I
—¿En dónde está mi hermano? ¿En dónde está mi hermano? —resonaba una voz corpulenta y varonil adentrándose por las escaleras contiguas al gran vestíbulo.
Los pasos cadenciosos resonaban peldaño a peldaño, sacudían la quietud que reinaba en el suntuoso palacio del Acrocorinto. Con mínimo decoro y muy afanado en su tarea parecía esforzarse en anunciar su presencia, ostensible por sí sola, realzada por el agudo tintineo de las alhajas colgantes de sus ropajes. Periandro lo había escuchado, pero no volteó para verlo ingresar a su salón ubicado en la cúspide del palacio.
Solía el soberano de Corinto recibir a sus visitantes haciendo gala de grandes dones de hospitalidad. No escatimaba en preparar opíparos banquetes aunque se tratase de apenas un puñado de emisarios, y en convocar rapsodas y corales para animarlos al convite. Para aderezar tales embriagantes veladas, según la distinción de sus huéspedes, se esmeraba en tener siempre a su alcance un florido grupo de las más prominentes hetairas o rameras, oficiantes ellas en los ajetreados porneion aledaños al templo de Afrodita. No era únicamente para presumir de su poder o agradar a sus contertulios, sino que obedecía a su política de favores, pues consideraba necesario encantar primero por los ojos para condicionar los corazones de todo extranjero que ponga sus pies en Corinto.
Pero no había, esta vez, magníficos banquetes ni exuberantes cortesanas ni dulcísimos cánticos. Pues desde que el anciano Arión, el tañedor lesbio, tras caer enfermo, cerró sus labios para sumirse en el sombrío y misterioso sueño de la muerte, Periandro decretó el estado de luto en toda Corinto. Bajo pena de muerte, ningún poeta tenía permitido, ni en público ni en privado, entonar canto alguno en la doliente pólis hasta que se inaugure el monumento al egregio citaredo lesbio: una fuente circular con la talla de un espléndido delfín irguiéndose rampante sobre las aguas.
—Medio hermano, precisamente. —El tirano corrigió al visitante vociferando con cierto tono grave y profundo, ardiendo tras sus ojos el frenesí del vino.
Permaneció apostado en su mullido y orlado camastro, con la mirada perdida hacia el ampuloso balcón marmóreo. En la lejanía, bajo un cielo de nubes de plomo, llegaba a delinearse hasta el más distante de los picos del Peloponeso. Ya su padre Cípselo había comenzado a fortificar todo aquel vasto complejo: la meseta del Acrocorinto. Desde abajo, por su silueta sugestiva, los corintios de antaño nombraron a esa altísima morada “el asiento de los dioses”, una cumbre cuya dimensión superaba incluso a la entera pólis de Corinto. Desde los puntos correctos, las vistas dominaban todo el Golfo de Corinto, esmeraldino en invierno y moteado en verano. Se apreciaba toda Sición y se perdía hacia la inmensidad de Acaya a la sombra del monte Erimanto. Al frente, en Fócida, se figuraba el pico nevado del Parnaso. Más acá la península de Peracora, donde tenía Periandro un puerto naval, y el istmo por donde el diólkos dividía el paso hacia la Megáride y el Ática. Con todo, pretendía pasar por ser una acrópolis, pero Periandro quería transformarlo en algo más… En el culmen de su acabada visión, tomaba la forma de una acrópolis-fortaleza, el más inexpugnable y estupendo alcázar jamás contemplado por los hombres.
Un robusto e infranqueable cinturón de murallas con torreones quebradizos. Las puertas de bronce de Belerofonte y el rutilante monumento a Pegaso. El Mausoleo de Cípselo con incrustaciones de oro. El templo de Afrodita de anchas columnas. El de Eros y el de Helios, separados por un fastuoso aljibe de piedra bellamente bruñida. El Sisifeo, santuario dedicado al fundador de Éfira. El manantial superior de la Fuente de Pirene, todo rodeado por columnatas y escalinatas de mármol. Y, por supuesto, en su punto más alto, los aposentos palaciegos del tirano, que contaba con tantos patios y balcones como habitaciones. Todas estas maravillas, como ciudadelas, se erguían en los múltiples niveles de la ciudad elevada, que albergaba también amplias y onduladas planicies de pastoreo, generosos espacios cívicos de mercadeo y el bullicioso porneion aledaño al templo de la diosa del amor, donde sus acólitas y hieródulas pasaban a ejercer la prostitución sagrada.
Desde la pólis, era un viaje extenuante. Todo ello había atravesado Gordias, el tirano de Ambracia, para finalmente comparecer en los ricos aposentos altos de su hermano. Antes de ingresar al gran salón, rozó sus túnicas una figura de contextura pequeña y frágil que se escabulló por lo bajo, entre su posición y una de las dos vasijas floridas bajo el dintel. Era una mujer que iba con el torso desnudo. Tenía la boca y el mentón humedecidos. Su piel era del tono del ébano, y sus labios y pechos carnosos y protuberantes. La fémina evitó cruzar con su mirada, pero el tirano notó mil vergüenzas bordeando las blancas cuencas de sus ojos lacrimosos, del color de la miel tostada. «Será una de las nuevas muchachas destinadas al porneion», caviló para sus adentros.
—¡La exigencia y la mordacidad siempre te han distinguido, hermano mío! —proclamó el visitante, haciendo caso omiso de tal situación.
Ni bien culminó su proclama, el corintio arrojó con vehemencia una labrada jarra de plata contra una esquina de la alta techumbre del palacio. Rebotó por mil partes y los ecos metálicos estremecieron todo el aposento.
—Un regalo… de… Egipto… —musitaba, jactancioso y con voz impertérrita.
Gordias conocía su temperamento cambiante, impredecible, pero también conocía la ley. Si bien Periandro era el menor, era el natural y legítimo sucesor de su padre Cípselo, quien había casado con Cratea, una princesa Baquíada desdeñada por su famosa fealdad. Gordias, por otra parte, era hijo de una mujer noble del Epiro, aunque bárbara, a quien su padre mantuvo un tiempo como concubina durante la larga campaña de Córcira. El difunto Cípselo, quien se proclamaba de linaje Heráclida, dictó una prudente ley en su Decálogo que prohibía a cualquiera de sus descendientes conspirar entre ellos mismos. Estaban esculpidas en piedra en el centro del ágora pública de Corinto, en una columna de diorita de cuatro caras que sostenía su efigie, cercana al manantial inferior de la Fuente de Pirene. De entre las demás, ésta versaba así:
«Yo, Cípselo de Corinto, hijo de Eetión, fundador de emporios y colonias, benefactor de este pueblo que me ama de igual forma, quien erradicó de su suelo los males traídos por los pérfidos Baquíadas, dejando solo a los que honran esta tierra, a quien Sísifo llamó Éfira y yo llamo Corinto [así comenzaba cada una de las leyes del decálogo], decreto que ninguno de mis descendientes, de la antigua y noble sangre Heráclida, deberá jamás atentar contra los de su propio linaje, pues también atentarán contra mí · Quien viole esta ley sufrirá la terrible penalidad del exilio y no se someterá jamás al servicio de otra pólis · Si quisiera redimirse y purgar su vergüenza, erigirá por sí mismo una colonia en otro sitio y la hará prosperar bajo la vista de los dioses inmortales · De no hacerlo, otro de mis descendientes deberá darle muerte · tal grandeza es digna de un Heráclida».
De esta manera Cípselo se aseguró que, en casos de alta traición familiar, los más fuertes de sus descendientes continúen expandiendo sus dominios y perpetuando con éxito su progenie. No solo así los instaba a resolver cualquier conflicto mediante la palabra, en asamblea, sino que su auténtica intención era que, conforme a la grandeza que presuponían tales hazañas, algún Heráclida pase a llamarse Cipsélida, lo que lo dejaría entonces inmortalizado, como ocurría a menudo en el reino inasible de los mitos.
—¡Quién será digno de cantar en mi corte! ¡Oh Zeus de larga vista, padre de toda justicia! ¡Acude a tu hijo, el ilustre Apolo, conductor de las Musas! ¡Que me brinde pronto un aedo insigne que se amolde a mis gustos caros de saciar! ¡Y que endulce mis oídos, como supo hacerlo Arión, antes que la desazón y la añoranza me consuman el alma por completo! —Así suplicó Periandro, que habíase erguido de pronto y salió al balcón con los brazos en cruz y una rodilla al suelo, dirigiendo su voz a los cielos. Su lengua resbaladiza denotaba los efectos del vino.
