Teodoro tiene 67 años. Cada día, sin faltar uno solo, se levanta a las cuatro de la mañana. El despertador no le hace falta; su cuerpo ya está entrenado. Abre los ojos cuando aún es de noche y, en silencio, empieza el ritual: se pone los zapatos gastados, dobla con cuidado la frazada, le deja un beso en la frente a su hijo menor, que duerme en una cama pequeña en el mismo cuarto, y sale rumbo a la calle. Desde su casa en Huaycán hasta Surco, donde trabaja, le toma dos horas y media de viaje. Dos horas y media en las que no lee, no escucha música, no se distrae con el celular. Simplemente piensa.
A las siete menos cinco, Teo ya está apostado en su oficina. Su oficina no es oficina: es una caseta de vigilancia de un metro cuadrado, de madera carcomida y techo bajo. En verano, la caseta es un horno; en invierno, un congelador. Pero ahí está, con su chaleco azul marino, gorra bien puesta y mirada atenta. Teodoro no es de hablar mucho, pero si uno se detiene a mirarlo —a mirarlo de verdad—, tiene una de esas sonrisas que guardan historias.
Teodoro llegó a Lima a los catorce años desde Marcas, un distrito perdido en Huancavelica. Como tantos otros, vino buscando algo mejor. Un futuro, se dice. Trabajó de joven en una fábrica textil, una de esas que ya casi no existen. Se casó, tuvo tres hijos. Dos de ellos ahora viven lejos, en otros países. La tercera, su única hija mujer, se le fue temprano: un accidente de tránsito. Tenía apenas ocho años. De eso, Teo nunca se recuperó del todo. Me lo contó una tarde, casi sin querer, con la mirada clavada en el piso de cemento. Después, con los años, el matrimonio se deshizo. La vida siguió girando, como sigue girando siempre, aunque a veces uno quiera que se detenga.
Un tiempo después conoció a María. Ella era menor, muchos años menor, pero el amor no se fija en calendarios. Volvió a casarse, y tuvo dos hijos más: Matilde, que ahora tiene dieciocho, y Ernesto, que tiene trece. Ernesto nació con hidrocefalia. Eso lo cambió todo.
Un día, de esos que parecen normales, Teo volvió a casa después de su turno y encontró una carta sobre el velador. La letra de María. Decía que se iba, que lo dejaba, que no esperaran noticias. Y no las hubo. Se esfumó. Desde ese momento, Teodoro aprendió a ser padre y madre a la vez. Él solo.
Le tocó lidiar con los hospitales, las medicinas, los papeles. Con la tristeza y el silencio. Con el colegio de Matilde, que un día tuvo que dejar para quedarse en casa cuidando de Ernesto. La vida de Teo no está hecha de grandes lujos ni de momentos épicos. Está hecha de pequeñas batallas diarias: subirse al bus antes del amanecer, conseguir las pastillas, estirar el dinero. Luchar, aunque sea a oscuras.
Yo lo conocí porque vive —mejor dicho, trabaja— en la portería de mi condominio. Día tras día lo veía ahí, abriéndome la reja, saludando con un movimiento de cabeza, siempre discreto, siempre educado. Durante mucho tiempo no supe su nombre. Como casi todos los vecinos. Le decíamos “el vigilante” y ya está. Invisible.
Un día me quedé conversando con él. Me contó lo de Matilde, lo de Ernesto, lo de su esposa que se fue. “Tengo suerte de tener a mi Matilde —me dijo—. Si no fuera por ella, no tendría quién cuide a Ernestito.” Lo dijo sin dramatismo, como si hablara del clima. Teo no se queja. Simplemente sigue.
Desde entonces, empecé a verlo distinto. A fijarme en los detalles: en las arrugas alrededor de sus ojos, en sus manos curtidas, en la manera en que se toma un mate tibio en las mañanas. Y empecé a preguntarme: ¿cuántos Teodoros hay a nuestro alrededor que simplemente ignoramos? ¿Cuántos hombres invisibles cruzan nuestra vida cada día, sin que reparemos en ellos?
Vivimos tan ensimismados en nuestras cosas, en nuestras cuentas, en nuestros problemas, que dejamos de mirar. Mirar de verdad, con los ojos abiertos y el corazón también. Vemos a la gente, pero no la registramos. Nos hemos vuelto ciegos voluntarios. Absorbidos por el celular, por la pantalla, por la foto del desayuno, el meme gracioso, el mensaje motivacional que se pierde en el scroll infinito.
Hemos olvidado preguntar el “¿cómo estás?” de verdad, el que no se dice por cumplir. Nos hemos olvidado de escuchar. De tocar. De abrazar. De detenernos un momento a mirar al de al lado. Y entonces nos pasa que no sabemos cómo se llama el hombre que nos abre la reja todos los días, o el que recoge la basura, o el que vende el pan en la esquina. Invisibles.
Teo sigue ahí, todos los días. Doce horas de pie. De lunes a domingo. No tiene días libres, porque el dinero no alcanza para lujos. Ni para lujos ni para días de descanso. Su única alegría son Matilde y Ernesto. A veces los lleva a caminar a un parque que queda cerca de su casa. Ernesto en silla de ruedas, Matilde empujando, y Teo con su paso lento al costado.
Y cuando lo veo, cuando lo saludo ahora por su nombre, siento que algo se rompe en esa invisibilidad. Al menos un poquito. Teodoro ya no es un fantasma para mí.
Por eso escribo esto. Para que si tú, que estás leyendo, tienes un hombre invisible cerca, lo veas. Le preguntes su nombre. Le des los buenos días con ganas, no por cumplir. Le ofrezcas un café o una botella de agua cuando hace calor. A veces, ese pequeño gesto puede cambiarle el día a alguien.
Teo es el hombre invisible de mi cuadra, pero ahora es mi amigo. ¿Quién es el tuyo? ¿Cuál es el hombre invisible para ti? ¿Qué vas a hacer para verlo?
Porque al final, lo único realmente triste no es que la gente se muera. Lo triste es que pase por la vida sin que nadie se haya dado cuenta de que existió.
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