Ambos continuaron nadando, pero sus fuerzas comenzaban a abandonarlos. Cada vez tragaban más agua y temor ante cada embate de las olas. No cabía más alternativa que continuar, a como diera lugar, para alcanzar la costa. Una de las rodillas de Manuel dio contra una roca y gritó. Un instante después, uno de sus pies tocó el fondo.

La tormenta en su derrotero había arriado las nubes hacia otros destinos y la noche se cerraba en torno a una luna negra que agujereaba el cielo. La escasa iluminación provista por el titilar de las estrellas apenas bastaba para divisar el contorno de la costa. Al fin, los hombres habían dejado de batallar contra las olas y pudieron tumbarse en la arena seca. Al jadeo inicial le continuaron los temblores provocados por la ropa empapada de sal y agua fría.

—Saquémonos la ropa —sugirió Gabriel.

Ambos se despojaron de los chalecos salvavidas, las remeras y el calzado, dejándose sólo puestas las bermudas.

—Casi no la contamos —musitó Manuel.

—Sí, estuvo difícil.

Gabriel se consideraba afortunado de haber llegado a tierra después de que el Albatros sufriera lo que parecía una explosión en la cocina. La breve y feroz tempestad había precipitado, en medio del caos, el abandono en forma desordenada del navío antes de que se fuera a pique. Sin embargo, los embates del mar los habían arrancado del bote salvavidas y la corriente los había empujado hacia aquella costa.

—¿Dónde estamos? —preguntó Manuel ya recuperado.

—Creo que en alguna de las islas de la bahía —conjeturó Gabriel, y a continuación expresó—. Nos convendría internarnos un poco en el terreno para encontrar un refugio para dormir. Por la mañana tendremos tiempo para averiguar bien en dónde estamos.

Ni bien terminó de hablar, una luz que titiló a su izquierda detuvo sus pensamientos. Al instante volvió a brillar en un pestañeo, llamando esta vez la atención de Manuel, quien preguntó:

—¿Un avión?

La luz guiñó de nuevo.

—No creo, permanece en el mismo lugar. Es un faro; alguien acaba de prenderlo. No está muy lejos —aseguró con beneplácito Gabriel—. Ese será un mejor refugio para pasar la noche, sobre todo si se largara a llover de madrugada.

—Vayamos, entonces —dijo Manuel.

A los quince minutos de marcha, tropezaron con uno de los botes salvavidas del Albatros, encallado en la arena. Lo inspeccionaron; el equipo salvavidas estaba amarrado en su interior. Lo desataron y se lo llevaron consigo. No vieron señales de pisadas alrededor del bote.

Después de otra media hora de marcha lenta y pesada, ya cerca del faro, pudieron notar que se trataba de una construcción antigua, quizás del siglo XIX o principios del XX. A un costado, pegada a la torre, se levantaba una casa igual de añeja, con techo a dos aguas. Una calzada de tierra aplanada de unos veinte metros de longitud se extendía hasta la puerta de entrada. Al llegar a ella, golpearon, pero nadie contestó.

—Hola, ¿hay alguien? —preguntó Gabriel luego de tocar por segunda vez.

Giró el picaporte y empujó la puerta con no más resistencia que el quejido oxidado de las bisagras. Los golpeó la oscuridad y el olor a humedad escapando del encierro del tiempo.

Abrieron el equipo de supervivencia y probaron las linternas; para su fortuna se encendieron. Dirigieron los haces de luz hacia el interior. Los muebles y utensilios, lustrados de polvo, iban a la par con la edad de la vivienda. Las telarañas se amontonaban decorando los rincones y el mobiliario. Revisaron las otras habitaciones: el abandono era total.

—Parece que nadie vive acá desde hace mucho tiempo —comentó Manuel, contrariado.

—Sin embargo, alguien encendió el faro.

—Quizás sea otro náufrago.

