El Loco que me hizo llorar

El Loco que me hizo llorar

Ojo de Gato

20/07/2025

¿Tú te acuerdas cuándo fue la primera vez que lloraste de felicidad?

Yo sí. Lo tengo grabado. No como un recuerdo nítido, sino como una emoción que sigue dando vueltas por ahí cada vez que huelo una radio vieja o escucho al Loco Quiroga, a Cubillas o a Cueto nombrado en la tele.

Era junio del ’78. En el Perú todavía mandaban los militares. Morales Bermúdez seguía con su cara de póker en Palacio, aunque ya sabíamos que le quedaba poco. Se venía la Asamblea Constituyente, y con ella, una esperanza de volver a la democracia. Pero eso, sinceramente, le importaba poco a un niño de ocho años. A mí lo que me importaba era otra cosa: el Mundial.

Argentina era la sede. Perú, por fin, volvía al baile grande luego de una pausa en Alemania ´74. En la las eliminatorias, habíamos dejado atrás a Chile y a Ecuador en fase de grupos , y luego, a Bolivia en el triangular final. Ahora tocaba debutar ya en el mundial contra Escocia, que llegaba como favorita y con fama de invencible. Y claro, como era costumbre, nosotros a soñar con lo imposible.

Ese sábado 3 de junio, mis viejos y yo fuimos a la casa del tío Lucho. Ahí, el partido se viviría como se vivían esas cosas en esa época: con fe, con nervios, con humo de cigarro invadiendo el ambiente, y por supuesto, con muchos gritos. La casa estaba dividida en dos mundos. En la sala principal, el Olimpo: adultos sentados frente a un televisor a colores (una joya en un altar para esa época). Y en el segundo piso, el gallinero: nosotros, los niños, frente a un viejo Philco en blanco y negro, de perilla dura y antena en forma de conejo agonizante que para cambiar de canal usábamos un alicate. Una locura.

Me tocó en el gallinero. Con los chicos. No me gustó. Pero tampoco me quejé mucho. Tenía ocho años y el corazón reventando de ilusión. Perú en el Mundial. Eso era más grande que cualquier capricho.

El partido empezó en el “Estadio Olímpico de Córdoba”, hoy bautizado como “Estadio Mario Alberto Kempes”. Yo estaba pegado al televisor, como si pudiera entrar por la pantalla. Pero mis primos saltaban, corrían, jugaban, como si todo les diera igual. Y justo cuando más concentrado estaba, gol de Escocia. Joe Jordan, el goleador del Manchester United, nos vacunó con un remate cruzado a la mano derecha de Quiroga. Sentí que el mundo se me venía abajo. Me agarré la cabeza y me la tapé con las manos, como si así pudiera esconder la pena.

Estaba furioso. Me ardían los ojos, me sudaban las manos, y mis primos seguían saltando como si nada. Entonces bajé. Sin decir una palabra. Me fui directo a donde estaba mi viejo, el Gato Mayor. Le dije al oído, al borde del llanto:

«No puedo ver el partido arriba.»

Mi viejo, que ya me conocía el alma, me sentó entre sus piernas, me abrazó fuerte, y ahí me quedé. Como si ese abrazo fuera una armadura.

Faltaban tres minutos para que terminara el primer tiempo. Y entonces, ¡pum! Gol del Loro Cueto, tras una pared con el Nene Cubillas. Golazo. Empate.

Grité tanto que me quedé sin voz. Mis tíos me abrazaban, mi viejo me apretaba como si se le fuera a escapar la alegría. Era solo un empate, pero para nosotros era el retorno de una ilusión. Una promesa de que no todo estaba perdido.

En el entretiempo, los adultos recargaron los vasos (yo sospecho que era alguna bebida espirituosa, pero también pudo ser esperanza en forma líquida). Yo no quise ni agua. No me cabía nada en el cuerpo. Estaba repleto de emoción. Se me salía por los poros.

Segundo tiempo. Minuto 15, más o menos. Penal para Escocia. Chumpitaz bajó a Rioch en el área. Silencio sepulcral. Nadie respiraba. Yo me paré frente a todos y, como si una voz me dictara desde algún lado, dije con firmeza:

«Lo tapa, lo tapa… El Loco lo tapa.»

Y lo tapó. El Loco Ramón Quiroga voló como si tuviera alas. Tapó ese penal y con él, nos devolvió la vida. Yo caí de rodillas, y lloré. Pero no de tristeza. No de rabia. Lloré de alegría pura. Por primera vez en mi vida. Y entendí que también se puede llorar cuando uno está feliz.

Mis tíos me abrazaron. Algunos lloraban también. El Gato Mayor me cargó en hombros. Yo seguía llorando, pero sonriendo. Entre los gritos, alguien empezó a cantar:

«Sobre mi pecho llevo tus colores y están mis amores, contigo Perú…»

Y todos lo seguimos, como si fuera un himno sagrado. Porque lo era.

El Loco nos salvó. No solo el penal. Nos salvó el corazón. Nos dio un instante de gloria que aún vive en mí como una fotografía en blanco y negro en el alma.

Después vinieron dos golazos del Nene Cubillas que ya son parte de la historia. Ganamos 3 a 1. Pero yo me quedo con ese minuto. Ese instante en que entendí que la felicidad también se llora. Que hay lágrimas dulces. Que los ojos también saben cantar.

Y que, a veces, un Loco te puede enseñar a ser feliz.

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