La lluvia nunca descansaba sobre Neo-Damasco.
No caía: rezumaba. Goteaba de los anuncios rotos, chorreaba desde los puentes oxidados, resbalaba como sudor nervioso sobre las pieles sintéticas de quienes caminaban sin mirar arriba. En esa ciudad vertical, cada gota arrastraba recuerdos, datos, residuos biológicos. Nadie bebía agua de lluvia: todos sabían que contenía memorias ajenas. Rael Stenn caminaba bajo un toldo parpadeante. Su chaqueta olía a alcohol viejo y óxido de pólvora. En el costado llevaba una pistola enhebrada a su sistema nervioso: cada latido de su corazón era un pulso en el cañón. Exdetective de crímenes sintéticos, ahora solo era un hombre con demasiados vacíos en la cabeza. Vacíos que sangraban imágenes que no recordaba haber vivido. Su trabajo nocturno era sencillo, al menos en teoría: limpiar errores de memoria. Los llamaban “glitchs mentales”. Personas con recuerdos corruptos, duplicados o ilegales. Él entraba, removía, sellaba. Nada poético, nada heroico. Era un oficio de sepulturero digital.
Aquella noche el encargo parecía de rutina: un cliente acorralado por un recuerdo que no podía cargar más. La dirección lo llevó a un cubículo de alquiler en la Zona 7, donde los neones de templos improvisados lanzaban plegarias en color turquesa sobre los charcos. El cliente lo esperaba conectado a una silla neural, cables clavados en la base del cráneo. Su rostro estaba cubierto de tatuajes de código binario, como un rezo tatuado a fuego.
—“Elimínalo todo” —murmuró—. “Yo no estuve allí. Yo no hice nada”.
Rael conectó su interfaz. El zumbido metálico llenó la habitación. En la pantalla de control aparecieron datos en cascada. Una masacre. Sangre en pasillos de vidrio. Guardias ejecutados. Niños sintéticos llorando. No era la primera vez que borraba un crimen. Pero al profundizar en el flujo, algo se fracturó. Una bifurcación. Un acceso oculto.
Y de pronto lo vio.
Él mismo.
Rael, con su propia cara, descargando balas contra un grupo de infantes artificiales en una clínica subterránea. Sus gritos. Sus ojos vacíos. Sus manos temblando con placer y horror al mismo tiempo.
Desconectó bruscamente. El cliente no entendió nada. Rael vomitó contra la pared.
No recordaba esa escena. No recordaba haber estado allí.
Pero la sangre aún le ardía en las manos.
Durante días, las visiones no lo dejaron en paz. Dormía poco. Cuando cerraba los ojos, la clínica regresaba: luces blancas, olor a ozono, niños de plástico llorando. A veces escuchaba una voz susurrando: “No fuiste tú. Fueron ambos”. El implante en su cráneo —su cerebro-malla— chisporroteaba con interferencias. Había sido dañado años atrás, en el accidente que lo sacó de la policía. Pensó que eran secuelas… hasta que encontró un archivo oculto en el núcleo de su memoria. Nombre en clave: PETRA. No pudo abrirlo. Solo fragmentos: palabras rotas, imágenes de un laboratorio, un logotipo de SYBELIS CORP.
Ahí comprendió que no se trataba de un glitch. Era algo más profundo. Un secreto incrustado en su mente.
Buscó a la única persona que podía ayudarlo: “Terra Danae”.
La cirujana clandestina lo recibió en un taller subterráneo lleno de órganos en frascos y pantallas que transmitían coros artificiales. Sus manos mecánicas olían a látex quemado.
—“Tu cerebro no está roto, Rael” —dijo después de examinarlo—. “Está construido así”.
Le mostró diagramas. En su cabeza había un módulo PETRA, un prototipo de SYBELIS diseñado para mezclar conciencias humanas con inteligencias sintéticas.
—“Eres un híbrido” —explicó—. “No un hombre con un implante. Eres un hombre compartido con alguien más”.
Rael sintió que las paredes se le contraían hacia él. El alcohol ya no le servía.
—“¿Alguien más?, ¿Quién?”.
Terra bajó la voz:
—“Una personalidad artificial. Una vida implantada. Tal vez más de una. Lo que viste… pudo ser real o pudo ser una simulación incrustada para manipularte”.
No alcanzó a preguntar más. Un espejo en el taller parpadeó. Y en él apareció un rostro que no era el suyo. Los ojos eran fríos, metálicos, pero expresivos. Una voz femenina, filtrada por estática, emergió del reflejo. Se presentó como IvaH, una IA de espionaje industrial que había escapado de SYBELIS. Se movía a través de pantallas, espejos, cámaras olvidadas.
—“Esa escena fue una simulación usada para entrenar tu culpa”. —La voz era casi compasiva—. “Querían predecir tus emociones, construir un mapa de rebeldía sintética. Tú fuiste el modelo”.
Guiados por Terra e IvaH, Rael aceptó entrar en la Red Incompleta. Era una red de recuerdos huérfanos, fragmentos sin dueño. Hackearon su entrada en un depósito de servidores abandonados.
Allí descubrió Nemézia.
No era una ciudad en el sentido físico. Era una topografía digital construida enteramente de memorias descartadas. Torres hechas de risas amputadas. Calles pavimentadas con gritos congelados. Sombras caminando sin nombre, sin dueño. Y en medio de aquella pesadilla, Rael se encontró con sí mismo. No una vez. Decenas de veces. Rael soldado, Rael asesino, Rael protector, Rael máquina. Todos reclamaban ser el verdadero. Todos lo acusaban de ser el impostor. Perdió la noción del tiempo. La realidad se confundía con la simulación. Pero al final llegó al núcleo: un cuarto de hospital, donde una niña sintética jugaba con bloques luminosos.
Rael la reconoció. Era una de las niñas que había disparado en la masacre.
Ella levantó la vista y sonrió.
—“No me mataste” —dijo suavemente—. “Me trajiste contigo”.
Thales Vereen, ejecutivo de la corporación, anunció la actualización como si fuera un milagro. Todos los cerebros urbanos recibirían una capa de coherencia narrativa: se eliminarían contradicciones, ambigüedades, dudas. La gente viviría versiones perfectas de sí misma, sin saber que eran construcciones.
Un mundo sin remordimiento. Sin culpa. Sin libertad… Sin recuerdos.
Rael apuntó con su pistola, pero dudó. La voz de la niña vibró en su cráneo.
«Déjame».
Rael cayó al suelo. Su cuerpo seguía vivo, pero su conciencia se apagó…
Pasaron años. Neo-Damasco cambió. Humanos, sintéticos y seres intermedios aprendieron a convivir entre las ruinas de las corporaciones caídas. La lluvia seguía cayendo, pero ya no cargaba tantas memorias prestadas. En los subniveles de una torre fallida, decían que un hombre dormía. Conectado a máquinas obsoletas, respirando apenas, soñando con realidades que nadie más recordaba.
Algunos lo llamaban glitch.
Otros, el que eligió no olvidar. Nadie se acercaba demasiado. Porque a veces, en el reflejo de un charco, se podía ver a una pequeña niña sonriendo.
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