Intro
Cuatro almas entrelazadas por el destino: Andy, Leo, Cris y Alice. Cada uno con sus propios sueños, cicatrices y misterios por resolver, pero juntos, forman una historia que va más allá de cualquier expectativa. Andy y Leo se encuentran como dos almas gemelas que, al principio, parecen comprenderse sin palabras. Pero cuando la vida cambia las reglas a cada paso, ¿cómo pueden sobrevivir los corazones que han sido tan profundamente tocados? Entre ellos, Cris y Alice también cargan con sus propias luchas, sus propios amores y desencuentros, pero sus destinos no tardarán en entrelazarse de formas que ni ellos imaginaron. Esta es una historia de amores y desamores, de la lucha por entender el alma humana, de los desafíos del duelo y las despedidas, y de las amistades que, aunque caóticas, nos sanan y nos transforman. Un relato que baila entre la madurez y la inocencia, entre el dolor y la belleza, mientras sus protagonistas aprenden que la vida no es más que una serie de pruebas, giros y sorpresas que nos definen, día tras día. Es una historia de almas que se buscan y se pierden, que se encuentran en lo más profundo de sus propias sombras para, finalmente, descubrir que, a veces, la única manera de amar es permitirnos sorprendernos a nosotros mismos. La vida, al final, es un caos hermoso, lleno de momentos fugaces que nos transforman para siempre.
AVISO
Esta historia está llena de giros inesperados y explora temas profundos sobre el alma, el amor y la sanación. Sin embargo, es importante recordar que todo lo que se presenta aquí es ficción. Las teorías, creencias y conceptos que se abordan son ideas creadas dentro de este mundo imaginario.Si bien toca el tema del alma, los sueños y cómo se manejan estos conceptos, es fundamental entender que no son el centro de la historia. El verdadero corazón de esta narrativa radica en los personajes y sus procesos de superación personal. Las experiencias sobre el alma, los sueños y las dimensiones ayudan a enriquecer el viaje de los personajes, pero no son lo que define la trama.Te invitamos a mantener una mente abierta mientras te sumerges en este viaje de emociones y reflexión. Recuerda, todo es parte de una historia inventada, aunque toque aspectos que resuenan con la realidad de muchos. ¡Disfruta del viaje y permite que las emociones fluyan libremente!
Parte 1
Capítulo 1
Comienzo accidentado
La lluvia golpeaba en la casa de los Santiestevan , como si quisiera colarse por las ventanas. Dentro, los pasillos crujían levemente bajo el eco de pasos impacientes.
Un golpe fuerte sacudió la puerta de uno de los cuartos.
—¡Leo! —gritó una voz aguda, claramente desesperada—. ¡Papá dice que bajes ya! ¡Y me tienes que llevar al colegio!
Dentro del cuarto, el desorden reinaba: camisetas arrugadas en el suelo, zapatillas pateadas contra la pared, libros abiertos de cualquier manera. Una figura, semienterrada entre sábanas revueltas, soltó un gruñido molesto.
Cris se giró de espaldas, la mejilla aplastada contra la almohada, despeinando aún más su cabello castaño y rizado. Su piel clara apenas se distinguía bajo el revoltijo de telas.
—¡Leo, cállala o la mato! —farfulló con voz pastosa, medio adormilado, arrastrando las palabras como si cada una pesara toneladas.
Otro golpe en la puerta, esta vez más fuerte y molesto.
—¡Leo, caray! ¡¡Que ya son las ocho!! —chilló Alice, su tono fresa subiendo un par de octavas por la desesperación.
Cris estiró un brazo a ciegas, tanteando el lado vacío de la cama. Su mano solo encontró frío. Abrió un ojo, frunciendo el ceño con fastidio. Leo no estaba.
Refunfuñando, se arrastró hasta la cómoda, agarró el primer bóxer limpio que encontró —o eso esperaba— y se acercó a la puerta a trompicones, rascándose la cabeza como un niño malhumorado.
La abrió de golpe.
Frente a él, Alice —pequeña, menuda, una furia rubia de poco más de metro y medio de años— lo miraba con los ojos azules abiertos como platos, el ceño fruncido en puro drama.
Sin pensarlo demasiado, Cris le estampó el bóxer en la cara, esbozando una sonrisa traviesa.
—No te emociones —dijo con su tono descarado de siempre, ladeando la cabeza—. Están usados.
Alice soltó un chillido agudo y asqueado, arrancándose la prenda de la boca como si le quemara. Su rostro enrojeció de indignación inmediata.
—¡Eres un salvaje! ¡Un cavernícola de mierda! —gritó, su voz aguda vibrando en todo el pasillo mientras le lanzaba el bóxer de vuelta.
Se abalanzó hacia él con la intención clara de golpearlo, pero una sombra apareció justo a tiempo: Leo, alto, desgarbado, el cabello negro todavía húmedo, los ojos verdes chispeando de diversión.
—¿Qué están haciendo ahora? —preguntó en su tono tranquilo, como si ver peleas a esa hora fuera lo más normal del mundo. entre su hermanita menor y su mejor amigo .
—¡Me estaba molestando! —protestó Alice, pataleando como un pez fuera del agua mientras Leo la sujetaba con un solo brazo, sin esfuerzo.
Cris bostezó exageradamente, apoyándose en el marco de la puerta, con una sonrisita de inocente placer.
—Te juro que solo quería que probaras la fina calidad de los bóxers de tu hermanito —dijo, soltando una carcajada baja.
Alice lo fulminó con la mirada, cruzando los brazos sobre su pecho en un gesto de diva herida.
—¡Cuando papá se entere de esto…!
Leo arqueó una ceja con calma divertida.
—¿Tú quieres que papá se entere… o prefieres que le cuente sobre el rayón en el auto de mamá? —dijo con tono inocente, pero una chispa traviesa brillaba en su voz.
Alice se congeló. Literalmente.
El pasillo quedó en silencio.
Cris se encogió de hombros, levantando las cejas con expresión de «tu funeral».
—Yo que tú, elegía la opción dos… —murmuró, saboreando la pequeña victoria.
Alice bufó, inflando las mejillas como un gato enojado. Se giró bruscamente hacia Leo.
—¡No sé cómo aguantas vivir con este troglodita! —espetó, soltando una patada frustrada al aire.
Cris simplemente le sacó la lengua, burlón, como un niño de seis años.
