de tela a la luz de aquella artificial luna. Entre los dedos tiesos de la mano derecha había un cigarrillo con el humo y la incandescencia quietos. En el reloj de la pared se interpretaba que eran las cinco y media pasadas, y que el tiempo estaba en realidad retrocediendo.
El ánimo del hombre recorrió todas las variaciones de la confusión entre pálpitos de sólida cadencia. Apagó las luces, y a la oscuridad no le fue posible contraerse hasta que el latente y abstracto corazón no hubo desaparecido de ella. Prefirió elegirse sumiso ante el destino que se le presentaba.
Subió entonces al piso siguiente tras escuchar un ruido similar al anterior. En el segundo piso el cadáver no parecía manifestar diferencias, pero de lado era posible observar dos cosas: que una mínima diferencia hecha de nada le impedía el suelo, y que las puntas de ambos zapatos servían de apoyo, arrugando la luz. La pulverizada sangre que en el tercero y cuarto piso se mostraba como una sugerencia para la concentración, una sutil aunque disruptiva provocación frente a la mirada, en el quinto piso fue evidente. Como es correcto inferir, cada piso era poseedor de los diferentes e inversos movimientos que hacían la secuencia de esa muerte. A medida que subía, el hombre vio, flotando, fragmentos de la aparente cerámica que aunadas conforman el cráneo, restos de seso y momentos de sangre. Frente a aquellas irrealidades quietas, el hombre creyó pensar que el azar puede llegar a ser más meticuloso de lo que aparenta. En el anteúltimo piso, el décimo, el que tantas veces fue muerto aparecía a punto de encender un cigarrillo. Bajo el ala del sombrero, entre la sombra, se adivinaba un orificio apenas dilatado, color marchito. Tras los vidrios de las ventanas, la lluvia caía en ascenso. Sobre el afuera de los vidrios, las iluminadas gotas reptaban hacia arriba. Esa lluvia que para la cotidiana lógica del hombre fue parte de su más inmediato ayer, era ahora un anacronismo, un anticipo del amanecer que vendrá, una dolorosa por inútil proyección de sus recuerdos.
El hombre abrió la puerta del undécimo piso, la del despacho que compartía con Esede. Como si los diez pisos anteriores no le hubieran hecho perder el razonamiento (ya cualquier asomo de esperanza era inútil), el hombre creyó que abría hacia el interior tantas veces visto. El otro hombre, el que estaba de espaldas a él, apeló tal vez al mismo razonamiento al abrir la misma puerta. Pero al igual que aquel que le precedía y los que le seguirían, no vio otra cosa que el mismo hombre abriendo la misma puerta, una y otra vez. El hombre pudo observar sin darse la vuelta que detrás suyo las muchas siluetas de idénticas mujeres apuntaban, con un arma de cañón corto, a la misma nuca, una y otra vez… Él, y quizá todos, pensaron: Yo, que tantas veces he muerto por desamor, no temo a morir una vez más. ¿Así que para qué darme la vuelta y ver tu rostro tan ansiado por mi tacto, Esede, si una vez más la soledad me mirará desde tus ojos?
El hombre y todos los él encendieron un cigarrillo, que ninguno alcanzó a fumar porque antes los alcanzó el mismo infinito disparo.

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