Los árboles sin nombre

Si alguien sabe el nombre es estos arboles, no me lo diga. Me gusta que sean anónimos.

Barrio Mestalla – Valencia, España

En mi barrio tenemos cuatro árboles de flores rojas.
Tiñen las veredas de un rojo intenso, sangran belleza.

Ayer los contemplaba, hipnotizada.

Me gusta esa idea que alguna vez leí:
que el patrón que dibujan las flores al moverse con el viento
es único en ese instante, irrepetible, imposible de volver a ver igual.

Eso que vi ayer, esa danza roja con el viento,
no volverá a pasar nunca más de la misma forma.

Entonces, ahí estaba yo, testigo de ese instante perfecto.

Me hizo volver a tierra una mano que me tocó el hombro.

Una pareja ya de pelo blanco estaba junto a mí.
Ella llevaba un kimono asiático negro con hilos dorados,
ajustado perfectamente a su cuerpo, de evidente alta costura.

Con una sonrisa sutil, me preguntó si sabía qué árbol era.
La verdad, no tengo idea.
Lo que sí sé es que tengo muchas fotos de él.

Siguieron caminando por la vereda llena de flores rojas.
Él, con movimientos torpes de la vejez,
prosiguió a jugar a que saltaba y esquivaba las flores para no machacarlas.
Ella lo miró y se rieron juntos.

Fue como ver por primera vez un anhelo en la realidad.
Esa escena, esa complicidad ligera, el juego compartido,
la risa dulce, la mirada cargada de ternura.
Tocó en mí esa parte que desea amar así.

Yo, que a veces creo que soy demasiado romántica para estos tiempos,
al verlo en otros, entendí que no estoy sola en este deseo.
Un amor que camina lento, pero seguro.

Gracias a esa pareja que probablemente nunca mas vuelva a ver, por aparecer y mostrarme un anhelo hecho forma.

Y yo, que no creo en las casualidades,
justo ayer había hablado de ese árbol.

A veces hace falta solo mirar con claridad
para ver que ya está sucediendo,
aunque sea en la vida de otros, pero ahí está.
Que lo que llevamos dentro —si sabemos observar—
ya está ahí, danzando afuera, en una vereda llena de flores rojas,
en una escena que nos espera como si nos conociera.

Tal vez no se trata de crear el sueño,
sino de reconocer que ya lo estamos habitando.

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