El eco en la abadía.

La niebla no descendía sobre las Highlands escocesas; vivía allí. Era una entidad viva, fría y húmeda, que se enroscaba alrededor de los pinos retorcidos como serpientes fantasmales y se arrastraba por los valles profundos, ahogando los sonidos y deformando las distancias. Por esos caminos de piedra gastada, resbaladizos de musgo y lluvia eterna, avanzaba Alistair Finch. Joven, de mirada inquisitiva pero ya marcada por el cansancio del viaje, cargaba una maleta de cuero raído y una obsesión: encontrar el Liber de Umbrís, un manuscrito atribuido al Hermano Padraig, un monje del siglo XIV cuyas notas marginales, según rumores académicos, contenían conocimientos prohibidos sobre la naturaleza del tiempo y el alma.

Su destino final era la Abadía de San Columba, un esqueleto de piedra gris clavado en la cresta de una colina solitaria, cuyas ruinas se recortaban contra el cielo plomizo como dientes podridos. Antes de emprender la subida, se detuvo en la única taberna de Glencairn, un poblado de techos de paja y paredes encaladas que parecía aferrarse a la montaña. El aire dentro era denso: humo de turba, lana húmeda y el acre perfume del uisge beatha, el whisky local, tan fuerte que casi se podía masticar. Un par de hombres de rostros curtidos, con miradas esquivas, murmuraban en gaélico junto a la chimenea; sus palabras sonaban a piedras rodando en un río profundo. En un rincón, un anciano rasgaba una melancólica melodía con un clarsach (arpa gaélica), su sonido un lamento que se perdía en la penumbra.

El posadero, un hombre ancho llamado Fergus, sirvió a Alistair un cuenco de estofado espeso con voz tan baja que el joven tuvo que inclinarse para oírle. Cuando Alistair mencionó la abadía, el ambiente se tensó como la cuerda de un arco. Los murmullos cesaron. El gaitero dejó de tocar. Fergus palideció ligeramente bajo su poblada barba rojiza.

«La Abadía, señor…» susurró Fergus, los ojos escudriñando las ventanas empañadas como si temiera que algo escuchara. «No es buen lugar. Especialmente al caer el sol. Los niños… no se acercan ni por juego.» Señaló con la cabeza hacia la calle embarrada, donde un grupo de pequeños observaba a Alistair con ojos redondos y asustados desde la puerta de una cabaña.

«¿Supersticiones?» preguntó Alistair, tratando de sonar razonable, aunque un escalofrío le recorrió la espalda. El silencio de la taberna era ahora absoluto.

«Voces, señor,» contestó Fergus, casi sin mover los labios. «Voces que cantan… en latín. Como de monjes. Pero no hay monjes en San Columba desde antes de que mi bisabuelo naciera. Desde las Clearances, quizás antes. Es… unclean.» (Impuro).

Al salir de la taberna, Alistair se topó con el viejo párroco del pueblo, el Padre MacDougall. Encogido bajo un sobado gabán negro, su rostro era un mapa de arrugas profundas. Al oír el destino del joven, el viejo sacerdote se santiguó con tanta rapidez y fervor que pareció un espasmo.

«Joven,» dijo el párroco, su voz temblorosa pero firme, «lo que busca quizás deba permanecer perdido. Esas piedras… guardan ecos. Ecos que no deberían ser despertados. El tiempo allí… no fluye como aquí. Vuelva por donde vino.» Sus ojos, de un azul desvaído, contenían un miedo antiguo y profundo.

Pero Alistair Finch no había viajado semanas por los caminos más inhóspitos de Escocia para volverse atrás por cuentos de viejos y campesinos asustadizos. La obsesión era más fuerte que el miedo. Con el corazón golpeándole las costillas, comenzó la empinada ascensión hacia la abadía. La niebla se hizo más espesa, devorando el paisaje tras él. El viento gimía entre las ruinas, arrastrando gemidos de piedras desgastadas. La abadía, vista de cerca, era aún más desoladora: el techo de la nave central había cedido hacía siglos, dejando al descubierto el cielo gris; los arbotantes se alzaban como huesos rotos; las ventanas ojivales eran bocas oscuras y vacías. El silencio era opresivo, roto solo por el graznido ocasional de un cuervo posado en lo alto de un muro derruido.

Alistair exploró las ruinas con meticulosidad, movido por la esperanza académica. Encontró el antiguo scriptorium, ahora un montón de escombros y vigas podridas. No había rastro del manuscrito. La decepción empezaba a mezclarse con la inquietud cuando las primeras sombras de la tarde empezaron a alargarse grotescamente. Recordó las advertencias. Decidió refugiarse en lo que quedaba de una cripta lateral, relativamente intacta, para esperar. Armado solo con una linterna de aceite y su navaja, se sentó sobre una piedra fría, el corazón latiendo como un tambor en la caverna de su pecho.

La noche cayó como un manto negro y húmedo. La niebla se volvió lechosa, envolviendo las ruinas en un sudario. El silencio se hizo absoluto, tan denso que Alistair podía oír el latido de su propia sangre en los oídos. Entonces, como si un interruptor cósmico se accionara, comenzaron.

