La noche cayó sobre los cielos de Caelys Prime, la capital del Imperio Aulion; no era producto natural del tiempo, sino más bien producto natural del uso del fuego. La atmósfera se resquebrajó como un espejo al impacto de los proyectiles orbitales Vor’Ka. Las torres sagradas se desplomaron, los jardines de cristal se fundieron bajo el calor de la invasión y las calles se tiñeron con los ecos de una civilización que agonizaba. Kaelontor Valus corrió entre las columnas derruidas del palacio, con el rostro cubierto de hollín y la mirada sorprendida, aún sin comprender lo ocurrido. Todo había sucedido en cuestión de minutos: los escudos planetarios fallaron, los muros de la ciudad imperial fueron atravesados por criaturas biomecánicas y, uno a uno, sus hermanos, sus padres… su mundo, fueron reducidos a polvo. Solo una nave escapó de aquel infierno. Dañada, sin rumbo, cruzó los sistemas periféricos de la galaxia con un puñado de sobrevivientes. En su interior, Kaelontor se convirtió en algo más que un príncipe sin trono: se transformó en una sombra de esperanza. El exilio fue más cruel de lo que Kaelontor imaginó. Durante semanas, el grupo errante sorteó campos de asteroides, mercados negros, rutas dominadas por piratas que se alimentaban de los restos de imperios caídos como buitres comiendo un cadáver. Las provisiones escaseaban y la moral se deshacía como la pintura del emblema imperial en el casco de la nave oxidada.
—“El Imperio estaba muerto antes del ataque” —escupió Rykos, un pirata descendiente de noble linaje, mientras reparaba su rifle en la sala de mando—. “Solo que ustedes no lo quieren ver”.
—“Esa lengua insolente te costaría la cabeza en otros tiempos —gruñó el general Vaelis Drann, con el brazo envuelto en vendajes y el corazón aún encadenado a sus viejas lealtades.
—“¿Y qué tiempos eran esos, general?, ¿Los de corrupción, esclavitud y pactos secretos?”
Kaelontor, sentado en el centro de la sala, no dijo una palabra. Observaba los restos de su linaje grabados en la insignia imperial, ahora cubierta de polvo. La verdad de Rykos le dolía más que las heridas o el orgullo decaído. En medio de ese caos, fue Nyara Luthen quien descubrió algo extraordinario. En su laboratorio improvisado, revisando muestras genéticas de los aulionitas, encontró una anomalía. Un patrón imposible de origen natural.
—“No fuimos evolucionados. Fuimos diseñados” —explicó con voz temblorosa a Kaelontor—. “Nuestra especie… fue obra de los Ildrathi”.
—“¿Los mitos?” —dudó él.
—“No son mitos. Hay archivos ocultos en nuestra propia sangre. Códigos que activan capacidades que ni sabíamos que teníamos. Biotecnología pura”.
—“Entonces dejaremos de ser quienes éramos”.
Mientras tanto, los Vor’Ka no se detuvieron. Su líder, Zarnok, un titán acorazado de mirada impasible, ordenó la purga sistemática de todo lo que oliera a Aulion. Mundos aliados, colonias agrícolas, ciudades en el exilio: todos fueron arrasados. Kaelontor sabía que no podían seguir huyendo. El último enclave que les quedaba era la luna de Tareth, un planetoide helado y olvidado en los mapas al borde de las zonas no cartografiadas. Allí, entre glaciares y ruinas abandonadas, se refugió el grupo. No era hogar, pero era un lugar donde preparar lo inevitable. La Alta Sacerdotisa Seleneme, anciana y sabia, los esperaba allí. Había sobrevivido a la masacre y portaba los últimos textos sagrados, grabados en placas orgánicas que solo reaccionaban al tacto de un Valus.
—“El Imperio cayó porque olvidó su origen” —dijo mientras entregaba los textos a Kaelontor—. “Pero no todo está perdido…”.
La batalla final llegó como la tormenta que precede al fin del invierno. Zarnok desplegó sus naves sobre Tareth, convencido de que aquel sería el último soplo de resistencia.
Pero Kaelontor, ya no era el niño príncipe. Era un líder nuevo. Y tenía aliados.
Los códigos activados en sus cuerpos dieron a sus guerreros una capacidad impensada. Se movían como ráfagas, sanaban en combate, y sus armas, fusionadas con la antigua tecnología aulionita, cortaban los cascos enemigos como si fueran papel. Rykos y sus piratas, convencidos por la promesa de un nuevo orden, se unieron al combate desde órbita, interceptando las naves de refuerzo. Vaelis, aún cargando su armadura destrozada, dirigió las tropas de tierra con la precisión de un cirujano. Y Kaelontor, portando la espada viviente de los Valus, enfrentó a Zarnok cara a cara, en un duelo donde colisionaban no solo metales, sino futuros.
Kaelontor bramo—. “Ya no gobernaremos como antes. Pero tampoco viviremos de arrodillarnos”.
La hoja de Kaelontor atravesó el corazón de Zarnok con una descarga de energía que iluminó el campo de batalla. Cuando el cuerpo del líder Vor’Ka cayó, las tropas enemigas perdieron cohesión. El ejército se rompió como una ola contra la roca. Tareth estaba en ruinas. Muchos habían caído. Y la pregunta era inevitable: ¿qué hacer ahora?. El general Vaelis propuso reconstruir el Imperio.
Pero, esa noche, reunió a los suyos bajo el cielo helado.
—“El Imperio de Aulion ha muerto” —dijo—. “El poder que tuvimos nos cegó. Gobernamos con arrogancia,”. Se volvió hacia Nyara, hacia Seleneme, hacia los piratas y los soldados.
—“Hoy sembramos algo nuevo. Una alianza de libres. Donde el poder no se herede, sino se merezca. No señores, ni súbditos. Seremos algo distinto”.
Las palabras no fueron recibidas con aplausos. Fueron recibidas con silencio. Con asombro. Y luego con asentimientos lentos, pero verdaderos. Como semillas que echan raíz en tierra fértil.
Años después, los registros aún hablaban del Príncipe de las Cenizas. El último Valus. Algunos lo llamaron traidor, otros, salvador. Pero pocos podían negar que, desde las ruinas de Aulion, nació algo que jamás había existido en aquella galaxia. En lo más profundo de la nave que una vez escapó de Caelys, en su vieja consola cubierta de polvo estelar, aún parpadeaba una frase en idioma antiguo: «De las cenizas, nace el mañana».
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