Lena Grayson, exmédico militar, sostenía su rifle mientras guiaba a tres sobrevivientes a través del bosque. Su mente estaba en constante alerta. La guerra había terminado hacía meses, pero el mundo seguía siendo un caos. Frente a ellos, una estructura se alzaba como un monolito: una instalación científica abandonada conocida como «La Granja». Parecía un lugar tranquilo y seguro, un refugio. Lena no se confiaba del todo, pero el hambre y la desesperación habían hecho que cediera en su sentido común. Al cruzar la reja oxidada, un escalofrío frío y eléctrico recorría su espalda. Había algo sospechoso en el silencioso lugar. Las aves no cantaban. Ni siquiera el viento susurraba. Aun así, Lena dirige al grupo hacia la entrada principal, donde una puerta metálica estaba abierta de par en par.
«Esto no me gusta», murmura Jace, un adolescente con mirada nerviosa que apretaba un cuchillo como si pudiera salvar su vida. Lena asintió. Nada en este lugar se hacía notar normal. Dentro, las paredes estaban cubiertas de moho, manchas de sangre, excrementos, orina y marcas de arañazos, el lugar apestaba a muerto. Lena encontró un panel de control funcional, aunque apenas iluminado. Con dedos temblorosos, influenciados por la inanición, activó los sistemas de energía. Las luces parpadearon, revelando un pasillo largo y oscuro. Una voz robótica rompe el silencio: «Bienvenidos a la Unidad de Innovación Biológica. Por favor, procedan al área de descontaminación».
La voz metálica era demasiado amable, demasiado acogedora. A pesar de sus instintos, Lena avanzó, sus pasos resonando en el suelo metálico. El resto del grupo la seguía de cerca, sus sombras danzando en las paredes iluminadas por la tenue luz amarilla. Cuando llegaron a la supuesta «área de descontaminación», las puertas se cerraron de golpe tras ellos. Lena giró en seco, golpeando el metal con el rifle. Nada. Estaban atrapados.
«¿Qué demonios está pasando?». exigió Sara, una joven madre que sostenía a su hijo de dos años. Antes de que Lena pudiera responder, una pantalla frente a ellos se encendió, mostrando a un hombre de cabello gris y ojos fríos.
«Bienvenidos», dice la figura en la pantalla. «Soy el Dr. Everett Kane. Y ustedes, mis invitados, tendrán el honor de contribuir al futuro de la humanidad».
La pantalla se apagó antes de que alguien pudiera reaccionar. De repente, un gas comenzó a filtrarse desde las rejillas del techo. Lena cubrió su boca y ordenó a los demás hacer lo mismo, pero era inútil. Sus extremidades se sintieron pesadas y la oscuridad los envolvió. Lena despertó en una sala blanca, con un dolor punzante en su cabeza. Intentó moverse, pero sus manos y pies estaban sujetos a una camilla metálica. Miró alrededor y vio a Jace y Sara en camillas cercanas, aún inconscientes. El niño no estaba. Antes de que pudiera gritar, el Dr. Kane apareció junto a ella, ahora en persona. Su bata blanca estaba impecable, pero sus ojos irradiaban locura.
«La guerra nos enseñó que la carne es débil, que nuestros cuerpos son insuficientes para los desafíos que enfrentamos. Pero aquí, en mi granja, he encontrado la solución». Esta última frase ponía un énfasis fanático y enfermizo. De repente, un grito desgarrador llenó la sala. Provenía de un corredor cercano. Kane pareció deleitarse con el sonido. «Ah, parece que uno de mis sujetos anteriores está despierto. Quizás quieras verlo».
Kane presionó un botón, y las ataduras de Lena se aflojaron. Antes de que pudiera reaccionar, un par de robots humanoides aparecieron, empujándola fuera de la sala y hacia el corredor. El grito continuaba. Lena giró una esquina y se detuvo en seco. En el centro de la habitación había un hombre, o lo que quedaba de él. Su torso estaba fusionado con una masa amorfa de carne y metal. Tubos salían de su espalda, bombeando un líquido extraño, como si fuera bilis que parecía extenderse por su cuerpo. Sus ojos, aún humanos, se fijaron en Lena, reflejando un dolor insoportable.
«Ayúdame», susurró con voz ronca. Lena retrocedió; el horror era tanto que la tenía paralizada.
«Es magnífico, ¿no crees?» dice Kane detrás de ella. «Un cuerpo capaz de regenerarse indefinidamente, de soportar cualquier daño». Con esta última expresión sonreía con los labios cerrados. La mente de Lena intentaba procesar todo lo que estaba pasando, buscando una forma de razonar todo. Mientras Kane bailaba como un loco, ella vio una llave inglesa encima de la mesa. Aprovechando un momento de descuido, Lena arrancó la llave y golpeó a Kane en la cabeza. De ahí, corre hacia el panel más cercano y desactiva las cerraduras de las celdas. Las puertas del corredor se abren, liberando a los demás sobrevivientes. Jace apareció tambaleándose. «¿Qué está pasando?», pregunta. Lena lo agarró del hombro. «Tenemos que salir de aquí».
El grupo corre por los pasillos, pero la instalación era un laberinto. De vez en cuando, escuchaban gruñidos y golpes provenientes de las salas que estaban cerradas, pero sentían también los seguía. Finalmente, llegaron a una sala con un enorme tanque lleno de un líquido verde fluorescente. En su interior, algo se movía. Al acercarse, Lena vio que era un ser humanoide con extremidades alargadas.
«¿Qué demonios es eso?», murmura Sara, abrazando a su hijo con fuerza.
«El futuro», dice Kane, apareciendo sorpresivamente, detrás de ellos con una sonrisa maníaca.
El tanque comenzó a agrietarse. El ser en su interior abrió los ojos, y Lena sintió que el terror o mejor dicho, el horror la invadía. Antes de que pudiera reaccionar, el cristal se rompe, y la criatura emerge. El grupo corre, esquivando los ataques de la criatura. Jace logra abrir una escotilla de emergencia, y uno por uno escapan, dejando atrás la instalación. Afuera, el aire frío de la noche los recibe. Lena mira hacia atrás, viendo cómo las luces de la Granja parpadeaban antes de apagarse.
El grupo continúa caminando, conscientes de que la guerra había terminado, pero los verdaderos horrores apenas estaban por comenzar.
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