I
Existía un mito en Tesalia. Esa tierra estuvo una vez gobernada por un rey virtuoso y benévolo que gozaba de un periplo de paz y prosperidad. Aquél buen gobernante poseía una esposa dedicada, quien retribuía sus buenas hazañas con un profundo amor recíproco. Un día, cierta plaga había malogrado gran parte de las cosechas y el rey mucho se apenó en su corazón. A los pocos días su amado hermano cayó muerto por una misteriosa enfermedad. Desolado por tales males repentinos, el rey decidió emprender un viaje hasta Delfos para visitar al oráculo, llevar cuantiosas ofrendas y así, con la bendición del dios, podría tal vez enderezar la suerte del reino. Sin embargo, un presagio funesto acosó a su esposa por la noche, por lo que se presentó ante su marido y le imploró que declinase tal viaje, alegando que no debían separarse. Entonces dos opciones le dio: o quedarse junto a ella en Tesalia hasta que los malos días terminen, o que se embarquen juntos en la misma nave hacia Delfos. Pero el rey decidió diferente: decretó que ella debía quedarse en el reino y esperar algunas semanas por su prometido regreso, no sea que ambos caigan en una misma desgracia. Lo cierto era que el amor que ambos se profesaban había suscitado celos y envidias entre los olímpicos, que no tardarían en tramar engaños y calamidades. Entonces zarpó aquél gobernante desde Tesalia, sólo para encontrarse en mitad del mar con la furia de Zeus y Poseidón que, entre tempestades y olas furiosas, hundieron su embarcación en las profundidades, haciendo sucumbir al rey junto a sus hombres. Mientras tanto, la reina esperó durante semanas a su esposo que jamás regresaría. A diario ofrecía pingües ofrendas a Hera, diosa protectora de las bodas, quien, conmovida por su llanto, se apiadó de ella. La blanca diosa urdió entonces un plan con Hypnos, el dios de los durmientes: le ordenó que envíe a su primer hijo, Morfeo, a llevar el mensaje de la muerte de su esposo durante los sueños. Así lo hizo el padre de los mil óniros, quien tomó la forma de su esposo y se presentó al pie del lecho de la reina: sus ojos se mostraban exánimes, su rostro pálido, y sus ropajes estaban empapados de agua salina. Ante tal visión, su amada esposa intentó abrazar los pies de esa ilusión, pero fue en vano: éstos se desvanecieron vaporosos ante sus ojos espantados. Atormentada por la pena, esa mañana la reina corrió hacia el pedregal del risco donde solía esperar todos los días, ansiosa de divisar la barca de su amado. Allí, los dioses habían devuelto al rey nuevamente a sus costas, pero no como ella hubiese querido: pues su cuerpo flotaba sin vida sobre las aguas de la bahía. Ella lo reconoció al instante y, afligida por una nueva fatalidad que la asolaba, se arrojó desde el altísimo acantilado hacia las rocas del rompiente, deseando poner término a su vida y unirse al hado de su esposo. Pero, mientras caía, sus brazos agitados se recubrieron de plumas, como las de una bellísima ave y, batiendo sus alas, los dioses la impulsaron a surcar los aires. Así logró ella volar hasta el cuerpo de su amado y, una vez posada sobre éste, lo besó con pasión a la par que lloraba la pérdida de su amor. El cuerpo del rey, entonces, renació como el de una bella ave y, juntos, remontaron vuelo y conquistaron los cielos. Alcíone llevaba por nombre aquella reina, y así hoy la reconocemos brillando solemne en el firmamento, en la casa astral de Tauro, secundando a aquella estrella que los sabios de Oriente denominan Aldebarán. A partir de aquél día, los dioses decidieron que, en invierno, los mares y los cielos se calmasen durante nueve días: señal que las parejas de alciones aprovechan la tregua de la estación, cuando las lluvias cesan, el sol acaricia con su brillo y el clima se torna templado, para construir sus nidos y empollar los retoños de su amor.
Así nacieron los Días del Alción y fue durante este tiempo que Pítaco arribó a las costas del Ática. Más de la mitad de un lustro había transcurrido desde la boda con Irana y, en Mitilene, ya gozaba él de gran prestigio y honores, perfilándose como uno de sus plenos ciudadanos, de mayor rango y valía. Todos reconocían sus gestas en Sigeo. Mucho tiempo había ocupado legislando al amparo del anciano Mírsilo, quien se esforzaba por mantener el orden en la pólis. Empero, Pítaco llegaba al Ática en soledad, cual forastero cubriendo su cuerpo y su rostro con una gruesa piel de oso, algo cojo de la pierna izquierda y sin otro bien a cuestas, tan solo su gema de jade colgándole del cuello, además de una daga en el tahalí y un zurrón con algunas monedas de electro, almendras, nueces y mendrugos de pan. Llegaba en un navío rancio, modesto, atestado de esclavos y comerciantes de poca monta, que desde los confines de la Hélade aprovechaban las bondades del clima para reanudar sus viajes. En vez de atracar en Falero o en el Pireo descendió en el cabo Sunión, pese a los fuertes vientos, pues aquellos puertos solían acumular gran alboroto y gentío, lo cual tenía decidido evitar, en virtud de no poner en riesgo su solitaria misión. Bien podría haberse presentado con honores, como emisario en una diligencia diplomática, pero no eran esas actitudes ingénitas de su naturaleza.
