El lunes fue mi primer día de trabajo como cuidadora en el geriátrico Weed Senior Living.
Como aún no contaba con mucha experiencia, me dijeron que lo primero que tenía que hacer era hablar con todos los ancianos, para que de esa manera pudieran conocerme mejor y tomaran confianza. Éstos me relataban con voces temblorosas historias de amores fallidos, guerras perdidas, caderas rotas y mediciones de azúcar.
Sin embargo, hubo un anciano cuya historia me resultó de lo más cercana. Se encontraba reclinado en una mecedora y tenía una mirada alegre y misteriosa. Comenzó a conversar conmigo con voz decidida y animada:
— Le voy a relatar uno de los sucesos más extraños pero al mismo tiempo fascinantes que me han ocurrido recientemente. Verá, me encontraba en un pequeño pueblo, no sabría decirle cómo se llamaba exactamente, pero sé que me dirigía a visitar a un viejo amigo, de cuyo nombre tampoco me acuerdo ahora mismo. Iba caminando por una extensa calle cuando de repente me topé con una feria plagada de coloridas carpas. Este hecho obviamente llamó mucho mi atención, por lo que me dispuse a echar un vistazo. Cuando estuve lo suficientemente cerca de la entrada observé que junto a la puerta había un joven vestido con un anticuado uniforme militar, el mismo que llevé yo durante mi servicio en Vietnam, ¿puede creerlo? –su temblorosa voz sonó ligeramente chillona cuando formuló esta última pregunta.
— ¿Habla en serio?
— ¡Totalmente en serio, sí señor! El joven me dio la bienvenida y me preguntó que si me gustaría ser el primero en entrar en la “Casa de las Ilusiones”. Como siempre he sido bastante curioso, le dije que por qué no, al fin y al cabo solo me demoraría unos minutos,mi amigo podría esperar. El muchacho me preguntó por mi nombre, a lo que yo le contesté “me llamo Robert, pero desde que me hice viejo todo el mundo me llama señor Becker. Estoy tan acostumbrado a que me llamen señor Becker que en ocasiones olvido mi nombre” y solté una pequeña risita. Como verá, sentido del humor nunca me falta.
— Ya veo, señor Becker. Está hecho todo un bromista.
— ¡No me podría haber descrito mejor, señorita Cynthia! El joven me dijo que él también se llamaba Robert, y que sus amigos le llamaban Rob. Además me comentó que acababa de ser llamado a filas para combatir en una pequeña guerra que se estaba desencadenando en un país asiático, y que en breve estaría rumbo hacia allí. Pensé que me estaba tomando el pelo, ¿lo puede creer? ¡Estaba burlándose de un pobre viejo! Así
que decidí dejarlo estar y le seguí hacia el interior de la carpa.
— ¿Y no le dio miedo meterse ahí con ese muchacho tan extraño? ¡Podría haberle hecho cualquier cosa, señor Becker!
— He de reconocer que al principio me arrepentí un poco de haberlo hecho, aunque déjeme decirle que las entrañas de ese sitio me sorprendieron por completo, ¡jamás de los jamases había visto una cosa igual! Me encontraba en una casa que era idéntica a la que yo vivía cuando era pequeño, solo que en vez de estar completa, solamente contaba con cuatro puertas cerradas con llave. Por debajo de cada puerta salía una luz… ¿cómo decirlo?… ¡Celestial, sí, ese es el término! –sonrió ligeramente y acto seguido bajó el tono de su voz para que sonara más misteriosa, haciendo que le dedicara una mirada que denotaba curiosidad-. El supuesto “Rob” me dijo que la “Casa de las Ilusiones” era una auténtica máquina del tiempo, y que cada vez que entrara en una de las habitaciones me encontraría en una época distinta, ¡así como lo oye! Sugirió que era preferible que me dejara guiar por él y que fuéramos abriendo las puertas en orden. Acto seguido sacó de su bolsillo una pequeña llave y se dirigió hacia la puerta color azul pastel que tenía un cartel en el que ponía “INFANCIA”. ¡Nunca olvidaré la impresión que me causó aquella habitación! –hizo una pausa y desvió la mirada hacia la ventana de su derecha.
