Capítulo 1.
Jueves 20 de octubre.
Día cero.
Secuestrado.
Ha ocurrido todo tan deprisa que me ha costado entender qué estaba pasando. Ni la repentina oscuridad, el fuerte empujón que me ha derrumbado o el intenso dolor de muñecas al ser inmovilizadas han sido tan clarividentes como la sensación de ahogo que me ha provocado la tela con la que me han cubierto la cabeza; es curioso, pero solo al percibir la falta de oxígeno y ese desagradable tejido taponando mis fosas nasales, he comprendido que me estaban secuestrando.
Mi primera reacción, una vez procesada la urgencia de la situación, ha sido de lógica rebeldía. He tratado de luchar contra los que intentan sujetarme. Al tener únicamente libres los pies, he lanzado indiscriminadamente patadas a derecha e izquierda, esperando alcanzar a alguno de los presuntos secuestradores. Lejos de conseguirlo, lo que he ganado es un buen golpe a la altura de los riñones y la inmovilización extra de los tobillos al ser rodeados, en postura incómoda, con el mismo material que han usado para las manos. Así que ahora estoy tirado en el suelo, tenso, dolorido, empezando a estar seriamente asustado y, sobre todo, angustiado, porque la maldita tela que me impide ver lo que pasa a mi alrededor, además de aprovechar la sudoración para pegarse todavía más a la piel, también espera a que abra la boca para introducirse hábilmente dentro de ella, aumentando la sensación de ahogo y asco; el tejido es áspero y desagradable, pero es que además huele horrorosamente mal.
Pasados los primeros instantes de frenética actividad, asumo que no me puedo mover y que, cada vez que lo intento, lo único que consigo es sentir más dolor en pies y manos, además de saborear la dichosa tela. Decido entonces someter mi voluntad a la de los que me han hecho esto y me quedo quieto, ficticiamente sumiso, intentando mantener la calma y ganar así algo de tiempo para ver en qué termina esta extraña situación. En este momento, los que me han postrado parecen comprobar que me han vencido, porque se permiten descansar y aprovechan la pausa para recuperarse del esfuerzo que les ha supuesto conseguirlo.
A mi lado escucho, al menos, dos respiraciones agitadas que me confirman que hay más de una persona responsable de este acto de privación de libertad, aunque no puedo estar seguro del número total de captores, ya que en ningún momento han hablado, ni conmigo, ni entre ellos. Ya no tengo edad para estar tirado en el suelo: el hombro y la cadera que chocan con el asfalto me empiezan a doler aún más que el resto del magullado cuerpo y el cuello no aguanta el peso del cráneo, obligándome a apoyar, con asco, la cabeza contra la tela que la recubre. En pocos segundos empiezo a tiritar y siento cómo el frío ocupa el espacio que va abandonando el sofoco provocado por la lucha y la excitación. A pesar de todo eso, lo que más rápido irrumpe en mis pensamientos e invade mi mente es el miedo, la ansiedad y la incertidumbre ante lo que a partir de ahora pueda pasar. Me acaban de secuestrar, estoy seguro de ello. En mi vida profesional he tenido la suerte, o la desgracia, de haber visto muchas situaciones iguales a esta que acabo de vivir en primera persona, y lo peor es que no recuerdo, en ninguna de ellas, un buen objetivo para el que estaba en la posición en la que me encuentro yo ahora mismo.
Intento no exteriorizar mi pánico. Con dificultad y mucha concentración, consigo controlar el ritmo de la respiración y el temblor muscular provocado por la fatiga y el frío. Libero la tensión de mis viejos músculos dejándolos relajados, acción con la que pretendo lanzar el mensaje de buena voluntad a mis captores de que me voy a dejar hacer, que no me voy a resistir más y que, a partir de este momento, quedo a su total disposición. Eso sí, por otro lado, activo inmediatamente todos mis sentidos —excepto la anulada vista— para captar cualquier detalle que me dé una pista sobre quiénes son, por qué me han secuestrado y qué pretenden hacer conmigo. Así, escucho cómo mis captores recuperan también el resuello y los pasos de uno de ellos al alejarse de mi lado. El otro se mantiene a mi derecha, inmóvil, callado, quizá esperando que yo piense que me han dejado solo para golpearme de nuevo si decido moverme, cosa que por el momento no tengo ninguna intención de hacer. A los pocos segundos escucho el motor de un vehículo, diésel sin duda, que se acerca hasta detenerse a nuestro lado. Igualmente, reconozco el sonido al abrirse una puerta, seguramente la del conductor, más pasos y la apertura también de lo que imagino será la parte trasera o maletero del coche. Sin que nadie diga nada, noto cómo me cogen el teléfono móvil del bolsillo del anorak y escucho el crujido de este al romperse bajo el pie de uno de los que están a mi lado, y el ruido que hace al caer, un poco más lejos, entre las plantas que bordean la entrada a mi domicilio. Después, unas manos me agarran por debajo de las axilas, otras de las rodillas y, no sin esfuerzo, me alzan del incómodo suelo y rápidamente, aguantando a duras penas mi peso, me lanzan contra otra superficie igual de dura, más fría y que genera un sonido metálico al recibir el impacto de mi cuerpo. El golpe es fuerte, y el dolor también. Quiero chillar, pero la tela que se empeña en introducirse en mi boca me impide hacerlo hasta que aprendo que, tranquilizando el ritmo de la respiración, puedo dejar el espacio suficiente entre ella y mis labios para liberar la voz.