Era casi mediodía y, alejado ya de cualquier vestigio de civilidad, se encontraba de frente a unas tierras que jamás había visto. Su marcha sería lenta, pues estaba obligado a arrastrar levemente su pierna izquierda, y las horas de luz diurna se consumían veloces durante el invierno. Decidió entonces ascender hasta la cima del cabo. Allí los habitantes del Ática estaban erigiendo un gran templo de aparejadas columnas consagrado a Poseidón. Estaba construído casi en su totalidad de toba calcárea y con magnífica gloria coronaba esa cima, recibiendo a los errantes marineros que de lejos se admiraban. Pítaco se presentó en el santuario invocando la ley de hospedaje y, a cambio de un par de monedas —el electro lesbio era muy bien preciado—, se le proveyó de techo, comida y un lecho de juncos. Todos los mares del mundo parecían confluir en ese alto cabo, que miraba hacia la vasta inmensidad de Océano, y Pítaco deleitó sus ojos, y gozó en su espíritu, con las vistas de un áureo atardecer.
Al despuntar el alba rosáceo, algunos caminantes y peregrinos le indicaron la dirección hacia Atenas. Improvisó un bastón con la madera que le proporcionó un fresno, muy bien lo pulió, invocó la compañía de Hermes y emprendió su solitario camino por las montañas plateadas. Desde el sendero, a lo alto de su derecha, vio menguar las luces y las sombras en las cumbres nevadas del Tórico, y después avizoró desde un altozano los arenales de Falero y el lejano tráfago del Pireo. Frente a ese puerto, separado por un paso marítimo, oteó las suaves colinas de la isla de Salamina, que muy cara había costado a los atenienses. Anduvo el camino, corrieron las horas y, hallándose ya entre las laderas feraces de las afueras de la pólis, una ráfaga pestilente le invadió el ceño. Tal como en Mitilene, un gran área había sido destinada a emplazar horcas y cadalsos. Transitó un campo abierto y yermo donde se llevaban a cabo otras ejecuciones públicas. Las frías rocas aún mostraban rastros de sangre reseca. La suya se le heló en las venas y el aire se tornó espeso, palpitaba un ambiente funesto; como si los alaridos lastimeros de los condenados a muerte se hallasen sofocados y contenidos bajo el peso de la piedra. Helios fue trazando su periplo celeste y, antes de ocultar su carro de fuego en el horizonte, Pítaco ya se hallaba de espaldas al pico del monte Licabeto, ante la Gran Puerta de Cécrops, que se abría paso entre las robustas murallas que no hallaban fin al ancho de su vista. Había optado por aquél acceso ya que no era el más transitado, pero, aún así, un heraldo recibía a los que venían errantes, proclamando a viva voz las leyes de conducta que imperaban muro adentro. Más que tomarlo como una advertencia, Pítaco lo juzgó hacia sus adentros como un acto de bajo servilismo.
De inmediato, se sintió abrazado por una pólis tan extensa como poblada, eufórica, estruendosa. Con su aguda mente estimó que su natal Mitilene podía caber unas doce veces en esa gran urbe. Desde todos los sitios podía verse, con abrupta magnificencia, la peñascosa colina de la Acrópolis, que se alzaba al cielo, soberbia, en el corazón de la pólis. Aún impactaba en la cima un demorado rayo de sol, y tanto fulguraba el pináculo de caliza que dañaba los ojos sostener la mirada. Tan ponderable era su locación que no era difícil imaginar que, siglos antes, ahí mismo habíase emplazado un grandioso palacio de tiempos micénicos. Ahora coronaban su cúspide, con el mármol extraído del Pentélico, las columnas del Hecatómpedon, el recinto consagrado a Palas Atenea, portadora de la égida, diosa patrona de la ciudad. Así como Atenas era el núcleo de confluencia de todos los démoi que habitaban, tanto las costas anchurosas, las llanuras angostas y las montañas calizas del Ática —que así habían convenido—, su Acrópolis se erguía como el ostensible corolario de tal sinecismo.
