Libro III: «Katábasis»; (IV) «El loco de Atenas»

Libro III: «Katábasis»; (IV) «El loco de Atenas»

Alkaios Gaelli

17/03/2025

I

Un rayo de sol temprano se colaba por la rejilla de la verja que se alzaba detrás del sepulcro. Estaba toda cubierta por la hiedra y salvaje vegetación. Ahí prosternado, Pítaco apretaba sus puños. Rememoraba aquél suceso y un escalofrío le bajaba por la espina. A sus espaldas, la estatua de bronce le sombreaba la mitad del cuerpo. Contemplaba una porción del ajuar funerario que se posaba sobre el sarcófago de mármol, en cuyo interior yacía el resto, junto a los huesos del finado. Allí la urna de bellísima factura pictórica, si bien toda polvorienta, contenía las cenizas del difunto. El invierno aún era crudo, y todo aquello parecía un reino de telarañas. Por debajo, entre hojas encrespadas y resecas, se apoyaban algunas ofrendas. En su mayoría consistían de viejas panoplias y armas remanidas, piezas cerámicas de decoración ática, copas y cuencos de varios tamaños, cílicas y bandejas con comida rancia que ya había sido devorada por perros, ratas o gusanos. Algunas aromáticas flores de estación sobresalían de refinados jarrones repletos de agua nutricia y cristalina, indicio de que aquel discreto santuario recibía visitas asiduas y que el alma del gloriado no vagaba errante, hambrienta y olvidada por el prado de las sombras.

Recovecos y desniveles mediante, entre cuidados jardines, callejones angostos y otros sin salida, en un rincón de un barrio noble de Atenas de bloques y ángulos arquitectónicos más rectos que curvos, estaba el mitilenio, tan laureado en su tierra y tan incógnito allí. Atenas le parecía un laberinto, pero finalmente había conseguido llegar al sitio. Lo hizo de manera artera y modesta, sin levantar sospechas, cubriendo con un velo su cabeza y con algún bien a cuestas. Se esforzó para inclinarse sobre la lápida a corto espacio de sus rodillas. Con sus manos la limpió, removió la tierra que la cubría; tal versaba el epitafio:

«Yace aquí Frinón, que fue campeón de campeones ·

Zeus Olímpico lo coronó joven y gozó de gran renombre ·

Ejemplo para muchos, a otros instruyó en su arte ·

Con Atenea en su pecho y con Ares en su garganta

blandió su pica y su espada · fundó colonias lejanas

y murió con honores, sirviendo a su Patria».

Si bien juzgó el obituario cándido, vago, sin presuntuosos tintes poéticos, a pocos atenienses se les concedía esta clase de honores. Por empezar, no eran muchos los que conservaban sus restos en zonas públicas, por dentro de las murallas de la ciudad. Desde los tiempos legendarios de Cécrops, el rey serpiente, se había decretado que se depositaran a los muertos, ya incinerados o inhumados, en las afueras de la pólis; en concreto, en los cementerios que lindaban los caminos aledaños. Sólo a algunos héroes o ciudadanos muy destacados se les concedía morar en espacios públicos, sirviendo de ejemplo para sus pares. Había sido su amigo Solón, en sus años como legislador, quien había reformado esta prudente ley, habiendo indagado en todos sus puntos y requisitos, que talló con letras en las tablas. En el caso de Frinón, habían aplicado la distinción honorífica, y tal decreto mucho gratificó el corazón de Pítaco, según había sido su deseo. Más que en el guerrero, pensaba en el hombre, en el hijo, en el esposo, en el padre, en el amante.

Le dedicó entonces humildes y sentidos respetos. Sacó de su zurrón un odre de vino y regó los alrededores de la tierra revuelta.

—Bebe, compañero —vindicó sus pensamientos—. Que no te hallen las sombras sediento. Y que Hades y Perséfone te concedan la dichosa estancia en el Elíseo.

Del cuello se arrancó un cordel de cuero con una punta de lanza de hierro enlazada. Era una de las tantas que había confeccionado su padre Hyrras. La había encontrado cuando niño en uno de los vetustos alijos de su casa. Con sus manos cavó un hueco, ahí la depositó y volvió a cubrirla de tierra. Pronunció sus palabras con el espíritu, mas no con sus labios:

—Es lo único que conservo de mi padre. No lo he conocido demasiado, pero, según me han dicho, a menudo afirmaba que la muerte nos iguala a todos. Si lo ves por allí, envíale mis recuerdos. Yo los alcanzaré más tarde.

Meditaba sobre todo el tiempo transcurrido desde aquél suceso que había imbricado sus hados. Por fuera del pequeño y abierto recinto, cada ciertos intervalos, oía el difuso chismorreo de los hombres y mujeres nobles de la pólis, que por allí paseaban de un lado a otro. Era una mañana habitual en la ajetreada Atenas. Por sobre el murmullo reinante resaltaban los pregones de los comerciantes, ávidos de vender sus oropeles y mercancías, y, allí, nadie parecía percibirlo.

A sus espaldas, Pítaco advirtió una presencia. Se detuvo de repente frente a la columna que sostenía la estatua de bronce. A pasos lerdos, el visitante traspasó los tabiques marmóreos de entrada a la parcela y se arrodilló a un costado. Era una mujer de largos vestidos, de rostro y cabellos avejentados, y así, cabizbaja, se mantuvo algún tiempo. Al rato estiró sus brazos y, entre sórdidos sollozos, fue pasando una de sus manos, primero por sobre el sarcófago de mármol y después recorrió con sus yemas las letras esculpidas en la pétrea estela conmemorativa. Colgó en la urna una guirnalda de flores frescas y carnosas, que parecía haber recogido y confeccionado en el camino. Pítaco se mantenía inmóvil, mientras esa mujer volvía a acomodarse a su lado. Pudo sentirla examinándolo con ojos estridentes. Con los dedos, ella entonces le palpó la trenza que salía de su capucha y que colgaba por su pectoral.

—Nunca te había visto por aquí —le dijo—. Y suelo venir dos o tres veces a la semana. ¡Ah! Más pasa el tiempo y aún más me sorprende el alcance del prestigio que gozaba mi esposo. A juzgar por tu apariencia, supongo que has ido a la guerra con él, pues eres más joven y estás igual de magullado…

El mitilenio cerró los ojos, se tragó sus palabras. Exhaló por la nariz y se limitó a asentir con la cabeza. Ella no tardó en volver a inquirirle con voz quebrantada:

—¿Cómo han sido tus andanzas con él? ¿Qué enseñanzas te ha dejado?

Antes de responder, Pítaco frunció el ceño, cerró ambos ojos y puños, se revolvió un tanto en sus mientes. Varias semanas ya llevaba en la pólis y se había esmerado en imitar a la perfección el acento de los atenienses.

—Que no es fácil ser buen hombre. Que vivir con honor, sin corromperse, tiene un coste muy alto. —Esas fueron las palabras que le impulsó a decir su ánimo.

—Dicen éstos que morir con honor es un regalo que otorgan los dioses… ¡Para mí, son meras fruslerías! ¡Ay, aún recuerdo esos días, que tanto vigor revestía sus brazos, sus piernas, su vocejón de león, que por la de cincuenta hombres valía!… ¡Y míralo ahora!… Yaciendo en lecho sórdido y frío, cobijado sólo por un manto de hojas y de tierra —se lamentaba la vieja—. ¡Junto a sus hijos y afectos debería haber envejecido, y así morir en redor de su compañía, mas no lejos de ellos y de su patria querida, en manos de algún bárbaro eolio en quien sabe qué tierra maldita!…

Los sentimentales alaridos de la mujer esparcieron un leve silencio alrededor del sepulcro. Algunos nobles, revestidos con sus clámides y alhajas, interrumpieron sus pláticas y ya prestaban atención al murmullo. Pítaco se irguió con esfuerzo, mientras la mujer lo observaba, como a la espera de una respuesta.

—Basta sólo un recuerdo loable dentro de un corazón prudente para permanecer vivo; pues pervivir en la memoria es también vivir. Sólo puedes conservar el buen recuerdo y velar por su alma. Procurar que no ande errante y hambrienta por el Hades. Despreciable será el mortal incapaz de elevar un ojo al éter, consciente de su tiempo fugaz aquí. Pronto la muerte será lo único que nos iguale, pues no discrimina entre cobardes y valientes, ni entre necios y sabios —así le dijo, cubrióse con el velo y se dispuso a marchar.

Salió entonces Pítaco del sepulcro. Lo rodeó y subió los escalones lindantes hasta el nivel de la plazoleta pública y así se marchaba, ante las miras indiscretas de los fisgones ahí reunidos. Muy natural era de los atenienses estar así de deseosos por tener chismes casuales para comentar, pues muy ordinaria era esa mañana y parecían buscar algo con qué solazarse. Observaron entonces a la avejentada mujer abriéndose paso entre las gentes para interceptar al extraño hombre cojo y encapuchado. Llegada al punto, le detuvo los pasos tomándolo por un brazo.

—¡Detente! —le retrasó—. ¡No te marches sin más, sin siquiera decirme tu nombre! Así te tendré presente cada vez que venga a proferir mis plegarias.

Pítaco escarmentaba en sus mientes. La posibilidad de revelarle su identidad, que su rostro fue el último que contempló su esposo en vida, podría desatar un mayor escándalo a ojos de muchos.

—¡Tu nombre, guerrero!… —Volvió ella a increparle con un grito.

Pítaco entonces se retiró el velo de la cabeza. Volteó de frente a la vieja y dominó sus ánimos tensos. Los ojos se le pusieron sinceros y a punto estuvo de hablarle, si no fuera por la abrupta interrupción de un mirón oportunista.

—¡Oh, miren, atenienses! ¡Pero si es ‘Cleónimo, el excelso cocinero de Tebas’! —proclamó aquél, rebosando de un sarcasmo brutal y con tono burlón, lo que hizo a otros dos o tres prorrumpir en carcajadas.

Pítaco notó que éstos habían sido algunos de los tantos curiosos congregados en torno a Solón aquél día y así rememoraban la anécdota, que parecía haber repercutido con gracia y con fama entre algunos atenienses.

—¡Es uno de los amigos imaginarios de Solón, el loco medóntida! —acotó el segundo, un barrigón, dirigiéndose a los presentes y degradándose en risotadas.

—¡No seas estúpido, Simiotes! ¡Seguro que ese no es su nombre! —le replicó otro de los bromistas entrometidos, un hombre encorvado y falto de algunos dientes.

—¡Agradece a los dioses que tus caballos no tengan que compartir la misma comida que tú!— Con alborozado ánimo y furor dijo un tercero, acercándose a Pítaco, palmándole el hombro y abofeteándose a sí mismo las carnes del muslo.