Abrieron la puerta que daba acceso a la base del faro. Un murmullo, como un ronroneo, provenía desde lo más alto.

—Hola, ¿hay alguien arriba? —resonó la voz de Manuel replicada por el eco. Nadie contestó.

Con ayuda de las linternas, iniciaron el ascenso por la escalera de caracol. A medida que subían, el ruido se amplificaba y se mezclaba con un sonido chirriante.

Al llegar al último piso, antes de la cúpula, encontraron un depósito con varios tambores de metal y bidones que olían a combustible. Varias manchas en el piso denotaban un derrame reciente. El ronroneo se había transformado en el rodar de engranajes. Finalmente, levantaron la trampilla de hierro sobre ellos y accedieron a la garita del faro. La intensidad de la claridad repentina los cegó y les tomó unos instantes acostumbrarse al brillo intermitente. Divisaron por detrás de la maquinaria del reflector el contorno de una persona de pie.

—Hola —alzó la voz Manuel—, somos náufragos. ¿Iba usted en el Albatros? —quiso saber.

No obtuvo contestación.

Se acercaron a él. Gabriel vio unos bidones de combustible al lado del individuo, quien sostenía una antorcha confeccionada con un palo y un pedazo de tela que les impedía verle el rostro. La mano, a media altura, semicubierta por la manga de una prenda que semejaba un piloto.

—¿Llegó hace mucho? —preguntó Gabriel.

Al bajar la vista y pegar la luz en esa dirección, vio que sobre el pantalón y las sucias botas de cuero agrietadas del sujeto había rastros de combustible.

—Tenga cuidado con la antorcha, hay combustible derramado en su ropa —le advirtió.

Pero este permaneció inmóvil sin emitir palabra.

—No tenga miedo, no vamos a hacerle nada. Solo queremos volver a casa.

Alzó la mano hacia la que sostenía la llama y agregó:

—¿Puede bajarla?

Al no recibir respuesta, decidió hacerlo por su cuenta. Entonces tocó su mano y el horror se desató.

El leve roce hizo que el brazo descendiera y la antorcha cayera al piso. No pudieron ahogar el grito de terror que escapó de sus gargantas. La llama prendió sobre el líquido derramado, haciendo arder las ropas del extraño, y el fuego lo envolvió con rapidez, configurando un cuadro dantesco. Gabriel y Manuel se precipitaron en un despavorido descenso. Chocaron entre ellos, cayeron, se levantaron, y sólo la baranda interior de la escalera evitó que terminaran deglutidos por el precipicio de la torre. Al estar a tiro de la puerta de salida, un estallido, que hizo retumbar la estructura, los obligó a agazaparse y protegerse las cabezas con los brazos. Al instante, se oyó el quejido cristalino de vidrios rompiendo contra el suelo rocoso. Alcanzaron el exterior y se refugiaron detrás de unos peñones, cuando se dio la segunda detonación. Una gran explosión que hizo volar la parte superior del faro. Trozos de mampostería cayeron en derredor de ellos. Después de eso, sobrevino el silencio. Sin embargo, haberse escapado de los peligros del fuego y las explosiones no los liberaría de los tormentos del recuerdo.

—¿Qué?.., ¿qué f..? —balbuceó Manuel.

Temblaban como si los castigara el helado viento del Ártico. Aquella imagen se les había estampado en la memoria como una foto. Al intentar bajarle la antorcha, la manga se corrió y unas delgadas superficies ásperas se opusieron al tacto de Gabriel. Y al caerse, en el momento en que la luz del faro rotaba en esa dirección, pudieron visualizar con toda claridad a quien los había llamado para hacerlos caer en un tormento peor al del naufragio. Allí, sonriéndoles de pie, exhibiendo sin pudor una amplia hilera de dientes amarillenta con una mirada tan vacía como sus cuencas. De cuyo interior emergió, temerosa, una enorme araña escapando del fuego desatado a través de aquel cráneo desnudo.

FIN

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