Había una vez un hombre al que le gustaba escribir. No lo hacía siempre, apenas cuando el silencio lo apretaba demasiado. Sus poemas tenían forma, sí, pero no latido. Palabras bien dispuestas, frases que podían sonar, pero algo faltaba. Como un reloj sin manecillas. Como una carta sin destinatario.

Hasta que apareció ella. Cabellos negros. Ojos de otoño, esos que guardan más preguntas que respuestas. Cada vez que hablaban, él sentía que había estado esperándola desde antes de conocerla. Y las mariposas —esas viejas mentirosas del estómago— armaron su carnaval. Se enamoró. Un amor raro, bonito, sí, pero con esa sombra de obsesión que siempre termina por torcerlo todo. Quizás ya llevaba la semilla del fracaso desde el principio. Pero nada de eso importó.

Se dejó caer. Y en la caída creyó que ella también caía, que las manos se rozaban en el aire. Y entonces sus poemas se llenaron de alma. Porque cada día, apenas amanecía, lo primero que hacía era escribirle uno. No para el mundo, ni para la posteridad: para ella. Solo para ella.

Y cuanto más escribía, más la convertía en algo imposible. La idealizó como quien pule una estatua hasta que brilla demasiado para ser real. Olvidó que era simplemente una mujer, con sus errores, con sus pequeñas miserias, como todos. Pero él no quería ver eso.

Hasta que un día ella se fue. Como se van las cosas que nunca estuvieron del todo. Y con ella se fue también el pulso de sus poemas. Se quedó escribiendo otra vez, sí, pero ahora con la sospecha de que lo mejor de lo que había escrito nunca le perteneció. Porque era de ella. Porque sin ella, las palabras eran otra vez un reloj sin manecillas.

Etiquetas: amor ojos otoño

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