—¡Ah! ¡Cuidado, joder! —exclamo al fin, exigiendo un trato más delicado.
Por toda respuesta, lo que recibo es ser tapado con una pesada manta que me cubre por completo y casi agradezco, porque, en cierto modo, me alivia del frío. Al momento, un fuerte portazo me aclara que he sido introducido en el vehículo, con seguridad —por lo amplio del espacio que me rodea— una furgoneta, lo cual intento recordar para cuando, ya libre, se lo tenga que relatar a la policía. El motor diésel sigue en marcha, pero su ronquido no eclipsa la emisora de radio que se escucha de fondo: Onda Cero, boletín informativo de las doce de la noche, el que suelo escuchar con los auriculares en el habitual paseo nocturno que hace un rato me disponía a iniciar.
Pasan unos segundos en los que no escucho que nadie más suba al vehículo donde estoy incómodamente tumbado.
—¿Estáis ahí? —chillo— ¡Cabrones! ¡¿Qué queréis de mí?!
Nadie contesta, solo se oye la grave voz del locutor radiofónico que sigue con su trabajo.
—¡Ayuda! —parece que le pido al periodista a través de las ondas.
Se abre la puerta que tengo cerca de los pies y alguien sube a esta parte posterior de la furgoneta. Recibo una fuerte patada, una vez más en la zona lumbar y, tras salir de allí, quien quiera que haya sido el agresor vuelve a dar un portazo, dejándome pocas ganas de volver a gritar.
Aguanto el dolor y la espera hasta que, por fin, y esta vez más cerca de donde tengo la cabeza, oigo las dos puertas laterales abrirse —serán las del conductor y la del acompañante— y el chirriar de los muelles de los asientos delanteros al recibir el peso de mis secuestradores. Al momento, alguien sube el volumen de la radio y pisa el acelerador, iniciando un camino que no sé a dónde me va a llevar.
Con el movimiento del vehículo, intento abstraerme de las molestias que me provocan los tumbos de mi cuerpo y me centro en intentar reconocer cada curva, rotonda o parada que, por cualquier circunstancia, se vea obligado a realizar el conductor. Así, identifico en el trayecto los elevados pasos de cebra que salpican la calle donde vivo y de los que tantas veces he renegado, las dos rotondas que hay que atravesar para abandonar la urbanización que me aloja desde hace años y, al llegar al final de la Avenida de Madrid, la enorme glorieta por la que se abandona el precioso pueblo de Navacerrada para acceder a la M-601, la cual cogemos hacia la derecha, en dirección al puerto del mismo nombre. Consigo seguir mentalmente el recorrido que llevan mis secuestradores mientras suben por las curvas que bordean la localidad hasta que se detienen en el cruce con la M-607 —que viene de Cercedilla— y, en vez de ascender hacia el paso de montaña, deciden girar a la derecha para bajar por esta nueva vía dirigiéndose, si no estoy equivocado, otra vez hacia Navacerrada, Becerril, Cerceda o donde quiera que me estén llevando. Al cabo de lo que a mí se me hace una eternidad de intensa concentración, consciente de que es un esfuerzo inútil, abandono mi empeño; lo lógico es que me vayan a tener un buen rato dando vueltas por la carretera para que pierda completamente la noción de nuestra ubicación, lo cual, por cierto, hace rato que han conseguido. Coincidiendo con las señales horarias de la una de la madrugada del viernes, veintiuno de octubre de dos mil veintidós, me abandono a la desesperación y a lo que deparen las intenciones de mis recién estrenados secuestradores.
Dudo mucho que haya perdido la conciencia. Seguramente, y contra toda lógica, el suave traqueteo de la furgoneta me haya adormecido, por eso me sorprendo cuando siento que, por fin, se detiene el vehículo, y con la falta de movimiento se silencia también el motor diésel y el repiqueteo de la radio. Justo entonces, el abrir y cerrar de las puertas cercanas a mi cabeza indica sin duda que mis obligados acompañantes se bajan de la furgoneta. Intento levantarme y con ello reactivo un terrible dolor por todo el cuerpo, además de recordar que la asquerosa tela sigue recubriendo mi cabeza.
—¡Aaaah! —me quejo lastimero, mientras me dejo caer nuevamente.