Algún tiempo ocupó Pítaco contemplando la elevada ciudad sagrada, hasta que un hombre lo importunó, distraído tal vez, pues lo embistió con su cuerpo y rápidamente le extendió una de sus manos pidiendo limosna. Notó que era un varón invidente, pero, pasando de eso, su rostro le resultó muy desagradable. No parecía ese mortal padecer ceguera desde el nacimiento, cual si fuera el castigo de algún dios, sino por obra y mano de un verdugo. Se le habían arrancado ambos ojos y suplantado con dos protuberancias de tejido blancuzco y grasiento que sobresalían horrorosamente de sus párpados. Más aún le extrañó que no había sido el único hombre que advirtió con esa misma condición, pues ya había contado tres o cuatro de entre los cientos que había cruzado una vez se internó por la ancha Puerta de Cécrops. «¿Podía aquello ser indicio de la peste de la que le habló Solón?», pensó hacia sus adentros, ignoró a ese hombre mísero y prosiguió su camino.
Escuchó de soslayo los tratos de los mercaderes por doquier, que sofocaban los cantos de los pájaros, y escuchó también a los pregoneros. Había ingresado por el pantanoso barrio de Limnai, uno de los más antiguos de la pólis, y después se perdió sin rumbo por un sendero ancho, muy concurrido, hasta llegar al suburbio del Cerámico. En ese lodazal de alfareros se hacía patente el olor a cieno húmedo, a arcilla fresca y al hollín de los arduos labores de moldeado. Los barrios y los lares públicos se delimitaban con estatuas de bronce o terracota policromada, a modo de hermas. Por lo general, llevaban arriba un tallado busto de Hermes; por debajo alguna inscripción en bajorrelieve; y a altura media un amenazante falo erecto: muchos de ellos bien adornados o emperifollados con exvotos; los atenienses parecían conferirles cualidades mágicas, apotropaicas. Se sorprendió también del reducido número de mujeres andando las calles, pues los varones y los animales de carga y pastoreo las sobrepasaban por centenares. De las que vio, la mayoría parecían esclavas, ayas o prostitutas. Tan sólo un puñado de ellas, desde lejos, las supo nobles, pues así lo sugerían sus elaborados vestidos, sus cándidos modales, sus trenzados cabellos. Quizás los atenienses las preferían dentro de casa, relegadas a cotidianas labores, manteniéndolas incorruptas de las fragorosas calles. Para él, inevitable fue notar esta diferencia, pues en Mitilene, las lesbias, que las superaban tanto en diversidad de encantos y belleza y tanto en calidad de ornamentos, erraban con mayor libertad; y tan bien se integraban al paisaje público; las recordaba danzando, o decorando fuentes, jardines, templos, terrazas o recintos.
Transitando la ciudad baja cruzó dos pórticos notables; pisó con sus sandalias los elaborados mosaicos que revestían las lozas bien ensambladas. Ambos pórticos se ubicaban a pocos pies de otros edificios públicos. Dedujo que uno de esos, distinto al resto que se conformaban de largas estoas, era el Pritaneo de Atenas, pues abrigaba en su seno una hoguera incesante. Las calles estrechas y las casas apiñadas, muchas de dos pisos, cedían lugar cada ciertos tramos a generosos espacios públicos destinados al culto, por donde se desperdigaban algunos altares y varias estelas de tamaño modesto; la mayoría presentaban palmetas y acróteras con espiraladas volutas de mármol en el arco superior. Aún así le parecía una pólis lóbrega, descuidada, pues la hiedra salvaje invadía cada grieta de los pavimentos y muros resquebrajados; y los caminos, vagamente nivelados, contenían un sinfín de charcas de lluvia estancada. Notó que de ahí bebían los mendigos que deseaban ahorrarse la espera en las fuentes de agua subterráneas y en los manantiales públicos, adornados con cabezas de león, donde los ciudadanos más acaudalados tenían prioridad de acceso.
Pítaco intentó no perder de vista a las demás colinas que circundaban la Acrópolis, que en nada rivalizaban con su esplendor, pero serían, a su uso, certeros puntos de referencia. Bordeó el ágora pública y llegó al pie de una de ellas, que era, por cierto, la más diminuta de todas. En su modesta cima se erigía un templete de piedra, el Teseion, santuario del héroe mítico que daba su nombre a ese promontorio. Ascendió entonces por su falda calcárea, hasta donde su pierna pudo soportar, para tener mejor vista del resto de las colinas que emergían del paisaje citadino. La más notoria de todas se alzaba contigua, mas bien de frente, a la gran Acrópolis, y apenas alcanzaba la mitad de su altura. Entre medio, las separaba un valle breve, con una ruta de gravilla mediante. El ascenso a ese peñasco iniciaba por el lado posterior, en una ladera de inclinación suave que remataba en su cénit en un abrupto risco vertical. Arbustos y arboledas crecían por sus faldas y dejaban verse algunos lanceros en el borde de la cima. Además, atisbó un templo de forma oval y lo que parecía ser una fuente con la estatua de algún dios en su centro. No era difícil advertir que sólo subían a ese espacio los ciudadanos más nobles, tal revelaban sus brillosas y elaboradas túnicas.
