La brújula del corazón perdido.

La brújula del corazón perdido.

Marcos ajustó el nudo de la corbata —esa serpiente de seda estranguladora— frente al espejo del ascensor. Abajo lo esperaba el informe trimestral, cifras dormidas en carpetas grises. Pero al bajar al vestíbulo, algo crujió en su bolsillo derecho. No era la moneda para el café. Era la brújula.

La había encontrado esa mañana, olvidada entre llaves oxidadas en un cajón. Su brújula de los nueve años, la de la tapa de cuero agrietado y la aguja temblorosa que siempre apuntaba al noroeste de su cuarto, nunca al norte geográfico. «Señala lo importante», le decía su abuelo mientras arreglaban radios viejas. Marcos la guardó por un impulso vago, como quien guarda un guijarro sin forma.

Al salir a la calle, la ciudad era un mecanismo de relojería sucia: autos sincronizados para rugir, peatones midiendo pasos en la acera como metrónomos aburridos. Marcos sintió el peso del aire, espeso de humo y promesas incumplidas. Sacó la brújula por distracción. La aguja, en lugar de tambalearse muerta, giraba con furia de trompo.

—Tonterías —murmuró, golpeando el cristal con el dedo.

La aguja se detuvo. No señalaba el norte. Apuntaba a una callejuela olvidada entre dos edificios nuevos, un resquicio que olía a pan recién horneado y tierra mojada. Un túnel en el tiempo.

Síguela.

La voz no fue sonido. Fue un eco en los nudillos, un cosquilleo en la cicatriz de la rodilla izquierda (la de la caída de la bicicleta a los diez años). Marcos miró hacia atrás. Solo oficinistas con paraguas negros. Avanzó.

La callejuela no existía en su mapa mental de adulto. Pero allí estaba: adoquines desnivelados, una fuente con un querubín sin nariz, geranios en latas de aceite. Y al fondo, un parque diminuto. No un parque: su plaza. El banco de hierro donde leyó ‘Viaje al Centro de la Tierra’, el árbol con la rama perfecta para trepar, ahora más alta y nudosa.

Fue entonces que lo vio.

Sentado en el banco, pies colgando sin tocar el suelo, zapatos de lienzo blanco manchados de barro seco. Pantalones cortos. Una camiseta rayada que le quedaba grande.

Era él.

El niño Marcos de nueve años, el de la brújula que señalaba tesoros imaginarios en el patio de la abuela.

El niño levantó la cabeza. Sin sorpresa. Una sonrisa ancha, con un diente lateral mellado.

—Te tardaste —dijo. Su voz fue un cascabel en la niebla de la mañana.

Marcos, el de la corbata, sintió un vértigo dulce. Como cuando bajaba demasiado rápido el tobogán.

—Hay reuniones… informes… —balbuceó.

El niño se rio. Un sonido claro, como vidrios limpiados con alcohol.

—Tu brújula nunca señaló reuniones. Señala esto.

Señaló hacia el árbol. En la rama baja, donde antes colgaba una cuerda para saltar, ahora había un columpio hecho con una tabla desnivelada y sogas gruesas. Un balanceo lento, fantasmal, como si alguien acabara de bajarse.

—¿Recuerdas? —preguntó el niño, saltando del banco—. El día que volaste más alto que el muro. Creíste que llegarías a las nubes.

Marcos recordó. El aire zumbando en las orejas, el estómago encogido de puro gozo, la abuela gritando desde la ventana: «¡Bajate, loco!». Ese instante perfecto antes de aterrizar en la tierra blanda, con las rodillas sangrando y el corazón a punto de estallar de felicidad.

—Ahora solo vuelas entre pisos —dijo el niño, sin reproche. Tocó la corbata de Marcos con un dedo curioso—. Atrapado en tu ascensor.

Marcos desabrochó el primer botón de la camisa. El aire olía a hierba recién cortada, no a gasolina.

—¿Cómo vuelo? —preguntó. La voz le salió ronca, como si no la usara para preguntas esenciales.

El niño señaló la brújula, ahora quieta en la mano de Marcos. La aguja ya no miraba al árbol ni al columpio. Apuntaba al pecho de Marcos. Justo donde el corazón latía bajo la camisa planchada.

—Siempre señala lo importante —repitió el niño, con el eco del abuelo en la voz.

Un claxon furioso sonó en el mundo exterior. La callejuela parpadeó. Los geranios en las latas se desdibujaron un instante. El niño Marcos retrocedió hacia el árbol. Su figura se hacía translúcida, como niebla de mañana bajo el sol.

—Es tu turno de empujar el columpio —dijo, y fue solo un susurro entre las hojas del árbol viejo.

Cuando Marcos parpadeó, la callejuela era solo eso: una rendija sucia entre edificios. Pero en su mano, la brújula temblaba, cálida. La aguja, firme, le apuntaba al corazón.

Se quitó la corbata. La enrolló con cuidado y la guardó en el bolsillo del pantalón, junto a la brújula. No miró el reloj. Cruzó el parque diminuto y se acercó al columpio. La tabla de madera estaba gastada, las cuerdas ásperas. Se sentó. Los pies del adulto arrastraban en la tierra.

Empujó con un pie. Un movimiento torpe al principio. Luego otro. El columpio ganó altura. El aire silbó diferente aquí, limpio de reuniones pendientes. Cerró los ojos. Cuando el columpio llegó al punto más alto, por un instante breve como el latido de un pájaro, sus pies no tocaron el suelo.

Abajo, sobre el banco de hierro, alguien había dejado un barquito de papel. Hecho con una hoja del informe trimestral.

Aldo Rojas Padilla.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS