La casa no tenía dirección. Nadie recordaba que la hubieran construido. Se decía que simplemente apareció, nada más. Tenía tejas de hueso y un jardín de relojes enterrados hasta el cuello. En la única ventana, cada día, se asomaban una pareja de hermanitos. Sus rostros, ocultos parcialmente bajo parches de cuero negro cosidos con hilo antiguo, parecían máscaras de duelo. No hablaban. Solo miraban. Miraban con una melancolía tan densa que a veces hacía llorar a los perros del pueblo.
—“Dicen que son hijos del Tejedor” —susurró el panadero, mientras encendía su horno lleno de cenizas que nunca producían pan.
—“Dicen que no nacieron, sino que fueron cosidos” —dijo la maestra, mientras corregía exámenes que jamás habían sido entregados.
Algunos valientes tocaron a la puerta. Ninguno fue visto de nuevo, salvo por sus nombres bordados en los zócalos del pasillo. Otros aseguraban que, al mirar directamente a los hermanitos, uno recordaba decisiones que jamás tomó.
Un día, la ventana amaneció vacía.
En su lugar, dos ovillos de hilo negro palpitaban en el alféizar. Y desde entonces, en el pueblo, las sombras comenzaron a estirarse en direcciones equivocadas. El viento susurraba nombres que aún no existían. Y en la plaza central, alguien encontró una nota, escrita con letra diminuta:
“El hilo está suelto. El Corruptor no duerme. Nosotros sí”.
Desde entonces, nadie se atreve a mirar hacia esa casa. Porque en lo más absurdo, lo más callado, lo más inevitable, el tiempo también cose lo que le queda suelto.
Y a veces, lo remienda con los hermanitos.
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