Oteó otras dos grandes colinas más alejadas, una al sur y otra al norte, que parecían unidas por la misma cresta caliza. En cada uno de los picos había mojones, estatuas o edificaciones, y supo inferir que eran témenos sagrados en honor de otras deidades. Pero su atención se centró en un espacio cívico entre medio de ellas, a mitad de altura. No había allí ningún edificio destacable, sino un gran área de pavimento enlozado que contenía un estrado público, constituido éste por una serie de rocas escalonadas. En toda regla, parecía un sitio destinado a los heraldos, pues, seguramente, ostentaba una vista espléndida de la Acrópolis, del ágora, de los suburbios y de las demás colinas.
Una a una, las antorchas se iban encendiendo por toda la pólis. El anónimo mitilenio decidió entonces entrar en el ágora en pro de encontrar algún refugio durante la noche. Al amparo de la ajetreada Puerta del Dípylon se internó por los fragorosos mercados de la ciudad baja. Por doquier estaban revestidos de miles de telas, de colores sin cuento, que techaban los diversos puestos de insumos y mercancías, tales como variedad de comestibles, textiles, pieles, cerámicas, perfumes, marfiles, maderas y ánforas de aceite o de vino.
Centró sus ojos en una formación de hombres portando armas y panoplias: con seguridad, eran celadores al servicio del Estado. Estos guardaban una baja escalinata que llevaba a una empedrada plataforma cuadrangular en el centro del ágora. Sobre ésta se levantaban varias estatuas de difuntos magistrados, uno por cada una de las fratrías de Atenas. Pítaco se acercó al punto, pues llamó su atención una serie de tres rodillos verticales, de madera muy bien pulida y esmaltada. Sus superficies convexas se mostraban atiborradas de inscripciones en bustrofedón, y cada uno giraba sobre su eje central, de manera que pudieran ser leídas en todo sentido y desde toda posición. Comprobó que se trataba de las leyes de Dracón, el estricto código judicial que imperaba con trasunto rigor en toda la pólis, el mismo que Solón le había anoticiado.
Quizás el arte de Dracón fue poner por escrito todo castigo que solía dictarse de palabra desde antaño en el Ática, pero cierto era que beneficiaba sobremanera a la casta de los altos jueces y a los sicofantes, los denunciantes profesionales, un oficio relegado a la nobleza que resultaba muy provechoso por esos días. Hombres corruptos, mujeres disolutas, niños revoltosos, animales u objetos inanimados: ahora todos podían ser juzgados por igual. No escatimaba mucho en los procesos probatorios en tanto al dolo de los crímenes, sino que parecía esmerarse en describir, con ofuscado detalle, las severas penas que padecerían los infractores. En la mayoría de los casos, bien sea hurto, asesinato, injuria o calumnia, suponían la muerte del acusado, sólo difería el método de ejecución. Lapidación, decapitación, incineración, emasculación y apaleamiento eran los de gusto más recurrente. De los castigos más leves, uno versaba así:
«Quien mire con lascivia a la mujer de su conciudadano, los ojos y los testículos le serán arrancados · Los primeros serán cocidos dentro del saco escrotal · los segundos serán introducidos en la cuenca de sus ojos · y así deberá errar por la pólis hasta el fin de sus días».
Comprendió entonces la mísera verdad de esos invidentes que lo habían importunado. Sin dudas, pensó, Atenas no era suelo idóneo para entablar riñas callejeras.
Ya con el firmamento estrellado toda la pólis había aplacado su euforia. Pítaco halló un plácido lecho de hierba al pie de una higuera, cerca de la ribera del río que cruzaba la pólis, el discreto Erídano, y ahí mismo se echó encima la piel de oso para conciliar el ansiado sueño.
II
Muy agobiado debía estar su cuerpo, pues durmió hasta despertar nuevamente en la hora agitada de la pólis, con sus ruidosos moradores bajo el resplandor del sol. Lo primero que vieron sus ojos fue la figura de un niño. Éste lo miraba de frente, prestándole mucha atención y, como curioso, le hundía una y otra vez la punta del bastón en su barriga.
—¿Te has comido mis higos? —preguntó—. Podría acusarte por esto.
Pítaco notó que era un niño muy bien nutrido, quizá también glotón, de cachetes rosados y prominentes: debía pertenecer a la nobleza. Castaños y delgados cabellos aún le tocaban los hombros y le faltaban todavía algunos años para que su voz se quebrase al tono adulto.
—¿Y tú has tomado mi bastón sin mi permiso? Es hurto —le contestó Pítaco.
El niño escarmentó y aseveró:
—Hablas raro.
—Es porque soy eolio. En mi tierra seguro serás tú el que hable raro.
—¿Eolio del norte?