—¡«Los caballos más veloces de Beocia»! —volvió a hablar el primero, arqueando sus cejas y gesticulando con ambos brazos—. ¡Sólo avísenles que es la hora de la comida y los verán galopar por todo el Peloponeso en un santiamén!…

Este último parecía ser el más gracioso de todos. Y así se divertían entre ellos, con sus propias fantasías, montando un espectáculo hilarante y jocoso. Otros tantos también se reían, aunque ni siquiera sabían bien por qué. Y ahí estaba Pítaco, ruborizado, como en el centro de un cubil de lobos o serpientes, rodeado por atenienses bromistas, chismosos y malintencionados. A todo esto, la esposa de Frinón se mostraba perpleja: confundida hasta el nervio. Un grupo de aristócratas también se hizo eco del revuelo y se acercaron al punto de la situación convocante. Como si fueran sombras, Pítaco advirtió a tres o cuatro hombres acercándose por su espalda. Sintió un tironeo de sus ropajes colgantes que lo alejó del alboroto y, después, alguno se ensañó en empujarlo por detrás.

—¡Dispersa a esta turba! —Exclamó una voz madura y varonil.

El mitilenio volteó y pudo atisbar el perfil de Hipócrates, que había mandado un hombre a contener el creciente bullicio. Éste insistió en volver a impulsarlo hacia adelante en una acción deliberada por mantenerlo alejado de la muchedumbre. Lo sujetó firme por encima del codo y lo zamarreó. Comenzó a caminar a su lado y, entre dientes, le gruñó en el oído, cual si fuera una orden:

—¡Camina, lesbio!

Así hicieron y ni bien alcanzaron un cruce de caminos más despejado, custodiado por un polícromo pilar de Hécate, diosa de ambivalente mirada, el ateniense desenvainó su espada e increpó, con semblante intimidante, al mitilenio:

—¡Acaso te domina la locura o te arrancó la razón un estúpido remordimiento en tu sucia consciencia! ¿Sabes cuántos aquí quisiéramos verte muerto?

—Ya lo hubieras hecho si ese fuera tu deseo —le respondió Pítaco mirándolo a los ojos y con su voz profunda, de tono grave y sereno.

Hipócrates vaciló un instante antes de sonreír y volver a amenazarle:

—Estás muy cojo como para destriparte así sin más.

—¿En donde quedará tu honor, Hipócrates, si me despachas así sin más? ¿Acaso no eras tú uno de los confidentes del gloriado Frinón? ¿Por qué has peleado junto a él? ¿En qué mundo crecerá, entonces, el joven y prometedor Pisístrato?

Pítaco se mostraba temerario, aún desarmado y en desventaja, exhibiendo una faz intrigante que por mucho incomodaba al ateniense. Hipócrates entonces le pasó el xifós por la barba y se acercó a él. Lo examinó. Lo empujó. Estiró el brazo que sostenía la espada, señalándole un camino, y así le habló:

—Mientras la paciencia aún me domine el nervio, ahí tienes tu salida de Atenas. ¿Acaso no eras tú el más prudente entre los lesbios? Recuérdame como quien te ahorró tu miserable aliento y evitó tu ruina. ¡Márchate de una vez y procura jamás volver!

—Marcharé si así me lo ordenas. Y en el camino meditaré si esta prepotencia que ahora muestras por fuera proviene de eso que tanto te atribula por dentro. Ya sabes… después de todo, sólo somos peones…

Le sostuvo una mirada intrigante, muy parecida a la última que intercambiaron aquel fatídico día en la arena de Sigeo. Hipócrates supo que esas palabras finales no eran las suyas, sino las de su difunto amigo. Pítaco entonces se disponía a marchar, cuando de lejos oían el creciente galope de un grupo de jinetes que, habiendo sido informados previamente por los otros ciudadanos, no tardaron en llegar al punto y bloquearles el paso. Los hombres descendieron de sus monturas y uno de ellos se interpuso entre ambos. Tal auriga era el propio Alcmeón, arropado de lujosas túnicas y con la corona de olivos en sus orejas, y se mostró tan curioso como los demás atenienses.

—¡Ah, pero qué mañana tan… exótica! —proclamó—. ¿De qué va todo esto, Hipócrates? ¿Qué pretende esta escoria eolia arrastrándose por Atenas?

—He venido a rendir honores —aseveró Pítaco, sin pedir la palabra.

—Ah, ¿sí? ¿Tú y cuántos más? —Volteó y le habló entonces Alcmeón, descreyendo sus palabras—. ¿Acaso vienes como emisario de Mitilene? ¡Sigeo, ahora, es próspera colonia de Atenas!

—Y por mucho respetamos, mis compatriotas y yo, tal decreto. Ninguna intención tengo en rebatirlo. He venido en soledad, Alcmeón. Tal como me enfrenté al campeón. A quien vine a honrar, tal como te honré con mis respetos al conocer la muerte de Megacles. ¿Es esta cortesía de Atenas ante un viajero cojo y solitario?

—¡Pues tus honores llegan muy tarde! —le replicó en seco el eupátrida.

—Prudente Alcmeón —tomó la palabra el serio Hipócrates—, este eolio estaba a punto de marcharse. Me juró de palabra que no regresaría.

El eupátrida entonces miró a Hipócrates y a sus hombres. Caminó hacia Pítaco y lo rodeó, trazando un círculo pausado. Le husmeaba como un perro, pues le miró los pies truncos, los brazos y la cabeza, mientras meditaba su respuesta. Al concluir, se acercó al estratego y, en privado, le farfulló estas palabras:

—No confío en este eolio. Si de verdad empleó una red para rematar a Frinón, debemos ser precavidos de su mente artera.

—¿Y qué cargos le arrojarías? No estamos seguros de cuánto prestigio goza este hombre en su patria. Nos estaríamos arriesgando a iniciar nuevas disputas de consecuencias desconocidas. Funestas quizás. Lo más prudente sería dejarlo marchar y mandar seguir sus pasos —buscó Hipócrates contrariar sus decisiones.

—Después trabajaremos en qué cargos. Hice mis propias averiguaciones, Hipócrates. Éste es hijo de un armero tracio. Yo no veo prestigio alguno colgando de esas túnicas harapientas —replicó el eupátrida luego de fruncir su barbilla y esgrimir un gesto pensativo—. ¡Leso, aprésalo! —ordenó en voz alta.

El aludido entonces redujo a Pítaco por detrás, le juntó ambas manos y enlazó un ingenioso nudo cortante alrededor de sus muñecas. Así se llevaban al mitilenio, tal vez a algún sitio donde interrogarlo de forma exhaustiva, mientras el rétor y estratego, Hipócrates, exhibía un trasunto semblante de impotencia.

—Si tu juicio no puedo doblegar, al menos, actúa con discreción —le manifestó éste al eupátrida, con tenue recelo y enfado.

Por respuesta, Alcmeón se limitó a cubrir la cabeza de Pítaco con el velo.

II

Algo más lejos del altercado, esa misma mañana, Solón caminaba en soledad entre el tráfago de Atenas, siempre perseguido por algunos fisgones que pululaban cual zánganos y abejorros alrededor de sus actos absurdos. Llevaba su cabeza envuelta en telas, sólo el rostro tocaba el viento, como lo llevan los hábiles comerciantes que a menudo venían del Oriente y atracaban sus rápidas naves en puertos helenos. Durante las últimas semanas se lo había visto llevando rocas informes de un punto a otro, las cuales iba amontonando en un sitio concreto. Algunas eran más grandes y pesadas que otras, por lo que las amarraba con sogas y cordeles que ataba a sus caderas y así las llevaba a rastras, a veces empleando también el vigor de sus brazos y hombros. Cuando alguno le preguntaba por qué hacía todo ese trabajo, él ofrecía respuestas disímiles, vulgares o abstrusas, y era juzgado por los atenienses como un loco sin remedio, pero inofensivo. En ocasiones contestaba que estaba construyendo un monumento a la esclavitud. En otras, que era un mojón sagrado. En otras, que lo hacía porque esperaba a un heraldo. En otras alegaba que era en sentido figurado lo que había hecho toda su vida, y que ahora había decidido pasar a la acción. De a poco, aquél montículo de piedras se hizo fama. Fue creciendo hasta superar la altura promedio de un hombre, y los atenienses ya lo referían, acaso con mofa y ludibrio, como «el túmulo de la locura».

Aquella mañana, sin embargo, el aspecto del medóntida era harto distinto, por lo menos al que había acostumbrado a sus compatriotas en los últimos meses. Por empezar, sus gruesas barbas las llevaba muy bien recortadas y emprolijadas, parecían de cobre. Su piel era cándida, pulcra, hasta sus manos y uñas. Iba revestido con su antiguo atuendo de magistrado, reluciente, espléndido. El argénteo broche de Diké le prendía la clámide de tinte cerúlea, y de las mangas largas colgaban las orlas de decoración ática. Afrodita, la amante de la risa, parecía haberle derramado gran encanto y belleza sobre la cabeza; y el temible Ares, su compañero de lecho, lo había hecho parecer incluso más alto e imponente de lo que era. Sus ojos claros, además, expelían un fulgor sabio y sereno.

—¡Oh Solón, qué bien luces esta mañana!

Al verlo pasar lo halagó la basilinna Agarista desde su terraza, muy exaltada en el ánimo. Recubierta de perlas y ágatas, era de las mujeres más deseables de Atenas, si bien promediaba la belleza que ostentaban las lesbias. Por respuesta, él le dedicó una sonrisa y un saludo de reverencia. Tal actitud por mucho intrigaba a los atenienses, que esa mañana veían en Solón a un ciudadano ejemplar, distinto.

Así entonces habíase encumbrado sobre ese montículo de rocas y algún tiempo permaneció allí, contemplando el fragor del día soleado. Se rascaba la barbilla, ensayaba posturas pensativas, y a muchos ya tenía congregados en su torno. A uno de los lados tenía la vista de una plazoleta, en la cual confluían los principales senderos de la pólis. Al otro lado miraba la gran explanada del ágora, siempre tan vívida y bulliciosa. Al punto también llegaban el joven Nicias, de robleda melena, y Drópides, varón de faz modesta y agraciada, sino los únicos enterados del ardid de Solón. Éste último se hallaba de caminata con sus treinta discípulos, Pisístrato entre ellos, que ahí también se detuvieron junto al ilustre preceptor.

Palpitaba entre las gentes un clima tenso, expectante, y el número de atenienses hacinados ya superaba por mucho el centenar. Por igual, entre la turba se habían dispersado esclavos, metecos y comerciantes, como nobles, caballeros y magistrados. Aprovechando la ocasión, un ambulante vendedor de vino se mezclaba entre ellos, arrastrando su carreta y ofreciéndoles muestras de su vendimia a dos tercios del precio estipulado, pregonando que era para el disfrute de un espectáculo que ni siquiera hubiese figurado.