Provechoso era para el de Ambracia entonces visitar a su poderoso hermano en esta ocasión, en tanto sabía que lo hallaría vulnerable de ánimos por motivo de los extensos funerales del gloriado Arión, quien fuese su venerado rapsoda y citaredo. De todos modos, en nada temía Periandro a su hermano Gordias, quien era, a todas luces y según la voz popular, inferior a él tanto en rango, en valentía y en formación y destreza intelectual. Empero, por razón de los años que ya pesaban sobre él, temía más a su hijo y heredero Psámico, un joven de cuerpo y mente audaces, pues sobresalía en múltiples disciplinas y acusaba la misma edad que su propio hijo Licofrón.
«Nada ha cambiado: aún es el mismo niño caprichoso y obstinado atrapado en un cuerpo adulto», se dijo Gordias, pues le era inevitable hacerlo cada vez que atestiguaba los abruptos retorcijones temperamentales de su medio hermano. Pero no se animó a poner ese pensamiento en palabras, sino que se esmeró en conmiserarlo con la mirada; igualó su gesto extendiéndole los brazos, y le habló de esta suerte:
—¡Oh Periandro, hermano mío! ¡Si por mí fuera, a los confines del mundo iría a capturar al prodigioso Orfeo para que aplaque tu dolor y te conceda mil veladas dichosas!
—¿Y por qué no lo has hecho ya, entonces? —le cuestionó Periandro con denodado sarcasmo, como si lo pusiera a prueba, y cruzó con su mirada por primera vez.
—¡Ah, mi consentido hermano menor! Mis labores allá en Ambracia requieren mi supervisión en todo momento. Sofoqué algunas revueltas en Córcira, la tierra de astilleros, posesión por la que luchó nuestro gloriado padre… Y mandé castrar a los sublevados, tal como siempre me has sugerido.
—¿Enfrentas revueltas en Córcira y aún así vienes a visitarme? ¡Viejo estúpido! Intentas consolarme clavándome espinas…
—¡Ea, Periandro! ¿Es que no conoces a tu leal hermano Gordias? ¡Todo está bajo control, te digo! Tres altos supervisores del Santuario de Dodona ya se están ocupando del asunto. Nadie osará sublevarse ante tales sagradas presencias. ¡Ah! ¡Y nuestros astilleros prosperan como nunca antes! Como prueba de ello, un flamante trirreme atraqué en tu puerto; todo de bello labrado y modelado según los planos de Ameinocles. ¡Es mi obsequio hacia tí! ¿Qué otra cosa esperarías de un digno hijo de Cípselo? ¡Toda Ambracia es mi casa y Acarnania mi jardín delantero! Domino mi golfo y todo el mar de Córcira. ¡Con regalos me honran las tribus de Tesprotia y las del Epiro, la tierra de mi madre! Establecí puestos de avanzada en Iliria, en Léucade, en Ítaca y en Cefalonia. Percibo buenos tributos de las tres rutas a Dodona… ¡y hasta mi hijo Psámico dirige incursiones y negocia con éxito con esos piratas etolios de Calidón!
Si bien compartieron en la niñez largas temporadas juntos, Gordias y Periandro habíanse criado en sitios y entornos muy distintos. Hasta el acento de sus propias lenguas difería. Con el paso de los años, estas visitas se hicieron cada vez más esporádicas, pero nunca abandonaban ese marcado tono cercano y fraternal. Tanto Cípselo como Periandro se habían esmerado en resaltar las diferencias honoríficas respecto a Gordias; el de Corinto siempre había resultado favorecido. Pues, mientras Corinto prevalecía como la pólis más rica de Grecia, sus habitantes consideraban a Ambracia un mero enclave helenizado entre los bárbaros del Epiro y la montañosa Tesprótide.
Pero era Córcira, en concreto, tierra de astilleros e ingenieros navales, ubicada en la isla de Corfú, frente a Tesprotia, la que había significado una cara posesión para su padre. Fue conquistada mediante asedio naval junto a su aliado Trasíbulo de Mileto y, una vez saqueada, privaron de la vida a todos sus residentes. Era un punto estratégico de cabal importancia, pues desde allí partía la ruta más segura hacia Siracusa, la colonia más prominente y antigua de Corinto fundada por los Baquíadas, enemigos de Cípselo, por lo que siempre era imperativo mantener una estricta vigilancia en pro de tender alianzas políticas y comerciales y aplazar cualquier rebelión con aires de plena independencia.
Por otro lado, Tesprotia y Epiro eran regiones oraculares donde se emplazaban, respectivamente, el Necronomantío del Aqueronte, el “oráculo de los muertos” —unos ubicaban allí, a la vera de ese río, las puertas del Inframundo—; y el Santuario de Zeus Dodoneo, el “oráculo del roble sagrado”, el más antiguo habido entre los griegos. Si bien ambos sitios de culto hoy permanecían a la sombra de la gloriosa Delfos de Apolo Pitio, todavía desprendían ecos de su antiguo esplendor, por lo que gozaban de pingües ofrendas y percibían gratos tesoros año tras año. Por estos motivos, Cípselo había decidido dotar a su hijo Gordias de muchos honores para afianzar su posición en Ambracia, el punto desde el cual hacerse cargo de todas las regiones que le circundaban. No lo hizo sin razón, pues Gordias siempre se reveló como un súbdito obediente y un soberano competente.
Periandro entonces miró de nuevo a su hermano. Lo escrutó con minucia y en él reconoció, por primera vez, ciertos rasgos de su padre. Había envejecido hasta alcanzar la misma edad en la que aquel amasó sus triunfos más valiosos y memorables. Su barba lacia bajo un mentón recio y protuberante. Sus ojos chispeantes de múltiples destellos que parecían vibrar cuando mantenía la mirada. La cicatriz en la sien que él mismo le propició cuando niño. La melena echada hacia atrás por acción de su corona, de la que asomaban ciertos mechones desgreñados y encanecidos, y dos trenzas anilladas descansando en cada hombro. Era apenas más alto que él, pero más estilizado y menos fornido de brazos y pecho. Siempre le había inquietado la pasividad con la que Gordias aceptaba, complacido y sin miramientos, ese segundo escalafón al que se lo relegó toda la vida. Notó también que aún permanecía impasible, sonriéndole con los brazos abiertos, esperando a que su hermano se funda en su abrazo.
—En el país de los ciegos el tuerto es rey, ¿verdad? —lanzó Periandro con ánimo jocoso, aunque la intención de su palabra no concertaba con la amargura aún postrada en su rostro.
Tal sentencia arrancó una carcajada en Gordias, quien, inmutable, le replicó:
—¡Ah, hermano bribón! Tú cosechas la gloria; tú tienes Corinto. ¡Tienes el diólkos! El control del comercio con las numerosas colonias corintias a lo ancho del mundo. Desde Siracusa hasta la oscura tierra de Medea. Tienes a tu bellísima esposa que te da hijos nobles y… ¡este inexpugnable y fastuoso bastión, tan digno a ojos de los dioses! ¿Y alguna vez te he presentado queja alguna? ¡Ea, hermano —insistió—, ambos conocemos bien la ley de Cípselo!… ¡Ven aquí y abraza a tu hermano mayor como es debido!
Periandro, entonces, complacido por sus halagos aunque receloso de sus intenciones, se abrió de brazos y calculó sus movimientos para que sea finalmente Gordias quien se hunda el primero en su pecho. Las caras alhajas resonaron. Ya sumidos en el punto álgido de tal comercio, Periandro lo apartó de golpe por los hombros. Lo miró a los ojos y le advirtió mediante un ligero cambio de humor, agravando la voz:
—Pero una cosa te digo, Gordias… Deja a Etolia en mis manos. No es territorio de tu competencia. Ni la de tu hijo.
—Como tú digas se hará, hermano mío —afirmó el de Ambracia con una ancha sonrisa.
Periandro asintió, y se separaron finalmente uno del otro.