Primero fue un susurro. Un murmullo indistinto que parecía surgir de las mismas piedras. Luego, una voz clara, grave, cantando una línea en latín. Otra voz se le unió, luego otra más. Pronto, un coro completo llenó el aire helado. Era un canto gregoriano, pero de una belleza extraña, antigua, impregnada de una tristeza infinita y una solemnidad que helaba la sangre. Salve Regina… Las voces no parecían venir de un punto concreto, sino de todas partes y de ninguna, como si las propias ruinas cantaran. Resonaban, se multiplicaban, creando un eco sobrenatural que vibraba en los huesos de Alistair. El miedo primitivo que había intentado sofocar estalló dentro de él, pero fue superado por una fascinación hipnótica, por la certeza de que aquello estaba conectado con el manuscrito.

Olvidando toda precaución, empujado por una mezcla de terror y éxtasis académico, salió de la cripta. La linterna de aceite proyectaba un círculo tembloroso de luz amarillenta que apenas rasgaba la niebla. Siguió el coro, atraído como una polilla hacia la llama, internándose en el corazón de la abadía, hacia lo que debió ser el altar mayor. Las voces se hacían más fuertes, más claras, envolviéndolo en una capa sonora de latín litúrgico.

Dobló lo que quedaba de un arco derruido y se detuvo en seco. El aire le fue arrancado de los pulmones.

Ante él, iluminados por una luz fría y fantasmal que parecía emanar de ellos mismos, estaba el coro. Una docena de figuras encapuchadas, con hábitos de lana burda y oscura, cantaban con devoción, de pie entre los escombros del presbiterio. Sus cabezas estaban inclinadas hacia adelante, las capuchas ocultando sus rostros. El canto era perfecto, armonioso, pero resonaba con una cualidad hueca, como si saliera de un lugar muy profundo o muy vacío.

Alistair dio un paso involuntario hacia adelante. Una piedra suelta crujió bajo su bota.

El canto cesó de golpe. Un silencio repentino, más aterrador que las voces, cayó sobre la ruina. Las doce figuras se volvieron hacia él con un movimiento perfectamente sincronizado, lento, antinatural. Las capuchas seguían ocultando sus rostros.

Entonces, lentamente, una de las figuras levantó una mano esquelética, de piel apergaminada y pegada al hueso, y se apartó la capucha. No había rostro. O mejor dicho, no había rostro en su lugar. Donde deberían estar los ojos, la nariz, la boca, solo había oscuridad, una cavidad profunda y vacía como la de una calavera limpia, aunque la piel se tensaba sobre el cráneo.

Pero colgando del cuello, suspendido por un cordón de cuero gastado sobre el pecho del hábito, había un objeto. Alistair entrecerró los ojos, forzando la vista en la penumbra fantasmal. Su estómago se retorció con náuseas y un horror indescriptible.

Era un rostro. Un rostro humano, desecado, momificado, con la piel de pergamino tirante sobre los huesos. Los ojos, reducidos a cuencas vacías y oscuras, parecían mirarlo con una inteligencia antigua. Los labios finos estaban sellados en una mueca eterna. Era un retrato macabro, una máscara de carne preservada.

Con movimientos espantosamente lentos y silenciosos, las otras once figuras hicieron lo mismo. Once capuchas cayeron hacia atrás, revelando once cavidades oscuras y sin rostro en lo alto de sus cuellos. Y sobre cada pecho, colgando como medallones grotescos, oscilaba otro rostro momificado. Cada uno único, cada uno congelado en una expresión diferente: serenidad, dolor, sorpresa, vacío. Eran sus propios rostros, arrancados por el tiempo y preservados como reliquias monstruosas. El tiempo no había pasado para ellos; se había enrollado, atrapándolos en un momento eterno donde su devoción continuaba, pero sus cuerpos eran cáscaras vacías que portaban su identidad momificada como un estandarte de su eterno aprisionamiento.

Alistair retrocedió, un grito ahogado en su garganta. El horror lo paralizaba. Las figuras no avanzaron, pero sus cabezas vacías (las de sus cuellos) parecían seguirlo. Los doce rostros colgantes lo miraban fijamente, sus expresiones inmutables acusándolo, invitándolo, conociéndolo. El eco de su canto aún zumbaba en el aire, pero ahora sonaba a burla, a lamento por una condena que también podría ser la suya.

Entonces, la figura central, la que se había quitado la capucha primero, levantó su mano huesuda no hacia Alistair, sino hacia su propio pecho. Sus dedos, como garras de pájaro, se cerraron con suavidad sobre el rostro momificado que colgaba allí. Lo levantó ligeramente, como si fuera a mostrárselo a Alistair. Y en ese momento, la luz fantasmal que emanaba de ellos iluminó con claridad un detalle en el cuello desnudo de Alistair, expuesto por el frío. Un detalle que él no había notado antes, absorbido por el terror: un fino cordón de cuero, idéntico a los que sostenían los rostros momificados, asomaba levemente por el borde de su camisa. Un cordón nuevo, limpio… pero que parecía esperar algo.

Alistair Finch no gritó. No corrió. Se quedó petrificado, la linterna cayendo de su mano inerte, apagándose al chocar contra la piedra fría. En la oscuridad repentina, solo se escuchó un nuevo susurro, como de tela rasgándose muy lentamente, mientras los doce rostros momificados, y quizás un décimo tercero esperando su lugar, brillaban con una luz propia en las profundidades de la Abadía Silenciosa. El eco de su llegada resonaría para siempre, atrapado en las piedras y en el tiempo detenido. La abadía había encontrado otro custodio para su secreto eterno.

Aldo Rojas Padilla.

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