Las horas que vivimos

Las horas que vivimos

Marce Rovein

10/12/2025

Entró al bar con las orejas congeladas y rojas. La empleada la recibió con un fingido entusiasmo que denotaba un día completo de trabajo, tenía los ojos cansados y solo sonreía con la boca. La hizo esperar y eso no le gustó. Al final, la misma empleada, cansada, la acompañó hasta su lugar: se sentó en una mesa muy grande para una sola persona, lo que la hacía sentir incómoda. Estaba harta de sentirse rara cuando estaba sola. Todo el mundo le hacía sentir que su sola presencia no era suficiente. El restaurancito era un lugar antiguo que le habían recomendado, y aunque llegó muy temprano, ya había gente risueña y con las mejillas rojas de vino que conversaba y se reía ruidosamente.

El mozo viejo y de anteojos que se acercó a tomar su pedido no fue una excepción; se acercó a su mesa con los lentes sobre la punta de la nariz y la miró desde arriba. Él también había tenido un día completo, pero ella igual le sonrió. Ya sabía lo que quería, como siempre, no le gustaba hacerles perder el tiempo.

—Una agua fresca, una copa de tempranillo, una ensalada de tomate y una tortilla completa.

– ¿Eso es todo?

A ella eso le sonó a reproche

– ¿Es poco?

Le preguntó clavando la mirada.

—–No, la tortilla es bastante grande. Bueno, lo dejamos así.

Él se fue de la mesa y ella se sintió mal. Parecía una perra golpeada, cada vez que creía que algo la amenazaba, sacaba los colmillos y gruñía y la saliva rabiosa le bajaba amarga por la garganta. Pobre hombre.

No necesitaba que nadie la hiciera dudar de sus decisiones.

Las mesas a su alrededor en la pequeña sala estaban vacías; sin embargo, tres empleadas paradas como soldados la miraban fijamente desde la pared. Ella se sacó el abrigo y se prometió a sí misma disfrutar de esa cena hasta el último segundo. Le hubiese gustado darles un sermón a esas chicas sobre hospitalidad, calidez y servicio. La edad la había puesto así, los años se acumulaban y ella sentía la necesidad de corregir a los demás como una maestra frustrada. En vez de eso, les devolvió la mirada, fija, hasta que ellas se incomodaron y, por fin, bajaron la vista. Ella se sintió bien. También los años le habían enseñado eso. Podía crearse su propio entorno cómodo y distendido y si algo le molestaba de más, lo cambiaba o se iba.

Al final le trajeron el agua y el vino, y después de los primeros dos tragos se relajó. La sala comenzó a llenarse de parejas y familias. Comió lento y disfrutando y cuando estaba por pedir la cuenta, un hombre se acercó a su mesa. Alto y de hombros anchos, confiante y decidido. Era rubio y hermoso. Ella no sintió nada, pues hacía unos años que había dejado de prestar atención al aspecto de los demás, que solía ser engañoso.

—Disculpe, estoy solo en la ciudad y puedo ver que usted también, ¿la puedo acompañar?

Pero qué muchacho insolente, pensó, romper así la burbuja de confort que la envolvía.

—– Sí, está bien.

Total, que podía perder. Conversarían un rato y cuando él se diera cuenta de que no era lo que estaba buscando, cada uno seguiría su camino.

Ella era bonita y lo sabía. Y sabía también que aparentaba varios años más de los que en realidad tenía. 30. Se sentía horriblemente vieja y desconfigurada, incómoda en ese cuerpo nuevo que recién había empezado a conocer, más blando y frágil que el anterior.

—Mi nombre es Andreas, estoy aquí de paso, vivo en Barcelona.

—Yo soy Olivia, vivo en Oporto, vine unos días de vacaciones. ¿Por qué estás acá?

Ella no escondía su acento, al contrario, cuando notaba que comenzaban a confundir su nacionalidad, volvía a marcar su acento rioplatense. Le ofendía que la gente en los aeropuertos o en los locales le hablase en inglés. Como no podían ver que era orgullosamente argentina, que la argentinidad se le salía por los poros.

Era rubia y alta, grande. Sus bisabuelos habían llegado a Argentina de alguna parte de Alemania y Rusia y esos genes habían sido más fuertes que los de su madre, bajita y rechoncha. Pero ella era tan argentina que a veces le dolía.

— Estoy de vacaciones y me recomendaron este lugar, aunque me siento un poco observado.

—No, acá en mi mesa.

Él abrió los ojos apenas, con sorpresa. Ella no quería perder el tiempo, aunque se le olvidaba cómo se asustaban los europeos ante las formas tan directas.

—Bueno, es que te vi y me dio mucha curiosidad, estabas sentada en el medio de la sala, sola, en una mesa muy grande, pero estabas tan cómoda, como en tu propio mundo, que no pude evitar la curiosidad. Debes ser una persona muy interesante. Aunque si te incomodo, me puedo ir.

Y la miró a los ojos, pícaro, ya sabiendo la respuesta. Ella se sintió halagada, algo interesante debía haber visto para animarse a acceder a ese escudo de indiferencia y frialdad. Debieron ser las copas de vino, ella le sonrió francamente y él por fin se soltó sobre el respaldo de la silla, relajado.

Hablaba muy bien español aunque tenía un acento que ella más tarde descubriría; era de Austria.

Se contaron todo. Hablaron de sus países y de sus familias. Hablaron de comida, música y viajes. Hablaron de las guerras y de la paz, del hambre mundial y de Nueva York. Cuando se les agotaban ya los temas banales, tomaron la decisión, aunque nada fue dicho en voz alta, qué mejor que separarse y cada uno seguir su camino, era comenzar a hablar de verdad.

Es que después de las primeras palabras se dieron cuenta de que no se querían conquistar, que nada romántico iba a salir de esa conversación y eso les dio la confianza de dos viejos amigos.

Él le habló de su soledad, de sus viajes, del futuro. Dejó salir a borbotones las palabras, le dijo que tenía miedo de morirse y de morirse solo. Le contó que a veces pensaba que se estaba volviendo loco y partes del cuerpo comenzaban a dolerle hasta casi sentir que se iba a morir. Entonces iba al doctor (cosa que pasaba por lo menos dos o tres veces al mes) para que le hicieran resonancias y escáneres y él mismo pudiese comprobar que todo estaba bien y que tal vez los dolores venían de otro lado.

Mientras él hablaba, se volvió más real. Ella estaba sorprendida, se veía tan fuerte, pensaba. Al final la horrible humanidad que nos habita termina disolviendo poco a poco la pintura que hicimos de nosotros mismos.

Ella también fue sincera. Le dijo que se sentía vieja, que su cuerpo estaba lleno de estrías, que las tetas le colgaban como algo aparte de su cuerpo, blandas y estiradas. Que tenía unos 10 kilos de más, que ya ni siquiera sabía si los quería perder, que le parecía que vivía en un cuerpo prestado. También le dijo que la soledad que él intentaba alejar, a ella le había costado años construir, que la quería y la abrazaba y la hacía sentir libre. Que ese cuerpo prestado en el que vivía no sentía deseo por nadie ni nada y que después de su último romance se había comenzado a preguntar si le gustaban las mujeres. Le resultaba mucho más fácil ver a las mujeres hermosas y fuertes y sentirse admirada de las capacidades femeninas de gestionar la vida, en cambio, con los hombres le costaba más, los veía predecibles y frágiles. Pero le gustaban. Muchas veces había creado en su propia cabeza un modelo de hombre ideal en el que, obviamente, nadie a su alrededor cabía.

Cuando los dos salieron del bar, ya era tarde, y hacía un frío de morirse. Caminaron bien juntos por las veredas llenas de gente, pues Madrid en diciembre era un hormiguero. Después de algunos metros no se dieron cuenta, pero él le había pasado el brazo por la cintura y caminaban calentitos y cómodos, como si se conocieran de años. No había nada sexual en ese vínculo, ni una chispa de nada. Ella no tenía hermanos varones, pero se imaginaba que se debía de sentir así.

Hablaron de amor y de sexo. Hablaron de mentiras y de traición. Hablaron todo, con urgencia de conocerse hasta el último pensamiento. Cuando por fin se separaron esa noche, ella ya no lo veía tan guapo, ni tan seguro, ni tan fuerte. Pero lo veía a él, con cariño de quien sabe cuidar. No se iban a volver a ver, ambos lo sabían, porque nunca podrían explicarle a ninguna futura mujer de él, ni a ningún hombre de ella, esa conexión que parecía haber esperado siglos para acontecer, que no era fingida, que se podían decir todo, sin miedo y sin vergüenza. Decidieron, en cambio, guardar esas horas como un secreto y resguardarse del viento como una pequeña llamita encendida.

Nunca más se vieron, pero tampoco era necesario, porque por años, él se encontraba pensando lo que ella le aconsejaría durante determinadas decisiones, y ella pensaba en él cuando se cruzaba con algún hombre rudo que tenía miedo de decir lo que sentía. Fueron unas horas solamente, pero el sabor les duró por siempre.

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