Había suficiente silencio para que los latidos de mi corazón
resonaran hasta mis oídos, cada latido parecía achicar el pequeño cuarto
donde estaba, uno más intenso que el anterior. No sabía que estaba
haciendo en una tina, pero estaba ahí, encerrada en una habitación que
no se le puede llamar una habitación; tan pequeña como un armario,
pintada de color verde en su aspecto más abandonado y enfermizo,
únicamente por una puerta de hierro. La había visto un momento al creer
que había algo detrás de esa puerta, pero volví a agachar la cabeza y me
removí dentro de la tina, incómoda. Sí, estaba dentro de una tina
sucia, pero me sentía segura dentro, no quería salir y tampoco volver a
mirar la puerta.
Sentía los ojos cansados y apenas podía parpadear
con normalidad, me llevé una mano a la cara y froté bruscamente para
espabilarme, aunque fue inútil. Es la clase de situación en la que no
puedes hacerlo tú mismo, la situación en la cual te sientes como un
bastardo por no poder ayudarte tú solo y te ves tan vulnerable. No había
nadie que pudiera ver cómo estaba, así que yo era mi propia audiencia y
juez, creo que eso era peor. Un sonido se escuchó y miré la puerta de
hierro inmediatamente. Venía del otro lado.
«Venga —dije en mi mente—, ya es suficiente…» y apoyé las manos a los
costados de la tina lentamente, cuando estuve por levantarme sentí
humedad bajó mi piel. Antes no había agua en la tina, estaba segura de
eso. No fui capaz de sentir asco hasta que un estruendo me asustó y
volví a caer sobre la tina, me había tapado las orejas y no tuve
cuidado. El dolor apareció después. Y sólo se había tratado de la
ventana, se abrió otra vez con agresividad, como un azote. Miré a través
de la ventana, sólo había oscuridad y nada más, pero por ese instante
dejé de creer en mis propios ojos. Quise cerrar de nuevo, pero hubo algo
allá afuera que no me lo permitió.
Todo estaba oscuro, pero la
superficie era suave, era mi vieja cama. Cuando abrí los ojos me alivié
al ver mi habitación, la vieja de cuando vivía con mi familia. «¿Cómo
olvidé haber llegado?», pensé todavía echada en la cama. No me había
dado cuenta de que había echado de menos esa cama, podía sentir los
alambres molestando debajo de la tela del colchón, pero seguía
sintiéndose cómoda. No tardé en levantarme porque escuché a alguien
tosiendo, salí de la habitación y encontré a mi primo.
—¿Estás
mal? ¿Qué te pasa? —le pregunté en cuanto lo vi. Parecía que se ahogaba,
tosía fuerte pero no había indicios de que fuese grave. Me miró y negó.
—Están fumando mucho hoy —dijo y volvió a toser. Jamás habría
esperado esa respuesta, en casa nadie fumaba. Casi se trataba de una
prohibición.
Me acerqué a él con una expresión extraña, le di una
palmada ligera en el hombro y decidí no decirle nada más. Tenía la
impresión de que nadie en esa casa sabía de mi estancia, pero no hubo
ninguna sorpresa en mi primer encuentro. No mencionaré el nombre de mi
primo, pero diré que apenas tenía dieciséis años y aunque a veces
actuaba como un rebelde, a él tampoco se le permitían vicios como esos.
Habíamos sido criados de esa manera, éramos o intentábamos ser el
concepto de lo que nuestros padres consideraban lo ideal; pero alguno de
nosotros siempre tendía a fallar más. De alguna manera yo admiraba a
ese que fallaba más y sabía seguir adelante, como también sabía
enfrentar el terror de la furiosa figura materna. Yo, en cambio, era una
cobarde.
