El club de los relojes.

Nadie en el edificio hablaba de otra cosa que no fueran relojes. El vecino del 3°B mostraba orgulloso su Omega que brillaba hasta en la penumbra; la señora del 4°A juraba que su Cartier no sólo daba la hora exacta, sino que además “adelgazaba la muñeca”; y hasta el portero, que apenas podía pagar el alquiler, exhibía un Casio digital con luces verdes que titilaban como si anunciara la llegada de una nave espacial.

En las reuniones de condominio ya no se discutía sobre goteras ni ascensores rotos. La conversación giraba siempre hacia las manecillas, los mecanismos, las correas. Algunos habían perfeccionado el gesto de levantar el brazo con estudiada naturalidad, dejando que el reflejo del reloj impactara en el ojo ajeno como un latigazo de superioridad.

Yo, con mi reloj barato comprado en la calle Florida, era el hazmerreír. Nadie me hablaba demasiado, salvo para preguntar con malicia:

—Decime, vecino… ¿qué hora marca tu reliquia?

—Las siete y veinte —respondía yo, mirando mi muñeca sin vergüenza.

Entonces venía la carcajada, ese coro ridículo que resonaba en el palier.

—¡Atrasado por lo menos diez minutos! —gritaba Enrique, el del 3°B.

—Es que el pobre vive en otra zona horaria —agregaba alguien, con un tono de sorna compartida.

Una noche, harto del teatro, me quité el reloj y decidí no usarlo más. Al día siguiente, al entrar al ascensor, la señora del 4°A me miró horrorizada.

—¿Y su reloj? —preguntó con un temblor en la voz, como si hubiera descubierto que salía desnudo.

—No lo necesito —contesté, encogiéndome de hombros.

El ascensor se detuvo un segundo antes de llegar a planta baja, como si también él se escandalizara.

Desde ese momento me observaban con la misma desconfianza que a un criminal. El portero, incluso, me detuvo una mañana:

—Disculpe, señor, ¿cómo sabe usted la hora sin reloj?

—La intuyo —respondí, serio.

—¿La intuye? —repitió, como si yo hubiera confesado una rareza peligrosa.

El rumor cundió con rapidez: “El del 2°B anda sin reloj”. A mis espaldas escuchaba los comentarios:

—Un desubicado.

—Un peligro.

—¿Qué clase de persona no sabe la hora?

El colmo llegó en la siguiente asamblea. El administrador pidió orden y, con solemnidad, anunció:

—Vecinos, hay que tratar un tema delicado. El señor del 2°B está alterando la convivencia. Su negativa a portar reloj genera inseguridad y… cómo decirlo… un vacío temporal en el edificio.

Las cabezas asintieron, y yo, sin más, me levanté y me fui.

Y entonces, lo que nadie esperaba, sucedió: días después, todos los relojes se detuvieron a la misma hora. Omega, Cartier, Rolex, hasta el Casio del portero: todos marcaban las 3:33 y ya no avanzaban, como si el tiempo hubiera decidido suspenderse para burlarse de ellos.

El caos fue inmediato.

—¿A qué hora bajo a trabajar? —preguntaba Enrique, sudando.

—¡Mis pastillas son cada ocho horas! —gritaba la señora del 4°A, revolviendo cajones inútiles.

Los vecinos se miraban las muñecas inmóviles como si les hubieran amputado un órgano vital.

Yo, libre de manecillas, me preparé un café tranquilo y salí a caminar. La madrugada seguía teniendo su propio reloj: el cielo que clareaba sin pedir permiso a Suiza ni a Japón.

Lo curioso fue oírlos, al volver por la tarde, golpeando puertas y suplicando:

—Vecino, ¿qué hora es, por favor, qué hora es?

Abrí la puerta y los miré, a todos con sus muñecas tiesas, con ojos de animales extraviados. Guardé un silencio, apenas un instante.

—La hora justa —les dije—. La hora exacta de su ridiculez.

Aldo Rojas Padilla.

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