Solón entonces se quitó la túnica de la cabeza, al viento libró sus límpidos cabellos, ensortijados como vellones de lana, que más le crecían a lo ancho que a lo bajo. Con los dedos comenzó a golpear una pandereta en pulso de dos en dos, mientras bajaba del montículo de piedra. Entregósela a un compatriota que no pausó el ritmo y a otro le dio el címbalo, que agitaba al golpe tercero, marcando el son del compás. Todos vieron entonces a Solón escalando aquél pétreo altar. Al punto se tomó las sienes con una mano, a todos los aturdió el silencio, y con sus labios carnosos procedió a declamar:

«¡De Salamina vengo, la envidiable…

y este lugar hoy ocupo en esta junta,

para cantarles estos versos deleitables!

Pues tan detestable es el mal ya soportado,

ah ciudadanos, que mi corazón casi ha olvidado

la dulzura amable que sopla por esos prados».

[Dejó seguir un compás.]

«El canto del gallo la desvela,

en los picos danzan las luces,

acarician el valle de encinas,

donde pacen el íbice y sus manadas

y las abejas elevan el zumbido

y así despierta Salamina,

abundante de frutales y de cítricos

y sopla Bóreas entre las colinas

esparciendo aromas de muchas hierbas

Pero hoy ya no danzan las encinas

y la almáciga llora su lágrima

y en el valle las abejas producen miel amarga

¡Cuánto ha desfallecido la amable Salamina!

Que Fileo prudente entregó a los atenienses,

y que hoy padece bajo yugo de tiranía

¡Llora Áyax en su morada, héroe tan celebrado,

a quien hoy no rinden honor alguno ni reparo!

¡Llora Salamina toda, hoy vilipendiada,

que en su seno tanto pesa el yugo de Megara!

A quien prendara el alma justa mis palabras,

por ley tan mezquina y absurda hoy censuradas […]»

Los presentes se miraban entre ellos, incrédulos, aunque mucho también encomiaban sus versos. Sólo los vítores de los niños de Drópides suplían los silencios. Lo vieron deslizarse abajo del rústico estrado y los músicos le siguieron. Ahora se fundía entre las gentes y a ellos se dirigía gesticulando, como amonestándolos.

«Por demente estos días me han tomado,

y yo he tolerado sus agravios y mis fatigas,

mientras mucho revolvía mi mente esta elegía,

que ni al necio ni al prudente dejará indiferente…

Y dentro de breve tiempo, oh atenienses,

la verdad probará si estoy demente

¡Qué hechizo les embarga el alma, ciudadanos,

que tal asunto ya ni el sueño les quita!

Entonces yo, antes que ateniense,

quisiera ser isleño folegandrio o sicinita

Aún por ellos la patria permutara,

puesto que se dirá entre los hombres:

“Ése es Solón, uno más de tantos atenienses

que a Salamina dejan abandonada”…

¡Acaso la desidia consumió toda la furia!

¡Quien acaso puede seguir su camino,

cargando en su pecho tal injuria!

A quien culpa el necio por su fatal destino,

sino a él el primero,

que cosecha un fracaso tras otro,

que tolera lastimeros insultos,

que con un brazo señala,

y con el otro cava su propio sepulcro

Y así como ha caído Salamina en desgracia,

de igual manera, yo les digo, atenienses,

que también peligra la patria sagrada de Palas…

Como se acumulan las nubes en las altas cumbres,

y hacen caer los truenos, los rayos y la lluvia,

así caerá este pueblo manso en servidumbre,

incapaz de atender sus propias disputas […]»

Ahora se esparcía un incómodo murmullo que era opacado por las ovaciones de los niños y los jóvenes, pues parecían ser los únicos que celebraban sus versos. Luego de verlos otros tantos, se fueron sumando a sus clamores.

«Dicen que una peste se ha desatado,

y que vino como una noche perpetua

que sus cosechas y sus trabajos ha malogrado,

pero yo les aseguro que a esa plaga

no la envían los dioses, sino el Estado

¡Pues nunca caerá nuestra ciudad

víctima de los dioses inmortales,

sino por indolencia de sus propios ciudadanos!

Y hoy mis versos apelan a esos corazones

que aún conservan el honor sin tacha,

que la vergüenza les muerde la lengua

al hablar sobre su patria…

¡Oh Atenas, ciudad de los mármoles

y de las minas ricas de Laurión!

¿Acaso tus moradores olvidan

que fuiste celo entre Atenea y Poseidón? […]»

Mientras pronunciaba esos versos, un noble de pálido rigor, tal vez del miedo que le trepaba por las piernas, se agachó para tomar un puñado de piedras del suelo y esconderlo entre sus túnicas. Al verlo, uno de los jóvenes de Drópides se arrojó vehemente sobre aquél, que ya estaba atinando su tiro. Tal lance no había alcanzado a Solón, sino a algunos que se hallaban detrás del orador. Muchos comenzaron a empujarse y Solón volvió a subir al túmulo de rocas con intención de rematar sus versos. Aquellos que aún tenían la voluntad de escucharlo así lo hicieron, mientras los insultos y los proyectiles iban volando sobre las cabezas.

«¡Pero esta noche odiosa, yo les digo

que pronto llegará a su término, atenienses,

ni bien vayamos a luchar por Salamina,

esa isla rica y preciosa,

vindicando el gran borrón

que nuestro honor padece!

Incluso si se pierde mi voz

en el desierto de esta noche ominosa,

si de ustedes ninguno me acompaña,

yo marcharé por propios medios

pues siempre me muevo

como un lobo entre perros

¡Pero todos recordarán a Solón ese día,

que por Salamina arriesgó su vida,

y que a Atenas purgó de la peste

y así la libró de su penosa caída!»

Se esmeraba Solón en profesar sus últimas líneas mientras una gresca ya se cernía entre la multitud. Los más jóvenes eran quienes celebraban al poeta, a la vez que los mayores prorrumpían en insultos de descontento, pues consideraban su poema un artilugio, una flagrante vulneración de la ley. Así el tumulto confuso acrecía y ya había alcanzado las últimas congregaciones de hombres y mujeres. Estaban lo suficientemente alejados como para escuchar su voz con claridad, pero de todas formas entre ellos se iban empujando. A este efecto, muchos que se hallaban en las calles aledañas corrían apresurados hacia el lugar del suceso, intrigados por los ecos clamorosos que resonaban hacia un lado y hacia el otro.

Marchaban a la vez por esas calles Hipócrates, Alcmeón y su séquito llevando apresado a Pítaco. Decían conducirlo al tribunal del Areópago, donde debería dar respuesta a todas las inquietudes de sus autoridades, pero las riñas no tardaron en alcanzarlos. Alertados, algunos de los guardias se dispersaron dirigiéndose al corazón del alboroto, intentando contener la crispación de la turba. El mitilenio llevaba la cabeza cubierta y lo habían dejado en custodia de otros celadores y también de Hipócrates, que lo sujetaba con firmeza por el lazo que le ataba las manos por la espalda. Al punto se hizo presente Pisístrato, que buscó la protección de su padre y lo puso al corriente de la situación. Al reconocer a Pítaco, el niño le comentó que ese hombre apresado era amigo de Solón, que había tratado con él días atrás, que tal intercambio había sido justo y afable y que él le había regalado el bastón de Hermes que ahora llevaba en sus manos. También perseguía a los hombres la esposa de Frinón, a quien desoían con dolo cuando les imploraba de lejos que liberen al prisionero; y que, a pesar de desconocerlo, sus palabras hacia su esposo le habían caído en gracia.

Hipócrates se dirimía en la mente entre sus deberes y obligaciones y los menesteres personales de su justicia, y sin dudarlo por demás se decantó por esta última. En una acción deliberada se mezcló entre las gentes y ahí se desprendió de Pítaco. Acto seguido, encomendó en privado a uno de sus hombres, por nombre Nicandro, a seguirle los pasos con discreción. Al verse liberado, el mitilenio logró escabullirse y, cojeando entre los agitados cuerpos de los atenienses, buscó la salida más próxima entre las murallas de la pólis.

Bajo el sol, Pítaco fue hallando el camino. Se internó entre bosquecillos, matas y malezas para mantenerse a resguardo de los senderos, tan transitado por campesinos y mercaderes. Con la pierna a rastras, sin báculo que apuntale su peso, privado del libre uso de sus brazos, el trabajo se le hizo muy fatigoso. Ni bien oyó el canto del arroyo se movió, como reptando, hasta alcanzarlo. Agitado como estaba, se tumbó de bruces en la ribera, pues necesitaba calmar su sed, beber del frío y prístino cauce. Tal hizo y con renovados bríos retomó su periplo. Al cabo de unas horas, arribó en soledad y muy agitado a la humilde majada de Anacarsis.

Ahí se hallaba el ingenioso escita, confeccionando las prendas y telares propicios para la meditada hazaña, la conjura acaso, que los sabios muy pronto ejecutarían. Sus ojos claros y sus ágiles dedos se apartaron de las agujas y los textiles al ver llegar al mitilenio, y con gran algarabía lo recibió:

—¡Ah, Pítaco de Mitilene! ¿Qué te ha deparado Atenas esta vez? ¡Pues siempre hay algo nuevo en urbe tan bulliciosa!

—Un nuevo fugitivo es lo que se ha conseguido Atenas —le contestó el mitilenio, exhibiendo la mordaza alrededor de sus manos.

Anacarsis sonrió, pues nada parecía inquietar su fausto carácter, y con una daga deshizo ágilmente el nudo que privaba las manos de su amigo mitilenio.

III

Al caer la tarde, la pólis volvía a serenarse. Un grupo de guardias habían escoltado a Solón hasta la casa donde habíase criado después de muertos sus padres, la del tío de su madre, y ahí lo mantenían detenido. Al tratarse de un hombre de noble linaje, la ley impedía condenarlo sin previo juicio. Y menos aún luego de haberse apresurado en declararlo incompetente e inimputable, lo que les permitió remitirlo de sus funciones so pretexto de un perturbado estado mental que le nublaba la cordura. Tal asunto ya estaba a punto de ser tratado en la colina de Ares, en acalorado debate, donde sólo tenían permitido el acceso los Eupátridas.

