El amanecer de Bruno.

Todos los amaneceres, sin falta, el hombre salía con su perro. La calle aún dormitaba, ajena a ese ritual que se repetía con la precisión de un mecanismo de relojería suiza. Él, Arturo, con su abrigo color tabaco y las manos hundidas en los bolsillos, y Bruno, un pastor alemán de mirada antigua y pelaje que olía a tierra mojada y a algo más, algo que los vecinos no alcanzaban a nombrar cuando los veían pasar tras los vidrios empañados de sus ventanas.

No era un paseo cualquiera. Arturo no tiraba de la correa; era Bruno quien marcaba el ritmo, una caminata pausada y ceremonial, como si siguieran un camino invisible en el aire frío de la mañana. Repetían siempre la misma ruta: desde la puerta de su casa de madera oscura, bajaban por la calle Pavía, doblaban en la esquina del almacén de don Anselmo (cerrado aún, con sus persianas bajas como párpados cansados), y se internaban en el parque de los Tilos. Allí, justo donde la neblina se enredaba entre las ramas formando fantasmagorías transitorias, Bruno se detenía. No olfateaba postes de luz ni bancos pintados de verde. No hacía lo que hacen los perros. Se quedaba quieto, muy quieto, mirando fijamente un punto entre los árboles, más allá de donde la vista humana podía llegar. Arturo, a su lado, permanecía en silencio, observando esa nada con la misma intensidad.

Una mañana, todo fue distinto. La neblina era más espesa, casi sólida, y el sonido de sus pasos se apagaba en una alfombra de silencio antinatural. Bruno no se detuvo en su sitio habitual: tiró suavemente de la correa y se adentró en una senda que Arturo jamás había notado, un pasillo estrecho entre arbustos que parecían apartarse a su paso. El aire olía a ozono y a piedra húmeda.

Al final del sendero, había un claro. En el centro, una estructura circular de piedra, pulida por siglos de intemperie. Arturo no supo qué era, aunque una parte de él lo reconoció de inmediato: altar, calendario, marca. Algo destinado a medir un tiempo más antiguo que el suyo.

Bruno se situó en el círculo. Se irguió sobre sus patas traseras y apoyó las delanteras en los hombros de Arturo. Su peso era distinto, más denso, como si llevara siglos sobre él. Y sus ojos, de un ámbar profundo, ya no tenían la lealtad animal de siempre. Brillaban con una inteligencia inhumana, impasible.

La voz surgió entonces, grave, como piedras que se quiebran bajo la tierra:

—Hoy se cumple.

Arturo no sintió miedo. Sintió alivio. Un rompecabezas que había cargado en silencio comenzaba a encajar: noches sin dormir, vigilias sin motivo, fragmentos de un pacto lejano que volvía como eco. Él había sido el guardián, el que perdió aquella apuesta absurda de la que apenas recordaba las reglas. Y Bruno nunca había sido un perro.

El animal bajó las patas. Su silueta se disolvió lentamente en la neblina, como si el aire lo reclamara.

—El lazo se rompe —dijo la voz, ya más lejana—. Descansa.

La correa cayó al suelo, formando un círculo flácido sobre la hierba húmeda.

Arturo permaneció en el claro sin saber cuánto tiempo. El sol, por fin, rasgó la neblina e iluminó la piedra vacía. Respiró hondo, por primera vez en lo que le parecieron siglos. Emprendió el regreso a casa, ligero, libre, la mano vacía.

Al cruzar la puerta, la costumbre lo guió: colgó el abrigo color tabaco en el perchero. Y justo antes de que la puerta se cerrara por completo, algo se coló por la rendija.

Era un cachorro de pastor alemán. Demasiado pequeño para sostenerse, pero con los mismos ojos ámbar, fijos y antiguos. Del cuello colgaba una correa nueva, y atado a ella, un trozo de pergamino enrollado.

Arturo, con manos que temblaban, lo abrió. Solo había dos palabras, escritas en una tinta oscura que parecía humear:

Otro round.

Aldo Rojas Padilla.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS