Desde que llegamos a Madrid, la guitarra permanece muda. La traje desde Lima, envuelta en su estuche, en mantas y recuerdos, como si al protegerla pudiera conservar intactos los momentos compartidos con los “Peces de ciudad”, las noches de chilcanos y canciones improvisadas.
En Lima, la guitarra era mi compañera, mi confidente. Con Walter, Mico y el Gato, nos reuníamos a tocar, a reír, a compartir silencios que sonaban más que las palabras. Aquí, en Madrid, desde hace meses descansa en su soporte, como si esperara a que la llame por su nombre.
A veces, al pasar, le lanzo una mirada, esperando que me haga un guiño y me invite a tocarla. Pero ella permanece callada, y yo, indeciso, desvío la vista.
Madrid nos ha recibido bien. Las calles de Lavapiés, el bullicio del Rastro, los atardeceres de luz naranja en Malasaña. Hemos hecho nuevos amigos, he descubierto rincones que me abrazan con su historia. Pero hay momentos en que siento vacío, un espacio que no logro llenar, una nota que falta en mi melodía.
Una tarde, paseando por la Cuesta de Moyano, en uno de esos puestos de libros de usados, encontré uno de Sabina con una dedicatoria que decía: «No dejes que se oxide el corazón, ni tu guitarra». Sentí un escalofrío que vino desde el abdomen hasta la cara, como si alguien me hablara desde el pasado.
Esa noche, abrí el estuche. La guitarra seguía igual, pero al tocarla, las cuerdas sonaron distinto, desconocidas, ásperas. Intenté afinarla, pero algo faltaba. No era la afinación, era el alma.
Decidí salir, buscar la música en otros. Le pedí a mi esposa que me acompañe. Recorrimos bares con música en vivo, escuché voces que me recordaban a casa, a las noches de bohemia. Escuché cuerdas que vibraban con amor, y cajones que emulaban latidos del corazón. Me sentí feliz y a la vez triste. No sé cómo explicarlo.
Una noche, en un pequeño bar de Lavapiés, vi un cartel: «Tráete lo que suene». Volví a casa, tomé la guitarra, le dije a mi esposa ¡vamos! y regresé.
Al subir al escenario, confesé: «No sé si esto va a sonar, pero tenía que intentarlo». Toqué «Contigo» composición que hice hace algunos años. Al principio, la voz tembló, la guitarra dudó. Pero poco a poco, las notas fluyeron, y sentí que, aunque diferente, la música seguía viva en mí.
Al terminar, una mujer desde la barra exclamó: «¡Ese -Quiero ser para tí en cada momento, la antítesis de todo lo que te gustaba- que me ha matado, tío!». Sonreí. Salí del bar con la guitarra al hombro y la certeza de que no necesitaba ser el de antes, solo no olvidar.
Esa noche, le escribí al Gato:
Hoy toqué. La guitarra no sonaba, pero yo sí. Gracias por los chilcanos, los sábados, y los silencios de entonces. Esos silencios los puedo escuchar aquí en Madrid.
Desde entonces, la guitarra ya no espera, solo descansa en su soporte en una esquina, lista para sonar cuando el alma lo necesite.
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