—Ven —le dijo—. ¡Fúndete conmigo en mi quebranto!…
Acto seguido, convocó con un grito a su copero. El muchacho compareció en el aposento y se apresuró a escanciar el dulce licor hasta colmar la copa de Gordias, según la orden de su amo. El de Ambracia notó la mirada de ese joven algo extraviada, muy afanado en su oficio, lo que, por algún extraño motivo, lo llevó a pensar en la muchacha egipcia que acababa de salir, como si los uniera la misma vaga melancolía. «Esos ojos…» La misma melancolía que embargaba a los cientos de plañideros que contó errando por los caminos de la pólis: hombres y mujeres emitiendo agudos llantos y gemidos, mesándose los cabellos, arañándose las mejillas… Con su nombre puesto en los labios, todos lamentaban la pérdida de Arión, el ínclito rapsoda lesbio. Recordó ver algunos revolcándose por el suelo, azotándose la cabeza contra el pavimento, pero decidió no dar más cavilación a ello.
Los tiranos se dirigieron después hacia el balcón, de dónde podían apreciar por encima el suntuoso Mausoleo de Cípselo, todo circundado por frondosos jardines. Hicieron una libación, se solazaron un tiempo con aquella vista, hasta que fue Gordias quien habló:
—¿Aún sigues tolerando al tío Eudoro y al viejo Leagro impartiéndote sus sermones?
Era una pregunta que Periandro podía esperar. Por un lado, revelaba que el consuelo de su dolor no era la única intención de esta visita, lo cual no le extrañó. ¿Buscaba indagar en él alguna debilidad? Quizás. Por otro lado, como si le pusiera el dedo en la llaga, le retorcía las entrañas escuchar a su medio hermano, criado en patria ajena y lejana, hablar de esos ancianos con un tono tan cercano y familiar. En concreto, de esos dos ancianos que eran caros aliados de su tiranía y adalides indispensables de su poder. Como experimentados y reputados jueces, se encargaban de contentar por él a la casta sacerdotal, de repartir los cargos anuales entre los nobles pritanos y de garantizar el orden político en Corinto. Se permitían concederle sus caprichos a cambio de los sobornos correctos; sobornos bien calculados. Eran los únicos a quienes se abstuvo de eliminar: sin ellos no era posible una tiranía, pues eran los intérpretes y custodios del Decálogo de Cípselo, sus leyes puestas en verso. Uno, Eudoro El Soberbio, por ser hermano de su padre, en cuyos viejos ojos aún veía la sombra de su autoridad. El otro, Leagro, por ser un intachable caudillo en su juventud, proveniente de una antigua sangre maldita de Argos, expulsada de sus tierras en tiempos del tirano Feidón. De hecho, fue Leagro quien planificó las exitosas campañas de Cípselo en Argólida y quien raptó a Hárpalo de un destino atroz cuando recién nacía, ofreciéndose a criarlo en su rico hogar, volviéndose entonces tutor del descendiente de Diomedes, el brazo belicoso de Periandro, su guerrero más valeroso y comandante en jefe de su guardia personal. “Leagro fue para Cípselo lo que Hárpalo es hoy a Periandro”, solía asertar el vulgo, no sin razón.
Con todo, el tirano entonces interpretó su pregunta como una ladina elección de palabras que enmascaraban un interrogante más agudo: «¿Aún sigues gobernando a la sombra de nuestro padre?» No obstante, decidió amainar su furia interna y ensayó un suspiro antes de limitarse a responder a su medio hermano de esta suerte:
—Aprendieron su posición y su oficio con el tiempo. Yo administro la justicia del poder. Ellos administran la justicia del oro. Yo creo las condiciones, hermano. Ellos me son favorables. Se ocupan de mantener satisfechos a los viejos nobles de Corinto. A fin de cuentas, tan solo buscan tener las arcas y las barrigas alegres. Mientras tanto, yo liberé el terreno para que los comerciantes y los oligarcas se sustenten por sí solos… ¡Ah, vino y riqueza: qué dulce maridaje! Nunca los verás escaseando por mi pólis…
Gordias delineó una fugaz sonrisa de labios apretados.
—Sin embargo… ni siquiera el vino y las riquezas son capaces de aplacar la pena de un hombre, ¿verdad, hermano? —Buscó consolarlo a través de una mirada consentida.
—Ahhh… —balbuceó Periandro, ladeando bruscamente su cuello y cabeza—. No siempre lloran las parras para que rían los hombres; algunas vides solo dan… vino amargo. —Y reflexionó—: En su éxtasis, Dionisos es a veces un dios desalmado.
—Oh, noble nacido, caro hijo de Cípselo —Gordias dio un suspiro antes de volver a hablar y le acarició un hombro—, no parecen ser buenos días para la tiranía… ¿Has oído sobre el cruel destino que sufrió Teágenes de Mégara?
Al oírlo, impelido por el vino, Periandro prorrumpió en sonrisas que pronto se tornaron extensas carcajadas. Nunca dejaba de inquietar a Gordias ver a su hermano saltar de una emoción a otra… ¡Cómo podía un hombre pasar del duelo al alborozo en apenas un parpadeo!… Periandro carraspeó para recuperar su voz.
—Sí… —dijo—. ¡Qué hado tan atroz!…
Su lengua y sus ojos rezumaban befa y sarcasmo, pero finalmente se fue serenando, como si reprimiera un pensamiento fugaz que cruzó por su mente. Luego invitó a Gordias con un gesto a que lo acompañase a otro sitio.
Su medio hermano obedeció y le siguió, aún confundido en sus mientes, entornando los ojos y manteniendo una sonrisa a medias petrificada en su bozo. Tras sus pasos, tomó aliento y así le fue hablando:
—Tengo a bien saber que, en sus días finales, invocando a la diplomacia, Teágenes había alcanzado buenos términos contigo. Que te reconoció como un digno hijo de Cípselo. Y oí que un grupúsculo de atenienses seguidores del sabio Solón, quien inició la revolución política del Ática, arrebataron la isla de Salamina de sus dominios…
Cuando terminó de hablarle ya habían alcanzado el balcón opuesto del salón palaciego, que podía cruzarse dando unos veinte pasos de un punto a otro. Allí tenían bajo su vista todo el Golfo de Corinto y, más acá, la calzada del diólkos.
Periandro entonces, sopesando la idea de que su medio hermano podría estar juzgándolo de traidor hacia sus adentros, así le habló:
—Oh Gordias, no incurras en la odiosa ingenuidad. Escúchame… Tengo a bien, en esta ocasión, narrarte una historia que arrojará luz sobre tus sospechas. —Bebió un extenso sorbo de su copa, lo saboreó y tomó aliento para volver a hablarle—. Llegó un día a mi patria una criatura muy peculiar… Piernas de sapo, cabeza de hombre, cuerpo de niño… Un enano apátrida muy ingrato a los ojos, pero que labró buena fama en todas las pólis que visitó. Lleva por nombre Esopo y pasa por ser un narrador itinerante de fábulas muy diversas. Los niños, en particular, las hallan muy entretenidas; pues suele emplear animales e insectos como objeto de su arte poética.
—¡Ah! ¡Esopo! —dijo Gordias—. Tuve oportunidad de escuchar de él. ¡Tique lo bendijo al verse nacido lejos de Esparta! ¡Desde la cima del monte Taigeto lo hubiesen arrojado al vacío! ¿Verdad, hermano?
—No cabe duda —afirmó Periandro.
—¿Aún los estimas?… ¿A los espartanos?
Era una pregunta harto atrevida de su parte. Pues el primogénito de Periandro, Cípselo El Joven, quien estaba destinado a cargar con el férreo legado de su abuelo, comenzó a padecer trastornos y limitaciones mentales a partir de cierto incidente de la niñez…
—¡Nunca dije que los estime! —gritó Periandro con enardecida mirada—. ¡Y tampoco les temo! Solo dije que los considero los únicos dorios dignos de respeto. Esparta respeta a Corinto, y eso es suficiente. ¡Pero no me interrumpas, Gordias!