Desde la caída de la rancia monarquía en beneficio del régimen aristocrático —que no había sido tal, sino un modo de honrar a Codro, el último gran rey—, los áticos mantenían el número de Eupátridas en trescientos integrantes, todos, por supuesto, ciudadanos varones de Atenas. Tenían sus residencias en la pólis y sus fastuosas mansiones y tierras a lo largo y ancho del Ática, de las que percibían pingües exacciones. Desde el atentado de Cilón y su posterior resolución mediante las leyes de Dracón, sólo ellos podían entrar y salir a voluntad del Areópago. Si se trataba de un noble no eupátrida o de un ciudadano corriente, debía hacerlo bajo el patrocinio de alguno de ellos, y bien acreditados sus motivos con antelación. Muchas veces, antes de ingresar, sea el caso de artistas, arquitectos, escultores o domésticos sirvientes, se les solicitaba pasar por un rito de purificación oficiado por altos sacerdotes, de Zeus o de Atenea, designados por el arconte basileus; y, por supuesto, los eupátridas percibían buenas riquezas por esto; sólo los guardias armados recibían una modesta paga por sus servicios. De todas estas prerrogativas gozaban los hijos de buenos padres, cuyas estirpes variaban según la zona de procedencia, pero siempre se remontaban a algún héroe o rey mítico de Atenas, pues eran ellos los custodios de los cultos ancestrales. Si bien no todos los nobles pasaban por el rito de ascención a su nombramiento eupátrida, entre los más afamados estaban los Códridas, los Hesíquidas, los Eteobútadas, los Búzigas, los Licómidas, los Gefireos, los Cérices, los Filaidas, los Eumólpidas, los Melántidas y los Alcmeónidas —linaje al que pertenecían Megacles y su hijo Alcmeón III—.

Aún así, de entre los trescientos eupátridas, no todos tenían voz de peso en las decisiones cabales de la pólis. Éste supremo privilegio lo ostentaba el Consejo de los Ancianos. Como tal se conocía al reducido grupo de cincuenta y uno que se reunían a discutir los asuntos en el recinto oval del Areópago; el número impar se explicaba para evitar empates en las votaciones. A la hora de deliberar, ellos portaban túnicas dobles, capas y capuchas de tonos oscuros y orlas brillantes, y algunos ciudadanos ni siquiera conocían la existencia de este poderoso órgano, casi subrepticio, que respiraba por fuera de los márgenes de las instituciones de Atenas. Mediante el decreto del sistema de las fratrías, que aunaban dos o más linajes nobles y extendían su influencia hacia cada uno de los ciudadanos —pues era requisito excluyente pertenecer a alguna fratría para acusar ciudadanía—, éstos manejaban los hilos de Atenas a su antojo. Integraban este restringido grupo de eupátridas fratriarcas sólo aquellos que hayan sido arcontes al menos una vez, antes habiendo sido éfetas, jueces o jefes pritanos, o hayan ejercido por tradición los cargos más altos de sus menesteres como familia; ya sean las dedicadas a las causas sagradas, a las públicas o a las militares. Pero, por sobre todo, eran los dueños de las tierras y, si bien retirados, eran los magistrados más influyentes y poderosos de Atenas, de cuyos laudos y sentencias resultaban las decisiones que determinaban el devenir y el destino de todos los atenienses.

La forma oval del recinto obedecía a que, una vez se ingresaba por su puerta, tres series de escalones marmóreos se adosaban a sus curvados muros sin ventanas. Éstos servían de asiento a los ancianos que se reunían alrededor de un trono de mármol al extremo opuesto del pórtico, con un asiento a cada lado, que daban de frente al umbral de entrada. Lo ocupaban el arconte epónimo, y, a un lado, el jefe de los tamías y, al otro, el arconte basileus. En el centro del recinto y al costado de cada tribunal refulgían fuegos sagrados que iluminaban el suelo del edificio. Allí se vislumbraba un polícromo mosaico con la figura de Cécrops, rey fundador de Atenas —algunos decían que provino de Egipto—, portando una corona de olivo y un bastón de mando, y cuyo torso inferior se transformaba en una ensortijada serpiente. En su torno, entre las guardas y motivos decorativos, reverberaban incrustaciones de oro y plata, y se figuraba una inscripción elíptica que así versaba: «Quien desconoce la ley, desconoce también a los dioses».

Después de invocar la tutela de los dioses cívicos Zeus Patroos y Atenea Fratria, como era tradición, uno de los pregoneros del Estado, descendiente de Cérix y heraldo personal del arconte en funciones, expuso el asunto que hoy concitaba a los eupátridas en extraordinaria asamblea. Así muchos ya iban opinando sobre lo acontecido ese día en el ágora merced al poema de Solón, pero las voces resonaban unas sobre otras, caóticas, rebotando por todo el recinto oval.

[¡Que las Musas venerables, ahora, me inspiren a recordar muchos de los nombres y linajes de estos poderosos varones que vivieron en los días negros de Atenas, pues ellos eran de sus gentes los más privilegiados!]

—¡Es un deslenguado! —elevó la voz el fratriarca Aristecmo, prestigioso anciano del clan de los Gefireos, con estirpe también en Beocia.

—¡Ha subvertido el orden con tanto esfuerzo conseguido! —completó Calias, de sangre cérice y exégeta de los cultos eleusinos.

—¡Es sólo un loco! Pues olvidan que se apresuraron en declararlo inimputable con motivo de no avergonzar a la nobleza del Ática —opinaba el melántida Aristocles, cuya descendencia engendraría hombres notables a futuro.

—¿Serán los dioses que están enloqueciendo a los atenienses más ilustres? —se cuestionaba el filaida Esteságoras—. Traté con él los asuntos de la pólis apenas unos años atrás… ¡y qué varón tan sensato me parecía!

—¡Es un agitador! —retumbó la voz del hesíquida Telecles, encargado del culto a las Euménides, que entre ellos se envaró para hablar—. ¡Que a luz pública se atrevió a desafiar la ley dictada por esta Asamblea sagrada! Deberíamos reprender esta insolencia. ¡Hacer de Solón un ejemplo para todos aquellos disconformes que osen alzar su voz en detrimento de las decisiones aquí convenidas!

Diciendo esto se sentó, y quien se irguió fue el anciano Critias, de estirpe códrida y, a su vez, tío abuelo de Drópides, quien por él fue criado en ausencia de su padre Execéstidas, también muerto durante la conjura de Cilón, y esto replicó:

—¡Recuerda, prudente Telecles, que el último noble ajusticiado sin juicio previo, cuyo infame nombre ni me atrevo a pronunciar —se refería a Cilón—, por mucho enfureció a los dioses! ¡Tal es la peste que nos han enviado hasta hoy! ¿Nos atreveremos acaso a desatar un doble miasma sobre Atenas?

Tal alegato produjo un confuso murmullo que sofocó con su voz Filómbroto, el arconte en funciones, del clan Búzigas, exégetas de los cultos de Zeus, quien se irguió para hablarles de esta suerte:

—No olvidemos que muchas de las leyes aquí aprobadas fueron dictadas por la buena voluntad del hombre a quien hoy juzgamos, cuando, poco tiempo atrás, gozaba de fama de sabio y era reputado como el más ilustre de los atenienses.

Diciendo esto se sentó en el trono, mientras era enjaezado por un sirviente suyo, de piel de albayalde y corona de rosas, quien le aplicaba ungüentos, lo alimentaba con restos de un festín y le hacía caricias poco decorosas.

A esto respondió el sobrino de Dracón, Henióquides, anciano de nariz redondeada y orejas caídas, que había sido arconte y encabezaba el clan de los Eteobútadas del demo de Bate, y tales palabras profirió con exasperado ánimo:

—¡Filómbroto, rico y vanidoso como pocos! Recuerda que este prudente Consejo es quien te puso en tus funciones. Tú limítate a presidir las ceremonias públicas y a dar tu nombre al año, que ya muy grande es ese honor, pues yo también lo tuve. Pero ¿con qué ínfulas te atreves a traer a tus esclavos a este sagrado Consejo?

—Éste bello mancebo —respondía el arconte Filómbroto— es mi doméstico de mayor confianza. Fue debidamente purificado. Además, nunca…

—¡A nadie le interesa! —lo reprendió Henióquides con más fervor que antes—. ¿Es acaso digno de los dioses? ¡Con qué descaro te aprovechas de los privilegios que te permites obtener por nuestras leyes! ¡No estamos aquí para apreciar la belleza ni presumir de nuestros mancebos! ¡¿Desde cuándo, nobles magistrados, este recinto sagrado se convirtió en un burdel?!

Semejante enfado concibió rumores inquietantes, y Filómbroto hizo señas a su sirviente para que se cubra y se retire del recinto y de la colina. Siguiendo a aquél, también se retiró otro puñado de domésticos que allí estaban acompañando de soslayo a sus amos. Tales escenas y actitudes, que últimamente se habían vuelto recurrentes entre los ancianos eupátridas, disgustaban mucho al ilustre Drópides, que había cultivado una dulce y secreta amistad con Solón, y, en silente repudio, con él conspiraba abogando por una reforma; pues estaban hermanados además por un asunto de sangre en común. Una vez retirados los esclavos, volvió a pronunciarse el Eteobútada:

—¡Eupátridas y areopagitas, honorables todos! Yo, Henióquides de Bate, exijo que Mirón de Flia, que nos supera a todos en edad y por tanto en experiencia y en sabiduría, nos ilustre con su buen laudo y consejo sobre tan peliagudo asunto que hoy nos convoca, que nos ha privado de momento del deleite del banquete y de gratas compañías en nuestras bellas residencias.

Diciendo esto se sentó, y tomó la palabra el anciano Mirón del clan Licómida, juez y exégeta de los cultos acropolitanos, que nombraba a dedo a todos los arcontes basileus de Atenas y que gozaba de su posición vitalicia luego de presidir el infame juicio que sentenció el destierro de Megacles y los demás Alcmeónidas:

—Este medóntida, Solón, es un descastado —sentenció Mirón, con el tono grave, chirriante y pausado de la vejez—. Ya su padre, Euforión, a quien bien conocí en su tiempo, fue un noble que renegaba a menudo de sus labores. Muchas de sus riquezas, dicen algunos, las dilapidó; y otros que las repartió en un acto de gentileza, encareciéndose con el vulgo. Éste hijo suyo… si bien decretó buenas leyes que apaciguaron la convivencia entre el campesinado y la nobleza, he oído que mientras ofició como tesmóteta, una decisión fallida a mi consideración, a menudo manifestó sus intenciones de reformar de raíz el sistema legislativo, tributario y punitivo de Atenas; que, además, desprecia el código de Dracón. Tampoco olvidemos que, en el año de Critias, de su propia mano dictó la amnistía que permitió el retorno de los Alcmeónidas…

—¡Tal decreto fue consensuado en este mismo recinto! —Se pronunció Critias al sentirse aludido—. Sus intenciones eran loables. Y tenían el favor del grueso de los exégetas y sacerdotes. Si veinte años de exilio no aplacaron la furia de la diosa, quizás la tregua traería la concordia a la pólis.

