En el asiento contiguo

En el asiento contiguo

Hans Schmidt

29/10/2025

El ómnibus avanzaba lento por la ruta, como si arrastrara los recuerdos de todos sus pasajeros. La mujer de 36 años, se sentó junto a la ventana, con la mirada perdida en los campos secos por las heladas de ese crudo invierno. Frente a ella, en el asiento contiguo, una joven de rostro cubierto con una capucha gris la observaba con ojos que no pedían permiso. Su piel, marcada por extensas cicatrices que relataban que alguna vez estuvo en un infierno de fuego, no ocultaba la dignidad con la que sostenía la mirada. La mujer sintió un escalofrío, sin saber por qué.

—¿Va lejos? —preguntó la joven, con una voz suave, que contrastaba con la aspereza de su piel.

—A Villa Murillo —respondió, sin entusiasmo.

—Yo me bajo una estación antes, en San Ramón —dijo la joven, y sonrió. Su sonrisa era asimétrica, pero honesta.

La mujer la miró por primera vez. Los ojos de la joven eran de un verde extraño, como el de las botellas antiguas. Había algo inquietante en ellos. No por su forma, sino por lo que contenían.

—¿Tenés familiares allá? —preguntó, más por cortesía que por interés.

—No. Tengo… apenas recuerdos —la joven bajó la mirada, como si pesara demasiado.

La mujer sintió un leve temblor en las manos. No supo por qué.

—¿Sabés qué es lo primero que recuerdo? —dijo Luna, mirando por la ventanilla—. Algo como… olor a sal. No como el del mar. Más áspero. Más cruel.

La mujer la miró de reojo. No dijo nada.

—Estuve en incubadora durante semanas. Mi piel se desprendía como papel mojado. Me dijeron que lloraba sin sonido. —Luna se acomodó la bufanda, revelando parte de su cuello, marcado por cicatrices rojizas—. Me llamaron “la niña milagro”. Pero yo no creo en milagros.

La mujer tragó saliva. Sentía que el aire se volvía más denso. Y la joven proseguía.

—Nunca conocí a mi madre. Solo su nombre, en un expediente—. Luna sacó un papel doblado de su bolsillo. No lo abrió—. Me dijeron que fue un aborto fallido. Solución salina. Que sobreviví. Nunca me creció pelo en las partes quemadas.

El ómnibus frenó en una curva. Sintió que el mundo se inclinaba con el vehículo. Su corazón latía como si quisiera bajarse antes que ella. Cada palabra de la joven parecía rozarle una fibra que creía enterrada. El ómnibus seguía su marcha, pero dentro de ella algo se detenía, como si el tiempo se replegara hacia un punto que no quería mirar.

“Solución salina”, pensó. La frase la golpeó como un eco lejano. Había cosas que había decidido no recordar. Cosas que había encerrado en un cajón sin llave, convencida de que el olvido era una forma de redención.

Miró de reojo a la joven. Las cicatrices, la voz, la edad. Todo empezaba a encajar en un rompecabezas que no quería armar. Su garganta se cerró. ¿Y si esa joven era…? No. Imposible.

Se aferró al bolso como si quisiera protegerse con él de los recuerdos.

—¿Y sabés qué es lo más raro? —dijo Luna, con la voz más baja, como si hablara para sí—. Que nunca soñé con mi madre. Ni una sola vez. Como si algo dentro mio supiera que no debía buscarla.

Sintió un nudo en el estómago. El ómnibus parecía más lento, como si el tiempo se hubiera detenido a propósito.

—Pero hace unos meses encontré algo —continuó Luna, sacando el papel doblado—. Una fecha. Un hospital. Y una firma. 

Diana lo miró. Era su nombre. Su letra. Su decisión.

—Gomez, Diana Beatriz —dijo Luna, sin levantar la voz, pero logrando que a la mujer se le erice la piel—. 16 de octubre de 2007. Aborto por solución salina. Parece que se habían quedado sin Misoprostol. Feto femenino. Sobreviviente.

La mujer sintió que no había aire suficiente en el ómnibus . No había palabras que alcanzaran. Dentro de ella todo se había detenido. No sabía si llorar, hablar, huir. Luna la miraba con una serenidad que no venía del perdón, sino de la aceptación.

—Mi madre adoptiva me puso Luna —dijo la joven, como si compartiera un secreto—. Me dijo que, como la luna, tenía manchas. Pero que eso no me hacía menos bella. Que las marcas también pueden iluminar.

La mujer sintió que algo se rompía dentro de ella. Era algo más antiguo que la culpa. Más profundo. Como si el universo le devolviera una pregunta que nunca se atrevió a hacer.

—Luna… —susurró, probando el nombre como si fuera sagrado.

La joven asintió. No había reproche en sus ojos. Solo una verdad que se escapaba sin remedio.

El ómnibus se detuvo en la terminal. La gente empezó a bajar. Diana y Luna se quedaron sentadas unos segundos más.

—¿Querés que… me baje un ratito con vos? —preguntó Diana, sin saber si tenía derecho a decirlo.

Luna la miró. Sonrió, apenas.

—Prefiero que me mires. Aunque sea por última vez.

Diana asintió, tensa. No intentó tocarla. No pidió perdón. Solo la miró. Como se mira a la luna en una noche oscura: con asombro, con respeto.

Luna bajó del ómnibus . Caminó despacio, con la bufanda al viento. Diana la siguió con la mirada hasta que desapareció entre la gente.

Afuera, la luna empezaba a asomar entre las nubes. Manchada. Radiante.

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