—Tienes razón, hermano. Pero… ¡Ah! ¡Posees un vino tan dulce y agradable que dispara mi lengua y dispersa mi mente! Hablabas de Esopo. Continúa, entonces…
Periandro volvió a serenarse y retomó su historia:
—Cuando me topé con la criatura, mis ciudadanos me anoticiaron que ya llevaba tres noches durmiendo en una de las muchas tinajas que embellecen mi pólis. Fue entonces que el susodicho abrió su boca y se pronunció ante mí:
»—Oh, opulento rey de la Corintia —me dijo—, ya otros me han mirado con ese mismo escozor en los ojos, pues bien reconozco que mi aspecto mucho difiere al de los griegos de alta estirpe; ni que parezco haber sido engendrado por mortal alguno. Y en eso, te aseguro, no se equivocan del todo. Porque fui parido a la vera del dorado Pactolo, por vientre de una hermosa Ninfa, una Náyade amada antes por Apolo, quien fue ultrajada por el amor de un sátiro tiempo después, quien, artero, la poseyó mientras ella dormía. Así ambas simientes fecundaron a mi madre y esa es la explicación de mi aspecto inacabado. Prueba de ello es que mis padres adoptivos, los pastores que me hallaron en esas orillas, horrorizados como estaban de verme, resolvieron arrojarme a la inclemente corriente del río. A ésto se opuso el rubio Apolo, quien, enternecido por el dolor de mi madre, mezclada antes con él, y enfurecido por la osadía del sátiro, convirtió a éste en roca de escollo en medio del cauce que hasta hoy grita siendo cascada; y ordenó al dios fluvial que estreche su curso y retire las aguas de sus costas. Obedeciendo el presagio, entonces, los pastores me mantuvieron con vida y me criaron bajo su techo. No fue mejor mi suerte después, puesto que ni bien ellos murieron yo serví de esclavo en muchas casas de muchos países. Nadie se atrevió a matarme por la historia que llevo a cuestas; pero, de todos modos, la fortuna que los dioses quitaron en mi aspecto, bien lo compensó Apolo poniéndola en mi labia.
»Tal habló, y consideré divertida su presencia en Corinto, por lo que esa misma noche lo invité a ocupar un camastro en mi banquete. Por supuesto, primero, mandé que engrasen su cuerpo; que unas muchachas de linda cintura le bañen y le untan la piel con exquisitas fragancias, pues… ¡apestaba a mil sátiros! Ni bien lo alimenté, lo vestí y le honré como a un huésped ilustre, quise sondear si la fama que cosechó era bien merecida y si la había ganado en buena ley. Le exhorté, entonces, a que escoja para mí uno de sus relatos. Pero le advertí que sea uno que él estime adecuado a mis gustos e intereses. Me complació entonces con una de sus fábulas. No tiene mi lengua la misma gracia que la de Esopo, querido hermano, pero te la narraré así, hasta donde el vino me lo permita:
«Cierto día, en un país lejano, un campesino viejo, pobre y feo se presentó a un certámen de riña de gallos. Traía consigo un pajarraco escuálido, enjuto y desnutrido, tan feo como su dueño, que solo consiguió arrancar carcajadas de los nobles del pueblo. Intentaron entonces disuadirlo alegando que era muy imprudente, pero el viejo campesino se mostró obstinado en participar, puesto que quería hacerse con las caras pertenencias que los nobles habían apostado en el asunto. Los aristócratas entonces concedieron permiso al anciano, pero únicamente para reírse de él y complacerse de tan fatal escarnio que, con seguridad, le esperaba a su débil y risible esperpento de corral. Los gallos nobles, en cambio, estaban bien nutridos y adiestrados en el combate. Eran robustos y vigorosos, y lucían crestas majestuosas y bellísimos y polícromos plumajes. Ni bien comenzó el espectáculo, los gallos se empeñaron en batallar unos contra otros con una ferocidad y un furor asesinos; se atacaban entre ellos con certeros picotazos, obstinados en partirse las alas y en arrancarse los miembros el uno al otro. Mientras tanto, el gallo escuálido del viejo campesino se quedó apoltronado en una esquina de la palestra, como indiferente al combate, sin provocar ni atacar a los demás contendientes. Al finalizar la riña, todos los gallos nobles se habían matado entre sí, y el escuálido pajarraco del campesino fue el único que salió indemne de la matanza. El campesino viejo, pobre y feo entonces alegó que su gallo había resultado ganador, por lo que los nobles del pueblo se vieron obligados a aceptar su victoria, en tanto procedieron a entregarle todas las posesiones que habían apostado en previo y solemne juramento».
Al concluir el relato, Gordias miró aún perplejo a su opulento hermano; intentaba dilucidar exactamente cual era la intención de haberle narrado esa fábula en concreto.
—¡Oh, Periandro! —exclamó el ambraciota—. ¡Es una historia fascinante y, a pesar del vino, la has narrado con espléndida elocuencia!
Tal se obligó a responder, pero aún no comprendía el motivo por el cual Periandro lo había llevado a ese balcón opuesto. Estaba a punto de revelárselo.
—¿Ves aquello? —Periandro le indicó con la vista la rampa que cruzaba el istmo desde un mar a otro—. Teágenes dejó en Mégara un vacío de poder. Sin su férrea supervisión, Mégara volverá a ser una zahúrda de dorios. Lo que siempre ha sido: una tierra de paso. ¿Cuánto crees que tardarán sus colonias en alzarse contra sus jefes megarenses? Su decadencia ya ha comenzado y no volverá a resurgir. Ahora, Solón tiene su isla y Periandro tiene el diólkos. Y la poderosa Corinto tiene total y pleno dominio del comercio del istmo.
—¡Ah, estupendo! ¡Y no has alzado un solo dedo! ¡Tal como el gallo y el campesino! —exclamó Gordias, excitado por comprender al fin la intención de su relato—. No más tropas de vigilancia… No más tributos absurdos… Tal lo dicho por nuestro padre: «Los dioses favorecen al más fuerte», ¿verdad, hermano?
—¡Pero se equivoca quien se sabe fuerte sin tomar los debidos recaudos! ¿Acaso crees que dormiré en mis laureles mientras los dioses me colman de favores? No olvides, Gordias, que en tiempos de abundancia todo hombre, indefectiblemente, está inclinado a la corrupción. Recaudadores de impuestos y celadores armados: no es ese un buen maridaje, por lo que debo dormir con un ojo abierto. Un buen gobernante debe ser previsor —dijo escupiendo saliva por los labios, golpeando con la base de su copa la balaustrada del balcón—. Trescientas cabezas rodaron en Mégara y evité que otras trescientas sigan rodando. Les brindé asilo político en mi patria. Hoy, todos me obedecen. Los más viejos labran campos en Corintia o allá en mis colonias. Y los más jóvenes están siendo instruidos en el luctuoso arte de la guerra por mis mejores strategos. ¿Lo entiendes ahora? —remató.
—¡Oh cipsélida, ciertamente gobiernas porque eres sabio y previsor! ¡Escúchate tan sólo! ¡Los dioses te dotaron la mente de mil ingenios, de tal astucia y sabiduría que nunca dejará de deslumbrarme!
Pero Periandro ya no parecía fiarse de tanto halago y zalamería.
—Si tanto te jactas de conocerme, entonces sabes que me deleito con las buenas pláticas y con el buen vino. Dime entonces, Gordias, ¿recoges de esta fábula alguna otra enseñanza respecto a la naturaleza de los hombres? —le preguntó a través de una grave mirada.
El tirano de Ambracia comenzó entonces a dar vueltas en su torno. Como muestra de su impaciencia, frotaba una y otra vez sus manos sudorosas con su capa y sus vestimentas.
—Te responderé entonces según lo enseñado por nuestro gloriado padre —dijo finalmente—. Los aristócratas son despreciables. En concreto, esos que son vanidosos e insensatos. Ellos, pues, no se sienten en absoluto obligados a justificar su poder. En cambio, nosotros, a quienes acusan de despotismo y llaman ‘tiranos’ tan sueltos de lengua, provengamos o no de vena noble, pagamos a nuestro pueblo con obras, con acciones, con conquistas… Por eso el pueblo nos aclama. Tal como en tu caso, el pueblo de Corinto te reconoce soberano porque eres sabio y porque gobiernas con justicia y astucia.