Leo, divertido, caminó de regreso hacia su habitación, cargando a Alice en el hombro como si fuera un costal de plumas mientras ella pataleaba y lanzaba amenazas en su tono chillón, totalmente ignoradas. Cris cerró la puerta tras ellos con un clic satisfecho, dejando que el aroma a café recién hecho le envolviera los sentidos.
Dentro, Leo dejó caer a su hermana sobre una pila de almohadas.
— o te callas o yo hablo —bromeó, echándose en su cama.
Alice se incorporó a trompicones, acomodándose el cabello con dignidad maltrecha y lanzándole una mirada asesina a Cris.
—Voy a hacerte tragar tus bóxers —gruñó, señalándolo con un dedo acusador.
—Avísame y me cambio primero —le guiñó un ojo, repantigándose en el sillón de Leo como si fuera su trono.
La habitación olía a colonia fresca, mezclada con el perfume de la tierra mojada. Afuera, la piscina titilaba bajo la lluvia gris.
Alice, ofendida, se sacudió la blusa escolar.
—Tu cuarto parece zona de guerra —criticó, intentando recuperar algo de su autoridad.
Leo sonrió despreocupado.
—Así me gusta —replicó, encogiéndose de hombros.
Alice lanzó un suspiro de derrota y salió, cerrando la puerta de un portazo dramático.
Leo soltó un bufido, mirando el techo.
—¿Qué demonios le hiciste? —preguntó, sin verdadero enfado, con una sonrisita divertida.
Cris soltó una risita baja, acomodándose aún más cómodo en el sillón.
—Le tiré tu bóxer usado. Pequeños placeres de la vida —respondió como si hablase de filosofía.
Leo le arrojó un cojín, golpeándolo flojo en la cara.
—Idiota —bufó, rodando los ojos.
La voz de Clara, la madre de Leo, llegó desde abajo:
—¡Desayuno! ¡Ya bajen, los tres!
El olor a tostadas y mantequilla los golpeó de inmediato.
Al rato Cris y Leo bajaron las escaleras de dos en dos, las risas resonando detrás de ellos.
En el comedor, Sergio Santiestevan los esperaba. Su figura imponente parecía controlar el ambiente con solo estar allí.
Alice, sentada frente a él, apretaba las manos sobre sus rodillas, mordiéndose el labio inferior.
—Te dije que no —sentenció Sergio, su voz retumbando como un trueno contenido.
Alice frunció el ceño, con su mejor cara de niña buena.
—Pero papá, no es para tanto. Solo quiero ayudar a la profesora… —murmuró, en su tono fresa más persuasivo.
Clara, sosteniendo su café, meneó la cabeza con un suspiro exasperado.
—No insistas, Alice —cortó Sergio, su voz tan firme que ni la misma lluvia se atrevía a interrumpir.
Leo y Cris se intercambiaron una mirada cómplice, apenas conteniendo la risa.
Leo se dejó caer en una silla, observando la escena como quien ve una telenovela de sobremesa. Sus ojos verdes destellaban de curiosidad.
—¿Y ahora qué hiciste? —preguntó con sorna ligera.
Clara, cruzando los brazos, soltó un resoplido fuerte.
—¡No la defiendas! ¡Está demasiado mimada! —espetó, su tono vibrando en la cocina.
Desde su esquina, Cris soltó una risita seca, el pie estirado bajo la mesa como si fuera ajeno al drama.
—Lo mismo le dije —intervino con falsa inocencia.
Alice golpeó la mesa con la palma abierta, sacudiendo los cubiertos. Luego, de reojo, lanzó una patada bajo la mesa a Cris, que soltó un pequeño quejido.
—¡No seas metiche! —gruñó, con los ojos azules chispeando enojo.
Sergio levantó la vista de su café.
—Alice, compórtate —ordenó, su voz tan pesada como plomo.
Leo, con la tostada a medio camino, arqueó una ceja curioso.
—¿Y entonces? —murmuró.
Clara soltó un suspiro largo, el típico «aquí vamos otra vez».
—Llamaron del colegio. Tu hermana le dijo a la profesora que parecía un hombre disfrazado.
El silencio cayó como una manta pesada.
Cris apenas logró contener una carcajada, ganándose un codazo de Alice.
Leo soltó una risa baja, divertida.
—¿La de Sociales? —preguntó con complicidad.
Alice se encogió de hombros, como si no entendiera el problema.
—Solo quería ayudarla… —farfulló.
Sergio entrecerró los ojos.
—La que necesita ayuda eres tú… y no precisamente en moda.
Alice bufó, cruzando los brazos con teatralidad.
—La competencia de animadoras está cerca —dijo como quien lanza una bomba de humo para escapar.
Clara se levantó, recogiendo las tazas con energía.
—Terminen de desayunar. Van tarde.
Leo observó a su hermana pateando el aire bajo la mesa, y decidió ayudarla.
—La profe exagera. Siempre ha sido así —dijo con un gesto despreocupado.
Cris levantó la mano solemnemente.
—A mí también quiso expulsarme. Falló —agregó, con su sonrisa de niño travieso.
Alice aprovechó para mirar a su papá con ojos de cachorro.
—¿Ves, papá?
Pero Clara seguía firme.
—Igual están las notas, Leo.
Leo suspiró, terminando su café.
—Yo la ayudo después de clases.
Cris arqueó una ceja como diciendo «allá tú», pero se guardó el comentario.
Clara simplemente asintió, agotada.
Leo se puso de pie, revisando sus bolsillos. Alice brincó detrás de él, como una sombra alborotada.
—¡Te debo la vida!
—Sí, sí —murmuró Leo, rodando los ojos.
Desde la cocina, Cris lanzó las llaves al vuelo. Leo las atrapó de un manotazo sin mirar, mientras Alice corría al garaje, repleta de energía como si ya hubiera ganado una batalla épica.
Ya en el carro, Leo al volante soltó un suspiro largo y pesado, como quien ya conoce el final de una película que igual tiene que ver.
Sabía cómo iba a terminar: la misma batalla campal de siempre entre su mejor amigo y su hermana mimada.
—Solo porque la princesa decidió usar el carro de mamá para ir a comprar y lo estampó contra el poste de afuera —comentó Cris, con ese tonito burlón que encendía a Alice como gasolina al fuego.
