Cuando el viento calla

Cuando el viento calla

J.E. Gutiérrez

07/04/2025

CUANDO EL VIENTO CALLA.

A muchos kilómetros de las cambiantes costas antárticas, un investigador perdido camina con dificultad por una infinita llanura de un blanco tenue y fantasmagórico, iluminado solamente por un millar de estrellas que atestiguan una noche sin luna. Al investigador le pasan por la cabeza sus idas y venidas; los amores perdidos y los que pudieron ser; la gente que se fue; sus momentos de ilusión y también los de dolor, que no fueron pocos; y es que debes haber perdido mucho para decidir trabajar en el confín del mundo. Recordando todo eso, el investigador llora, no de tristeza sino de añoranza, reparando en lo bonito que había sido pasar aquellas penurias pues, al fin y al cabo, de alguna extraña manera hasta las penas te hacen sentir vivo. Y quiere vivir, más que nunca.

Mientras sus lágrimas congeladas caen a la nieve, camina deseando poder cambiar el profundo miedo que le inunda ahora por cualquiera de sus viejos pesares, un miedo a la naturaleza más salvaje y pura a la que nadie está acostumbrado, ya que el ser humano tiende a dar por hecho que ha domado este mundo.

La ventisca que le hizo perderse amainó hace ya varias horas y ahora la noche está calmada hasta lo inquietante, corre una brisa tan sutil que lo único que puede escuchar el investigador son sus sollozos y las pisadas en la nieve, algo extraño en esta región tan ventosa. Pero el clima extremo no es el origen de sus temores, sino la vastedad de absoluta nada por la que está vagando, la sensación de no estar en ninguna parte le oprime el pecho hasta sentir que se ahoga, es como si este lugar quedara tan fuera de los límites de lo conocido que todo lo que queda aquí es un gran lienzo en blanco.

Cierra los ojos sin dejar de caminar para perder de vista el desolado e inquietante paisaje, tratando de llevarse con su visión el terrible sentimiento de insignificancia que le está atormentando. Piensa en las horribles y antiquísimas cosas que estos mantos de nieve deben haber ocultado durante un tiempo incalculable, sin que ningún humano las haya visto o verá jamás, y en que él formará parte de esos vestigios perdidos en cuestión de horas.

«Y no quedará nadie para recordarme», piensa.

«Como mucho, algunos de mis compañeros, hasta que yo mismo me convierta en un cuento más que contar a los nuevos. Bueno, dicen que tu entorno te moldea y te define, supongo que no podría tener un final más acorde, nunca he significado lo bastante para nadie, y sin nadie que tirase de mí vine aquí porque el salario era bueno, no hubo más».

Pero tras una breve pausa, repara en sus pensamientos y recuerda el objetivo de la expedición en la que estaba participando antes de que llegase la ventisca.

«Mis compañeros…».

El investigador salió desde una villa chilena de la costa junto a una decena de hombres más hace ya bastantes horas, en una expedición de búsqueda para encontrar a Pedro Vega, biólogo que desapareció exactamente un mes atrás, dejando tan solo un rastro de huellas que los vientos se encargaron de llevarse rápidamente. Dirigiendo todos sus pensamientos a ello para distraerse del miedo y el derrotismo, comienza a repasar mentalmente los detalles de la expedición, preguntándose inevitablemente si también organizarán una misión para buscarle a él o darán a ambos por perdidos para no correr más riesgos, además, la ventisca le pilló a muchos kilómetros de la villa.

El terreno comienza a ascender ligeramente durante un largo tramo, y casi da un traspiés cuando se topa de repente con un descenso abrupto, no muy alto, pero abajo el terreno vuelve a descender, en una inclinación suave e ininterrumpida que forma una gran cuenca, tan profunda que extrañamente ni el espectral brillo de la luna llena consigue bañar con su luz las partes más alejadas. Los parajes antárticos son cambiantes, la nieve y el hielo se amontonan y desamontonan a voluntad de los vientos y la temperatura, por lo que el investigador se debate en si ha pasado ya por aquí hace unas horas o no, y decide que podría ser uno de los sitios que ha explorado con la expedición en busca de grutas o grietas donde Pedro Vega se pudiera haber guarecido o caído por accidente. Coge su pesada mochila y la arroja a la pendiente para comprobar la profundidad de la nieve, confirma que es seguro pisar al ver que la mochila no se hunde demasiado y continúa la marcha ladera abajo.

«No habrá lápida ni epitafio», piensa.

La villa donde reside desde que llegó al continente es de comunidad científica y no se trata de gente supersticiosa, pero en una población tan pequeña no hay demasiado que hacer y nunca faltan las historias para entretenerse en los largos ratos muertos. Son muchas las desapariciones que han tenido lugar en las vastas llanuras de la Antártida, en muy pocas ocasiones se vuelve a ver a los desaparecidos con vida, y aún menos veces se hallan los cuerpos. Cada desaparición trae consigo rumores, habladurías y por último una historia algo decorada para hacerla más morbosa: figuras espectrales errando en la lejanía y lamentos arrastrados por el viento, de personas perdidas hace tiempo.
Y aunque él sabe que no son más que cuentos de fogata, la imaginación aflora con facilidad en la oscuridad de la noche, más y más acentuada conforme desciende por la cuenca. El miedo empieza a crecer poco a poco en el investigador, otra vez, hasta alcanzar la paranoia. Mira tras su espalda y a los lados con nerviosismo, el tiriteo provocado por el frío se empieza a mezclar con los temblores provocados por el terror, pareciendo por momentos que está convulsionando, y en un impulso de paranoia y miedo, comienza a aligerar el paso hasta correr con dificultad por la nieve, que le llega por encima de los tobillos.

