Los Duvalier habían vuelto a superarse. En el ático acristalado que dominaba la ciudad como un faro de vidrio y acero, Marguerite había orquestado su célebre «Cena de los Espejos Antiguos». La regla era clara, y los invitados, la flor y nata de la opulencia, la habían cumplido con devoción: cada uno traía consigo un espejo centenario, relicario de siglos pasados, y lo colocaba frente a su silla en la interminable mesa de ébano. Los espejos, solemnes y profundos, observaban el espectáculo.
Y qué espectáculo. Sobre manteles de hilo irlandés, surgían platos que eran esculturas efímeras: torres de foie gras nebulizado con polvo de oro comestible, medusas translúcidas suspendidas en gel de caviar que emitían una fosforescencia inquietante, pétalos de orquídea negra criados en Dom Pérignon. El aire olía a trufa blanca y a vanagloria. Entre sorbo de Château Lafite 1787 y comentario despectivo sobre la última caída bursátil, los comensales reían, charlaban, se admiraban en sus propias palabras. Solo ocasionalmente, una mirada fugaz rozaba el espejo propio, pero era un gesto automático, vacío.
Porque los espejos no mentían, pero nadie realmente miraba. No veían lo que reflejaban: no el brillo de las copas ni los rostros satisfechos, sino siempre, invariablemente, el mismo paisaje nocturno y desolado. Una plaza pública bajo una lluvia fina y constante. Figuras encorvadas, sombras apenas humanas envueltas en harapos, acechando justo detrás del cristal, con ojos enormes y hambrientos clavados en el festín. Un anciano apoyaba su frente contra el frío invisible; una mujer mecía a un bebé silencioso. Los comensales llamaban a esas imágenes, si acaso las mencionaban, «ese detalle teatral tan dramático que puso Marguerite», un toque de morbo chic para estimular el apetito.
La cena alcanzó su clímax con el «Postre de los Espejismos»: un castillo gótico hilado de merengue blanco puro, del que surgían, mediante ingeniosos mecanismos ocultos, pequeños pájaros de azúcar soplado que gorjeaban una melodía de caja de música. Los aduladores vitorearon. Hugo, el hijo pequeño de los Duvalier, de ocho años y un aburrimiento monumental, resopló. Se deslizó de su silla y se acercó al coloso barroco que era el espejo de su padre. Se miró, ajustando el lazo ridículo de su traje. Pero su reflejo regordete no estaba solo. Pegado al otro lado del cristal, desde la plaza lluviosa, un niño flaco, con ojos como pozos oscuros y una camiseta que le colgaba como un estandarte derrotado, lo observaba. No con envidia, sino con una curiosidad intensa, animal. Su dedo huesudo, sucio, señalaba con insistencia un objeto abandonado en el borde del plato de Hugo: un canapé de pan brioche coronado por una lámina de trufa negra como una gota de alquitrán precioso.
Hugo titubeó un instante, dominado por un impulso absurdo que brotó más rápido que cualquier pensamiento adulto. Levantó el canapé y lo acercó al espejo, a la altura donde estaba el dedo del niño reflejo. Para su asombro (y el de nadie más en la sala, absortos en la deconstrucción del castillo de merengue), la mano del niño flaco salió del espejo. No rompió el cristal; fue como si este se volviera gelatina densa y fría. La mano huesuda, manchada de barro seco, tomó el canapé con torpeza y determinación. Lo retrajo al otro lado y lo devoró en dos bocados voraces, migas cayendo sobre su pecho huesudo. Luego, alzó la mirada hacia Hugo. Y sonrió. Una sonrisa amplia, genuina, que mostraba migas negras entre sus dientes pequeños.