El corintio sonrió complacido antes de replicarle:
—Y algo más, Gordias. ¿Sabes qué es, realmente, lo que me mantuvo con vida todos estos años? El miedo… el devorador de hombres. El miedo es la emoción que permite a mi corazón seguir latiendo en mi pecho. Mi sabiduría radica en un punto muy sencillo: “Periandro, el magnánimo, es amigo de todos los hombres; y, mientras el deber no le llame, se mostrará bien dispuesto en complacerte, en impartir justicia y en satisfacer todas tus demandas”. Pero… —Su sonrisa se disipó—. ¡Ay de quien ponga una mano en mis arcas: pues ambas le serán cortadas! ¡Ay de quien me difame: pues la lengua le será arrancada! ¡Ay de aquel desvergonzado que me injurie de palabra: pues será arrojado al hambre de mis bestias! ¡Ay de quien ose imprecarme: pues será empalado en una pica y se pudrirá a la vista de todos los suyos! ¡Ay de quien me traicione!… Pues sufrirá… Sí… El peor y el más interminable de sus tormentos… Entonces, querido medio hermano, podrás comprender que el miedo es el fuego que modera la furia de los hombres. Es el fuego que los vuelve dóciles, obedientes… —Periandro parecía sumirse en el propio trance del énfasis de sus palabras. Rechinaba las muelas, arrastraba vocales, chasqueaba consonantes. Escupía consonantes con sonidos guturales y sus ojos se tornaron brasas oscuras, hasta que así le advirtió, con estridente y funesta mirada—: No juegues, Gordias, con los bigotes del león.
—¡Oh, hermano! —el ambraciota estiró un lamento—. ¡Me hieres del solo acto de inferir que yo podría traicionarte o tramar engaño alguno contra tí!
—¡Revélame de una vez, entonces, para qué has venido! —le interpeló—. ¿Acaso pretendes hacerme tragar que el dolor y la melancolía que hoy me mortifica y penetra mis huesos tú lo padeces con la misma intensidad; que acaso tu bárbara mente comprende la magnitud de mi pérdida; que sólo has venido a brindarme consuelo con un mísero trirreme y con tus empalagosas e irritables indulgencias?
Ya gordas gotas de sudor colmaban la frente de Gordias, pues, aun borracho, del corintio emanaba un aura de inapelable autoridad. Con el semblante injuriado, entonces, así le respondió el regente de Ambracia:
—¡Oh Periandro, opulento como pocos, no miento al afirmar que siempre te he honrado como me ha sido posible! Aún desde mi posición, lejos de—…
—¡Por supuesto, Gordias! Pues, tal cosa te corresponde —le interrumpió el corintio—. ¡Así lo decidió Cípselo! Cierto es que siempre me has honrado. Y tampoco soy injusto si digo que nunca te desprecié en público ni dejé de reconocerte como un digno Cipsélida. Puedo ver una gran ambición ardiendo cual hoguera en tu pecho. Pero, a veces, Gordias, pareces olvidar que tú naciste de una de sus amantes bárbaras, y yo del seno de la reina de Corinto. Hay secretos de nuesto padre que tú no has conocido ni conocerás. Podrás buscar por muchos y varios caminos, podrás hacer innumerables consultas a los dioses, pero, no lo olvides, nunca llegarás a ser más que el buitre voraz alimentándose de la carroña del león. Ahora, mi medio hermano, escupe de una vez la auténtica naturaleza de haber ascendido a mis palacios a honrarme con tu visita.
Su humor era tan impredecible como imposible de vulnerar. Poniéndole grave atención, Gordias tragó saliva junto a algunos rencores y frustraciones, antes de confesarle:
—También es cierto, Periandro, que comparezco en tus altos aposentos con la intención de consultarte sobre un asunto en concreto. Es por la guerra sagrada que se ha desatado en Delfos. Oí que Cirra ha conformado un ejército formidable que ya frustró un ataque de la Liga Délfica en la planicie de Crisa. Y también he oído que Periandro de Corinto es uno de los muchos caudillos que se han puesto al servicio de Euríloco Alévada, que pasta sus rebaños y reúne sus ejércitos allá en la boscosa Tesalia. ¿Cuánto de veraz tienen las lenguas que afirman tales cosas? ¿Es para honrar la labor de nuestro gloriado padre, quien erigió un gran tesoro en el corazón del recinto sagrado, que te muestras bien dispuesto a tomar parte en esta guerra? ¡Oh, cuánto se ha ofendido Apolo con los hombres! ¿Por qué no has acudido aún a mi consejo? ¿Acaso es un loco el que piensa que esta guerra sagrada arrastrará a todos los pueblos griegos a tomar partido por uno u otro bando, y que ni siquiera son capaces de avizorar la auténtica magnitud de este desastre?
Una vez más el corintio morigeró su enfado para esbozar de pronto una vanidosa sonrisa brillante en su torva faz, que desbocó abruptamente en carcajadas. Ya su hermano Gordias era incapaz de juzgar con certeza su cambiante temperamento, que parecía ir agudizándose en él con el correr de los años.
—¡Ah! ¡Y dices reconocerte ‘digno hijo de Cípselo’! Pero en algunos puntos no te equivocas. Ciertamente esta guerra es un asunto muy espinoso para todos los griegos. “Cuál es el bando correcto”, ¿verdad? Ambos están convencidos de ser benefactores de Delfos. Y tú, entonces, quieres saber si, en esta guerra, Periandro es amo o sirviente… Nada de eso, Gordias. Al único a quien sirvo es al dios Apolo. Mi vecino, el joven y ambicioso Clístenes de Sición ya es un buen perro faldero del alévada. Hará un buen trabajo, pues ha dejado muy en claro que mataría por tener el honor de limpiarle las nalgas. Yo apenas he ofrecido doscientos de mis doríforos como centinelas permanentes, a quienes di órdenes muy específicas a seguir. Tal cosa fue convenida en abierta asamblea.
—¿Qué hay de Ambracia, hermano? Si tú me lo ordenas—…
—¡Ah, no te apresures! —interrumpió Periandro—. El Oráculo aún no decretó un llamado a la guerra total. Este enfrentamiento recién comienza; solo los dioses conocen su derrotero. Nuevas asambleas serán celebradas a futuro. Ambracia, tu pólis, depende de la mía, y no tomará parte en esta guerra a menos que yo mismo le convoque. Como puedes ver, Gordias, estoy en mi propio bando. O… mejor dicho, es Euríloco, el poderoso alévada, quien está a mi servicio —aseveró—, solo que aún no lo sabe.
—Ya veo… ¿Llevarás tu propia estrategia? —preguntó Gordias con semblante extrañado.
Pero Periandro no lo complació con una respuesta satisfactoria.
—Ven —le dijo—, quiero mostrarte el patio donde se pasean mis majestuosas bestias.
II
El sol estaba pronto a ponerse por las cumbres del Erimanto cuando Licofrón regresó de la cacería. Volvía escoltado por tres altos caballeros de su padre, un leal siervo de palacio y uno de los tutores de su infancia. Si bien era habitual, no lo había acompañado Hárpalo en esta ocasión, quien, en los últimos años, había pasado de ser su maestro mayor de armas a perfilarse a sus ojos como una suerte de altísimo mentor.
Los ánimos de los cazadores menguaban, pues no habían avistado jabalí alguno o algún toro salvaje durante diez días con sus noches; Ártemis, la diosa de aúreas riendas, debería conformarse esa noche con ofrendas más precarias. No tuvieron más remedio que volcarse entonces a la caza de liebres y corzos y algunas martas y garduñas, alimañas que abundaban como plaga por el piedemonte de aquellas montañas.
Pero lo que más abundaba en Corinto, suelo de excelsos alfareros, eran jarros y jarrones, ánforas, vasijas, cántaros, macetas… En cada espacio público o privado de la pólis, sea cívico o sagrado, estas piezas de alfarería diseminábanse por doquier. Nunca distantes una de otra, podía cualquier caminante toparse con una dando apenas unos pocos pasos. Decoraban cada esquina y cada plaza, y era regla ubicar uno en el centro de un cruce de caminos. Los había pequeños, del tamaño de un hombre e incluso mucho más altos. Fungían de escondite a los niños corintios en sus juegos y travesuras, pues no era extraño verlos correteando durante la mayor parte del día entre este incesante regadío de piezas de arcilla y terracota.