—¡Nosotros somos Eupátridas, guardianes de los cultos ancestrales! —gruñó el gerenio Mirón, irritado por la interrupción, y emitió una aguda tos para recobrar el hálito del pecho—. Es nuestra sangre la que irriga el corazón viviente de Atenas, y nuestra voz la que decreta su pulso. ¿Por qué deberíamos ceder a los propósitos de los nuevos ricos o a esos nobles de linajes ya degradados en riquezas, ya en privilegios? En tanto a este medóntida, a mis ojos y a mis narices, que como perro viejo que soy mucho he visto y olfateado, ésta es la clase de hombres que nos presentan más amenazas; de cuyas intrigas y proyectos debemos estar bien resguardados. Lo más prudente sería iniciar acciones legales que lo sometan a un juicio de exilio sin privilegios. Para tal cometido, una sola acusación de deudas al erario público será la manera más celera y eficiente. —Tal diciendo miró a Andócides, de estirpe Cérice y jefe pritano de los tamías, que llevaba las cuentas del Tesoro de la pólis, oficio que le confería un ingente poder, quizás superior a todos los demás, y esto le preguntó—: ¿Cual es su situación tributaria?

—Sus registros están impolutos, excelso Mirón de Flia —sentenció Andócides—. Nunca dejó deuda sin cancelar, y raras fueron las ocasiones en las que él o algún miembro de su familia solicitaron préstamos del erario, y siempre han sido resarcidos incluso antes del tiempo estipulado por ley. Bien se sabe que prefiere vivir con poco, pues se dice que es varón austero y moderado.

—¡Pero ahora es sólo un loco, como bien señaló Aristocles, y como tal deberíamos juzgar sus acciones! —Con mente artera habló Drópides, que, si bien con cuarenta y seis años era el más joven entre ellos, fue admitido como vocero de su difunto padre, el códrida Execéstidas, y por dar sobradas pruebas de su prudente juicio—. ¿Qué mensaje estaríamos impartiendo a los ciudadanos si nosotros mismos, tan ostensiblemente, violamos o manipulamos nuestras propias leyes? Tal cosa sería poco decorosa. Designemos a un ciudadano que acuda a un legislador corriente, y que se lo acuse de flagrante vulneración a la ley de veto a Salamina. Que se consiga sus testigos y así lo juren y manifiesten ante muchos jueces de renombre. Su situación procesal será atendida por todos los tribunales populares de Atenas antes de llegar al consenso del Areópago. Sí. Tomará los tiempos prudentes que acarrea la justicia. Pero recuerden lo que les digo, nobles magistrados y areopagitas: que en unas pocas semanas la plebe no volverá a considerar este asunto como una afrenta, sino como otro más de sus desvaríos. Y al cabo de unos meses, después de ofrecer las fiestas a Dionisos, les aseguro, ya tendrán nuevas distracciones y olvidarán este infame asunto por completo.

—¡No es un loco, Drópides! —tomó la palabra Tisandro, fratriarca y jefe del clan Filaida—. Se hizo pasar por loco durante meses para que toda Atenas acuda a escuchar su elegía. ¡Así lo confesó en sus propios versos!

—Bien enterado estoy de eso, nobilísimo Tisandro —le replicó Drópides—, pero también dijo que tomará Salamina por su propia mano y que purgará Atenas de la peste. ¿Acaso no suena eso bastante desquiciado? ¡Dejémoslo libre, pues! Y que se inicien las acciones legales correspondientes con la ley inviolable. Además —añadió—, Solón posee una exigua formación militar. Cuando lleguen las noticias de su triste muerte o captura a manos de los impíos megarenses a expensas de la obstinada y ciega osadía que le infundió su mente turbulenta, la voluntad del pueblo será doblegada con más facilidad que antes. ¡Por los dioses, magistrados! ¿Acaso no lo ven? ¿Acaso ven escarnio y calamidad donde, a claras luces, estos hechos favorecerán con creces a los eupátridas y areopagitas?

Así habló el astuto Drópides y se sentó, y pareció convencer a los ancianos, que se tomaron un instante para analizar sus palabras.

Un relinche se oyó en las afueras del pórtico del salón oval.

Aprovechando el silencio, sin previo aviso, Alcmeón ingresó al recinto con pasos lerdos y resonantes. Se detuvo en el centro del mosaico, y su presencia no ignoraron los ancianos. Si bien la familia Alcmeónida, después del juicio de amnistía, había recuperado todas sus prerrogativas y, él mismo, que mucho ya trabajaba por honrar los cultos de Atenas, había recobrado el nombramiento eupátrida, no tenía aún la experiencia para ser admitido en el Consejo de los Ancianos.

—¡Alcmeón de Paralia! —Gritó Henióquides, muy disgustado por esa osadía—. ¡¿Ignoras acaso los estrictos requisitos para tener voz en este honorable consejo, o es que abiertamente los desafías?!

—¡Nobles magistrados y eupátridas —haciendo caso omiso al reto, se pronunció el valiente hijo de Megacles—, sé que mi presencia aquí es resistida por muchos de los presentes, pero ruego que se dé la oportunidad de pronunciarme! He atravesado ese pórtico y ningún dios me lo ha impedido. Y a lo que a este sagrado recinto concierne, yo poseo los mismos derechos que todos ustedes. Tanto mi noble padre, Megacles, como yo mismo, que porto la venerable estirpe Alcmeónida en mis venas y en mi nombre, hemos jurado ante los dioses, con sangre y con lágrimas, brindar devotos servicios a la gloria de Atenas. Aquél en sus días como arconte y polemarco, yo hoy como general y excelso auriga. Todos nuestros males ya han sido purgados. Y la ira de los dioses aún no ha cesado. Quizás la causa de estos años aciagos que atraviesa nuestra sagrada pólis no tenga que ver con los actos de mi padre, sino con algo que aún no seamos capaz de dilucidar… Empero, yo no depongo mis actos, ni mi corazón me detiene cuando tengo ante mí el honor de servir a Atenas. Les traigo, en esta ocasión, información que puede resultarles de interés para el pronunciamiento de sus sabios juicios.

Todos lo escucharon y, al terminar, miraron a Filómbroto, Andócides y Mirón, los tres ancianos que ocupaban el trono. Desconcertados, éstos se miraron un tiempo entre ellos, pero finalmente gesticularon y le concedieron permiso.

—Esta misma mañana —retomó Alcmeón—, antes de producirse el tumulto del cual Solón fue causa, advertí una presencia sospechosa hurgando por la pólis… ¡Muy poco deseable para cualquier orgulloso corazón ateniense! Pues tal era el varón que dio muerte en Sigeo al campeón Frinón: Pítaco, el mitilenio. Dicen las lenguas que ese mismo hombre con fama de sabio trabó amistad con Solón algunos años atrás en Mitilene, cuando Periandro, el opulento tirano de Corinto, pronunció su sentencia en favor de Atenas y permitió a los eolios conservar el santuario de Aquilión en Sigeo. Tal vez, ambos hechos ocurridos en este día compartan un interés oculto.

—¿Y qué has hecho al respecto? —le interrogó Mirón.

—De inmediato, ordené a mis hombres apresar al intruso.

—¿Y bien? ¿Dónde lo tienes? —le interpeló Henióquides.

Alcmeón dio un paso al costado y miró hacia la puerta del recinto. En voz alta, ordenó el ingreso de un hombre. A pasos lentos, la silueta se desplazó hasta el centro del gran mosaico y todos lo reconocieron. Así entró Hipócrates en el salón oval. Se mostraba algo inquieto, pues nunca antes había estado allí, ni tenía en claro en qué tono se desarrollaban estas exclusivas reuniones.

—Hipócrates de Braurón, hijo de Prómaco, del clan neleida; rétor en tiempos de paz y estratego de campañas militares en tiempos de guerra —se presentó ante ellos sin siquiera temblarle un poco la voz del pecho, aunque bien lo conocían por su talante y su intachable oficio.

Sobre sus hombros y en su sangre portaba una estirpe noble que habíase degradado en los últimos años. Habitando las naucrarías de las montañas y vinculados a las fuerzas militares del Estado, en concreto, a la flota naval, sus ancestros habían ocupado los cargos de navarcas o pritanos navales, un cuerpo que había sido desplazado en beneficio de los polemarcos y supeditados a éstos. Incluso, uno de su sangre, el más ilustre, por nombre Pisístrato, como su hijo y el hijo del intachable Néstor, había sido votado para desempeñar el cargo de arconte epónimo cinco generaciones atrás.

—Este hombre —dijo Alcmeón y lo señaló con la mirada— es el responsable de que el eolio haya escapado de Atenas.

—Es cierto —refrendó Hipócrates—. Hacia el Areópago lo conducíamos con mis hombres, pero ni bien atravesamos el tumulto que provocó Solón entre los alborotados atenienses, el mitilenio forcejeó con nosotros y logró escabullirse.

—¿Bajo qué circunstancias, Hipócrates, puede un hombre cojo, reducido y amordazado escapar de la custodia de diez hombres armados? —insistió Alcmeón.

—No te equivocas, prudente Alcmeón —respondió el estratego mirando hacia los ancianos—. Pero este mitilenio es un hombre recio, fornido, reputado en sus tiempos como una bestia en combate. No en balde fue capaz de vencer él sólo al gloriado Frinón, campeón de los atenienses. Pero no se preocupen, nobles eupátridas: muy pronto daremos con el extranjero fugitivo. A mis hombres mandé bloquear todas las posibles salidas del Ática. Puerto, muralla, santuario, aldea o poblado, ahora mismo están siendo vigilados por los mejores hoplitas a mi cargo. Y un hombre de tales características, como bien señaló Alcmeón, no pasará inadvertido. Si fallo en esta tarea —agregó—, quedaré sujeto en carne a vuestras justas sentencias.

Así concluyó Hipócrates su coartada. Muchos comenzaron a vociferar por lo bajo y, al tiempo, sentenció el gerenio Mirón:

—¡Esta asamblea quedará en suspenso hasta corto plazo! Consultaremos estos asuntos con los dioses. Acudiremos a nuestros propios augures o, de ser necesario, se enviará una espléndida embajada a la sagrada Delfos. Pero antes de eso decidiremos las condiciones de la libertad del medóntida Solón. Con el despuntar de la Aurora se iniciará el proceso de revocar su condición de inimputable.

Alzada ya la inmortal noche, poco más tenían por debatir los ancianos eupátridas. La asamblea la reanudarían ni bien se inicien los procesos contra Solón o se dé con la parada de Pítaco. Mientras tanto, en las afueras del recinto merodeaban otros eupátridas de túnicas brillosas en torno a la Fuente de Ares. Entre ellos el joven Nicias de estirpe eumólpida. Fue el ilustre Drópides quien, al salir del fervoroso debate, lo puso al corriente de las decisiones del secreto Consejo de los Ancianos. Se dirigió entonces Nicias, con algunos de sus hombres y domésticos, a la casa que había legado Solón, la de su tío abuelo, en el barrio residencial Skambónidas.