Entonces estalló la rebelión silenciosa. Como si la sonrisa del niño hubiera sido una señal, en todos los espejos de la larga mesa, las manos de las sombras hambrientas empezaron a brotar. No eran manos espectrales ni amenazantes; eran manos reales, huesudas, con uñas rotas y suciedad bajo las uñas, manchadas de vida dura. Se movían con una torpeza casi cómica, pero con una determinación imparable. Una mano emergió del espejo de la duquesa Von Kleist y atrapó la copa de cristal de Murano que su marido, un barón del acero, acababa de levantar para brindar. Él forcejeó un instante, sorprendido, tirando del fino tallo, pero la copa fue arrancada de su mano con un leve ¡plop! y desapareció del otro lado, seguida de un glup audible. Otra mano, más grande y callosa, surgió del centro de la mesa y se llevó tres langostinos en aspic de la fuente principal, escurriendo gelatina sobre el ébano pulido. Una tercera, ágil y pequeña, se coló desde el espejo de un magnate petrolero y hurtó el extravagante sombrero de plumas de avestruz que lucía la esposa del embajador francés. La retrajo velozmente; Hugo, el único espectador con plena conciencia, vio por un instante cómo el sombrero era examinado con curiosidad infantil en la plaza lluviosa antes de ser arrojado al barro y pisoteado con entusiasmo.
El caos fue mudo, ridículo, sublime. Los ricos forcejeaban con manos invisibles (para ellos, porque estaban de espaldas a sus propios espejos o simplemente negaban lo que veían) que les robaban la comida directamente del plato, de la boca abierta en un grito ahogado, o incluso les desabrochaban el diamante de la corbata con dedos rápidos. Marguerite Duvalier lanzó un chillido agudo cuando una mano huesuda, saliendo de su propio espejo veneciano, le arrebató el cigarrillo con boquilla de ámbar justo antes de que pudiera llevárselo a los labios. El reflejo en su espejo, la mujer del bebé, apagó la brasa contra la pared húmeda de la plaza con un gesto práctico y resignado.
Hugo, que había observado todo con los ojos como platos, empezó a reír. Unas risitas nerviosas al principio, sofocadas con la mano. Luego, al ver a la esposa del embajador persiguiendo el aire donde creía que estaba su sombrero, y al barón del acero mirando su mano vacía con estupor, la risa estalló en una carcajada franca, contagiosa, de pura alegría infantil ante el absurdo. Se volvió hacia su espejo. El niño flaco seguía allí, sonriendo aún, pero ahora le hacía un gesto: un movimiento rápido de los dedos, una seña universal de «acércate».
Hugo, sin pensarlo dos veces, impulsado por la risa y una curiosidad que barría cualquier miedo, apoyó sus manos pequeñas y regordetas en el marco barroco del espejo. Y empujó. No encontró resistencia sólida, sino una sensación extraña, como empujar una cortina de agua densa y muy fría. Asomó la cabeza al otro lado. El aire olía diferente: a lluvia persistente, a tierra mojada, a fritura lejana y a algo indescriptiblemente pobre. El niño flaco estaba justo enfrente, ofreciéndole algo envuelto en un trapo sucio y húmedo. Hugo lo tomó: era la mitad del canapé de trufa, la que el niño no se había comido, con la marca clara de sus dientes. Hugo lo miró, luego miró al niño, sus ojos brillantes en la penumbra húmeda. Y en un acto de pura y simple complicidad infantil, dio un mordisco enorme, enorme, al canapé mordisqueado. La trufa, intensa y terrosa, explotó en su boca. Se rió con la boca llena, migas negras salpicando su mentón.
Los dos niños, uno asomado desde el ático de opulencia absurda, el otro en la noche húmeda y desolada, compartieron el botín mientras, detrás de Hugo, el banquete de los Duvalier degeneraba en un ballet cómico de adultos ricos, elegantes y desconcertados, forcejeando contra sus propios reflejos hambrientos… y perdiendo los canapés, las copas, las joyas, uno a uno. La última imagen, antes de que Hugo retirara la cabeza temblando de risa y frío, fue la mano callosa del anciano del espejo principal robando, con meticulosidad casi ceremonial, las últimas cerezas glaseadas que adornaban las ruinas del castillo de merengue, mientras el chef estrella, un francés de bigote perfecto, gritaba histérico al vacío, incapaz de comprender dónde habían ido a parar sus frutas.
*Aldo Rojas Padilla.*
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