Hay escenas que deberían proyectarse en los cines del mundo, no en pantallas gigantes, sino en los rincones del corazón. Porque hay películas que no necesitan actores ni guion, que no están en Netflix ni en cartelera, sino en la memoria de quienes estuvieron ahí, temblando, con los ojos empañados. Una de esas películas es el reencuentro de dos personas que se quieren, pero que la vida, por cualquier motivo, separó durante años.
La historia de los reencuentros siempre empieza con un silencio. Un silencio de aeropuerto, de sala de espera, de pasillos fríos y relojes que parecen moverse más despacio. Hay un instante en que las palabras sobran y lo único que existe es la espera, esa impaciencia dulce que te hace sentir como niño otra vez. Bueno, como niño en víspera de Navidad, pero sin el regalo seguro. Aquí no sabes si el regalo llega con un abrazo, o con cara de “por Dios, qué viejo estás”.
Y entonces aparece.
Al comienzo no lo crees. Ves un rostro que conoces de memoria, pero que el tiempo se ha encargado de dibujar con pinceles nuevos: unas arrugas que cuentan su propio cuento, una mirada distinta, unos pasos más pausados. Y sin embargo, debajo de todo eso, sigue estando la misma persona, la que estuvo ausente tantos años pero que nunca se borró de adentro. “¡No puede ser!”, piensas. Y es como cuando ves a un actor de tu infancia en la tele y dices: “¿Así terminó? Pues sí, así terminó… y así terminamos todos.”
El primer abrazo no se da, se cae. Es como lanzarse a una piscina sin mirar si hay agua, confiando en que lo que sostiene es la certeza de que esa distancia que los separó se desmorona en un segundo. Abrazarse después de tanto tiempo es como intentar recuperar veinticuatro años en unos segundos. Y por eso se llora. No se llora por la tristeza de lo pasado, se llora porque el presente se siente inmenso.
Hay un nudo en la garganta, un terremoto en el pecho, un río se apodera de tus ojos. Y al mismo tiempo, paz. Como si por fin el mundo se hubiera alineado y te devolviera una parte de ti que creías perdida. Y claro, también piensas: “Ojalá alguien haya grabado esto en buen ángulo, no vaya a salir con papada en el video.”
Los reencuentros tienen ese poder: son recordatorios brutales de que la vida es corta, de que el tiempo se escapa como agua entre los dedos, como dice alguna canción.
Pero no todo es solemnidad. En medio del llanto, siempre aparece la risa. Porque alguien dice una tontería, porque alguien recuerda algo absurdo del pasado, o porque la emoción es tan intensa que el cuerpo necesita desahogarse también con carcajadas. Y ahí, entre lágrimas y risas, se reconoce lo esencial: la familia, la sangre, la complicidad que no se rompe ni con océanos de distancia.
El tiempo tiene un sentido del humor cruel. Nos roba momentos que nunca volverán, cumpleaños ausentes, Navidades incompletas, llamadas que se postergaron hasta quedar en el aire. Pero también tiene gestos de bondad: de pronto, cuando parece que la espera fue eterna, regala la escena del abrazo. Y ese instante compensa, de alguna manera, toda la ausencia.
No hay reencuentro sin preguntas. ¿Cómo has estado? ¿Qué fue de tu vida? Pero en realidad, lo que importa no son las respuestas, sino la presencia. Porque todo lo que no se dijo en años se dice en un segundo con un apretón de manos, con la mirada húmeda, con ese “te extrañé” que no siempre sale en palabras.
Lo más impresionante es que, después del primer impacto, la vida sigue como si nada. Uno diría que después de 24 años separados todo sería solemne, lleno de discursos y promesas. Pero no. A los pocos minutos están hablando de cosas cotidianas, de qué comer, de qué chisme hay en la familia, de anécdotas que parecen insignificantes. Y justo ahí está la magia: volver a la normalidad con alguien que parecía lejano. Esa normalidad deliciosa que incluye discutir por quién paga la cuenta, como si las dos décadas y pico de distancia hubieran sido un simple resfriado.
Porque al final, la vida está hecha de momentos simples. Y lo que más duele de la distancia es perder esas cosas pequeñas: no haber compartido un café de la tarde, no haberse reído juntos de un chiste malo, no haberse peleado por quién se sienta al frente en el carro. Eso es lo que se recupera en el reencuentro. Y de paso descubres que los chistes malos siguen siendo igual de malos.
Y surge inevitable la reflexión: ¿por qué esperamos tanto? ¿Por qué dejamos que los años se nos vayan creyendo que siempre habrá tiempo? La vida no da tantas oportunidades de reencuentros. A veces la espera termina con abrazos, pero otras veces, tristemente, termina en un “ojalá hubiera”.
El abrazo después de tantos años no solo une a quienes se reencuentran. También toca a los que miran desde afuera. Los testigos sienten un nudo en la garganta, aunque no conozcan la historia completa. Porque todos llevamos dentro a alguien que nos falta, alguien que quisiéramos volver a ver, alguien que el tiempo o la distancia nos arrebató. Y ver que es posible volver, aunque sea tarde, nos da esperanza. Y también nos da un empujón para mandar ese WhatsApp pendiente.
El tiempo, ese ladrón incansable, nos sigue persiguiendo. Y nosotros, que creemos tenerlo todo bajo control, seguimos cayendo en la trampa de dejar para mañana los abrazos de hoy.
Los reencuentros nos enseñan que no se pueden guardar los afectos en el cajón del “después”. Los abrazos se dan en presente, porque el futuro siempre llega tarde.
Porque el futuro es una promesa frágil. Hoy estamos, mañana no sabemos. Y el único instante que tenemos para querer, para abrazar, para encontrarnos, es este.
Quizás esa sea la gran enseñanza de un reencuentro después de tantos años: no dejar que el reloj nos engañe. Porque no hay tiempo suficiente para vivir con miedo, con orgullo, con indiferencia. Solo hay tiempo para amar, para perdonar, para correr a los brazos de quien queremos.
Al final, lo que queda no son los años perdidos, sino el instante recuperado. Ese abrazo que borra la distancia y que, aunque el reloj siga girando, consigue detener el tiempo por un segundo. Y ese segundo, créeme, vale por toda una vida.
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