Alice alzó la mirada, fulminando a Leo con los ojos, casi exigiendo una traición.
—¿¡Por qué le contaste!? —soltó, entre ofendida y avergonzada, como si la hubiera expuesto frente a todo el colegio.
Cris soltó una carcajada sin ningún pudor, disfrutando descaradamente su incomodidad.
—Me cuenta todo —dijo, ensanchando su sonrisa hasta hacerla insufrible.
Sin pensarlo, Alice subió el volumen de la música al máximo, los bajos retumbaron en el asiento, en un acto de venganza infantil.
Cris, lejos de molestarse, comenzó a cantar a todo pulmón, desentonando a propósito, exagerando cada palabra, sabiendo que la estaba sacando de quicio.
El viaje hasta el colegio fue un concierto de peleas, quejas y risas, con el motor vibrando bajo sus pies y el aroma a cuero del auto llenando el ambiente.
Finalmente, Leo detuvo el auto frente a la entrada imponente del campus, donde grupos de estudiantes paseaban entre jardines perfectos y edificios brillantes, como sacados de una postal.
Alice, al borde de la desesperación, soltó un pequeño grito ahogado.
—¡Basta, no te aguanto más! —explotó, cruzándose de brazos como una niña caprichosa.
Leo los observó a ambos a través del retrovisor, sin perder la compostura.
—Ya basta —ordenó con calma, como quien apaga un incendio con un vaso de agua.
—¡Él me molesta y tú no haces nada! —se quejó Alice, haciendo un puchero que solía desarmar a Leo, pero esta vez apenas logró que levantara una ceja.
Cris, riendo con más ganas, la miró de reojo, satisfecho de haber ganado otra ronda.
Leo soltó un leve suspiro, sabiendo que ahora venía la parte seria.
—Hoy tengo que hacer algo antes de volver a casa… ¿Puedes quedarte con Carla hasta que regrese?
Alice dejó su berrinche a medias y lo miró, alerta.
Notó el cambio en su tono, y su corazón, traicionero, latió más rápido.
—¿Estás saliendo con alguien? —disparó de inmediato, analizándolo como si pudiera arrancarle la verdad de la cara.
Cris, que jugaba con su celular, alzó la vista con una sonrisa burlona.
—Ya quisiera yo… —murmuró sin ganas, como si ni él se creyera su respuesta.
Alice ni lo miró.
Seguía enfocada en Leo, que solo sonrió de lado, paciente.
—¿Puedes quedarte o no? —repitió, esta vez dejando claro que no aceptaría excusas.
Alice, aún haciendo su mejor imitación de estatua ofendida, soltó un suspiro dramático.
—Sí, supongo… —cedió finalmente, con la actitud de quien le hace un favor a toda la humanidad.
Leo, sonriendo con ternura, se inclinó para besarle la frente.
—Si algún día me enamoro de alguien de verdad, te la presentaré primero, ¿ok?
Alice asintió, pero no pudo evitar que un dejo de tristeza le tiñera el gesto.
Le gustaba ser la única prioridad de Leo, aunque nunca se lo admitiría ni a ella misma.
Antes de bajar, se giró rápido, le plantó un beso en la mejilla a Leo y sacó la lengua a Cris, que esta vez ni se molestó en reaccionar, concentrado en su celular.
Alice desapareció entre la multitud, dejando tras de sí su perfume dulce y su berrinche flotando en el aire.
Leo y Cris quedaron solos.
El silencio, de pronto, se volvió cómodo.
Cris se deslizó sin esfuerzo al asiento del copiloto, recostándose con esa flojera elegante que parecía natural en él.
—Bueno… ¿qué tanto vas a hacer hoy? —preguntó, mirando por la ventana con aire distraído.
Leo giró la llave en el contacto, pero no encendió el motor.
En vez de eso, lo miró de reojo, como midiendo sus palabras.
—Cris… si te gusta mi hermana…
Cris soltó una carcajada, sorprendido.
—¿Estás loco? —frunció el ceño, como si la sola idea fuera ridícula.
Leo sonrió, tranquilo.
—No me molestaría.
Cris lo miró de reojo, entre divertido e incómodo.
—Por favor… solo me gusta fastidiarla. Es como una hermana chiquita para mí.
Leo no se dejó engañar.
—Es mi hermana. Y yo no peleo así con ella —le recordó, arqueando una ceja.
Cris soltó una risa seca, recostándose más en el asiento.
—Porque la consientes demasiado. Y además, eres un bicho raro.
Leo fingió fulminarlo con la mirada, pero la sonrisa traviesa de Cris le arrancó una carcajada inevitable.
—¿Te parece que alguien no quiere que le preste el carro? —lo picó Leo, lanzándole las llaves.
Cris las atrapó al vuelo, como si fuera un juego que ya habían jugado mil veces.
—Es la verdad —se encogió de hombros, sin siquiera disimular.
Leo se acomodó la mochila en el hombro y abrió la puerta.
—Yo no puedo faltar. Estoy en clases preparatorias para los exámenes de graduación —dijo con tono resignado.
Cris miró las llaves con desdén, como quien mira una tarea fastidiosa.
—No te preocupes. Yo cubro todo con tu mamá.
Leo soltó una risa breve.
—Ella me adora… Ahora —bajó la voz, más serio—, no me llenes el carro de arena, ¿sí?
—Lo juro —respondió Cris, levantando la mano en gesto solemne.
—Y no bebas como idiota.
—Lo juro otra vez —rió Cris, mientras Leo le lanzaba una mirada de advertencia.
—A las cinco, en lo de Sebas —recordó Leo, antes de bajar.
Cris, de repente más serio, lo detuvo.
—No le vas a decir a Alice, ¿verdad?
Leo sonrió de lado, como quien guarda un secreto divertido.
—Te dije que no me molestaría si te gusta.
Cris pasó una mano por su cabello desordenado, exasperado.
—¡Es porque después va a usarlo en mi contra!
Leo rodó los ojos, negando con la cabeza mientras se alejaba.
—No hagas tonterías.
Y así, con el sol colándose entre los árboles y la risa de Cris flotando en el aire, Leo se perdió entre la multitud, dejando atrás al mejor amigo q
Mas tarde , en casa de Sebastián un amigo de leo …
Leo caminaba de un lado a otro, el vaso de whisky apretado en la mano, el celular pegado al oído.
Pitido.
Pitido.
Pitido.
Nada.
Ni un maldito mensaje.
Ni una llamada de vuelta.
Cris no contestaba. Y para colmo, no tenía ni idea con quién demonios se había ido esta vez.
Respiró hondo, sintiendo esa bola de frustración inflarse en su pecho.
Miró su reloj: 5:30 p.m.
Cris debía haber llegado hace media hora.
La casa de Sebastián era tan grande que su eco lo hacía sentirse aún más desesperado: techos altos, tres pisos, sofás de cuero negro, una mesa de billar en la esquina, puertas corredizas abiertas a una piscina que parecía brillar bajo luces azuladas.
El aroma a madera pulida y whisky flotaba en el aire como si todo fuera una escena lenta de película… menos él.
—¿Ocurre algo? —preguntó Sebastián desde el sofá, relajado, copa en mano, como si Leo no estuviera a dos segundos de estallar.
Leo se pasó la mano por el cabello, apretando los labios.
—No… o sea… Cris no contesta.
Sebastián soltó una carcajada corta y burlona.
—Vamos, ya sabes cómo es. Seguro anda… ocupado. —Hizo un gesto con las cejas.
Leo frunció el ceño.
No.
Algo no encajaba.
Se terminó el whisky de un trago. La quemazón no le hizo ni cosquillas al nudo en su estómago.
Y entonces, su celular vibró.
Su corazón dio un salto.
CRIS.
Contestó al primer tono.
—¿Cris? ¿Dónde demonios estás?
Lo que escuchó lo puso helado: gemidos de dolor… y una voz femenina lanzando maldiciones a gritos.
—No me mates, ¿sí? —dijo Cris, con voz tensa, ahogada.
Leo sintió cómo la sangre le bajaba de golpe.
—¡Habla! ¿Qué pasó?
El sonido de la lluvia golpeando fuerte de fondo lo hizo tensarse más.
Y la voz de la chica, enfadada, seguía retumbando.
—Ya, espérate… viene la ambulancia…
—¡No me toques, tarado! ¡¿Qué demonios te pasa?!
Leo apretó los dientes.
—Cris… Cris… ¡¡CRIS, DIME QUÉ PASÓ!!
Del otro lado, Cris soltó un suspiro que a Leo le heló la espalda.
—Atropellé a alguien… Viene la ambulancia… Te mando ubicación… Solo apareció de la nada…
—¡NO SOLO APARECÍ, IMBÉCIL! ¡VENÍAS VOLANDO! —gritó la chica.
Y la llamada se cortó.
Así.
Seco.
Leo lanzó una maldición que resonó por toda la sala.
Sebastián, que hasta ese momento solo lo había observado, dejó su copa en la mesa, poniéndose de pie de inmediato.
—¿Qué pasó?
Leo apenas podía poner en orden su cabeza.
—Atropelló a alguien… Van a llevarlo a la clínica.
Sebastián frunció el ceño.
—¿Se lo llevaron preso?
Leo negó, pasando una mano temblorosa por su rostro.
—No… no lo sé… Me dijo que nos viéramos allá…
Se lanzó a buscar las llaves del auto de Sebas , pero Sebastián le bloqueó el paso.
—¿Me prestas el carro? —preguntó Leo, la voz urgente, casi desesperada.
—Ni loco. No vas a manejar así —respondió Sebastián, serio como pocas veces.
Leo lo miró, a punto de discutir, pero…
Tenía razón.
Lo sabía.
—Vamos —gruñó al final, agarrando su chaqueta.
Y sin perder un segundo más, salieron a toda velocidad de esa casa que, de repente, se sentía demasiado vacía.
En cuanto pudieron, llegaron al hospital.
El aire olía a desinfectante y desesperación.
Cris estaba en la sala de emergencias, encogido en una de las sillas plásticas, moviendo las piernas sin parar.
Empapado.
Manchado de sangre.
Hasta su rostro tenía goterones de ese rojo intenso que hacía que a Leo se le revolviera el estómago.
Pero su cara… su cara seguía seria, tranquila.
Tenía que estarlo.
Por Cris.
Por todo.
Se acercó sin titubear.
—¿Qué ocurrió? —preguntó con la voz más firme que encontró.
Cris se cubrió la cara con ambas manos, frotándosela como si pudiera borrar lo que había pasado.
—Iba bien… —balbuceó—. Iba bien, tenía tiempo… pero empezó a llover y… —chasqueó la lengua, desesperado—. Me asusté. Pensé que me iban a parar… aceleré… y…
Se agarró el cabello, ahogándose solo.
—Ella simplemente apareció —dijo al fin, mirando a la nada—. Juro que no la vi… no sé cómo…
Leo respiró hondo.
Uno, dos, tres.
Mantén la calma.
Por él.
—¿Y cómo está?
Cris tragó saliva.
—No sé. Había sangre por todos lados… Al principio gritaba y me insultaba como si nada —se rió, pero sonó más a sollozo—. Pero cuando la subieron a la ambulancia… se desmayó.
Bajó la cabeza.
—No sé. No han dicho nada…
Sebastián, que se había mantenido callado, soltó un suspiro cansado.
—¿Llamaron a la policía? ¿Te van a llevar?
Cris levantó la vista, buscando a Leo como si su sola presencia pudiera salvarlo.
—Curiosamente no había nadie. Nada.
—¿Y…? —inquirió Leo, arqueando una ceja.
—Y pues… —Cris se encogió de hombros—. Dije que la encontré ya atropellada.
Leo lo miró en silencio.
¿De verdad?
¿En serio, Cris?
Pero no dijo nada. No ahora.
—Tal vez si tú hablas con ella… —murmuró—. A mí me odia.
Sebastián y Leo intercambiaron una mirada cargada de preocupación.
Y justo entonces, apareció el doctor.
Leo apretó los dientes.
Omar.
Omar Maldonado.
Amigo de su padre.
Genial.
—Leo —saludó el doctor, neutral.
Leo se acercó sin perder tiempo.
—¿Cómo está ella?
Omar exhaló, cruzando los brazos.
—Tuvo suerte, considerando todo. No necesita cirugía, pero… —hizo una pausa—. Costillas rotas. Suturamos una herida en la cabeza. Pierna fracturada.
Se frotó la frente.
