Pasó un colibrí

El jueves por la mañana el colibrí visitaría la rosa china por última vez.

Lo supo apenas apoyó los pies en los mosaicos entibiados por el aire de verano, y un frío le subió hasta clavarse en la espalda, a un palmo del corazón.

Tuvo entonces la certeza de que caería enferma. Cruzó los brazos sobre el pecho y, al separarlos, apoyó las manos y se dejó caer sobre la cama. Se deslizó bajo las sábanas y se tapó hasta la barbilla, tironeando con torpeza del acolchado.

Al rato la madre subiría a lavarse los dientes, y abriría la puerta para espiar si aún dormía. Los sábados nadie tenía la obligación de saltar de la cama al alba.

Mariana estaba despierta, agarrotada debajo de las colchas, abrazándose a sí misma. Por encima del filo de la sábana asomaban dos ojos semicerrados, que apenas si reflejaban algo de la luz que entraba por las rendijas. Castañeteando, murmuró:

—M- mamá, traeme una frazada. Muero de frío.

La madre corrió hacia su habitación y tironeó de su cama el cubrecama que pondría encima de la hija. Recién entonces se sentó en el borde de la cama, y con las palmas, tocó su frente y las mejillas.

—Estás con fiebre.

—No mamá. Estoy helada. —balbuceó.

—Yo te siento caliente. Voy por el termómetro —dijo la mamá sin escucharla.

Su ojo libre la siguió hasta desaparecer de la vista. Le vinieron imágenes de una historia que había leído en la escuela. Una de sobrevivientes de un vuelo que había caído en el Ártico; otra, de una tripulación de aventureros atrapados entre los hielos invernales de la Antártida.

Recordó a una compañera que repetía que el calor del cuerpo se liberaba por la cabeza. Pensó en los varones de su clase, siempre encapuchados en invierno.

Pero el malestar le impedía pensar, y los escalofríos le restaban voluntad. Con esfuerzo asomó una mano y tironeó la capucha del buzo para cubrirse la cabeza. Fue en vano. Debió enrollarse más sobre sí misma.

Un aleteo habitó por un instante el silencio que había en la habitación, y un parpadeo de luz alcanzó la cama.

Los pasos de la madre sonaron apresurados. Sacudió el termómetro y lo acomodó debajo de la axila casi entumecida.

Un zumbido agudo la hizo mirar hacia la ventana. Sintió a su madre ensimismada.

—Tenés 40 grados. Tengo que bajarte la fiebre —sonó afligida.

—Mamá —murmuró Mariana agotada de temblar. Estoy helada. No tengo fiebre. Voy a morir —gimió con dificultad

—¿Qué decís Mariana? Esperá que busco algo para bajarte la fiebre y te vas a sentir mucho mejor.

—Ma — volvió a jadear Mariana— me hielo. No te vayas.

—Ya vuelvo. Voy a buscar algo, esperá. Voy por unos paños.

—Quedate… —expiró con dificultad.

Con menos nitidez que antes, el mismo ojo que no estaba apoyado contra la almohada siguió a la madre.

—Tip-tip-tip —sonó contra el vidrio de la ventana. Mariana alcanzó a escuchar los golpes del colibrí, que se detendría en el aire, y golpearía una vez más, antes de desaparecer.

“Pasó un colibrí”, pensó. Le sobrevino un alivio inesperado. El silencio creó un vacío inusual entre las flores chinas.

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