Allí habíase criado Solón, donde gozó de los privilegios de acomodada clase. En su primera juventud, gran parte de su ocio lo dedicó a las cosas ilustres: a la escritura, a la retórica, a la aritmética, a la lira y la métrica, y nunca descuidó el trato con los dioses. En una de las terrazas de la residencia, donde había una torre de vigilancia derruida, se inició en la cría de tórtolas y palomas. Lo inspiraron mucho estas aves de Afrodita, pues comprendió que podía domesticarlas con diferencia. Observó que tanto las que recibían malos tratos o las que halagaba en demasía solían volverse las más soberbias y arrulladoras, mientras que las tratadas con amenazas justas, dulces y moderadas, eran las que siempre volvían al palomar hasta hacerse viejas. No las juzgaba muy distintas del vulgo o de las manadas de perros, que mientras más beneficios se les conceda a una parte, más pretensiones deseaban para sí y la manada volvíase una masa informe, ingobernable, caótica. Adquirió también un temprano y profuso gusto por la poesía. Muchos papiros rellenó hasta su adultez, esmerándose en transcribir todo ejemplar que pasara por su hogar o que conseguía comerciando en sus extensos viajes. Lo hacía por dos motivos: para ejercitar su habilidad como escriba y para incorporar los versos en su memoria; pues ambas actividades satisfacían su espíritu, mientras otros hombres nobles, más poderosos que él, lo consideraban una pérdida de tiempo y preferían sacralizar la tradición oral. Como mercader él aprendía, en cada pólis que atracaba, sobre los líricos incipientes de renombre, y en tanto a los versos de los épicos más gloriados, tales sean Homero, Hesíodo, Museo, Eumelo, Olén, Terpandro, Lesques, Arctino y los peanes sagrados de Orfeo, los tenía bien clasificados en sus anaqueles, según el ciclo mítico que versaran; los conservaba acaloradamente vivos en sus mientes.

En ese mismo salón de su niñez, repleto de tabletas de arcilla, rollos de papiro y bustos tallados, había pasado el día Solón reviviendo sus recuerdos, hurgando entre letras y grafías hasta que la puesta del sol envolvió toda la sala.

El canto del búho ya coronaba la noche cuando Nicias arribó al pórtico de la residencia y relevó a los celadores de su custodia. Acto seguido, se presentó ante los domésticos y éstos lo condujeron hasta los aposentos de Solón.

—¡Oh Nicias, ya era hora! —exclamó éste al verlo, y de inmediato volvió a escudriñar un papiro sobre la mesa, a la lumbre de un candil.

—Eres libre, Solón. Al menos, por ahora —le informó el joven eumólpida.

—Por supuesto. Creo conocer y comprender las leyes de Atenas; sobre todo las que yo mismo dicté. —Le dijo sin siquiera elevar la vista de aquél papiro, mientras remojaba en los pigmentos el estilete y trazaba marcas y tachones.

Nicias se le acercó por detrás y depositó en la mesa un saco de hierbas.

—Eléboro de Anticira —señaló—. Es lo que los médicos recetan a los pacientes con trastornos mentales… Te ayudará en tu coartada… por si acaso.

—He oído a médicos que afirman que sólo otorgan… diarrea. ¿No tendrás la oculta intención de envenenarme, joven amigo? —Le elevó Solón la mirada, jocundo, y se sumió de nuevo en su obstinada tarea sobre el papiro.

—Aún así, te noto atribulado, medóntida. ¿Qué sacude tus mientes ahora? ¿Estás realmente cediendo a la infame locura?

—¡Sí! ¡Estoy atormentado! He develado algo magnífico, Nicias… ¡Magnífico!

—Debo partir pronto, Solón. Cuidar las formas —asertó el eupátrida.

—¡De ninguna manera! Vendrás conmigo. Libera a tus hombres y acude, sigiloso, a la majada del escita. Consíguete la compañía del ilustre códrida, si lo ves conveniente… La noche es aún joven. Figúrate cómo hacerlo. —Se volvió hacia él y, con ojos brillosos, le susurró—: ¡Ésto es algo grandioso, te digo!

El joven Nicias exaló un suspiro, ciñóse la rutilante túnica sacerdotal, acomodó la trenza de sus robledos cabellos y, antes de retirarse, esto le dijo:

—No es, ya, extraño que Atenas nos obligue a movernos furtivos, entre las sombras. Breguemos por que no se nos vuelva costumbre, Solón.

IV

Las horas pasaron, y en la choza del escita estaban Pítaco y Anacarsis congregados a la tenue luz de un candil de aceite, pues no juzgaron prudente encender una gran hoguera durante esta noche concreta. Esparcíanse los dos oyendo el susurro calmo y constante del Cefiso y los cantos de las criaturas de la noche. Un artificioso sonido comenzó a prevalecer sobre los demás. Era el quiebre de las ramas y el chasquido de las hojas resecas en el suelo siendo pisoteadas por las botas de un andar muy precipitado. Así fue acreciendo el sonido y ambos miraron afuera, a las anchas de la noche, esperando venir al intruso. Identificaron entonces la figura de Solón, que irrumpió en la tienda con muy poca cautela. En el camino se había adelantado a Nicias y a Drópides, que le seguían de lejos.

—¡Acróstico, Pítaco! ¡Acróstico! —Gritaba, como exasperado, mientras ingresaba a los tropezones en la humilde majada, trastabillando con los muchos guijarros.

Se detuvo ante ellos y se dobló sobre sí mismo, intentaba recuperar el aliento. En sus trémulas manos apretaba contra el muslo unos papiros arrugados. Anacarsis lo examinaba sonriente, descolocado en sus mientes, y Pítaco así le increpó:

—¡Domínate, Solón! ¿Qué es lo que dices?

—¡Es un acróstico! Los versos… No… ¡El oráculo, Pítaco! ¡Un acróstico!…

—Por las gorgonas —gruñó Pítaco, sin siquiera saber a qué se refería—. Háblame después de ésto que mencionas, pero antes cuéntanos qué ha sucedido con tu poema. ¿Lograste declamarlo? ¿Cómo lo recibieron entonces los atenienses?

—¡Ah, bien me han escuchado! —respondió el medóntida con el pecho aún agitado—. Pero los atenienses están aterrados; no tienen remedio. Sólo deberíamos contar con los niños y adolescentes de Atenas. ¡Serán los únicos valerosos que se unirán a esta loable gesta! Pero antes, Pítaco, nos urge tratar otro asunto…

Todavía confundidos, Pítaco y Anacarsis le otorgaron el tiempo para que recobre su hálito, y por detrás ya ingresaban los dos eupátridas.

—¡Ah, Nicias!… Drópides… Bien… Han llegado —decía Solón, mientras se iba tumbando en el suelo. Se acomodó un taburete ante él, y allí desplegó los papiros que llevaba consigo—. Verán… el asunto es fascinante —volvió a decir, sacando un recipiente con pigmentos y un estilete.

Los hombres ya le prestaban toda su atención; algunos sopesaban la idea de que Solón, realmente, había perdido la cordura.

—¡Leer entre líneas, Pítaco! ¡Escandir los versos! —exclamó, a él dirigiéndose—. ¡Ea, repítemelo! ¡Endulza mis oídos con el oráculo que te profirió ese eremita órfico en tu tierra!

Atónito todavía como estaba, Pítaco empezó a entonar el oráculo. Ni bien él decía una línea, Solón, con articulada voz, completaba la siguiente y las iba poniendo por escrito en el papiro, ante la curiosa y suspicaz mirada de sus amigos.

—[E]scondido yace el durmiente [R]adamantis…

—[P]erdido en [e]nsueños…

—[I]nmerso en el [c]laustro….

—[M]alva y asfódelo ofrendarás al [l]etargo…

—[E]mprende el camino umbroso y [o]palino…

—[N]adando por cauces terribles y [m]enguantes…

—[I]mplora el favor divino del [o]so…

—[D]oscientos ojos miran en esa [d]irección…

—[E]mula el vuelo de [Í]caro…

—[S]abio será quien lo [l]ogre…

—¡[O]h, Orfeo, oscuro es el vacío [o]minoso!

—[F]igura el acceso a la [p]iedra…

—[E]nciende el fuego [t]remolante…

—[S]igue el camino [i]ncesante…

—[T]oma los atajos [l]uminosos…

—[O]rdena la palabra [o]mnisciente…

—[S]embrarás, por fin, la [s]imiente.

Ni bien terminaron, Solón se irguió entre los hombres y les exhibía el resultado de sus anotaciones. Con pigmento rojizo fue trazando círculos en algunas letras del enigmático verso. Así les habló entonces:

—¡Amigos míos, centren la atención en las primeras letras de cada verso y lean en ese mismo orden! —Les iba indicando con divino entusiasmo.

Pítaco, Anacarsis, Nicias y Drópides iban entonces escudriñando el papiro, pero ninguno se atrevía a hablar el primero.

—EPIMENIDES ‘O FESTOS —finalmente susurró Nicias.

—¡Correcto! —aseveró Solón—. ¡Epiménides de Festos!

—¿El cretense? —preguntó el eumólpida.

—¡El mismo! —volvió a exclamar el sagaz medóntida, que, ahora, miraba a cada uno de los hombres y así les habló—: Préstenme, ahora, toda su atención. Porque lo siguiente que les diré desafía los límites de la mera casualidad y evoca un gran misterio. Y esto bien puede acreditarlo mi amigo Nicias. Pues fue hace siete años que a él, yo mismo le encomendé la tarea de viajar por las tierras de los griegos en busca de algún prudente y reputado adivino, que bien comprenda las inextricables señales de los dioses y logre dar con la causa de la peste que hoy azota a Atenas y la consume desde adentro; que más de una vez lloraron sangre por los ojos los semblantes de los dioses en frontones, frisos y templos… Qué poderosísimo dios tanto se irritó con los moradores del Ática que hoy no vislumbramos siquiera el fin de los males de estos días negros; y qué prudente sacrificio lograría aplacar esta furia. Nicias, como buen hombre al servicio de los dioses, recorrió muchas pólis bien muradas. Calcis, Tebas, Corinto, Argos, Epidauro, Esparta, y también las islas de Siros, de Naxos, de Paros y de Rodas, y visitó a los más afamados adivinos, augures, oniromantes… Muchos meros charlatanes y farsantes que no lograron dar con la purga de Atenas. Pero fue en la anchurosa Creta donde escuchó que entre sus habitantes circula una leyenda famosa, que menta del más sabio de los adivinos que caminaron estas tierras. Un místico… que podía hablar de igual a igual con los dioses, que mucho vaticinó con acierto a sus residentes y otros cultos reformó e instituyó en su tierra. Otros lo aseguraban hechicero, hijo de una Ninfa, descendiente de la estirpe de la Luna, pues conocía todas las lenguas de los hombres, del viento, y el vuelo de las aves, y las artes de Hécate, y otros caros misterios. Sin embargo un día, hace más de cincuenta años, este profeta calló para siempre. Sus labios se cerraron para los mortales y nunca más volvieron a verlo. Según dicen los cretenses, aún mora dormido, sumido en sagrado letargo, en una de las hondas cavernas de esa isla grandiosa. —Y así concluyendo miró a Nicias—. Tal es la historia que mi joven amigo, y amigo de los dioses celestes, escuchó en la gran llanura de Mesará, rodeada por prominentes cumbres. Ahora dinos a todos nosotros, versado Nicias, ¿con qué nombre conocían los cretenses a este sagrado profeta del que venía hablando?