Dejé a mi primo atrás, se había quedado en el baño y me dirigí a la
cocina, de ahí provenía el ruido de la gente que empecé a escuchar. Tras
abrir la puerta sólo encontré a una tía muy lejana sentada en la mesa
del comedor, tenía un cigarrillo en la boca y me miró con desdén. Me
percaté de que la cocina estaba llena de humo y no pude mantenerme firme
en cuanto me adentré allí. Pronto me sentí mareada y me cubrí la boca.
Me importó un bledo la tía lejana y la dejé atrás para entrar a la sala
de estar, pero el humo seguía siendo denso. Entre la visión nublada miré
a mi familia reunida, sentados con cigarrillos en las manos y bocas,
todo se estaba volviendo más extraño e incomprensible.
—Ah, mira
quién está aquí —anunció el más viejo, mi abuelo, al mirarme. Su asombro
duró un segundo para después dedicarme un rayo de desprecio. Los demás
se mantuvieron en silencio.
—¿Qué carajos están haciendo?…
—pregunté aún sin aliento y decepción. Pude sentir el ardor en los ojos
por culpa del ambiente.
Miré a mis hermanos más pequeños, ellos
también fumaban con una naturalidad enfermiza, analicé sus rostros, no
podía creer que eran reales. ¿Cómo podía comprobar que no era un sueño?
Miré a mi abuelo otra vez cuando lo escuché hablar dirigiéndose a mí
padre y descaradamente ignorando mi presencia.
—Esta es peor que
la basura, ¡es una mierda! —espetó y dio una calada, me miró un segundo
con aburrimiento—. Se van y abandonan a la familia, luego vuelven
esperando a que le ofrezcamos donde quedarse, sólo nos usan. ¿Crees que
se ha acordado de vos, René? Por favor, ¡no se acuerda ni de mí, que
toda la vida la crié!
—Cómo puedes ser tan descarado —murmuré adolorida, viéndolo.
Quise acercarme a él, pero una rabia interna me detuvo y salí de la
sala, no llegué muy lejos porque los pasos fuertes de ese señor
resonaron en mis oídos tortuosamente. Recuerdo que no solía escapar de
él porque temía ser atrapada y que el castigo fuese aún peor, la
obediencia me solía garantizar cierta protección, pero sólo aliviaba lo
inevitable. La valentía puede verse de distintas maneras, corriendo
aunque sepas que serás atrapado o teniendo la esperanza de que no será
así; ahora había escapado para ser perseguida y enfrentar el mayor
terror, el odio de la familia.
Me giré para encontrar a mi padre,
como se ha mencionado anteriormente, se llamaba René y solía ser más
amable conmigo, pero como todo en ese momento, él también actuó
diferente. Miré de inmediato su mano cuando empezó a levantarla para
apuntarme con un arma y algo en mi interior se congeló, no podía estar
pasando. Lo miré a los ojos y sabía que no era él mismo, su mirada
parecía tan enferma como un zombie. Levanté las manos lentamente para no
alterarlo, aunque creía conocer a mi padre, algo en mi corazón no se
encontró sorprendido de verlo apuntarme con un arma. Sí, fue amable
conmigo, pero no dudé en que era capaz de dispararme. El pensamiento
alteró algo que ya era evidente en mi cabeza, había aceptado a mi papá
desde siempre y nunca me importó lo que hiciera, él era completamente
libre de su primogénita olvidada porque no le despreciaba; quizá la
permisividad me golpeó de vuelta en ese instante.
—Adelante, dispare —dije finalmente. Sentía la frialdad de la punta del arma descansar peligrosamente sobre la piel de mi frente. ¿Por qué mi esperanza en ellos sigue luchando contra mí? ¿Por qué tengo fe en que no
lo hará y me arriesgo? No vi ningún cambio en su rostro, pero el mío se paralizó un segundo cuando la bala fue disparada. Escuché el cuerpo caer al suelo, pero podía verlo en el mismo sitio sin ninguna alteración. Él miró el cuerpo desplomarse y ya no me miraba a mí. Estaba muerta.
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