Lejos de resultar liberadora, su carrera frena en seco por algo espeluznante, devastador para su psique y casi para su alma, que por poco se le escapa por la boca con una amarga exhalación al darse cuenta de que, al correr, la oscuridad que tenía delante se acercó hacia él. No es que la luz no llegase a iluminar por completo la cuenca, sino que a unos pasos del investigador, la misma nieve se torna negra como la noche que le rodea, extendiéndose más allá de donde le alcanza la vista hasta fundirse con la oscuridad del cielo en una escena abisal y ominosa.

A unos pocos pasos, hasta el lienzo en blanco se acaba para dar paso al mismísimo vacío, y la insignificancia existencial vuelve a destrozar la cabeza del investigador, acompañada de un feroz miedo a lo desconocido. Pero es un hombre escéptico y, como si se jugase su integridad científica, continua el paso por la nieve negra entre fuertes temblores de frío y disimulado pánico, mientras se pregunta si no habrá cerca alguna actividad minera o industrial de la que no tuviera constancia, eso podría haber contaminado la nieve y tendría bastante sentido en un punto tan bajo del terreno.

Continúa caminando, sin señales de minería o cualquier tipo de actividad humana, y en uno de sus furtivos y paranoicos vistazos a sus espaldas descubre con pavor que ha andado lo suficiente para perder de vista la nieve blanca y ahora está rodeado por la inmensidad del vacío, de la nada más espantosa que pueda experimentar nadie en este planeta, de eso está seguro, pues las llanuras blancas al menos tenían luz y volumen.

Esto es la ausencia de todo.

Llorando de nuevo, esta vez de sobrecogimiento, sigue su camino.

«Está bien, el sitio para la nada es la nada».

No tarda en volver a avistar con gran alivio un retazo de color blanco, muy pequeño. Se acerca aligerando el paso, quizás si descubre que es un parche blanco en la nieve pueda confirmar que, sin duda, es nieve contaminada. Al acercarse descubre el primer atisbo de presencia humana: un cráneo semienterrado.

Lanzándolo por los aires, se da la vuelta, corriendo fatigosamente sobre sus pasos mientras grita ahogado y ronco, por haberse quebrado la garganta hace horas pidiendo auxilio, hasta que tropieza con un bulto que estaba oculto bajo la nieve negra, cayendo de manera aparatosa. Antes de recomponerse su imaginación se desata, y su cabeza se llena de sórdidas imágenes de lo que podría haberle hecho tropezar, puede que uno de esos horribles secretos de antigüedad incalculable que el ser humano no está destinado a descubrir.

Se levanta. Y es capaz de distinguir un bulto rojo de algún material sintético entre toda la nieve que ha levantado, lo intenta desenterrar con las manos, deseando que se trate de equipamiento de emergencia que pueda contener bengalas o una linterna. Pero se queda petrificado al apartar nieve de un manotazo y descubrir el rostro congelado de Pedro Vega. El biólogo murió acuclillado y tumbado sobre su costado, con la cara desfigurada en una expresión de terror y sufrimiento contenido, y sus ojos entrecerrados y arrugados miran de reojo hacia arriba, donde se encuentra el investigador. Su mente estalla en pensamientos de muerte y horror, más allá de cuestionarse cómo ha llegado aquí su compañero, se plantea si abandonar toda esperanza. Mientras su cabeza se consume en el caos, se pierde en la expresión y facciones espeluznantes con las que murió Pedro Vega, vagamente iluminadas por la luz de la luna llena.

«Salvo que», reflexiona el investigador, «esta noche no había luna». Poniendo toda su voluntad en mover a duras penas su cuerpo congelado de frío y miedo, se va girando y dirige su mirada hacia el cielo, donde estaba mirando Pedro antes de morir.

«Y allí estaba la luna, y la luna parpadeó».

Contra todo sentido, desafiando completamente su cordura, el astro comienza a moverse muy sutilmente por el cielo, pero de manera perceptible, y lo confirma con profundo espanto al darse cuenta de que, cuando parece moverse, se apagan las estrellas a su alrededor en un radio enorme. El investigador da un paso atrás, más y más estrellas comienzan a apagarse, y la luna se empieza a hacer mucho más grande después de un atroz parpadeo, no como parpadean las bombillas o las luces de un coche, sino como parpadearía un monstruoso ojo.

Roto, sintiendo que mengua en cuerpo y espíritu ante lo que está presenciando, el investigador se pone de rodillas y después se acuclilla de costado sobre la nieve negra.

«Me he vuelto loco, si espero un rato todo pasará», y cierra los ojos porque sabe que no es así.

Intenta no hacer ruido, pero le cuesta contener los gemidos de su llanto. De pronto, sus sollozos se detienen al instante, cuando escucha algo en el silencio sepulcral de esta noche sin viento. Un tarareo gutural y distante, pero ensordecedor, una nana grotesca procedente de los cielos. Y la nana se va deformando, retumbando en un gorgoteo que hace temblar el firmamento, el suelo y al mismo investigador que, en una lucha encarnizada contra su razón, echa un último vistazo.

***

Nadie volvió a verlo, no se hizo partida de búsqueda para evitar poner en riesgo las vidas del resto del equipo por los impredecibles cambios meteorológicos que tuvieron lugar aquel invierno, tampoco nadie escribió ni llamó preguntando por él tras su desaparición. Hay gente en la villa que afirma haber visto la luna aquella noche, aunque no coincidiera con el calendario, y después de rumores sobre las negligencias de la expedición y habladurías sobre algunas noches de siniestra calma, se empezó a contar entre los habitantes y trabajadores de la villa —sobre todo a los nuevos— que, en las gélidas noches sin luna, trae mala suerte salir de las casas, pues la luna de los difuntos puede venir a reclamarte:

«Y así fue que la luna se llevó a un investigador».

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