— ¿Qué había en la habitación? ¡Vamos, señor Becker, no me deje con la intriga!
— ¿Que qué había? ¡El mismísimo paraíso, señorita Cynthia! Un intenso olor a tortitas comenzó a inundar mis fosas nasales. De repente me encontraba en una alegre cocina, del mismo estilo a la que tenía mi madre allá por los años 50. Una anticuada radio emitía la desgarradora voz de… ¿cómo se llamaba?… ¡Ah, sí, Elvis Presley!, mientras una rolliza mujer tarareaba alegremente la melodía a la vez que fregaba los platos. En la mesa había un niño de unos siete años que devoraba unas tortitas, y a su lado un hombre vestido con traje que leía el periódico. Una familia encantadora, sin duda, pero algo me decía que no todo era tan bonito como parecía, y que aquel hombre que leía el periódico definitivamente no era ningún santo. No sé por qué se me ocurrió ese pensamiento, ¡fíjese qué curiosa es la mente! Ves la imagen de unos completos desconocidos y en un abrir y un cerrar de ojos ya te has imaginado su vida entera…
— Eso ocurre a veces, sí –comenté mientras le miraba atónita. No podía creer lo que estaba escuchando.
— Me quedé unos minutos observando a aquellas personas, y ellos no se percataron en absoluto de mi presencia hasta que, fíjese lo que le voy a decir, los tres se giraron al mismo tiempo hacia mi dirección y se me quedaron mirando fijamente. Por una décima de segundo sus caras me parecieron conocidas, tan familiares que comencé a sentir un poco de miedo, pero luego dije, ¡bah! Un viejo ya no teme a nada, y menos uno que estuvo en la guerra de Vietnam como yo, pero eso será algo que la contaré más adelante. Me pareció que la mujer movía sus finos labios y decía “no me olvides”, pero supongo que serían alucinaciones mías, ¡yo no conocía a aquella señora! Rob me dijo que era hora de ver qué me deparaba la otra puerta y me sacó de allí justo cuando el hombre con traje, con mirada amenazante, comenzó a desabrochar su cinturón. ¡Qué rabia me dio! Tenía ganas de ver qué intenciones tenía con ese cinturón…
— Nada bueno, supongo. ¿No cree usted?
— ¡Parece ser que nunca lo sabremos! –exclamó mientras se encogía de hombros- Acto seguido Rob me dirigió hacia la puerta naranja en la que ponía “JUVENTUD”, y no se va a creer lo que estoy a punto de decirle, pero el olor que comenzó a brotar de aquel lugar lo reconocería en cualquier parte: Napalm. ¡Por todos los dioses, qué horrible sensación! El olor al asqueroso Napalm estaba por todas partes, pero para mi sorpresa, en el otro lado de la puerta me esperaba una joven muchacha, igualita a mi esposa Maybellene. Ella murió hace muchos años, pero aquella joven me recordaba tanto a ella que sentía que seguía viva. De repente noté mis pies húmedos, y pude observar que estaba en la selva, ¡estaba en la maldita selva! Mi mente comenzó a inundarse de horribles imágenes de la guerra, y mis oídos comenzaron a captar sonidos de bombas, de explosiones, de sufrimiento -sacudió su cabeza en señal de desagrado-. La muchacha me llevó hacia un lugar tranquilo, lejos de todo aquel tumulto, mientras veía como Rob, el joven vestido de militar, era capturado por una de las ocultas trampas selváticas de los vietnamitas. Sabía que todo aquello era una actuación, pero aún así le dije que me sacara de allí, ¡ya no soportaba estar en aquel lugar! –soltó un pequeño gemido- El joven Rob, zafándose de la trampa, se puso en pie y me cogió de la mano, dirigiéndose hacia la puerta naranja. Eché la vista atrás, y entre el olor a Napalm, las explosiones y los gritos de dolor se encontraba sonriendo la joven igualita a mi Maybellene. Una vez más me pareció que me decía «no me olvides”, ¡pero yo no conocía a aquella muchacha de nada!
— ¿Está seguro de eso, señor Becker? –pregunté con un poco de desazón en mi voz.
— ¡Más que seguro, sí! Jamás la había visto, se lo juro. Cuando estuvimos de vuelta en el interior de la carpa le pregunté a Rob que cómo habían hecho todo eso, a lo que él me contestó “por algo se llama la “Casa de las Ilusiones”. Aquí las ilusiones toman todos los sentidos posibles de la palabra”. Yo no sabía qué quería decir, pero me pareció una buena respuesta. En el otro extremo se encontraban las otras dos puertas, en las que se leían “MADUREZ” y “VEJEZ”, pero por alguna razón estaban pintadas de gris. Rob me dijo que ambas puertas estaban cerradas, y que todavía no habían logrado descifrar qué se escondía tras ellas. Dijo que todo lo que alguna vez hubo allí dentro se fue volviendo una especie de nebulosa plagada de seres sin forma que en algún momento fueron lugares, personas y cosas, y que actualmente sabe Dios a lo que pueden haber evolucionado esas grotescas figuras. Ese comentario lo único que hizo fue aumentar mi curiosidad. ¡No sabe las ganas que tenía de saber qué había tras esas puertas, señorita Cynthia!
— No me extraña, señor Becker, ¡ahora yo también tengo curiosidad por saberlo! –contesté mientras le daba un pequeño empujón amistoso- ¿Sabe? Tal vez no me crea, pero yo ya había oído hablar de su famosa “Casa de las Ilusiones”. Mi abuelo también me contaba historias sobre aquella feria tan peculiar, y los secretos que se escondían entre sus carpas. Era escritor, y tenía mucha imaginación. Solía contarme muchas historias de ese estilo.
— ¿En serio? ¿Y cómo se llamaba su abuelo? Tal vez haya leído alguna de sus obras.
— Quizás le conozca. En otra ocasión le contaré la historia. No se olvide de que va a tener que aguantarme todos los días a partir de ahora –dije jocosamente.
— ¡Tonterías! Usted me ha caído genial, señorita Cynthia. Escucharé encantado todo lo que quiera contarme.
— Es bueno saberlo, prepárese para oír mis historias de romances fallidos –dije mientras ambos soltábamos una pequeña risita- Escuche, me tengo que ir ya. Casi se ha terminado mi turno y todavía tengo que conocer a varios de sus compañeros.
— Está bien. Hasta pronto, señorita Cynthia.
— Por cierto, señor Becker, ¿sabe qué? Creo que yo sé cómo podría abrir esas puertas.
— ¡¿En serio?! ¡Soy todo oídos, señorita Cynthia!
Ahora, querido lector, comprenderá por qué la historia de este carismático anciano me resultó tan cercana. Mi abuelo, el que algún día fue el famoso escritor Robert Becker, estaba perdiendo su dotada mente por culpa de la demencia, haciendo que fuera incapaz de realizar cualquier cosa por su cuenta, razón por la que tuvo que ser ingresado en el geriátrico. Cuando vi con qué pasión relataba su historia pude apreciar cómo aún se aferraba a sus recuerdos, y cómo su imaginación de escritor todavía no se había volatilizado, por lo que tuve un atisbo de esperanza. No iba a permitir que la demencia le borrara sus recuerdos.
Aunque de momento no ha logrado reconocerme, sé que con el paso del tiempo conseguirá abrir aquellas misteriosas puertas grises, hasta que se tope con una joven igualita a su Cynthia.
Gracias a mi ayuda, todos los días mi abuelo, el escritor Robert Becker, visita la Casa de las Ilusiones, y con cada puerta que se abre, vuelve a ser joven de nuevo.
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