Víctor era químico. Graduado en la Universidad de Buenos Aires veinte años atrás, había cursado la carrera sin contratiempos; jamás reprobó un parcial ni un final. Poco tiempo después de recibirse, ingresó en una de las compañías multinacionales instaladas en la ciudad. Al cabo de ocho años de intensa labor, pudo independizarse y abrió su propio laboratorio.
Todas las mañanas se levantaba temprano, a eso de las seis, desayunaba, escuchaba las noticias en la radio y partía rumbo al trabajo cerca de las siete. No volvía a la casa para almorzar; en su lugar, solicitaba un delivery que le llevaba la comida a su despacho. Casi siempre regresaba a su hogar alrededor de las ocho de la noche. A veces, se quedaba enfrascado en alguna investigación que lo demoraba más de la cuenta. En una ocasión, se había ensimismado de tal manera que ya había amanecido cuando se retiró.
Los fines de semana, lo encontraban en su domicilio, sumergido en la lectura de algún libro de ciencia durante el día y, en la noche, jugando alguna partida en el club de ajedrez: uno de sus pocos pasatiempos. No era adepto a la televisión, excepto por algún policial de corte detectivesco, siempre que no fuera de acción.
Si bien había tenido alguna que otra novia, nunca se casó; dedicaba escaso tiempo a las relaciones sociales. Por las mismas razones, tenía pocos amigos. Uno de ellos, Héctor, trabajaba con él. Se habían conocido en la multinacional. Víctor lo consideraba muy capaz. Además, era del tipo de persona que sabía escuchar y que siempre estaba dispuesta a dar una mano en lo que se necesitara. El único punto que le provocaba cierto escozor era su afición por esos antiguos libros de alquimia apilados sobre el estante superior de la biblioteca de su vivienda. Le parecía interesante su lectura desde el punto de vista histórico, ya que la química era una evolución de la alquimia, pero allí acababa todo su atractivo. Sin embargo, la forma apasionada con la que hablaba al referirse a esos libros le hacía pensar si no había en él algo más que un mero interés histórico. Sobre todo en el último tiempo, cuando había salido como tema de conversación más a menudo que de costumbre. Por momentos, parecía que creía que había algo de verdad en toda aquella parte que su compañero consideraba charlatanería —cuando no— brujería. Víctor detestaba lo que estuviera emparentado con temas tales como hechicería, misticismo, magia. No concebía un pensamiento fuera del racionalismo.
De buenas a primeras, Héctor se ausentó del laboratorio durante algunos días sin previo aviso. Nunca había dejado de informar cuando un asunto lo obligaba a faltar al trabajo. Víctor lo mensajeó por celular, sin obtener respuesta. A la tarde del tercer día, decidió llegarse hasta su casa. Al arribar vio el auto estacionado en la vereda y las persianas abiertas, señal de que estaba en la vivienda. Bajo del auto y llamó a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó la voz de Héctor, apagada, desde dentro.
—Yo, Víctor.
Se hizo una breve pausa.
—Un momento… voy por las llaves.
Al rato, las llaves giraron, la puerta se abrió y Héctor asomó tras ella. La barba crecida, el pelo despeinado y el cansancio reflejado en su rostro. Un delicioso aroma a café que llegaba desde la cocina se escapó al exterior.
—¿Qué pasó? —preguntó Héctor sin saludar.
—¿Qué pasó? —repitió en eco Víctor—. Hace tres días que no aparecés por el laboratorio. ¿Puedo pasar? —quiso saber, contrariado por la actitud de su amigo. Héctor no tenía por costumbre dejarlo afuera cuando lo visitaba ni tampoco no saludarlo.
—Sí, sí, claro. Perdón —se excusó, para agregar de inmediato—. Tres días, ya. No me di cuenta.
—¿Se puede saber en qué andás?
—Estoy de lleno con una investigación y perdí la noción del tiempo.
—Espero que no sea algo referente a la alquimia —expresó con una leve sonrisa Víctor. Algo en su interior le dijo, de inmediato, que no debió haber utilizado esas palabras.
Como toda respuesta, Héctor se limitó a bajar la vista, plegar los labios hacia dentro y hacer silencio.
Víctor dejó de sonreír. Miró en forma atenta el rostro de su colega. Un silencio incómodo se interpuso entre ambos. Héctor tomó aire y, saliendo de su mutismo, contestó:
—¿Y si así fuera?
Esa era la respuesta que él temía, la que no quería escuchar.
—Es una broma, ¿no?
—No, no lo es —se limitó a dar como toda explicación.
—¿Querés ser millonario convirtiendo el plomo en oro? —preguntó Víctor, dejando entrever un tono sarcástico en su pregunta.
—Bueno. No te olvides que eso es posible con reacciones nucleares. También está la búsqueda de la panacea. Pero la alquimia no es sólo eso, también es una disciplina espiritual y filosófica. Hay fuerzas ocultas en la naturaleza que los antiguos alquimistas podían manipular y cuya metodología guardaron con un celo tan profundo que, por desgracia, se perdió en el tiempo. Usamos el conocimiento que tenemos de plantas y minerales para preparar medicamentos y ungüentos; sin embargo, nos hemos quedado a mitad de camino. Pensá en esto: hay palabras que nos estimulan, que crean cierto patrón que nos modifica el comportamiento no sólo por el tono en que se dicen, sino también por los sonidos que la componen. ¿Nunca te preguntaste qué efecto tienen sobre las cosas que nos rodean? ¿No han usado acaso magos y brujos, mediante conjuros, esta fuerza invisible a su favor? ¿Por qué no nosotros? Yo quisiera tener ese conocimiento, poder ser como ellos. Uno de los secretos, sospecho, está en la tonalidad empleada; es decir, en la frecuencia de las ondas sonoras. Como el caso de las cantantes de ópera que pueden romper con determinada nota el cristal de una copa.