—Perdió bastante sangre. Vamos a hacerle transfusión. Pero ahora está estable. Consciente. Sin dolor.
Leo cerró los ojos un segundo.
Gracias.
—¿Puedo verla?
Omar lo miró como si quisiera negarse, pero Leo ya se lo veía venir.
—En realidad… ustedes no son familia.
Leo se encogió de hombros.
Vamos, Omar. No me hagas esto.
Extendió el brazo y le apretó el hombro a Cris, que parecía un niño asustado en esa silla dura.
—Solo quiero ver que esté bien —dijo Leo, con la voz más tranquila que pudo reunir.
Omar suspiró largo.
—Está bien. Pero su mamá llegará pronto.
Y ahí sí se va a armar.
Leo asintió.
Y entonces, en un impulso raro, soltó:
—Omar…
El doctor lo miró, curioso.
Leo soltó el aire.
—Hazme un favor… No le digas a mi mamá que Cris llegó manejando mi carro.
Omar lo miró un segundo… y luego sonrió de lado.
—Yo también fui joven.
Leo exhaló, agradecido.
Omar les hizo un gesto para pasar, y Leo miró a Cris, que seguía con la cabeza gacha, las piernas moviéndose, las manos crispadas.
Está en la mierda.
Le revolvió el pelo sin mucha fuerza.
—Voy a intentar hablar con ella… —dijo Leo, en voz baja—. Pero no prometo nada.
Cris solo asintió, mordiéndose la lengua para no llorar.
Con un nudo en el estómago, Leo caminaba por los pasillos interminables del hospital.
La luz blanca lastimaba los ojos.
Sus pasos sonaban fuerte, como si todo el maldito mundo lo estuviera escuchando.
Se acercó a la ventanilla de admisión, donde una enfermera le lanzó una mirada cansada antes de indicarle con un gesto la dirección.
Sus pies dudaron.
Su cabeza también.
Pero al final, avanzó.
Frente a la puerta, respiró hondo, levantó la mano, y dio un par de toquecitos torpes.
—Pase —respondió una voz suave desde dentro.
Leo tragó saliva.
Empujó la puerta despacito.
Asomó primero la cabeza…
Y entonces, la vio.
Boom.
Como un golpe seco en el pecho.
Una chica.
Tirada en la cama, conectada a bolsas y aparatos.
Parecía de unos dieciséis.
Piel clarita, apenas un toque de sol.
Cabello chocolate-rojizo hecho un desastre alrededor de su cara vendada.
Ojos color miel.
Enormes.
Brillantes, a pesar de todo.
Rasgos suaves, tiernos… pero ahora… frágiles.
La pierna colgando en una tracción.
Una sutura en la frente.
Leo sintió que el corazón le tropezaba en el pecho.
Ella también lo miró.
Una pausa incómoda flotó en el aire.
—Hola… —saludó ella, con una voz baja, como si no quisiera romper algo.
Leo parpadeó, aturdido.
¿Qué carajos hago ahora?
Se aclaró la garganta, buscando palabras que no sonaran estúpidas.
—No te… no te conozco, ¿verdad? —balbuceó.
La chica soltó una risa bajita, nerviosa.
Se tapó un poco la boca con la mano buena.
—No, no definitivamente no —dijo, divertida.
Leo sonrió, sintiendo que la tensión bajaba… aunque solo un poquito.
Ok. No quiere matarme. Aún.
Ella ladeó la cabeza, mirándolo como si tratara de resolver un enigma.
—¿Te perdiste? ¿Te equivocaste de cuarto? —preguntó, levantando una ceja.
Leo se rascó la nuca, incómodo, deseando tener un mapa de cómo manejar esa conversación.
—No, no… —negó rápido—. Justo a ti te quería ver…
¿Sonó muy acosador eso?
Sí, definitivamente sonó acosador.
Ella entrecerró los ojos, claramente desconfiando ahora.
Bien, Leo. Genial.
—Eh… Soy Leonardo Andrés Santiestevan Córdoba… pero todos me dicen Leo —se presentó de golpe, medio atragantándose con su propio nombre.
Le regaló su mejor sonrisa casual, de esas que usaba cuando quería que la gente lo perdonara por ser un imbécil.
La chica lo miró raro.
Como si intentara decidir si apretar el botón de emergencia o reírse.
—Andrea Gabriela Espinoza Santillán —dijo al fin, despacio.
—Andrea… —repitió Leo, memorizándolo.
Andrea frunció el ceño, desconcertada.
—¿No eres un psicópata, verdad? Porque no entiendo nada…
Leo soltó una risa nerviosa.
—No, no, te juro que no.
Pausó un segundo, luego se acercó un paso más, todavía lejos de la cama, como si no quisiera asustarla.
—Soy amigo de… bueno, del chico que… —tragó saliva—, del que te atropelló.
El aire en la habitación pareció tensarse.
Andrea lo miró fija, sin pestañear
CAP 2-CLICK
Leo tragó saliva, sus dedos apretando con nerviosismo el borde de su sudadera mientras la puerta se cerraba a sus espaldas. El aire de la habitación parecía más denso, o tal vez era su pecho el que se oprimía al ver a Andrea mirándolo, tan frágil entre las sábanas blancas.
Se acercó a pasos cortos, como si temiera romper algo.
—No, no, no… —empezó a balbucear, su voz temblando apenas—. Vas a odiarme. De verdad vas a odiarme.
Se dejó caer de golpe en el sillón junto a la cama, soltando el aire como si todo el peso del mundo le cayera encima.
Andrea entrecerró los ojos, alerta.
—¿Qué hiciste? —preguntó, con esa mezcla suya de desconfianza y dulzura, abrazándose a la almohada como si fuera un escudo.
Leo bajó la cabeza, clavando la vista en sus propias manos.
—Soy amigo del chico que te atropelló —soltó de golpe, como si arrancarse la confesión fuera menos doloroso que sostenerla.
Andrea abrió la boca, la cerró, y volvió a abrirla, sin encontrar palabras al principio.
—¿Qué eres…? —balbuceó— ¿Un loco? ¿Ahora quieren terminar lo que empezaron?
La forma en que lo dijo, más confundida que furiosa, le arrancó a Leo una risa seca, cargada de nervios.