El silencio que me rodea es abrumador, y vuelvo a sentir un frío más intenso que antes, seguramente agravado por haberse apagado también la calefacción de la furgoneta. Me cuesta mucho, pero hago verdaderos esfuerzos por escuchar, oler o sentir cualquier cosa que me dé una pista de dónde estoy. No consigo nada y me desespero, no solo por el secuestro, sino también por la espera a la que me someten mis secuestradores. ¿Y si me van a abandonar allí? ¿Y si esto es algún tipo de venganza y el objetivo es darme un buen susto? Podría estar incluso en la puerta de mi casa y ni lo sabría. Pero no, no tiene sentido; si me hubieran dejado allí, cuando alguien me descubriera y rescatara, el vehículo sería sencillo de rastrear y llevaría a la policía fácilmente hasta los secuestradores. Tienen que estar preparando algo ahí fuera.
—¡Oíd! —reclamo—. ¿Estáis ahí?… ¿Qué cojones queréis de mí?
No contesta nadie.
—¡Hay alguien ahí! ¡Socorro! ¡Ayuda!
Esta vez, con mis gritos, ni siquiera consigo que entre uno de los captores a pegarme otra patada en los riñones. Me retuerzo y una vez más intento, inútilmente, soltar mis ataduras. Consigo desplazarme un poco hasta llegar a golpear con los pies el portón trasero de la furgoneta mientras sigo chillando. Agotado, comprendo que no voy a conseguir nada. Si me han dejado solo es porque no tienen miedo a lo que pueda hacer, así que, una vez más en esta noche, me abandono al destino y me centro en no perder la poca calma que me queda.
No sé cuánto tiempo vuelve a pasar hasta que por fin escucho unos pasos que se acercan donde espero. Son pisadas más amortiguadas, lo que me hace pensar que son sobre tierra en vez de asfalto. Como solo existe la posibilidad de que, quien esté ahí fuera, sean los secuestradores, me mantengo inmóvil, también con la intención de evitar así un nuevo golpe que me silencie si arranco a chillar. Esta vez he acertado porque la llegada de esas pisadas a la altura de la furgoneta coincide con la apertura de la puerta trasera. Siento entonces que unas manos me agarran fuertemente de los tobillos y me arrastran hacia el exterior. No me resisto y, cuando la parte superior de mi cuerpo va a alcanzar el borde del vehículo, otras manos me agarran de las axilas, evitando así una fuerte y peligrosa caída. Resoplando, mis captores me llevan en volandas lejos de allí.
—Pero ¿quiénes sois? —insisto, lo más tranquilo posible—. ¿Qué queréis? ¿Qué he hecho para que me hagáis esto?
No consigo ninguna respuesta ni cambio en la actitud de los que, con mucho esfuerzo, me están trasladando.
—¿Es por dinero? —insisto—. Porque, si es así, os daré lo que pueda, de verdad.
Sigo intentando encontrar un argumento que detenga esta locura, mientras que dejar de sentir la ligera brisa que refrescaba mi cuerpo me indica que debemos estar entrando al interior de algún edificio. Los ruidos que hacen los secuestradores con sus pies demuestran que ya pisan suelo duro, pero al mismo tiempo se siguen escuchando piedras o tierra desplazarse, lo que me hace sospechar que estemos en algún tipo de nave industrial, garaje o similar. Nada bueno, y menos cuando la inclinación a la que someten mi cuerpo, junto a una nueva tanda de resoplidos, me hace entender que estamos bajando una escalera. Sótanos, humedades, frío, aislamiento. En mi mente se agolpan mil recuerdos de los zulos que, durante mi dilatada trayectoria profesional, he podido ver, y nunca me han dejado de sorprender por las condiciones inhumanas que ofrecían a los allí retenidos. Intento alejar de mí esos pensamientos, que no hacen más que aterrarme, y sigo atento a todo lo que me rodea, buscando datos que a futuro aporten pistas sobre lo que me está pasando; así al menos imagino una liberación y un final a un secuestro que no ha hecho más que comenzar.
Por fin, mis porteadores se detienen, me balancean para coger impulso y me lanzan al vacío, dando así por terminado el transporte. La caída la amortigua un colchón del que, a pesar del saco que tapa mi cabeza, siento cómo se levanta una buena nube de polvo. Uno de los secuestradores aprovecha mi aturdimiento para agacharse junto a mí y, antes de que yo tenga tiempo de reaccionar, libera al menos la cinta que me sujeta los tobillos. Acto seguido, y mientras giro sobre mi cuerpo para adoptar una postura menos vulnerable, escucho alejarse sus respiraciones, una puerta que se cierra, el inconfundible sonido del deslizar de los eslabones de una gruesa cadena metálica y el chasquido provocado por el cierre de un candado. Acabo de quedarme solo en lo que me temo será mi hogar durante quién sabe cuánto tiempo.
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