No eran pocos los que referían a la pólis de Corinto como “un bosquecillo cívico de cántaros y vasijas”, y se sabía que Periandro había decretado duras sanciones para aquellos que vandalizaran las notables facturas de alfarería. Servían de referencia también al grueso de los residentes; verbigracia: “Hallarás mi casa nueve pasos al Este de una gran hidria en un cruce de senderos, esa repleta de ménades y sátiros”; o “sigue el camino que demarcan las alargadas ánforas de lirios y llegarás a la Fuente de Pirene”.
Incontables eran sus formas y diferían tanto en colores como en contenido; aunque cierto era que algunos no contenían nada en absoluto y se limitaban a decorar un pórtico, un jardín, una verja, un templete, un altar de sacrificio… Algunos eran toscos, de factura antigua, otros de un refinamiento exquisito; de motivos meramente geométricos o exhibiendo figuras heroicas o escenas mitológicas completas. Los más bajos y rechonchos solían estar labrados en mármol pulido y brilloso. Otras piezas eran más altas, angostas y muy estilizadas, las que solían transportarse acostadas y bien amarradas a los carros tirados por mulas o asnos. Eran múltiples también sus colores. Ocre sobre rojo, rojo sobre ocre; ocre sobre negro, negro sobre ocre, y todas sus posibles combinaciones. Se remataban incluso con pigmentos brillantes que, a la hora exacta, encandilaban los ojos. Estaban los que se esmeraban en imitar las sensuales curvas de una mujer, de cuellos finos y alargados, y otros ejemplares eran de vientre más bien ancho. Unos poseían un asa, otros dos asas cual brazos en jarra, y estaban también los taponados en el extremo superior, coronados por labradas acróteras. Aquellos que cumplían la función de macetones desbocaban en tallos de plantas, de arbustos o auténticas copas arborescentes que solían prestar su sombra a los hombres, ofreciéndoles refugio del fulgurante sol estival. Otras plantas crecían hacia abajo, pues lucían exuberantes colgajos desde la boca del jarro y vertían indicios de sus fragancias en los caminos aledaños.
Licofrón solía deleitarse en los atardeceres de la pólis, cuando el sol poniente proyectaba luengas sombras en el marmóreo paisaje, senderos, muros y columnas; y apagaba los colores de los vasos contorneando sus estilizadas siluetas. Siempre se le henchía el corazón al llegar a la pólis y contemplar tan evocador paisaje.
Emergió entonces de ese bosquecillo cívico de arcilla y terracota su hermano Cípselo; salió a su encuentro con ánimos fraternales y encendidos, ávido de verle luego de largos días de ausencia. Pese a ser el mayor —apenas un año—, se admiraba de Licofrón como se admira el hombre de hierro de las proezas de los semidioses y los héroes de antaño.
«¡Oh, adelfós! ¡Aquí estás, querido adelfós!», repetía exultante mientras corría a recibirlo.
Era tosco de movimientos y limitado de razocinio. Solía andar sacudiendo y ladeando la cabeza, acostándola sobre su hombro izquierdo, lo que provocaba una espesa acumulación de saliva que llegaba a derramarse de sus comisuras como hilos de baba. Sus brazos y manos, que también solía agitar con espasmos nerviosos, las plegaba sobre el pecho en repetidos gestos involuntarios. Recelaba entonces Periandro que a su hijo mayor se le viera a menudo por fuera de la vida de palacio, pues tales conductas habíanse pronunciado con el devenir de sus años aún jóvenes, como habíase también agudizado la notable diferencia entre su capacidad de aprendizaje y la de Licofrón.
No era Cípselo El Joven, sin embargo, desagradable a la vista cuando permanecía quieto y contemplativo, cuando los démones que lo acosaban a diario le daban efímeras treguas. Hacía tiempo que sus cabellos de la niñez fueron recortados: ahora los llevaba cortos y prolijos, con algunos bucles plegados sobre sus sienes. Podían, además, figurarse ciertos rasgos de la belleza de su madre. En concreto, la claridad de sus ojos grisáceos, si bien su mirada inspiraba un carácter más sereno e inofensivo: vacía de todo rencor o ambición. Incapaz de infligir daño, no atestaban su mente tórridos pesares ni las intrincadas tramas del poder que gozan o padecen los príncipes, sino que sus preocupaciones se limitaban a la sencillez de su día a día; de vivir inevitablemente inmerso en la pureza que lleva de un instante a otro.
Se abrazaron entonces los nobles hermanos durante un rato. Licofrón resolvió dejar las presas menores en manos de sus acompañantes y, cuando le preguntaron qué hacer con ellas, les indicó que las repartan entre los necesitados del vulgo o que las comercien con los mercaderes del ágora, permitiéndoles conservar las ganancias. Él se reservó únicamente la presa más gorda, un gamo macho de piel rojiza y cornamenta vistosa, ya destripado, víctima de su propio lance. A la espalda se echó el gran cérvido para acomodarlo entre sus vigorosos hombros y así, junto a su hermano, emprendieron el ascenso de vuelta al palacio. Rápidamente Cípselo le iba preguntando:
—¿Hasta dónde llegaron esta vez, hermano? ¿Hasta la Cólquida? O, ¡no! ¿Hasta Tartessos?
—Esas son tierras muy apartadas, Cípselo. A un mortal le llevaría años, surcando mares y hollando muchas tierras a pie, apenas alcanzarlas…
—¿Incluso a Heracles?
—Incluso a Heracles.
—¿Incluso a Aquiles?
—Aquiles fue un gran guerrero, Cípselo. Pero no viajó, hasta donde tengo noticia, tanto como lo hizo Heracles…
—¿Y qué hay de Jasón?
—Jasón y sus Argonautas fueron valientes expedicionarios. Pero recuerda, Cípselo: de no ser por la mano divina de los Inmortales, jamás hubiese alcanzado la Cólquida; y de no ser por los hechizos de la trenzadora Medea, jamás hubiese regresado a Yólcos.
—Cástor y Pólux… seguro alcanzarán el confín del mundo! —dijo; y Licofrón sonrió.
Así platicaban ambos en inocencia confundidos entre las múltiples ánforas y vasijas que adornaban la pólis, y ya tenían en vista los jardines delanteros del Palacio del Regente. Largas columnatas de galerías los conducirían entre la amarillenta hierba otoñal. Embelesaban el paisaje el trino de las aves, una colorida multitud de ejemplares cautivos en jaulas que colgaban de los tirantes del techo y de los ramajes secos de la estación. Cípselo corrió de repente hacia una columna, se agachó para tomar una caja de madera blanda que yacía posada en su basa, y con jubiloso ánimo regresó junto a su hermano.
—¡Oh, mira, Licofrón, cuánto han crecido en tu ausencia! —Se refirió a las criaturas que tenía cautivas en la caja: un buen número de multicolores saltamontes, mantodeos, escarabajos y libélulas—. Parece que gustan más de la hierba que de los dátiles.
Éste era uno de sus nuevos pasatiempos; uno que, con el tiempo, ya los tenía entre sus preferidos. Los seleccionaba con criterio: según tamaño, el tipo de motas, rayas y colores. Su vida, inevitablemente, se había tornado una incesante cadena de momentos de ocio. En adición, criaba tortugas en uno de los muchos jardines del palacio. Las nombraba con diferencia, las alimentaba con distintas viandas con propósito de hacerlas competir en carreras dos veces al año para comprobar cuál era la más veloz; para este propósito elaboraba senderos, delimitándolos con rocas a los costados. Era un hábito que compartieron los hermanos durante la niñez, aunque, con el pujante albor de la madurez, el menor se dio a las inclinaciones naturales de su edad: las cabalgatas, la lucha y las partidas de caza, sin olvidar el cultivo de la música y la poesía; actividades que excluían por razones poco felices al hermano mayor.
—Eso es estupendo, Cípselo —decía Licofrón con fraternal ternura, aunque sin esgrimir demasiado interés.
—Dos días atrás, cuando no estabas —enfatizó—, a éste de aquí… —Señaló uno de los insectos—. ¡Lo vi desplegar por debajo del lomo dos alas rojizas!… ¿Sabes lo que eso significa, verdad hermano?
—Dímelo, hermano…
Los ojos del mayor se encendieron en una expresión de auténtica excitación, sacudió la cabeza y balbuceó algunas veces antes de poder decirle con gran alborozo:
—Que… que muy pronto, con el verano, remontará… ¡remontará vuelo y se transformará en un dragón… alado y… y majestuoso! ¡Mi propio tutor me lo confirmó! Y éste de aquí… —Señaló otro—. ¡Desplegó dos pequeñas alas esmeraldas! ¡Por lo que será un precioso pájaro!… Un… ¡un gavilán tal vez! O… ¡ó un estornino! ¿No es eso grandioso, Licofrón? ¿Que, pese a ser similares en apariencia, unos sean distintos de otros?
—Nuestros tutores afirman muchas cosas, Cípselo, pero te aconsejo…
—¡Oh, no! ¡Regresa aquí!
Lo interrumpió al advertir uno de los insectos emergiendo por el borde del recipiente. El invertebrado dio un salto rampante que culminó sobre el pavimento y Cípselo salió de inmediato a perseguirlo para darle captura con sus manos. En ese afán descuidó su caja, lo que permitió que otro puñado de sus entrañables mascotas emerjan de su cautiverio y se diseminen por la galería. Y así, mientras uno por uno los iba juntando del suelo y acomodando en el recipiente, irrumpió en la escena la presencia de un visitante muy indeseado para ambos: se toparon de pronto con un joven alto y vigoroso, de envidiable porte y crespos cabellos castaños, con un séquito de cuatro acompañantes.
—Psámico… —Lo reconoció Licofrón.
—¡Principito! —exclamó el hijo de Gordias—. ¡Ah! ¡Y la “vergüenza Cipsélida”! —agregó con tono de mofa al ver a Cípselo echado a sus rodillas—. ¿Es éste el heredero al trono de la poderosa Corinto? —Tal sentencia desató aviesas carcajadas entre sus súbditos.
—¡Ah, querido primo! ¡Tiempo sin verte! —dijo aquél, incapaz de leer su desprecio.
Intentó acercarse a él con ánimos de estrecharlo entre brazos, pero Psámico se lo sacó de encima con malos tratos, lo que hizo crispar los músculos de Licofrón, quien observaba impávido la escena. A juzgar por sus últimas visitas, ya no le caía en gracia compartir tiempo con su primo lejano, tan diestro y obediente en las labores que le encomendaba su padre; sin embargo, tan altivo y desfachatado para con sus pares.
—Tengo a bien saber que aquí —hablaba Psámico con ampulosa voz—, en los profundos valles al Sur del Peloponeso, se alza el país de los feroces espartanos. Que combaten con el ímpetu de las fieras; que a nada temen, sea hombre o bestia; que admiten en su pueblo únicamente a varones tenaces y aptos para las faenas de la guerra; y que desechan en las montañas a malnacidos como éste… ¡Alaba a los dioses, patética criatura, por verte nacido lejos de Esparta! ¡Porque ya hubieses sido carne de lobos hace mucho tiempo!
—¿Por qué, primo, te diriges a mí de ese modo? —los ojos claros de Cípselo vacilaban, mientras Licofrón entornaba los suyos y sus mandíbulas rumiaban furia.
—¿Qué es lo que buscas, inválida tortuga, con tanto arrojo? —inquirió el arrogante ambraciota mientras oteaba el suelo en busca de respuestas.
Puso entonces una suela de su sandalia por sobre el insecto que guardaba sus alas rojas, el predilecto de Cípselo. El mantodeo se inclinó ante la sombra, abrió sus alas y puso en guardia su inocuo ataque, pero Psámico lo aplastó contra el suelo. Ni bien le quebró sus alas y patas, procedió a apisonarlo con saña. Lo mató al instante: sus vísceras reventaron y las desparramó con su pie. Dejó el exoesqueleto del insecto desmembrado por completo, y una alargada mancha verdosa y violácea sombreando el pavimento.
—¡Aquí hay otro! —exclamó uno de sus secuaces y obró de igual modo.
¡Qué amarga aflicción se atoró entonces en la garganta del puro e inocente Cípselo! Sin consuelo como estaba, se derrumbó sobre sus rodillas, incrédulo de la situación atroz con la que tenían que lidiar sus ojos. Rompió así en sufrido llanto; ya no pudo controlar la saliva acumulada en sus comisuras, que se derramó como cántaro por su mejilla.
Mientras los visitantes intentaban velar las risas que les provocaba su desgracia, Licofrón se enfureció sobremanera. No le cabían dudas… ¡La acción había sido deliberada!
No tardó mucho en desatarse la trifulca. La intención de defender a su hermano le nubló todo razocinio, por lo que Licofrón, dando pábulo a su ira, cargó contra ellos. Dejó caer al cérvido de sus hombros, lo sujetó por los cuartos traseros, lo balanceó y lo soltó por los aires en dirección al grupo de ambraciotas. Ni bien éstos se dispersaron, avanzó enardecido hasta alcanzar con un certero golpe de puño al rostro del joven que tenía más próximo. El cadáver del cérvido no los había herido, apenas rasgó su cornamenta el antebrazo de uno de ellos; pero al caer fue a dar contra un cántaro que se tumbó en el suelo haciéndose añicos. El impacto quebró la quietud de los pasillos, pero el cegado Licofrón ya tenía perfilado el cuerpo hacia su primo Psámico. Alertados, los demás se ocuparon de contenerlo arrojándose sobre él; lo redujeron tomándolo por ambos hombros y brazos.
Licofrón rugía como una fiera indómita e indefensa, mientras Cípselo gritaba y cubríase cuerpo a tierra, con el rostro pálido de temor.
Un viejo criado de palacio que por allí pasaba oyó el disturbio, por lo que acudió raudo al punto y logró apaciguar la situación. Regañó severamente a los jóvenes, alegando que tales conductas deshonraban a sus ínclitos padres. No se involucró demasiado en la disputa, sino que bastó con amenazarles con duros castigos por insubordinación y por perturbar la inviolable quietud del palacio de Periandro.
Fue entonces Psámico quien, excusándose, reconoció su mal obrar ante el criado.
—¡Oh! ¡Qué infortunado descuido!… La próxima vez, les aseguro, pondremos más atención a nuestros pasos —asertó, aunque su artera sonrisa delataba su dolosa acción—. ¡Y, para enmendar esta desgracia, elevo la promesa de hacer llegar a Palacio, antes de partir a mi tierra, un espléndido regalo de Ambracia, dirigido a mis añorados primos corintios!
Dando por zanjado el asunto, el viejo criado entonces se retiró. Juzgó propicio llevarse a rastras consigo a Cípselo, quien aún se lamentaba a gritos el hecho de no poder ver a sus loadas criaturas remontar los cielos y convertirse en pájaros o dragones.
«¡Oh, adelfós!» «¡Querido adelfós!», repetía hacia Licofrón, hasta que su lloro tornara en apenas un eco que se desvanecía por las galerías delanteras del palacio.
Ya en inquieto silencio, ambos príncipes griegos se fulminaron con las miradas.
—Tu lengua es falaz y tu alma es barbárica —espetó el corintio entre dientes, pese a la intimidante presencia del primo lejano y sus secuaces.
Por respuesta, los de Ambracia solo se limitaron a reírse de él.
—¡Ah, principito! ¡Qué poderosa presa has abatido! —habló Psámico, refiriéndose al gamo macho con elocuente sarcasmo—. ¿Sabes qué nos distingue a un príncipe mimado como tú, de un príncipe por derecho meritorio como yo?… ¡Yo maté toros salvajes en mi tierra y extirpé sus testículos para ingerirlos en rito solemne! ¡Con mis solas manos les arranqué los cuernos y con ellos adorno mi pecho! ¡Abatí al legendario Jabalí de Erimanto y ofrendé sus colmillos a la Diosa de la Cacería! ¡En la temporada entrante me dirigiré impetuoso a dar caza a los descendientes del León de Nemea! Y algún día me internaré en las tierras ignotas del Norte para capturar a la Cierva de Cerinea, que tiene pezuñas de bronce y cuernos de oro, esquiva aún a las divinas flechas de Artemisa! Mientras tú matas ratas y cervatillos… ¡Yo tengo comercio con hombres fieros, guerreros que, pese a superarme por mucho en edad y experiencia, logro someter a mi voluntad! Con certeza, una sola de mis gestas será suficiente para que el bravísimo hijo de Gordias arrime la manzana a tu tierna hermana Thaís, tan linda como la zorra argiva que es su madre… Y cuando la posea toda para mí, ¡ay, príncipe!, los Olímpicos me habrán al fin recompensado… Y tú… estarás también ligado a las férreas riendas de mi poderoso brazo.
—Si lo que buscas es amedrentarme, no lo consigues —le replicó Licofrón con una mirada desafiante—. De hecho, tu rudimentario dialecto no permite a mis oídos comprender plenamente qué dicen tus palabras. Te diré lo que pude descifrar: «Soy un bárbaro falaz, ignorante y avieso; apenas un buitre engendrado por otro devorador de carroña; y los dioses algún día nos pondrán en el puesto miserable que nos merecemos»… Te lo advierto, Psámico de Barbaria, algún día la tansa se cortará y el martillo caerá impiadoso sobre tu cabeza.
Al oírlo, los ojos pardoverdosos de Psámico se enrojecieron como dos igníferos braseros. Su rostro se ensombreció y lo acercó al de su primo corintio. Así, con estridente mirada, antes de despedirse de él, ésto le profirió:
—Ten a bien esperar en palacio por mis esmerados regalos; no mentí sobre ello. Tú y yo… Nos veremos, con certeza, en los próximos Juegos Ístmicos. ¡Ve a tocar las arpas!… Hasta entonces, principito.
III
Acarició la tímida y grisácea luz del día siguiente en Corintia. Ambos tiranos disfrutaban en el gimnasio el espectáculo de pieles que daban los mancebos riñendo entre sí. Esparcidos en el ánimo, llegaron a enterarse con parcial tino sobre el incidente que involucró a los herederos. Con alguna carcajada menospreciaron el suceso, juzgándolo como un mero ‘acto de niños’, y no olvidaron rememorar los tratos con que ellos lidiaron en su propia niñez, que con frecuencia los tenía a ambos enfrentados en irrefrenables ataques de ira.
Fueron dos tardes en total las que Licofrón permaneció apartado en sus aposentos personales, en compañía de Cípselo y algún que otro criado. No ardía en sus ánimos la idea de provocar más imponderables con el arrogante príncipe de Ambracia y sus secuaces, sino que, por el contrario, se cuidó de evitarlos. Se miraba las manos, temeroso de sí mismo… No era la odiosa cobardía lo que se lo impedía, sino las improvistas consecuencias de sus actos; sabía que por segunda vez, desde los juegos de Mitilene, había obrado consumido por una cólera voraz y desconocida; tal como su antepasado y semidiós Heracles.
La quietud reinaba en el palacio de anchas puertas, excepto cuando oían las altivas risotadas de Psámico y los suyos adentrándose por el vestíbulo o por las galerías del frente. Mientras tanto, la endeble Thaís, delicada y frágil como un tallo de otoño, correteaba a pasos ligeros por todo el palacio real. Los murmullos y las risas contenidas de la hermana menor dejaban ecos por acá y por allá; del gineceo al pórtico, del pórtico al gineceo… Mucho la reprendió Licofrón al descubrir que la impúber, prendada de la belleza de su primo lejano, a menudo acudía junto a un grupúsculo de doncellas a espiarlos con indecencia a él y a sus lacayos en sus aposentos privados.
Cípselo, por su parte, abrumado por el tedio, había escudriñado durante todo el día cada arbusto y cada roca habidas en el gran jardín central, pues no lograba hallar a sus entrañables tortugas, Cástor y Pólux, y el asunto lo tenía a muy mal traer de ánimos.
Finalmente, con la puesta del sol, cesaron todas esas fatigas, pues los huéspedes habían puesto rumbo de retorno a sus tierras en Ambracia. Un gran pesar abandonó entonces los hombros y músculos de Licofrón. Era como si el mismísimo Sísifo, el ladino mortal, se hubiera librado, ¡al fin!, de esa absurda tarea de obligarse a empujar el odioso peñasco por toda la eternidad; aunque, por mandato Inmortal, tal cosa no podía ocurrir.
Esa noche, de retorno a sus aposentos, un fiel sirviente de palacio anotició a los nobles hermanos que un regalo de gran fasto les esperaba en sus despachos. Tal noticia sembró gran ilusión en los ojos de Cípselo, que subió muy alborozado a recibirlo.
Yacía sobre un escabel una rutilante píxida de bronce bellamente labrada, toda enlazada con dos cintas, una púrpura y otra escarlata, ambas bordadas con flecos de oro. Ni bien deshicieron los lazos, destaparon el recipiente cubierto por la escultura de un argénteo potro; lucía vigoroso, tenía crines largas y coronaba la píxida con un relinche soberbio. Apenas abierta, invadió a los hermanos una dulce y agradable fragancia de flores. En el interior yacían dos bultos envueltos en lujosos paños, de sublimes brocateles recamados con patrones florales; se asemejaban al arte que solía venir de Oriente.
Al remover los dos objetos envueltos, de pesos considerables, notaron dos bultos más pequeños en paños de idéntica factura; y más abajo, velada por otra tela de tono añil rutilante, una daga ritual de plata, toda labrada y con engarzamientos de nácar en el mango. Licofrón la extrajo de la vaina de cuero para empuñarla. El filo no estaba a punto, pero la sintió cómoda y ligera. Al girarla, notó rastros de sangre a un lado de la hoja.
Cípselo, mientras tanto, logró desembrollar los refinados telares. Descubrió una porción pequeña del misterioso regalo… Ambos creyeron reconocer ese patrón tallado en lo que se asemejaba a una madera voluminosa, convexa y redondeada. Era el patrón único y exacto que exhibía el espaldar de una de sus tortugas, las dóciles y longevas criaturas que, entre hierbas, a ambos habían visto criarse desde lactantes en vida palaciega.
«¡Ve a tocar las arpas!»…
Las palabras de Psámico resonaron en la mente de Licofrón.
Fue entonces que develaron el horror…
Los bultos mayores envolvían los caparazones de Cástor y Pólux, sólo que ya no tenían ni piernas ni cabeza, apenas los surcos del cuchillo y un tejido blando y carnoso por los orificios donde antes sacaban a la luz del sol sus movedizos miembros. Los restos de tal atrocidad estaban contenidos cual despojos en el interior de los dos bultos menores…
«¡Ay, cuánto escarnio! ¡Abominable hallazgo! ¡Cuánta infamia contenida en apenas una sola mano!» Licofrón dejó penetrar su alma por la sensación de un suplicio agónico e insufrible, un crudo terror encarnado en el ojo aún exánime de tan gentil criatura…
Observó cómo, horrorizado, el rostro de Cípselo había palidecido. Temblaba. Su cuerpo entero vacilaba, petrificado en una mueca de pánico que acusaba una tristeza y un dolor lacerantes. Vio cómo dentro de sus ojos cautivantes y sumisos, esa noche, se suicidaron muchas ilusiones… Sabía que quería gritar… quería llorar, pero el pasmo lo mantenía mudo; el calambre de espanto que atenazaba su pecho le secuestró el hálito.
Volviendo a cubrir el atroz regalo, Licofrón abrazó a su hermano mayor; se tocaron los corazones. Así permaneció largo rato con ardorosas lágrimas mojando sus ojos. Cípselo se aferró a él y al fin cedió al atragantado llanto de la desgracia. El alarido fue tan desgarrador que estremeció los aposentos del palacio y llegó a herir el corazón de su hermano.
Esa noche, Licofrón tomó la daga ritual de plata y se encaminó al altar personal de sus dioses protectores. Envenenaba sus mientes el solo acto de evocar a esos salvajes lastimando y cercenando, uno por uno, los miembros vivos de las tortugas; su pecho se llenó de violencia y repugnancia. Tomó una imagen de Poseidón Tauros, derramó la sangre de sus propias manos y las posó sobre la efigie del dios. Así, en altas horas de la noche, mientras se oían de fondo los lloros de su hermano mayor, el brioso Licofrón juró venganza contra aquél mortal infiel y retorcido, capaz de pergeñar tan espeluznante regalo.
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