—¡No, no, por favor! —levantó las manos, como rindiéndose—. ¡No pienses eso! Fue… fue un accidente. De los tontos. Te juro que no quería que pasara. ¡Él está destrozado! Y… —inspiró hondo, como buscando coraje—. Fue culpa mía. Yo le presté el auto. ¡Yo!
Golpeó su propio muslo con el puño cerrado, frustrado.
—Debí saberlo… —continuó, las palabras atropellándose unas con otras—. Es un desastre, siempre lo ha sido. ¡Y aun así le di las llaves! ¡Me va a matar mi hermana, me van a matar mis papás, me va a matar la vida! Pero más que todo… —alzando la mirada, sus ojos verdes, suplicantes, se encontraron con los de ella—. hago lo que quieras soy tu esclavo si quieres pero di que cris te encontro en la carretera por favor
El silencio se extendió entre ellos, espeso, como una sábana húmeda.
Andrea parpadeó varias veces, sorprendida por la vehemencia en la voz de Leo. Quiso enojarse. Quiso decirle algo hiriente. Pero en cambio, lo que sintió fue ese pequeño tirón en el pecho, ese absurdo cosquilleo que la dejaba sin palabras.
Él parecía tan desesperado, tan genuino… tan ridículamente tierno.
—No sé si eres un genio o un completo imbécil —murmuró ella, llevándose una mano a la frente.
Leo soltó una risa rota, agradecido de que al menos no lo hubiera echado a patadas.
—Puede ser un poco de ambas —admitió, medio sonriendo.
Andrea ladeó la cabeza, observándolo con nuevos ojos. Había algo en su forma torpe de pedir perdón, en su voz ronca, en ese brillo entre culpable y protector que asomaba en su mirada… algo que la desarmaba.
—¿Sabes? —dijo, acariciando distraída la sábana con los dedos—. No necesito que me cuentes toda tu vida.
Leo entrecerró los ojos, fingiendo estar ofendido.
—¡Eso no fue toda mi vida! ¡Eso fue el resumen ejecutivo!
Ella soltó una risa traviesa, fresca, que iluminó la habitación.
Leo la miró, embobado, como si acabara de ver el primer amanecer después de mil años de oscuridad.
Andrea captó esa mirada… y sintió que el estómago le daba una voltereta ridícula.
—¿Dijiste que eras mi esclavo? —preguntó, mordiéndose apenas el labio inferior, divertida.
Leo asintió enseguida, como si fuera la cosa más obvia del mundo.
—Tu esclavo personal —afirmó, llevando una mano al corazón en señal de lealtad—. Chofer, mensajero, cazador de dulces… lo que necesites.
Andrea sonrió, juguetona.
—Te vas a arrepentir —canturreó, moviendo un pie bajo la sábana como quien planea una travesura.
—Demasiado tarde —susurró Leo, sin poder apartar los ojos de ella.
Por un momento, se quedaron así, flotando en una burbuja donde el dolor, los accidentes y la culpa parecían no tener cabida.
Hasta que Andrea volvió a la carga:
—Mi mamá va a entrar en cualquier segundo —advirtió, conspiradora—. Y cuando lo haga… vas a tener que decirle que estás a cargo de mi recuperación.
Leo parpadeó, procesando.
—¿Qué?
—¡Que estás a cargo! —repitió Andy, bajando la voz como si estuviera tramando un gran golpe—. Mi enfermero personal. Mi sombra. Mi héroe de guardia.
Leo soltó una carcajada, rascándose la nuca con gesto de rendición.
—¿Y si me lleva preso por cómplice? —bromeó.
—Más emoción para tu currículum —Andy encogió los hombros, tan campante.
Antes de que Leo pudiera seguir quejándose, la puerta se abrió de golpe. Una ráfaga de perfume a desinfectante y angustia invadió la habitación.
Una mujer de rostro preocupado y mirada severa entró cargada de bolsos.
—¡Mi vida! —exclamó, corriendo hasta la cama—. ¿Qué te pasó? ¡Te dije que mires antes de cruzar!
Andrea rodó los ojos discretamente hacia Leo, quien se puso de pie como si le hubieran disparado un resorte bajo los pies.
—Buenas tardes —saludó él, casi cuadrándose.
—Buenas noches —corrigió Mara automáticamente, frunciendo el ceño.
—Leonardo Santiestevan, señora —se presentó Leo, extendiendo la mano con educación.
Mara lo miró como si evaluara si debía matarlo o no, pero finalmente le estrechó la mano.
—Mara de Espinoza. —Su voz seguía tensa.
Andrea intervino enseguida, sonriendo como una angelita:
—Mamá, Leo estuvo ayudándome. Con el chico que me encontro cuando me atropellaron
Mara alzó una ceja, escéptica.
Leo, sin perder tiempo, asintió.
—Estoy a disposición. Lo que necesite —afirmó, casi con tono solemne.
Mara pareció no saber si reírse o suspirar de resignación. Al final, sólo murmuró un «ya veremos».
Leo echó un vistazo al reloj.
—Debo irme, pero… mañana vendré —prometió, mirando a Andrea con una suavidad que derritió algo dentro de ella.
Ella asintió, sintiendo que algo invisible tiraba de su corazón.
Leo se inclinó rápido y, con un gesto torpe pero sincero, dejó un beso fugaz en su frente.
Andrea cerró los ojos un segundo. Cuando los abrió, Leo ya había cruzado la puerta, dejándola con una sonrisa tonta y el alma dando saltitos bajo la piel.
Leo salió del cuarto con una sensación extraña recorriéndole el cuerpo. Como si una corriente tibia le cosquilleara por dentro, agitándole el pecho. Su mente seguía atrapada allá adentro, en la habitación, en la calidez de la sonrisa de Andrea, en la forma en que sus ojos miel capturaban la tenue luz de la lámpara, como si guardaran un pequeño sol propio.
Apenas llevaba unos minutos con ella y, de alguna manera, ya no era el mismo.
Sin darse cuenta, una sonrisa tonta se dibujó en su rostro, desbordándosele en los labios.
El momento se quebró de golpe cuando su celular vibró insistente en el bolsillo.
Frunció el ceño, sacándolo.
En cuanto vio la pantalla, la sonrisa murió.
Catorce llamadas perdidas. Alice.
Se apoyó contra la pared del pasillo, cerrando los ojos con frustración.
Se había olvidado de todo: de Alice, de la hora… de Cris.