Héctor hablaba y en Víctor crecía un sentimiento de indignación ante toda esa palabrería mística. No le iba a contestar lo de las reacciones nucleares y el oro; eso era posible, aunque por pocos segundos y de partículas microscópicas. En cambio, no podía dejar pasar así como así toda la sarta de estupideces que le siguieron. Héctor era parte importante del laboratorio. Si alguien se enteraba del pensamiento y de los tipos de experimentos que desarrollaba, podía comprometer todo el prestigio de la empresa y arrastrarlo a la ruina.
—¿Así que a eso te querés dedicar?
—Sí —contestó Héctor convencido.
—Si vas a cambiar la ciencia por esto, no contés con que no sigamos viendo.
—Bueno, si te lo tomás de esa forma, ¿qué voy a hacer?
La respuesta de Víctor no se hizo esperar.
—Yo te voy a decir lo que podés hacer —dijo clavándole la mirada—. Dejar todas esas tonterías de lado y seguir siendo lo que sos: un verdadero científico, no un charlatán de feria. ¿Pensás que todas esas estupideces te van a llevar a algún lado? No imagino otra cosa que la burla o la cárcel. La práctica de la brujería está penada por ley.
—Exagerás. Isaac Newton le dedicó más tiempo a la alquimia del que le dedicó a la física. Por otro lado, no te olvides de que la química moderna es un desprendimiento de ella. Además, estoy convencido de que se trató de uno de los tantos posibles caminos, una sutil desviación que se limitó a unos pocos aspectos. Sólo estamos viendo una parte del todo. Hay un campo inmenso para investigar que está ahí, esperando por ser descubierto. No todo es racionalismo. Vivimos encerrados en el método científico.
—¡Sos un estúpido! No sabés lo que decís. Tanta lectura fantástica te cegó. Estás hablando de otra época. No podés comparar. Si Newton viviera hoy y mirara para atrás, estaría avergonzado de esa parte de su pasado. ¿Te das cuenta de que estás tirando todos los años de tu carrera universitaria a la basura? ¡Sacrificás todo por un cuento de hadas!
—Es mi elección.
—Sí, y va a ser tu ruina —le advirtió Víctor con más pesar que enojo—. No podés volver al laboratorio si pensás seguir con esto.
—No pensaba volver. Iba a renunciar. No sabía cómo decírtelo, pero esto lo simplifica. Terminé de decidirlo el fin de semana. Sé que puede parecer muy precipitado, pero los avances que estoy logrando me acercan al descubrimiento del quin…
—¡Basta! —gritó Víctor enfurecido—. No tenemos más de qué hablar. Me marcho.
Héctor se dio cuenta de que era inútil tratar de convencerlo, así como lo era el intento de Víctor para que él cambiara de opinión.
Este último se dirigió a la puerta; Héctor lo acompañó junto con el ruido de sus pasos.
—Hasta luego —saludó Héctor.
—No, Héctor. Esto no es un hasta luego: es un adiós definitivo.
—Si así lo ves…
Víctor bajó la cabeza, la movió hacia los lados, suspiró y sentenció:
—Sos una vergüenza para la ciencia. —Y, sin volver la vista atrás ni saludar, se retiró.
Héctor se quedó observándolo, inmóvil, hasta que se fue. Una parte de su vida había decidido darle la espalda y marcharse para siempre.
El tiempo pasó y el mundo cambió. Aunque algunas cosas siguieron iguales, como la rutina que Víctor repetía cada mañana antes de ir al trabajo. Pero ese día se le ocurrió que, después de diez años, quizás podía llegar a contactarse con Héctor. Iba a ser difícil; había desistido en ocasiones anteriores, pero esta vez iba a hacer el intento sin importar el resultado. Se dirigió a su auto, subió y lo encendió. La luz de encendido le indicaba que el vehículo estaba en marcha. El coche era completamente silencioso, además de automático, híbrido, pero totalmente ecológico; simple aire puro salía por el caño de escape. Esto último gracias al descubrimiento de lo que había sido llamado el santo grial de la energía. Un compuesto en base a hidrógeno que hacía funcionar medios de transporte, motores, artefactos eléctricos. En definitiva, todo aparato por donde circulara electricidad, a un costo irrisorio y con una potencia descomunal. Gracias a ello, se habían logrado enviar naves que llegaban a Marte en tan sólo un par de semanas. La conquista del espacio había dado un gran salto, al igual que la humanidad. Y todo gracias a un tropiezo, a un efecto secundario, a un descubrimiento de esos que, sin importar que hayan sido accidentales, marcan una bisagra en la historia; ese que utilizando resonadores había hecho su multimillonario amigo Héctor en la búsqueda del quinto elemento.
Fin
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