Hay gente que llega tarde y se gana mala fama. Que lo miran mal en el trabajo, que lo retan en la casa, que lo cargosean los amigos. Pero nadie habla del otro extremo: los que llegamos demasiado temprano. Los mártires de la puntualidad. Los fantasmas que rondan los lugares cuando todavía no hay nadie.
Yo soy uno de ellos. Mi vida es una colección de escenas donde aparezco antes de que empiece la película, antes de que abran la puerta, antes de que llegue el cumpleañero. Un adelantado… pero sin gloria. Un ser que se condena solo a la sala de espera de la vida.
En las reuniones familiares soy el primero en caer. Todavía están cocinando, la mesa desarmada, el mantel arrugado. Mi hermana con ruleros, mis sobrinos corriendo de un lado a otro como gallinas sin corral. Y yo ahí, sentado en la sala, como espía que vio de más. La puntualidad extrema te hace ver los bastidores, los ensayos, la vida sin maquillaje. Y créeme, no siempre es lindo. Ver cómo tu tía le grita al horno porque no calienta, o cómo alguien pela papas a toda velocidad con la desesperación de un cirujano a contrarreloj, no es exactamente la postal que quieres recordar.
Una vez llegué tan temprano a un cumpleaños infantil que ayudé a inflar globos. Con cara de pocos amigos tuve que soplar veinte. Cuando por fin empezó la fiesta, ya estaba mareado, con los cachetes adoloridos y cara de payaso retirado. Los niños corrían felices, y yo solo pensaba en el oxígeno que me había robado a mí mismo en ese acto de solidaridad absurda y contra mi voluntad.
Otro día, en un concierto, entré antes de que probaran el sonido. Escuché al cantante decir cosas como: “sube más el bajo, baja más los altos, que retumbe menos fuerte”… y casi se me arruinó la magia. Nunca más pude escucharlo sin recordar que su “voz prodigiosa” dependía más de un cable y una consola que de su garganta.
Y ni hablar de los aeropuertos. Ahí es donde mi puntualidad alcanza niveles olímpicos. Una vez llegué con cinco horas de anticipación “para no arriesgarme”. El vuelo salió retrasado tres horas. Resultado: pasé ocho horas en la sala de embarque, viendo a los mismos turistas dormirse, despertar, volver a dormirse, mientras yo me convertía lentamente en un mueble más del terminal. Cuando finalmente anunciaron el abordaje, yo ya estaba tan agotado que lo único que quería era que el avión me sirviera de cama.
El problema no es solo esperar, el problema es envejecer esperando. Una hora en un café se siente como un año. Terminas mirando por la ventana como viudo de novela mexicana, contando autos rojos o inventando biografías de la gente que pasa. Una señora con bolsa de mercado se convierte en ex actriz de radionovelas, un tipo con mochila podría ser espía, una pareja peleando es el tráiler de una telenovela barata. Y yo ahí, perdiendo años de vida, como si el reloj fuera un ladrón invisible.
Lo peor es que nadie te agradece. Nadie dice: “qué admirable, este tipo es tan puntual que llegó una hora antes”. Al contrario: cuando aparecen los demás, frescos, sonrientes, tú ya estás con la cara larga y el café frío. Y encima eres el aguafiestas porque les sueltas el sermón: “¿Tan difícil es llegar a la hora?”.
He intentado ser menos puntual, lo juro. Pongo el reloj diez minutos atrás, me invento excusas, camino más despacio. Hasta he intentado esa técnica de perder tiempo en la casa: revisar los cajones, cambiarme la camisa dos veces, buscar medias que combinen. Pero nada. Es como tener un chip interno que me obliga a llegar antes. Un miedo absurdo a ser el último, aunque a veces pienso que ser el último debe ser más divertido: entras con aplausos, saludas como estrella, todos ya están listos. En cambio, el primero es invisible, parte del mobiliario.
Con los años entendí que la puntualidad extrema es una forma de ansiedad disfrazada de virtud. Es querer controlarlo todo, evitar el caos, asegurarse de que nada se escape. Pero la vida, justamente, es caos. La vida llega tarde, se retrasa, se detiene a conversar, se toma un trago más. Y yo, con mi manía, lo único que hacía era pelear contra esa naturaleza indomable del tiempo.
Lo irónico es que muchas veces, después de tanto esperar, cuando al fin empieza lo que vine a hacer, ya estoy cansado. Mi energía se gastó en la antesala. Soy como ese invitado que, después de estar tres horas parado en la puerta, cuando abren al fin las luces de la fiesta, solo piensa en irse a dormir.
La puntualidad exagerada me ha dado una certeza: esperar no es vivir. Vivir es llegar en el momento justo, ni antes ni después. Porque los adelantados cargamos con la soledad de los lugares vacíos. Y créeme, no hay soledad más rara que la de estar en una fiesta sin invitados, escuchando cómo el hielo se derrite más rápido que tu paciencia.
Un amigo me dijo una vez: “Tú llegarás al infierno antes de que abran la puerta”. Y lo imaginé con claridad ridícula: yo, parado en una nube rojiza, tocando el timbre con cara de oficinista apurado, mientras Belcebú asoma la cabeza y me suelta: “Espere un ratito, joven, recién estamos calentando los hornos”. Y ahí me quedo, otra vez, cumpliendo mi condena favorita: mirar la eternidad desde la sala de espera.
Así que sí, sigo llegando temprano. No voy a cambiar, es parte de mí. Pero ahora, cuando me toca esperar, al menos me río de mí mismo. Pido un café, saco un libro, texteo alguna línea en el celular que quizás algún día termine en un relato como este. Porque ya entendí que ser demasiado puntual es como aplaudir una obra antes de que empiece: ruido inútil, entusiasmo mal calculado.
Y el verdadero arte, al final, está en aprender a entrar a escena cuando de verdad empieza la función.
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