Resopló y marcó su número con un suspiro cansado. Apenas sonó el primer tono, la voz de Alice explotó al otro lado de la línea.
—¿Dónde están?
Leo se pasó una mano por la cara, intentando no sonar más culpable de lo que ya se sentía.
—Alice, eh… Tuvimos un accidente.
Un silencio tenso, seco, se estiró antes de que su tono cambiara por completo.
—¿Qué? ¿Estás bien? ¿Dónde están? ¿Le pasó algo a Cris?
Una punzada incómoda le atravesó el pecho.
Ni siquiera preguntaba por él. Solo por Cris.
—No, no. Cris está bien. Estamos los dos bien… —tragó saliva— Después te explico bien, ¿sí?
Del otro lado, Alice suspiró, aliviada.
—¿Cuándo vienen?
Leo miró a su alrededor, inquieto, como si el hospital se le cerrara encima.
—Unos… quince, veinte minutos. Lo siento. De verdad. Te lo compensaré.
—Ok, ok… —Alice pareció calmarse un poco— Solo que… estoy en la calle.
Leo frunció el ceño, parándose derecho.
—¿No habíamos quedado en que ibas a la casa de Carla?
—Sí, sí, pero… sus papás salieron y…
Leo cerró los ojos un segundo, conteniendo el fastidio que le hervía en la sangre.
—No te muevas. ¿Te estás mojando?
—No, tranquilo. Yo los espero… —Hubo un silencio breve—. Espero que todo esté bien, ¿sí?
Leo ya empezaba a caminar rápido por el pasillo, con el teléfono aún en la mano.
—Sí. Nos vemos en un rato.
Colgó justo a tiempo para ver a Cris aparecer al final del pasillo.
Ya estaba cambiado de ropa, con la cara tensa, y el pelo aún húmedo como si se hubiera lavado la culpa sin mucho éxito.
Claramente Sebas se había encargado del papeleo, pero la culpa… esa seguía pegada a sus hombros.
—¿Qué pasó? —preguntó Cris, frunciendo el ceño al ver la expresión de Leo.
Pero Leo no se detuvo. Lo agarró del brazo y prácticamente lo arrastró fuera del pasillo.
—Solucionado. Tengo que venir a verla mañana, pero está bien. Ahora apúrate, Alice está en la calle.
Apuraron el paso, sus zapatillas resonando en los pasillos vacíos del hospital, hasta perderse por la salida principal.
El aire frío de la noche les pegó de frente apenas cruzaron la puerta.
Mientras corrían hacia el auto, Cris no pudo evitar mirar a su amigo de reojo.
Algo no encajaba en él.
Desde el día en que se conocieron, Leo se había comprometido a hacer de todo por Andy, convirtiéndose casi en su sombra. Cada tarde, después del colegio, se dirigía sin falta a la clínica, recorriendo las calles con paso decidido. Allí, con una delicadeza inusual en él, la ayudaba a superar la extracción de sangre —Andy odiaba las agujas con toda su alma—, y se aseguraba de que, a la hora de comer, siempre encontrara algo que realmente le gustara. Nunca había conocido a nadie tan quisquillosa con la comida; cada plato era un pequeño desafío, y Leo se empeñaba en encontrar alternativas que le sacaran una sonrisa.
En la clínica, los pasillos blancos y las luces frías contrastaban con la calidez de la amistad que florecía entre ellos. Leo, con su semblante sereno y concentrado, la ayudaba con los deberes en los momentos de espera y calmaba a Mara, la mamá de Andy, quien había adorado a Leo desde el primer minuto. Mientras tanto, Alice y Cris, siempre atentos a todo, se habían percatado de lo que estaba ocurriendo. A Alice cada detalle la emocionaba, y no perdía oportunidad de bombardear a Leo con preguntas sobre sus nuevos «proyectos».
Con el pasar de los días, Leo descubría en Andy a una chica dulce, ocurrida, de mente brillante y corazón tierno. Le asombraba cuánto tenían en común, como si compartieran un lenguaje secreto que nadie más entendía. Andy, a su vez, veía en Leo algo más que un amigo: lo veía protector, leal, alguien que, a sus 18 años, sabía ser un apoyo incondicional y un excelente escucha. Leo amaba con locura a su pequeña y hermosa hermana “fresa”, Alice, aunque a veces le sacara de quicio con sus ocurrencias, y tenía un vínculo irrompible con Cris, a quien consideraba como a un hermano menor. Se conocían desde que eran niños; el papá de Cris había fallecido cuando él tenía apenas cinco años, y desde entonces habían hecho todo juntos, pese a que Cris era un año menor que Leo.
Cuando Leo no estaba en la clínica, se trasnochaban conversando por celular, contándose todo lo que no podían decirse durante el día. Risas, silencios, confesiones. Cada charla era como añadir otra pieza más a la conexión invisible que los unía, volviéndola cada vez más fuerte y natural, como si se conocieran de toda la vida.
A medida que Andy y Leo se conocían más, sus encuentros se impregnaban de una extraña complicidad, como si sus caminos se hubieran entrelazado mucho antes de encontrarse. Leo le contaba con orgullo lo importantes que eran Alice y Cris en su vida, mientras Andy, con una voz suave pero cargada de cicatrices, le confesaba lo difícil que le resultaba confiar en las personas, sobre todo después de que su papá la hubiera abandonado para formar una nueva familia, dejándola con el corazón roto y el teléfono eternamente en silencio.
Aquella mañana, en la elegante residencia de los Santiestevan, todo parecía brillar un poco más. Leo se preparaba frente al espejo de su habitación, enmarcado con luces cálidas, peinándose el cabello aún húmedo con dedos distraídos. El aire olía a colonia fresca y a nervios.
A su alrededor, Alice revoloteaba como un pequeño torbellino de perfume dulce y carcajadas suaves, vestida con una falda plisada y una blusa llena de brillitos que destellaban con cada movimiento.
—¿Entonces qué más le gusta comer? —insistía, acomodándose una diadema de perlitas mientras lo miraba de reojo—. ¿Prefiere calentadores o shores? ¿Helado o galletas? —preguntó como si de esa información dependiera el futuro del mundo.
Leo, secándose el cabello con la toalla, soltó un suspiro paciente, acostumbrado a sus exageraciones.
—Calentadores y helado. Pistacho, creo.
Alice dio un saltito emocionado, como si acabara de descubrir el mayor de los secretos.