—De Lesbos.
El imberbe le formuló otro interrogante:
—¿Eres uno de los amigos de Solón?
Sorprendido ante la inesperada pregunta, Pítaco aseveró:
—De hecho, a Solón estoy buscando. ¿Acaso lo conoces?
—Todos lo conocen, pero yo más. Solón es pariente de mi familia. Solía ser un noble de gran valía. Tenía fama de sabio, pero ahora es otro loco de Atenas que sólo se rodea de mendigos y lisiados como tú. Aunque esa piel que traes… seguro te costó una buena suma, o… ¿has matado al oso con tus propias manos?
—Ni te imaginarías cuánto me ha costado. ¿Cómo te llaman, niño?
—Pisístrato, hijo de Hipócrates.
De todos los niños que podría haberse cruzado, se hallaba ante el vástago del afamado estratego y rétor ateniense. Pese a ello, Pítaco decidió no revelarle que conocía a su padre, pues los dioses sigilosos iban tejiendo los hilos fatídicos.
—Te propongo un trato, Pisístrato. Tú guíame hasta Solón y yo no diré a nadie que te has robado mi bastón. Podrás quedártelo en secreto, pues el propio Hermes me lo ha regalado. —El mocito parecía no ceder a la tentativa, por lo que Pítaco añadió: —Ni volveré a comer de tus higos.
El niño accedió a su petición. Pítaco se repuso y emprendieron el viaje juntos.
—No quisiera yo importunarte, joven Pisístrato —habló el sagaz mitilenio—, pero tú, alumbrado en el seno de tan anchurosa pólis, tal vez te muestres gozoso de instruir a este fatigado viajero, en concreto, sobre esas colinas y edificios que emergen entre los habitados valles. ¿Qué historia abrigan en sus cumbres? ¿Con qué propósitos las destinan los ilustres ciudadanos de Atenas?
Tal artera respuesta le ofreció el mozuelo:
—Tal como padre, alumbrado fui en Braurón, pasando las montañas, muy cerca de un río de orillas de junco y de suave corriente, que plácido abre sus venas al Egeo esplendente. Allí, en la costa Este del Ática, canta su cauce nutriendo esa antigua tierra, donde también se alza un magnífico templo a Ártemis Brauronia, que endereza a las doncellas nobles de Atenas. Hoy, mi suelo natal es uno de los muchos démos que integran la región del Ática, pero yo, como aspirante a esta ciudadanía, muy bien sé que el porvenir de esta tierra, quizás de toda la Hélade, radica en el mármol de Atenas. Mi ínclito padre, Hipócrates, merced a su aguerrido oficio y a su labrada prudencia, aquí se asentó con mi familia años atrás, donde yo también vengo muy dispuesto a instruirme. Pero me temo que ahora no puedo satisfacer tus demandas, viajero. Aún no se me permite entablar pláticas con desconocidos, en concreto, con vagabundos o lisiados, malas o buenas sean sus intenciones. De hecho, dejado ya el pedagogo, de camino estoy hacia mi preceptor, que ya tengo la edad suficiente de andar las calles yo solo, y no quisiera yo importunarlo a aquél llegando tarde a sus magistrales lecciones.
Pítaco, ante todo, se sorprendió de su labia bucólica. Pese a su tierna edad, era muy capaz de proferir su discurso, tan inspirado, parecía, en el estilo homérico. Recordó que él también había sido un niñato, travieso, tan borbollante de vida como aquél; en su pureza, un alma sin mancha, aún intacta su esencia de esos males que conlleva la adultez, esos que, a la postre, templan el espíritu del hombre de pólis. Tampoco ignoraba que en Atenas todo era pasible de negociarse, tan sólo un día le bastó para comprenderlo. Tal razonó el mitilenio y del saco que pendía de su tahalí extrajo una de las preciadas monedas de electro, que tanto relucía al sol, y buscó comprar su voluntad. Le reveló que el metal fue acuñado en Lidia y le sostuvo una grave mirada, si bien pretendiendo su complicidad. Bien lo reconoció Pisístrato al instante: sus ojos se encendieron, excitados, como ávido de poder blasonar de ella ante sus amigos, por lo que esgrimió un súbito cambio de parecer y así le dijo, discimulando y emperifollando sus razones:
—…pero dada esta casualidad, viajero eolio, que justo para allí me dirijo, y estimo que no será problema para mí hablarte de esos menesteres que tan bien conozco.
Sin dilación, el mocito le arrebató el electro de las manos y, entonces, muy bien dispuesto se mostró a instruirlo sobre los lugares de interés de la pólis.
