La Siesta Cósmica.

El sol no calentaba; ejecutaba una sentencia. Sobre Terecay, había decidido derretir el poblado hasta reducirlo a un charco brillante de asfalto y nostalgia. Ramón, poeta de versos tan secos como la tierra agrietada de su patio, yacía en su hamaca como un héroe derrotado en el campo de batalla. El samán, otrora un gigante frondoso, parecía ahora un espectro de hojas mustias, ofreciendo una sombra tímida y llena de agujeros por donde se colaba la luz, afilada como un cuchillo.

Sudar era un acto inútil. La humedad era tan espesa que el aire se bebía el sudor antes de que este pudiera enfriar la piel. Ramón cerró los ojos. Las gotas que le corrían por la sien no eran de agua, eran de pura resignación. Entonces, tuvo una epifanía: si el cuerpo no podía escapar, lo haría la mente. Su arma sería la voluntad. Su campo de batalla, el sueño.

Con la solemnidad de un monje zen, comenzó su ritual. Respiró hondo, aspirando calor y expulsando derrota. «No estoy en Terecay», murmuró, y sus labios se pegaron por el salitre del bochorno. «Estoy en el Pico Bolívar. Hay nieve. Mucha nieve».

Y su mente, ávida de alivio, obedeció con ferocidad.

De pronto, el chirrido lejano de un carrito de cholas vendiendo jugo no era más que el graznido de una gaviota solitaria. El zumbido de los motores se transformó en el silbido de un viento gélido que cortaba como una cuchilla. La hamaca, bajo su espalda, dejó de ser una trampa de tela pegajosa para convertirse en una capa térmica sobre un trineo de madera pulida. El suave balanceo ya no era el movimiento lánguido del aburrimiento, sino el avance firme de los perros siberianos tirando de él hacia la grandeza blanca. Él no calzaba sus raídas cotizas, sino poderosas botas de fieltro y cuero, con crampones de acero.

—¡Musher! ¡Vamos, Balto! —susurró, y su perro Galgo, «Titán», un animal tan delgado que parecía un esbozo a lápiz de un perro, que se restregaba contra la hamaca buscando una sombra que no existía, se convirtió en su fiel husky, con un grueso pelaje y aliento que formaba nubes de vapor.

—¡Buen chico! —dijo Ramón, y extendió una mano para acariciar lo que su cerebro le decía que era una crin helada. Sus dedos encontraron el lomo huesudo y sudoroso de Titán, pero él solo sintió el frío intenso que emanaba del animal imaginario. Un escalofrío real, delicioso, le recorrió la columna vertebral.

Tenía una sed abrasadora. En su sueño, se inclinó sobre un témpano de hielo puro y transparente, abriendo la boca para que un copo de nieve virgen aterrizara en su lengua. Una sensación de frescura absoluta lo inundó, un alivio tan intenso que contuvo el aliento, sintiendo cómo el hielo se sublimaba en un vapor que le limpiaba el alma por dentro.

Soñó con auroras boreales, con iglús, con el silencio absoluto que solo rompe el crujir de la nieve. Tiritaba. Tiritaba de verdad dentro de su sueño paradójico. Su cuerpo, engañado por una mente desquiciada de calor, comenzó a reaccionar. Su sistema de termorregulación, confundido por las señales contradictorias, hizo lo único lógico: contrajo todos los vasos sanguíneos y concentró el calor central. La piel se enfrió. Demasiado.

Pasaron dos horas. El sol comenzaba su lento descenso, pero el calor se aferraba a la tierra con uñas y dientes.

Carmen, su esposa, salió al patio. «Ramón, ¿quieres un poco de papelón con limon…?» La pregunta se congeló en sus labios.

Allí estaba él, en la hamaca, inmóvil. Su piel tenía un tono azulado, cerúleo, como el mar en un día nublado. Sobre sus cejas, en su bigote y en las patillas canas, no había sudor. Había una capa fina, cristalina y perfecta de escarcha. Pequeños copos de hielo se aferraban a las hebras de su cabello. Parecía una figura de cera abandonada en una nevera.

—¡Ramón! —gritó, corriendo hacia él. Tocó su brazo y retiró la mano al instante. ¡Estaba helado!

El contacto brusco quebró el hechizo. Ramón abrió los ojos lentamente. Sus pestañas, ligeramente blancas, parpadearon. Vio el rostro aterrorizado de su mujer, el samán moribundo, el cielo aún incandescente. La desconexión fue total. Un escalofrío violento, real y tangible, lo sacudió de pies a cabeza. Le castañeteaban los dientes con un ruido de máquina de escribir.

—C-C-Cariñoooo —logró articular, con la voz áspera y quebrada por el frío interno que aún lo poseía—. ¿P-P-Por qué apagaste el aire a-a-acondicionado? ¡M-M-Me voy a convertir en un he-he-helado de paleta!

Y al exhalar esas palabras, un pedacito de la escarcha que se había formado en el lóbulo de su oreja se desprendió. Cayó en una trayectoria lenta, brillando con la última luz del día, y se estrelló contra la losa del patio, que aún guardaba el calor de un horno apagado. Pssssss. Un sonido minúsculo, casi obsceno. El cristal de hielo se convirtió al instante en una lágrima de agua que fue devorada por el cemento ávido, desapareciendo sin dejar rastro, como el último suspiro de un invierno que nunca llegó.

Aldo Rojas Padilla

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