Lo maté un martes.
A veces creo que él lo supo desde mucho antes, porque los días previos me miraba con esa desconfianza silenciosa de quien presiente algo y decide no detenerlo. No hubo gritos, ni sangre, ni huellas. Solo un vaso con el café que tomaba cada noche. Aquel martes, el veneno hizo lo suyo sin dramatismos, y el cuerpo de mi esposo se dobló hacia un lado, torpe, como si finalmente se rindiera ante el cansancio de vivir; cayó con un golpe seco sobre las losetas del comedor.
No gritó. Tampoco yo.
Durante los días siguientes, la casa siguió oliendo igual: mezcla de cerveza, cigarro y humedad vieja. Ese olor me persiguió incluso después de su cremación. Fue el recordatorio de que nada cambia de golpe, ni siquiera la muerte. A los vecinos les conté que había sufrido una embolia. Me abrazaron, me llevaron flores, y por fin tuve lo que él nunca me dio: calma y silencio. No lloré. Después de tantos años de golpes, humillaciones y promesas rotas, no quedaba espacio para las lágrimas.
Guardé sus cenizas en una urna de vidrio esmerilado, con una tapa que ajustaba tan perfectamente que parecía sellar el pasado. Pedí que la colocaran en el columbario municipal, en la parte alta, donde casi nadie sube. Cada año vuelvo el mismo día —su aniversario luctuoso— a limpiar el polvo, acomodar las flores frescas que le llevo y dejarle una carta. Al principio lo hice por culpa, luego por costumbre.
En esas cartas le escribía lo que nunca dije en voz alta: que no lo odiaba, que solo necesitaba recuperar el aire, que me cansé de esperar el momento en que cambiara. Era una manera de convencerme de que lo hice por sobrevivir, no por venganza.
Viví sola después. Los hijos se fueron temprano, cansados también de los gritos, del miedo, de mi apatía y silencios. A veces me llaman, pocas veces vienen. Dicen que ya es mejor así, que no vale la pena remover el pasado. No saben nada, creen que su padre murió enfermo, y yo no los corrijo.
Hay verdades que no se heredan; solo se entierran. Pero con el tiempo, la casa comenzó a cambiar. Primero fueron ruidos pequeños: el botiquín del baño que se abría solo, la llave del fregadero goteando, aunque la cerrara con fuerza, el colchón hundiéndose de un solo lado, justo donde él dormía. Pensé que era mi mente, el peso de la culpa, la memoria castigándome.
Hasta que una mañana, al limpiar el espejo del baño, noté que el vidrio estaba empañado. Pasé un trapo para aclararlo y vi, entre el vaho, una frase escrita como con un dedo invisible:
“Yo también tengo algo que decir.”
Desde ese momento, las cartas ya no fueron un alivio, sino una cita. Empecé a escribirlas con la certeza de que alguien las leería, no por fe, sino por temor. Cada palabra era un intento desesperado de mantenerlo quieto, de mantenerme cuerda. Escribía para él, pero también para mí.
Era mi forma de control, de decir: —Ahora mando yo.—
Este año decidí no llevar carta y me prometí que sería la última visita. Llegué al cementerio antes del anochecer; no había nadie, solo las velas encendidas que titilaban entre las lápidas.
Subí los tres escalones para acceder a su espacio funerario, encontré la urna limpia, como si alguien la hubiera pulido desde dentro. Sentí el impulso de hablarle, pero me contuve. Noté un sudor frío recorrer mi espalda y, al meter mi mano al bolso para sacar un pañuelo, palpé una hoja de cuaderno que no recordaba haber guardado; tenía su letra y decía:
—No fue por odio.—
Me temblaron las manos, no por miedo, sino por reconocimiento. Era la frase con la que empezaban todas mis cartas. Solo que esta no la había escrito yo. La urna estaba fría, demasiado. Al tocarla, un temblor leve recorrió mi brazo, y por un instante juraría que algo dentro se movió. Retrocedí, pero el vidrio volvió a empañarse. Esta vez no había palabras, solo la marca de una mano presionando desde dentro.
Salí del panteón con el corazón acelerado; la noche olía a tierra podrida y cera derretida. Creí que todo terminaría al salir, pero al llegar a casa comprendí que no se queda en el cementerio lo que uno lleva por dentro.
¿Cómo pasó? La urna estaba sobre el tocador de la recámara, brillante, intacta, con la carta dentro. No recuerdo haberla traído conmigo. El vidrio tenía nuevas grietas, como si algo hubiera intentado salir. No sé por qué la toqué otra vez; el frío me subió hasta el hombro y sentí un suspiro húmedo junto a mi oído; creí haber olido su aliento alcohólico.
El espejo frente a mí se empañó, y entre la neblina apareció una frase escrita desde el otro lado: “Tú me enseñaste el silencio.”
Ya no escribo cartas; ahora él las dicta. Al principio solo eran frases sueltas, recuerdos desordenados, fechas, nombres que no quería volver a leer. Pero con el tiempo entendí que no me hablaba para acusarme, sino para confesarse. Lo escucho cuando la casa queda en silencio, con esa voz ronca que usaba cuando mentía… solo que ahora no miente. Me dice cosas que nunca supe, verdades podridas que escondió en vida y que ahora le pesan tanto, que ni la muerte sabe qué hacer con ellas.
Dice que está atrapado. Que hay un sitio donde el fuego no quema, pero el silencio es insoportable. Que allí no hay tiempo, solo culpa. Que su condena no es el infierno, sino más allá de la conciencia. Me repite que no puede moverse, que no puede rezar, que no puede arrepentirse porque yo le robé la oportunidad de hacerlo. Me dice que cada carta que le dejé fue como una piedra en su tumba, un muro entre él y Dios.
Ahora quiere que yo lo repare, que hable por él. Que escriba lo que él nunca tuvo el valor de decir. No solo cómo murió, sino por qué merecía hacerlo. Quiere que cuente todos los pecados que escondió, los que yo ignoré por miedo o conveniencia. Dice que, si los confieso, si los nombro con mi mano, tal vez logre subir un peldaño, salir de ese lugar donde el alma se pudre sin consumirse.
Pero también me advierte que ese camino lo compartiremos, que donde él está, también hay sitio para mí. Que cuando el cuerpo me falle y el corazón se calle, llegaré ahí, con su voz esperándome, y con un doble equipaje: el mío y el suyo.
A veces pienso que eso es lo más aterrador, más que la muerte misma o su fantasma: saber que uno camina toda la vida cargando el peso de otro. Que el alma, cuando ama mal, se contamina y se arrastra junta hasta el mismo juicio.
Esta noche me pidió una última carta. La pluma se mueve sola; no sé si escribe mi mano o la suya, pero las palabras se forman con claridad. Dice:
—No fue por odio. Fue por silencio. Y ese silencio te seguirá hasta que pagues por él.—
Quise detenerme, pero no puedo; él guía cada palabra. Su voz ya no sale del aire, sino de mi sangre. Me ordena que siga, que diga todo, que revele lo que nunca dije a nadie.
Me quedé quieta, las luces parpadearon y luego se apagaron por completo. La urna empezó a vibrar sobre el tocador, zumbando como si respirara. Escuché su voz —baja, ronca, demasiado real— decir: —Ahora me toca hablar a mí.—
Intenté correr, pero la puerta no abrió. El picaporte ardía. Cuando volví la vista, la urna ya no estaba. En su lugar había un círculo de ceniza y una carta abierta. Era mi letra. Solo una línea: “No fue por odio.”
El olor ha vuelto. El agua corre sola. El colchón se hunde. Y cuando intento dormir, siento su respiración junto a mi oído. No sé si realmente murió o si simplemente intercambiamos lugares. Yo le quité la voz, y él me quitó el descanso. Tal vez eso es la justicia.
Las sombras se mueven por el pasillo, y el aire huele a tierra húmeda y podrida, a pozo abierto. Siento que él está detrás de mí, mirando cada letra, guiando mi pulso. Lo que me pide es justo, tal vez. Yo le robé la oportunidad de arrepentirse. Lo maté sin dejarle decir una sola palabra, y ahora ese vacío me devora.
Si alguien encuentra esta carta, quémela. No por mí, sino por lo que podría salir de ella. Él no busca perdón, busca compañía… y la encontrará, porque incluso el infierno tiene camas vacías.
Lo que nunca le dije a nadie… es que no me arrepiento.
FIN
GARDENIA VERCHIEL
DERECHOS RESERVADOS ©
#GardeniaVerchiel #Verchelina #CuentosVerchelinos
OPINIONES Y COMENTARIOS