—¡Le voy a llevar helado! ¡Va a ser mi mejor amiga!
Leo sonrió de lado, incapaz de no consentirla, aunque sabía que Alice era capaz de poner patas arriba cualquier plan.
—¿Y hablaste con ella hoy? —insistió, siguiéndolo de cerca como un pequeño imán—. ¡Podríamos acompañarla a casa!
Antes de que Leo pudiera responder, una voz burlona se coló desde el umbral de la puerta.
Cris subía las escaleras con las manos en los bolsillos y una sonrisa pícara que prometía desastre.
—Prepárate, enana —dijo, dirigiéndose a Alice—. Cuando te conozca, seguro sale corriendo.
Alice se cruzó de brazos, indignada, inflando las mejillas como una caricatura.
—¡Eres un envidioso, Cris!
Leo soltó una risa baja, acostumbrado a la dinámica entre ellos. Le lanzó a Cris una mirada de advertencia mientras volvía a centrarse en Alice.
—Si a ella no le gusta, me alejaré —dijo con una media sonrisa, dejando claro, como siempre, cuánto pesaba la opinión de su hermana.
Alice, encantada, se lanzó a abrazarlo como si fuera un peluche gigante.
—¡Porque me ama! —exclamó, enterrando su rostro en su pecho.
Cris soltó una carcajada descarada.
—Solo tú te crees esas películas, enana.
Leo, como si nada, le plantó un beso en la cabeza a su hermanita y le revolvió el cabello, deshaciendo su peinado perfecto, lo que provocó un chillido ofendido de Alice.
—Vamos —murmuró Leo, tomándola de la mano antes de que la pelea escalara.
Alice brincó de emoción en cuanto empezaron a bajar las escaleras.
—¡Estoy tan feliz! —canturreó—. Es la primera “novia” que me presentas.
Leo soltó una carcajada, divertido con su insistencia.
—No es mi novia.
—Pero sé que pronto lo será —entonó Alice como si cantara un hechizo.
Leo la miró de reojo y le hizo cosquillas en la cintura, arrancándole una risa escandalosa.
—No la presiones, ¿sí? Vamos despacio.
—Yo solo quiero que sea mi amiga —replicó Alice, acomodándose la diadema con un gesto de princesa ofendida.
—Deja la intensidad, fresa —se metió Cris otra vez, dándole un leve codazo al pasar.
Alice, sin perder la compostura, le sacó la lengua con toda la dignidad que pudo reunir, provocando otra ronda de risas mientras salían hacia la luz de la mañana, como un pequeño ejército lleno de planes.
Después de clases, el supermercado se volvió su pequeño campo de batalla.
Alice, con su faldita floreada y una coleta alta que se movía como un péndulo, brincó al carrito con una emoción desbordante, como si estuviera en la montaña rusa más divertida.
Sus manos rápidas agarraban galletas, helados, cereales de colores brillantes, chocolates… Todo iba cayendo dentro del carrito a una velocidad de récord, como si cada cosa fuera absolutamente vital para sobrevivir.
Cris caminaba detrás, los brazos cruzados, mirando el espectáculo con una mezcla de incredulidad y resignación.
—Bueno… está más emocionada que en Navidad —murmuró, apenas moviendo los labios.
Leo iba al lado, el celular pegado a la mano, con el pulgar deslizando la pantalla nerviosamente. No decía nada, pero su mandíbula apretada y la forma en que evitaba mirarlos hablaban más que mil palabras.
Cris entrecerró los ojos, astuto.
—No quiero ser metiche, pero…
—Siempre lo eres —contestó Leo, sin levantar la vista, su voz plana como si ya estuviera preparado para la impertinencia.
Cris sonrió de lado, saboreando la tensión.
—¿Qué tan serio es?
Leo no respondió de inmediato. Siguió caminando, esquivando un estante de snacks, como si pensarlo mucho fuera peligroso. Luego, con un suspiro bajo, dijo sin mirar:
—¿Te preocupa?
Cris encogió los hombros, fingiendo indiferencia.
—No, pero… te ha secuestrado.
Fue ahí cuando Leo detuvo el carrito en seco.
El chillido breve de las ruedas rompió el ritmo del pasillo vacío.
Levantó la mirada, directo, serio, como quien lanza una advertencia antes de una tormenta.
—Te recuerdo que fue por tu metida de pata.
Cris abrió la boca para defenderse, pero se la cerró enseguida. La mirada de Leo era suficiente.
—Bueno… no era para tanto —balbuceó, incómodo.
Leo no soltó el carrito. Sus manos estaban tensas en el manillar, los nudillos blancos.
Se inclinó un poco, acercándose, bajando la voz.
—Ni se te ocurra decírselo. Todavía quiere matarte, y apenas puede caminar.
Cris levantó las manos como escudos invisibles.
—¡Tranquilo! Solo preguntaba…
Leo aflojó un poco el agarre, respirando hondo.
—Es linda —admitió, más para sí que para Cris—. Me gusta estar con ella.
Cris soltó una carcajada incrédula, como quien escucha a su amigo decir que va a dejar las fiestas por estudiar.
—Vas a sentar cabeza —se burló.
Leo desvió la mirada hacia Alice, que seguía llenando el carrito con la misma energía imparable.
—Tú mejor arregla tus asuntos.
Cris soltó una risa sarcástica.
—Leo, como chiste estuvo bueno.
Antes de que pudieran seguir, Leo giró los ojos, incómodo, y desvió la mirada justo a tiempo para ver a Alice correr hacia ellos, arrastrando dos bolsas gigantes que casi le tapaban la cara.
—¡Listo! ¡Creo que esto le encantará! —anunció, orgullosa, como si hubiera resuelto la paz mundial.
El carrito, ya desbordado, recibió las bolsas sin protestar. Leo miró el caos colorido de golosinas, soltó un suspiro resignado… y terminó revolviéndole el cabello a Alice, que rió feliz.
No podía decirle que no. Nunca había podido.
Cris, a su lado, soltó una carcajada sarcástica mientras metía las manos en los bolsillos.
—Definitivamente, son de la misma familia.
Leo le lanzó una mirada de advertencia, pero esta vez no podía ocultar la pequeña sonrisa que le curvaba la boca.
Andy…
Andy estaba empezando a importarle más de lo que había planeado. Mucho más.
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