Comenzó narrándole que se hallaban en el muy populoso barrio jónico de Mélite, privilegiado por su cercanía al ágora y a la Acrópolis. De ésta, la sagrada, le habló primero de algunas de las fiestas anuales que ahí se celebraban. Tenía su propia fuente y suministro de agua, proeza del antiguo imperio micénico, como así también un suntuoso megarón, que había sido reformado y devenido en templo, consagrado a Atenea Polias. Al Tesoro de Atenas lo habían adosado a la parte posterior de ese recinto, en una recámara rodeada por altas columnatas en tres de sus lados. Éste albergaba no sólo las invaluables e inasibles reservas de Atenas, sino también un minucioso registro de las deudas y las multas de los ciudadanos, que los magistrados competentes, los tamías, computaban a diario. Otros santuarios había además: uno de Démeter Cloe, otro de Afrodita Pandemos, otro de Apolo Patroos y otro de Artemisa Brauronia, muy cerca de las estatuas de los héroes áticos Teucro y Menesteo. Distinguidos arquitectos corintios y jonios ya llevaban diez años completando las obras del Hecatómpedon y del Erecteion. Éste último, un flamante edificio que tomaba su nombre de un mítico rey. Ahí se custodiaba una antiquísima imagen en madera de Palas Atenea, el Paladión, reliquia sacra para todos los atenienses, que había sucitado caros conflictos en el pasado, en tiempos anteriores a la unificación de las tribus del Ática.
Después de enterarse de todo esto, Pítaco le señaló el peñasco que se levantaba contiguo a la Acrópolis, de pendiente suave por un lado, abrupto por el otro, ese que contenía la fuente y el templo oval. A este respecto le dijo Pisístrato:
—Ése, viajero, es el Areópago. En esa cumbre pronunciaron los dioses, acaso, las dos primeras sentencias de juicios por asesinato. En el primero fue el poderosísimo Poseidón quien cargó sobre el belicoso Ares, el salteador de murallas, la horrible muerte de Halirrotio, su hijo amado. Pues éste había vituperado a la hija del otro, Alcipe, que Ares concibió con Aglauro, princesa de la Casa de Cécrops. Los dioses absolvieron al dios de la guerra después de escuchar el testimonio de su hija, que era exacto al de su inmortal padre. Por esto es que esa colina, en su honor, hoy lleva su nombre, pues todos los dioses deben ser reverenciados y temidos por los mortales. En tanto al segundo juicio, el acusado fue Orestes Atrida, el hijo de Agamenón, el aqueo rey de reyes, quien, después de arrasar Troya, fuera muerto a traición a manos de su esposa Clitemnestra y de su amante Egisto. Instigado por su hermana Electra, a este crimen atroz lo vengó Orestes, quien después de un largo exilio hostigado y perseguido por las Erinias, espantosas y jadeantes, llegó a la Atenas gobernada entonces por su pariente Pandión. Orestes subió a la Acrópolis, ingresó en el templo de Atenea; allí se sentó y se abrazó a su imagen. Por esto fue que, en el juicio, abogó por él la augusta diosa: tras un empate, pronunció el voto decisivo y los dioses lo declararon absuelto, pues consideraron su crimen justificado. Orestes entonces juró lealtad eterna a Atenas. Las negras Erinias, todavía más antiguas que los dioses olímpicos, lamentaron a gritos esta sentencia, pero Atenea las apaciguó con sabias propuestas, por lo que hoy se las venera entre los atenienses como las Euménides. Esas dos tradiciones míticas custodia la cumbre del Areópago, pero ¿cuánto conoces tú de estos relatos? ¿O acaso me dirijo a un ágrafo?
Pítaco, esta vez, notó el del niño un discurso masticado, preconcebido, como si así hubiese sido obligado a repetirlo, sin reparar en sus implicancias. Y respecto a su inquietud, tal respuesta le dio el sagaz mitilenio —quizás así se la infundió Atenea en la voz del pecho—:
—Niño, que lo que tienes de joven, como bien dijiste antes, lo tienes también de mentado y de avezado, que tus ojos no se confundan por el aspecto que ahora llevo, que es el de un arduo viajero; ni tus oídos sean engañados por este acento foráneo, que no es esa buena forma de hacer amigos. De ambos mitos conozco lo suficiente. Como tú, tuve dignos padres y abuelos que me cantaron sobre las historias de mi tierra. Tal como mi viejo amigo Solón, a quien conocí en oficios del comercio, yo viajo en aras del buen saber, por el regocijo que otorga adquirir nuevos saberes, y así lo hice mi hábito. ¿No es esa, acaso, la forma de sabiduría más loable de todas? Pero dime ahora, en concreto, qué labores hoy desempeñan los atenienses ilustres en la famosa colina de Ares.
—Por su reputada historia, en el Areópago se decretaron cabales e ingentes decisiones. Siendo yo apenas un niño, te diré cuanto se me ha permitido saber. En el pasado, ahí mismo se resolvió la unificación del Ática, se delimitaron las tierras y sus fronteras. Se deliberaron también asuntos militares, se reformaron antiguos títulos por nuevas magistraturas, se instituyó al arconte polemarco, que ya la guerra se vale del arte de las falanges hoplíticas, en detrimento de los prítanos navales, jefes de las antiguas naucrarías, descendientes de Menesteo, cuando cada una aportaba un barco a la flota de Atenas. Todas estas nuevas leyes surgen desde el Areópago, como las del ilustre Dracón, a quien no llegué a conocer. Por esto es que sólo los más nobles entre nobles, los Eupátridas, que representan a los distintos démos del territorio, hoy se congregan allí a dictar sentencia sobre diversos asuntos. Hoy es el Tribunal Supremo de la pólis, el brazo enhiesto de la Justicia divina, pues… ¡así como el ágora es el corazón comercial y la Acrópolis el corazón sagrado, el Areópago es el corazón ejecutivo… no, el riñón político de Atenas! Toda suerte de crímenes de sangre, de felonías y, sobretodo, los juicios de nefanda traición a la Patria, tienen juicio final allí. Pero, antes que me preguntes, ni siquiera lo intentes: nunca te dejarán ingresar, a no ser que cargues con las ominosas cadenas de acusado. ¡Ni siquiera mi ilustre padre puede hacerlo! Pues, desde hace algunos años, mucho antes que yo nazca, sólo los trescientos Eupátridas, los altos sacerdotes y los arcontes de turno tienen permitido el acceso…
Pítaco lo escuchó muy atento. Percibió el temblor de su voz al pronunciar esas palabras finales y se reservó el silencio para sí: comprendió que el infante no tenía más respuestas para darle. Quizás en su educación se omitió deliberadamente aquél infame suceso, ese que involucraba la tentativa de Cilón en vistas de afianzarse como tirano de Atenas, y el posterior juicio y condena del eupátrida Megacles. Pisístrato, de inmediato, tomó otra dirección, sin darle oportunidad de replicar algo al respecto. El mitilenio lo siguió entonces por un camino ascendente. En efecto, dejado atrás el Areópago, se dirigían hacia ese gran estrado público albergado en el seno entre dos colinas.
—Aquella que emerge entre los bosques de pinos —señaló Pisístrato la cima más al sur— es la Colina de las Musas. Si asciendes hasta el Museion, el témenos que la corona, podrás regocijarte con las dulces melodías de los auletes y los citarodos. Según dicen, ahí alguna vez hizo sonar su forminge el poeta Museo, en tiempos previos al del glorioso Homero. Pero si discurres por los sombreados senderos más abajo, te encontrarás con un sitio menos dichoso: ahí se emplazan los muchos calabozos de la pólis, que encierran a hombres infames y perversos.
—Ni la lira ni los bandidos me traen hoy a Atenas… ¿Qué hay de ese otro sitio? —preguntó el mitilenio, señalando al otro lado.
—¡Esa es la Colina de las Ninfas! —aseveró Pisístrato y ya se disponía a hablarle…
—Suficiente ya tuve de colinas, niño —le interrumpió—. En concreto, deseo saber sobre ese gran estrado público que ahí, muy cerca, se emplaza.
—¡Ah, ese es el Pnyx, viajero! ¡El corazón cívico! No… ¡La propia Voz de Atenas! Tantos preclaros discursos profirieron mi padre y sus aprendices en ese estrado, que las piedras vibrantes bajo las sandalias y los árboles que miran desde la ladera aún abrigan sus ecos y clamores. Pero no solamente discursos políticos se pronuncian allí. Es el lugar propicio para que los heraldos, venidos de lejos, hagan sus anuncios competentes, y para que los atenienses hagan público todo tipo de disquisiciones o noticias, como también acusaciones, versos poéticos o anuncios de bodas. Muy pronto lo verás tú mismo de cerca, pues, seguramente, es en su torno donde se halla el loco Solón; ahí se lo ve a menudo últimamente.
Ya tenían el Pnyx entre ceja y ceja, y en el último tramo del camino, ascendente y serpenteante, el infante le narró cómo, meses atrás, Solón había dejado su hogar para pasar el sueño en diversos espacios públicos, incluso en las frías noches de invierno, cubierto sólo por harapos sucios y un gorro de campesino. Durante el día se lo veía errante, con aspecto desaliñado, cantando y danzando sin preocupaciones, como si hubiese extraviado el juicio por completo. Pítaco no podía creer sus palabras, pues, de ser ciertas, su misión estaba condenada al fracaso sin siquiera haber comenzado. Aún así, la curiosidad le embargó las mientes y deseaba que sus propios ojos confirmen el amargo asunto.
Llegado al punto, mucho se sorprendió Pítaco al verlo, pues, tal como el mocito le había narrado, Solón se hallaba en cuclillas, calzando una sola bota, conversando con una jauría de perros y compartiéndoles una especie de molusco crudo; una anguila tal vez, que desgarraba con sus muelas. ¿Podría ser, él mismo, una víctima de sus propios relatos sobre la locura?
—¡Te lo dije! —Exclamó Pisístrato.
Pítaco, atónito de lo que veía, giró su cabeza y notó que el niño lo miraba, como esperando algo a cambio. Entonces recordó el trato y esto le dijo:
—Te has mostrado noble, Pisístrato. Ahora, vuelve a tus lecciones y no hagas repelar a tu preceptor. —Así le habló el mitilenio y le dio en manos el bastón de Hermes que le había prometido—. ¡Que Hermes te guíe! —Añadió, aunque no estaba seguro si lo había oído: el niño, así como recibió el objeto, volteó, se alejó correteando entre las gentes y se perdió de vista, como el gorrión revolotea y se pierde entre los árboles y escapa al cielo, liberado ni bien abierta la puerta de una jaula de ramas.
Durante un tiempo, Pítaco, contrariado en su mente, contempló de lejos a su viejo amigo. No se atrevió a enfrentarlo ni a interrumpir su inextricable comportamiento en ese espacio, que solía acumular gran gentío, cual si fuera ganado. De a poco, un grupo de transeúntes comenzaron a reunirse en torno a Solón. Todos exhibían muecas jocosas y esperaban verlo prodigar sus gracias trastornadas. Uno de éstos, que arriaba un hato de cabras, lo incitaba, tratándolo de desquiciado y molestándolo: intentaba introducir una espiga de trigo por una de sus orejas. Solón se irguió de repente y comenzó a despotricar contra el aire.
—¡¿Acaso consideran a Solón… un ‘loco’?!… Pues tengo noticias para todos ustedes, atenienses por accidente… ¡Los dioses se han vuelto locos!… ¡Sí!… Como la cabra rumiante que danza y brinca en el risco infecundo… ¡No!… O tal vez… Sólo están borrachos… agonizando… ¡¿Muertos?!… ¡Sí!… ¡Oh, gloriosos perros divinos! —Se lamentaba—. ¡Nosotros los hemos matado!… ¡Somos el mojón erigido sobre un sepulcro sagrado! ¡Entonen conmigo, entonces, los trenos lastimeros a los dioses!…
Así divagaba y comenzaba a entonar horribles cánticos y disonantes alaridos que a todos hacían prorrumpir en carcajadas. Se aproximaba a ellos, uno por uno, y los intentaba hacer cómplices del baile de su locura, pero nadie pretendía seguirle el compás quebrado. Pítaco notó cómo Solón no tragaba su comida cruda, sino que la escupía sobre el pavimento luego de masticarla, pues, se ahorraba así una feroz indigestión o, incluso, una muerte absurda. Por un momento, se aferró a la idea de que todo aquel espectáculo era, en realidad, un acto fingido, premeditado. Solón lo miró, se le acercó y lo sacudió por los hombros. Sus ojos brillaron… «¡Oh, tú…! ¡Has llegado! ¡Has llegado!…», repetía a los gritos.
—¿Acaso conoces a este hombre? —cuestionó uno de los mercaderes presentes.
—¡Por supuesto que lo conozco! ¡Es un buen amigo mío! —Proclamó Solón y, de inmediato, Pítaco alivianó su corazón: quizás todavía moraba un ápice de cordura en su amigo ateniense—. ¡Cleónimo de Tebas! ¡Es un buen criador de caballos, pero un pésimo cocinero! —Tal dijo y rompió solo en mil carcajadas—. ¡A cuántos nos dejó indigestos, irritados hasta el nervio, con un guisado de mar tan deplorable que nos quitó el apetito durante semanas!
Pítaco negó con la cabeza. Le costaba caro a los ojos y a los oídos creer tanto lo que veía, tanto lo que escuchaba, pues, con tal errática respuesta, toda esperanza se consumió por completo: Solón había perdido los estribos de la razón. Mucho se le acongojó el corazón por su amigo, pero, de repente, mientras todos reían al reconocer el rubor de Pítaco, Solón se le acercó, lo asió por la piel de oso y le farfulló en privado:
—Antes del atardecer, cruza la Puerta de Codro. Dirígete al Levante hasta el arroyo Dragorati, brazo del Cefiso. Sigue a contracurso hasta llegar al primer campamento.
El mitilenio sólo pudo mostrar un semblante perplejo, antes que Solón vuelva a alejarse con sus perros y compatriotas, a sumergirse en su escandalosa pantomima. Con las manos se arrancaba las pajas de su sombrero, el pétaso, mientras gritaba: «¡Allí lo encontrarás! ¡Allí lo encontrarás!»… Sin tener certeza alguna sobre a qué aludían tales desvaríos, Pítaco se retiró de allí y retuvo en sus mientes esas crípticas directrices.
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