—«Epiménides de Festos»… —volvió a susurrar el eumólpida.

—¡Exacto! —vindicó Solón—. Pero eso no es todo… mis ilustres amigos, ahora —volvió a exhibirles el papiro con divino entusiasmo— centren su atención en la primera letra de las palabras que finalizan cada línea, y repitan el mismo proceso.

—Rec… clo… mod… ilop… ti… —iban balbuceando los hombres.

—¡Reclomodilóptilos! —se apresuró en exclamar Solón.

Los hombres mirábanse entre sí con gran desconcierto, pues nadie comprendía tan incógnita articulación de sílabas y sonidos. ¿Era, acaso, de lengua foránea? Entre ellos, Drópides fue el primero en reír, y así se dirigió entonces a Solón:

—¿Y tú, al menos, sabes qué significa tal cosa?

—No tengo ni la más remota idea —replicó Solón, extrañando mucho a los hombres—, ¡Y que el resonante Zeus me fulmine aquí mismo si les miento!… Pero ¿encuentran este asunto tan fascinante como yo?

—Sin ánimos de ofender tu juicio y tu muy loable voluntad —habló Drópides, algo descreído—, pues te considero sabio en muchos menesteres, Solón, pero ¿no estarás forzándote a ver démones y espectros donde sólo hay versos y palabras? ¿Qué opinas tú, mitilenio, que has recibido el oráculo, a este respecto?

Pítaco suspiró antes de responder:

—Proviniendo de Zalmoxis, creo que al fenómeno de su existencia lo reviste un profundo misterio. Entre los pueblos del norte de la boscosa Tracia, los Dacios, su nombre es muy venerado, al punto que ajustaron el conteo de sus días a partir de su desaparición. Y creo yo que ningún hombre que se jacte de prudente negaría que las revelaciones de Solón son algo intrigantes…

—Excusa mi intromisión, sagaz Pítaco —arremetió Solón—, que no es decoroso interrumpir la palabra de varón tan mentado, pero más que ‘algo intrigantes’… ¡yo las considero ‘prodigiosas’! Algo muy dentro mío, entrañables compañeros, que no me es posible ahora mismo poner en llanas palabras, me dice con impetuoso clamor que en estos versos están las respuestas a lo que buscamos. Que los dioses aún no nos han abandonado. Que daremos con este hombre sagrado y Atenas será purificada. Tal se me revelaron, como el canto divino y misterioso de un ave agorera; como la chispa que enciende un fuego inmarcesible, que me invita a darme a una prodigiosa aventura… ¡Por Zeus padre, Apolo y la ojizarca Atenea! Si alguna vez confiaron en la palabra de Solón, les imploro que me den crédito en esta ocasión. ¡Valdrá la pena el intento!

Una vez más, los hombres mirábanse entre ellos, con ánimos contrariados.

—Sin embargo, Solón —finalmente habló Nicias—, sobre ese mito cretense, hay un asunto que te has pasado totalmente por alto. Pues una cosa es bien sabida de los cretenses: se han hecho la fama de mentirosos. ¡Como tal se consideran ellos mismos, incluso! ¿Cómo podríamos tomar por ciertas las palabras de unos profesos mentirosos?

Ante la inquietud todos reservaban sus pensamientos, pero el silencio fue quebrantado por Anacarsis, que, después de rascarse la barbilla en actitud pensativa, prorrumpió en resonantes carcajadas, y esto exclamó:

—¡Ah, qué belleza dimana de esta paradoja!

—Explícate, escita —le dijo Nicias.

—¿Quien te narró ese mito, prudente Nicias?

—Un cretense.

—Por tanto, según tu razonamiento…

—Un mentiroso.

—¡Exacto! Pero esa conjetura se invalida a sí misma. Si un mentiroso te afirma que es un mentiroso, entonces su afirmación es verdadera. ¿O me equivoco?

—No te equivocas —escarmentó el eumólpida.

—¿Y por qué habrías de tomar por falsas las palabras de un cretense que, a fin de cuentas, profiere afirmaciones válidas?

Todos, entonces, miraron al astuto escita y cavilaron en sus ingeniosas palabras, cuando éste, finalmente, concluyó:

—Creo que es razón suficiente para, al menos, considerar la propuesta de Solón.

Despejada ya esta tediosa digresión, el rostro de Solón volvió a iluminarse:

—¡Bien nos has acostumbrado, escita, a nunca subestimar tu aguda mente!

Se pronunció entonces Pítaco, dando pasos cortos por el refugio:

—De todos modos, mientras aquí deliberamos, poco tiempo disponemos hasta la llegada de la primavera. Y es ese el momento en que la gesta deberá ejecutarse. ¿Qué es entonces, en concreto, lo que sugieres, Solón?

—¡A Creta, Pítaco! ¡Nos vamos a Creta! ¡Tú y yo! —Asertó el medóntida—. Como ágil comerciante que fui alguna vez, muy bien conozco todas las rutas marítimas del ancho Egeo. Y si Poseidón nos bendice con favorables brisas, antes de la primavera estaremos de regreso en el Ática.

—¡Oh Solón, qué osado eres! —reclamó Drópides—. Ya conoces la situación: ¡no disponemos de ningún otro aliado en Atenas! Si te llevas contigo al mitilenio, ¿quien se encargará de impartir la estrategia de guerra a los jóvenes y adeptos?

El silencio que siguió a esta pregunta fue quebrantado por una voz repentina, muy robusta. «¡Yo puedo encargarme!» exclamó, adentrándose desde las afueras de la tienda.

De inmediato, todos voltearon al intruso. Los ánimos se tensaron y los músculos se crisparon ni bien advirtieron la silueta de cuatro hombres armados ingresando a la majada. Resonó el chasquido de sus panoplias, y el acero amenazante de las armas reverberaba al tenue destello de la candela. Se trataba de Hipócrates, que habíase pronunciado, junto a tres de sus hombres; sigilosos aquellos y muy eficaces, pues eran los responsables de haber seguido los pasos de los hombres según las órdenes del estratego.

Pítaco, entonces, procuró tomar la daga que pendía de su tahalí, pero Hipócrates lo anticipó y desenvainó el xifós con gran destreza, amenazándolo así:

—¡Permanece en tu molde, eolio!

Acto seguido, los tres armados restantes blandieron las agudas espadas. Acorralaron a los hombres como los ágiles perros pastores con las ovejas, y aseguraron el dominio de la majada. Amargas habíanse tornado las miradas de todos, cuando volvió a pronunciarse el versado estratego, de frente al valiente mitilenio:

—En Atenas me ofrecerían una buena recompensa por tu pellejo, pero… he decidido asumir ciertos riesgos.

—¡Hipócrates, mi pariente y, aún así, el más inoportuno de los hombres! —gruñó Solón, con patente desdén y dando un paso adelante—. ¿Con qué ínfulas te atreves a amenazar a estos hombres sagrados de Atenas? ¿Es que, acaso, no tienes ojos para ver quienes son éstos —refiriéndose a Nicias y a Drópides—, ni temes las duras represalias de la rigurosa ley ateniense? —le amenazó en vano.

—¡Entonces mi osadía es igual que la tuya! —le replicó su pariente—. El ‘loco de Atenas’… —Farfulló, sarcástico—. ¡Podrás engañar a todos los atenienses del vulgo con tus añagazas, pero no habrán todavía vulnerado mis mientes ni doblegado mi juicio, porque bien te conozco, hijo de Euforión: astuto como el zorro, paciente como el lobo y laborioso como las abejas. ¡Pues yo soy para tí lo que Palamedes fue a Odiseo!… Y, ahora, aquí te encuentro: conspirando en la noche, a espaldas de Atenas, en compañía de un viejo enemigo de la patria, un meteco y dos eupátridas renegados. Parece que, al fin, has encontrado la colmena adecuada… ¡y qué variedad!

—¡Nada de esto es de tu competencia, strategos! —habló Drópides con autoritaria voz—. Aún así, sin escrúpulos, juzgas de enemigos y renegados a quienes como hombres libres abogan por instituir tus propias libertades y las de tus hijos. ¿O acaso deseas permanecer servil al impuro miasma de Atenas? Tú mismo has atestiguado, no hace mucho, cómo se deliberan los asuntos de nuestra sagrada pólis en estos tiempos tan nefandos y oscuros. Te jactas de hombre libre y nada te han dejado, pues no tienes voz ni voto en las asambleas secretas de su orden; en el banquete nunca formas parte de los anfitriones y sólo te delegan las migajas del festín de los más pudientes; te jactas de valeroso en la guerra y sólo ejecutas las órdenes del polemarco; instruyes sobre la construcción de discursos elocuentes y fecundos y ni reparas en ver a quienes favoreces; otros hablan con tus palabras, se reparten el fruto de tu esmero y, por legítima amenaza, te obligan a callar todo asunto que a ellos convenga; deliberas sobre lo que es justo y todavía permites todas estas ofensas. Han decidido desechar tu estirpe por no ajustarse a sus necesidades; ahora, lo mismo buscarán hacer con Solón. Si tú eres el mismo Hipócrates que todos reputan de prudente, de labios taciturnos y ojo sagaz, sabrás reconocerte, como el resto de los que aún respiran en el Ática, otra víctima de esta detestable y vil opresión. Y si consideras presentar tus delaciones en algún tribunal, te anticipo que tienes poco a tu favor: a ellos nada les vale tu palabra, tan solo tu vigor y tu determinación a la hora de morir y mentir por ellos, tal como ha ocurrido con Frinón.

Hipócrates, entonces, ensayó una reverencia hacia el eupátrida. Miró a sus hombres y, con un gesto, les ordenó bajar las armas, y así habló:

—Bien has hablado, Drópides. Pues todo cuanto has dicho obedece a una indeseable verdad. Después de todo, nuestros oficios no difieren demasiado. Mi hijo, Pisístrato, me habla mucho de tí, de la devoción que les inspiras educándolos en los versos homéricos, en las aristías de los héroes…

—Enseño a mis pupilos cómo pensar, no qué pensar —acotó el eupátrida.

