NO LO QUISE VER.

No hubo gritos. 

Tampoco lágrimas dramáticas.

Solo un silencio suave que nos fue envolviendo como neblina.

Yo lo sabía.

Ella también.

Desde hacía meses, empezamos a sentirnos diferentes sin querer, como si dos ríos que habían corrido juntos comenzaran a bifurcarse sin avisar.

Yo, terco, soberbio, ingenuo, me aferré a creer que todo estaba bien, que nada cambiaba, que la corriente volvería a juntarnos. Pero cada día se hacía más evidente: nuestras miradas no se buscaban, nuestras manos se alejaban y nuestros besos se amargaban. Las conversaciones se llenaban de pausas  que antes no existían, nuestro tono ya no era de amor, era de confrontación, de recelo.

Una tarde, en un lugar que ahora evito, ella me miró con sus ojos miel y me dijo:

  • Creo que ya no sabemos cómo querernos.

No pude responderle. Y no porque no tuviera palabras, sino porque todas sonaban inútiles.

De modo que, sin decir nada, lo supe; el pasado no podía salvarnos. A pesar de que este estaba tatuado en cicatrices y memorias.

Así que sin más. Le dije, con voz tranquila:

  • Te deseo lo mejor. Que todo te salga bien. Y mucha suerte.

Ella sonrió, con esa sonrisa que aún me duele recordar.

Nos despedimos sin un abrazo prolongado, sin dramatismo. Solo dos personas que aceptan que la vida gira en espiral, que todo fluye, y que algunas historias se cuentan completas en un solo capítulo.

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