—Exacto —le replicó el estratego—. Y es por todo eso que enseñas y que has puntualizado que me presento en este sitio, pues tales circunstancias también acongojan y agobian mi corazón. Pueden permanecer tranquilos; no está en mis intenciones delatarlos. Si lo que Atenas necesita es un agón y una purificación de los dioses, tanto mis hombres como yo estamos dispuestos a ofrecer tal servicio. Y, a lo que pude escuchar, sé que van a necesitarnos. Sin embargo, para tal cometido, deberán revelarme al detalle cuáles son sus planes y sus propósitos, y todos esos secretos que buscan desempolvar con arrojo…

—¿Qué es, en concreto, lo que vienes a negociar con nosotros, strategos? —se pronunció Nicias.

—Me menosprecias, eumólpida, si crees que vengo a negociar.

—¿Qué secretos crees que custodiamos y que podemos compartir contigo?

Hipócrates se tomó un instante para envainar el xifós. Una vez chirrió el acero, se dispuso a responder de cara a los hombres:

—Todo varón recto que practica la virtud sólo debe aspirar a conocer la Verdad, por más funesta o indeseable que sea. Y ese anhelo aquí me condujo. Yo encarno la voz trémula y velada de los ciudadanos de Atenas. En concreto, vengo a buscar la verdad sobre todos esos susurros venenosos que se propagan entre los nobles. Busco la verdad oculta tras la campaña ateniense en Sigeo, a la cual serví y que costó la sangre de muchos. Busco la verdad sobre la obsesión de Megacles y su ruin asesinato, ni bien pareció fracasar en tal faena. ¿Muerto a sangre fría por un raso peltasta sin trascendencia política? No lo creo. Pero, sobre todo, busco la verdad sobre eso que incumbe a la vieja conjura de Cilón y de los demás tiranos; sobre ese infame Trípode Sagrado, su antigua hermandad y los oscuros secretos que custodia. Porque en esas intrigas y censuras un amigo amado dejó su vida; encontró la muerte en el engaño sin saber qué causa defendió, obedeciendo razones mendaces… ¡Qué muerte desgraciada y tan cara para todos los atenienses, que, desde aquellos días aciagos, nunca volvieron a ver el sol!

Sintiéndose aludido, a esto se adelanta Pítaco, y a punto estuvo de proferir palabra, pero a ese ímpetu lo detuvo de nuevo el ágil Hipócrates, que desenfundó la espada que pendía del muslo y la empuñó firme, a corta distancia del abdomen del mitilenio. Y con los ojos empañados, rencorosos, así le habló:

—Pero a tí puedo matarte aquí sin sufrir represalias. ¡Dime por qué no debería hacerlo! ¿Es cierto lo que dicen? ¿Que lo mataste cual araña engaña a su víctima?

Nada amedrentado se mostró Pítaco, pues permaneció incólume, sosteniéndole una mirada que vulneraba las puertas del alma, y esto le dijo:

—No será vana la gloria que consiguió. Esa pulsión de muerte aún la recuerdan mis huesos. Muchas fatigas y agobios arrastran mis pies y mis hombros, porque en mi patria también acecha la sombra de la tiranía; y combatí impelido por esa causa, que prevaleció sobre la suya. Vi sus ojos; oí sus palabras. Y no bastó más para que, ese día postrero, mi causa se vuelva una con la suya. La chispa de vida de ese amigo que amaste es ahora una flama que no estoy dispuesto a dejar consumirse merced a los procelosos vientos del olvido.

El alma conmovida por sus palabras, Hipócrates se dirimía en la mente entre persistir en su apasionada furia, contenida en la firme empuñadura, o ceder a la aceptación, a la suerte decretada por los dioses, a la concordia con aquel que un día fue su enemigo. Pero ninguna palabra se atrevió a escapar de sus labios, pues, mientras todo esto meditaba su corazón, el mitilenio, temerario, se adelantó un paso, el acero tocó sus ropajes y extendió su discurso:

—De mi lado, ahora, tienes la oportunidad de redimir su nombre. Si alguna vez los dioses, en su albur, nos arrojaron en bandos opuestos de la guerra, esta vez nos conminan a unir fuerzas por un bien mayor; pues no es sabio quien se detiene en esas cuestiones de azar mientras favorece la avanzada del auténtico enemigo. Tú, prudente Hipócrates, que, como el campeón Frinón, comprendes los sabios designios de Atenea, sabrás que los planes que aquí tramamos requieren extrema cautela y discreción… Requieren la precisión de Odiseo, cuando, siendo el único capaz de tensar su arco entre los pérfidos pretendientes, de un sólo disparo su saeta atravesó cada ojal de las doce segures. Si deseas honrar la memoria de Frinón, si te crees capacitado para esta hazaña y te muestras bien dispuesto a integrar esta gesta, entonces, yo te recibo; y me aseguraré que en mi patria seas bien recibido cuando allí gustes ir.

El mitilenio extendió su derecha hacia el estratego, quien, a través de una abrasiva mirada, y bien a sabiendas que esas fueron las manos asesinas de su amante, le correspondió el gesto. Por primera vez trenzaron sus antebrazos, y en ese lazo se consumieron viejas rencillas y orgullos en pos de combatir un común adversario, aún informe y oscuro. Fue Solón quien quebrantó el silencio: se interpuso entre ambos y se mostró receloso de esta alianza, y así manifestó su descontento:

—¿Cómo pretendes que yo me fíe de tí, Hipócrates? Tan sólo esta noche me has dirigido más palabras que en toda tu vida y, si mal no recuerdo, tú mismo me apartaste del cuerpo de guerra de Atenas, juzgándome a mis espaldas como un estorbo para los hombres en batalla. ¿Sabes cuánto he penado por tal insulto? Yo que me instruí entre atenienses valerosos, en la tórrida y cruenta arena de la palestra; educados en el arte de la guerra; para morir, si eso requiere, sirviendo a la patria. Y tú me privaste de ese honor, desechándome cual tórtola echó del nido a uno de sus más ilustres pichones. ¿Quien, acaso, traiciona de esa forma a uno de su propia fratría y, más aún, de su propia casa?

Hipócrates entonces comenzó a caminar por la choza del escita, sin significar ya una amenaza a los hombres y ensayando su respuesta, dirigiendo su mirada ora al vacío, ora al medóntida.

—Oh Solón, tan sabio en algunas cosas, y, sin embargo, tan ingenuo en otras… Pues, bien, te diré la razón de mi obrar. Y tal vez el mitilenio o Drópides, ambos también hombres de guerra, ya se hayan percatado. Como estratego, no pude evitar advertir que la guerra de Egina ya estaba perdida antes de zarpar. Yo no podía evadir mis responsabilidades, pues los dioses ya habían decretado tal suerte; y a ellos me encomendé. Pero tú, Solón… Aún recuerdo tu corazón valeroso, tu rostro joven, tus brazos inexpertos, el acervo de tu labia y tu férrea voluntad de justicia… Mi mente entonces engendró un ardid, puesto que esto meditó: «¿qué oportunidad tendrá Solón de servir a su patria a futuro, de haber sido muerto en guerra tan inútil, de antemano condenada a la derrota?» —afiló su mirada hacia él y lo dejó razonar sus palabras—. La experiencia dolorosa me ha enseñado que no toda batalla puede ser ganada; que algunas guerras es mejor librarlas a la posteridad; que las derrotas pueden ser yesca de futuras victorias; que sólo debemos procurar hallar al hombre indicado, capaz de dirigirla; cuyo corazón abrace razones loables, y cuyo espíritu sea fuego que encienda los corazones de sus hombres. Esta será tu guerra, Solón.

Con tal respuesta mucho escarmentó la mente de Solón, allí presente en cuerpo y ausente de palabras. Cavilaba reflexiones, pues comprobó que eso que toda su vida de adulto reprochó como acto de traición, se trató, en realidad, de un acto de protección pergeñado por un hombre con mayor experiencia que la suya, que también servía a la patria a su modo, con aciertos y falencias. Todos le prestaron atención y reconocieron los silenciosos tormentos del estratego.

Volvió a hablar entonces Drópides, el astuto eupátrida:

—¿Qué harás respecto a tu palabra ante los ancianos, Hipócrates?

—Mucho lo he pensado sin hallar aún respuesta, ilustre Drópides, pero confío en que tu astucia me ayudará en ese asunto. No me perturba recibir un apercibimiento de esos ancianos. Dejaré marchar al eolio Pítaco a Creta, junto a Solón, en busca del adivino Epiménides; y tú te encargarás de aligerar mi pena o de prorrogarla hasta perpetrar el agón. Cualquiera sea el caso, dispondrán de la buena voluntad de mis hombres: Nicandro, Demetrio y Aniceto, honorables todos, que también me han jurado su palabra.

Al oírlo, los tres hoplitas, en voz alta y al unísono, vindicaron sus votos de lealtad.

El silencio ulterior fue quebrantado por el chirrido del acero: Hipócrates volvió a blandir el agudo xifós. Con la izquierda, apoyó la empuñadura en el centro de su pecho, puso el filo en alto, y así salió de la majada. Con la derecha levantó por el centro la punzante pica y así caminó, como el docto cazador. Se alejó del alcance de la lumbre y se internó en las tinieblas de la noche. Los hombres le siguieron. Hipócrates se detuvo y ahí permaneció un instante, con los ojos cerrados. Oyó los cantos de las criaturas nocturnas; esperaba el favorable augurio. Ni bien un búho cantó y un viento le sopló la cerviz, torció el cuerpo hacia la dirección del ululato y ahí mismo clavó su lanza. Hiriendo el vientre de la tierra la hizo girar tres veces sobre el orificio.

A altura del cuello, valiéndose del cuero de su pretina, en cruce con la pica ató su espada, con el filo en dirección al poniente. Se desprendió el rutilante linotórax, que resplandecía con la luna, y en perfecto balance lo hizo pender de los extremos del xifós. Coronó el astil con el yelmo crinado, y en la base acomodó las grebas y los brazales. En torno al punto sus hombres fueron depositando las panoplias, armas y escudos. Habló entonces Solón:

—«La Osamenta de Palas» —pronunció, como para sus adentros.

—El antiguo rito de guerra ático —completó Hipócrates, mientras vertía una gota de sangre desde su palma, ahí donde la moharra penetraba la tierra—. Palas Atenea nos escucha. Será ella digna jueza y protectora de esta empresa en la medida que nos aseguremos de complacerla esta noche.

Allí reuniéronse los hombres, en la periferia de Atenas, en torno a la sagrada osamenta. Hicieron, uno a uno, exvotos de sangre, y libaron sobre el hoyo leche de cabra y espesa miel. A Gaia y a Thémis ofrecieron sacrificios y quemaron grasa de gordos muslos para deleitar a la augusta diosa —¡que llegue bien alto!—, velando por que Ella mantenga la cobardía alejada de sus miembros, y en tanto sus almas y sus mientes sean colmadas con los dones de la audacia y la justicia.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS