I
Mientras los tiranos celebraban sus contratos, bajo las estoas del Artemision paseaba la bella Melisa derramando sus encantos. Iba ella escoltada por tres doríforos corintios, junto a la grata compañía de su retoño Licofrón. Así transitaba las estanterías conducida por la avejentada reina Mormo, legítima esposa de Trasíbulo y parte de su séquito de sus domésticos. Hurgaron entonces cierto tiempo entre algunos tratados de belleza y confección de prendas exóticas de pueblos que habitaban mas allá de las fronteras helenas, guiadas por un erudito milesio. Al final de la galería, entre dos anaqueles repletos de papiros, un pequeño umbral en el muro daba paso a un gran patio lateral, contiguo al Artemision. En aquél espacio oculto a los ojos, tan amplio como el recinto, los milesios emplazaron un espléndido jardín botánico de exuberantes y floridos follajes. Incontables eran las especies arbóreas, de troncos tan altos como anchos; tantas como las aves en el seno de los ramajes, que entre la espesura derramaban melodiosos cantares presagiando la lluvia añorada. A los lados del estrecho sendero de hierba, el aroma de la tierra humedecida se confundía entre las intensas fragancias que se percibían al transitarlo, indisolubles en tan copioso verdor.
—Noble corintia, paz y belleza hallarás en este vergel de flora —hablaba el erudito—. Toda medicina que los milesios precisamos es extraída de este reservorio, donde estudiamos sus propiedades y efectos, que tanto pueden curar como envenenar. Este jardín atesora tanto especímenes endémicos como foráneos. Y, por supuesto, a la vez que disfrutes la disertación de estos saberes, podrás exigir y probar a gusto las bellas coronas y tiaras florales que nuestras mujeres confeccionan en este sitio. Toda suerte de menjunjes, esmaltes, pigmentos cosméticos y perfumes que no hallarás en otras regiones, también podrás disponer a tu alcance; pues gran cortesía nos brindarías si haces gala esta noche de noble pompa milesia.
Magníficos ejemplares de pavos reales se floreaban en su torno. Sus polícromas bellezas se erguían rebosantes, y tan bien concertaban con los encantos de Melisa. Así avanzaban ella y Licofrón tomados de la mano. Los coronaban álamos, higueras, almendros, plátanos, palmeras y lirios, y caminaban rodeados de frondosos arbustos, cáñamo oriental y otros injertos de plantas herbáceas. Por delante del sendero cruzaban liebres, tortugas y otros gentiles roedores. Escurridizos reptiles y anfibios se daban festines con los frutos que yacían sobre la tierra en abundancia. En el centro del reservorio dos estatuas se erguían solemnes, una consagrada a Hermes, de aladas sandalias, y otra a Panacea, que todo lo cura; y ambas se conectaban a través de una fuente de aguas diáfanas y ondulantes. Los iba instruyendo el erudito milesio sobre las diversas cualidades de las especies: diuréticas, digestivas, antisépticas, expectorantes, enteógenas y talismánicas; así como también sobre los extractos útiles que éstas proveen: savias, resinas, bálsamos, pastas y ungüentos. Imbuidos entre los aromas discurrían los hombres y mujeres, cuando un racimo de flores colgantes, en concreto, colmó los ojos grises de Melisa, que hasta los pétalos se aproximó para impregnarse con su fragancia. Contempló algún tiempo su austera y carnosa belleza.
—¡Oh, noble Señora! —se acercó hasta ella el sabio botánico, y aludió a la flor—: ¿No crees que es magnífica?… Es una peculiar especie de magnolia. Por beleño negro o adamanto suelen conocerla los estudiosos. Pero, para los mortales de a pie, se la conoce como hierba de Circe… Por lo que sugiero que avances con cautela, noble dama. Pues la flor que pueda resultar más bella a los ojos del alma, puede también resultar mortífera para el cuerpo.
Advertida en tales precauciones, la bella Melisa dio crédito al erudito e hizo caso del consejo. Intentaba mantener la compostura, pues el suceso de la noche anterior aún hostigaba sus mientes. Pero aferrada a su amado Licofrón ella siempre se mostraba radiante: su preclaro hijo era el aliciente del templo de su fortaleza. Así siguió siendo impartida por los conocimientos de aquél erudito, aunque su retoño se mostraba algo indiferente, renuente a estos saberes; era un joven temerario y vigoroso. Se acercó a él un milesio de temprana adolescencia, pues el bozo aún se extendía en redor de sus tiernos labios y mejillas, diciendo:
—Jáire, corintio. ¿Cómo te llamas? —preguntó con prima inocencia.
—Licofrón, heredero al trono de Corinto.
—¿Te gustan las danzas, Licofrón? —insistió el joven.
El noble corintio vaciló un instante, y luego aseveró:
—Las danzas son para niñas y eunucos. Prefiero las cabalgatas, la caza o la lucha. Pero, ahora mismo, estoy disfrutando de la compañía de mi madre.
—Integro con mis amigos el coral danzante de los rapsodas —respondió el niñato—. Estamos ensayando los motivos del Saqueo de Troya de Arctino. Si gustas, podrás integrar nuestro grupo y, tal vez, puedas interpretar a algún guerrero en los cantos finales; veo que tienes la altura y el físico pretendidos. Los intérpretes de Áyax Telamonio y Odiseo Laertíada aún no han sido asignados.
Licofrón, entonces, escarmentó en sus palabras. Miró a su madre, quien notó sus ojos chispeantes y le sonrió. Sabía que acaloraba su ánimo ser parte de tan ilustre espectáculo y que siempre había encomiado al héroe itacense amado por Atenea, que tramando ingenios siempre se alzaba victorioso entre las gestas de los mortales. Licofrón aceptó entonces la invitación del joven milesio, besó a su madre y se apresuró a seguir al muchacho afuera del jardín. Hacia Melisa se aproximó entonces la avejentada Mormo, quien le susurró:
—Íbico, mi sobrino… No dudes que tu hijo quedará en buenas manos —díjole con tono halagüeño la dignataria de Mileto.
Melisa y los demás volvieron a sus asuntos. Por una de las esquinas del jardín botánico se alzaba un recinto, similar a un redil, pero cerrado por muros de piedra bien pulimentada a los cuatro lados, desprovisto de techo o bóveda alguna. Tal espacio era, en efecto, un serpentario; repleto de hierbas y ramas secas, donde los hombres manipulaban diversas especies de serpientes reptantes y de ellas obtenían venenos y antídotos que mezclaban con los extractos herbáceos. Con éstos lograban distintas triacas y pociones medicinales. A uno de los lados, contiguo al serpentario, se extendía una gran tienda apuntalada por columnas de fresno. Bajo esas telas de colgantes ribetes dorados yacían alfombras, ruecas y espejos ovales de bronce y plata bruñida, sostenidos por armazones de madera. Algunas mesas exhibían cantidad de racimos florales, coronas y tiaras que las mujeres allí elaboraban. Muchos pigmentos cosméticos multicolores colmaban varios espaldares de tortugas junto a estiletes, almohadillas y demás abalorios. Otras mujeres endulzaban el ambiente con la música, en un rincón, practicando las artes del arpa y el aulós.
Ahí pasaría las próximas horas la bella Melisa, probando sobre su gracia cuantas coronas, vestidos, brazaletes, anillos y gargantillas le antojasen al ánimo en su corazón. Las nodrizas milesias acudieron entonces a engrasar sus leonados cabellos, a perfumarlos y a elaborar un exótico tocado piramidal, enlazando y trenzando sus hebras con esmero. Dejaron caer con encanto algunos de sus bucles y realzaron sus destellos cobrizos. Con pasta de albayalde le ungieron las mejillas. Con el preciado miltos ruborizaron sus pómulos. Delinearon los contornos de sus ojos y maquillaron sus párpados esparciendo un ungüento mineral brillante. Una hermosa y exuberante corona floral también le confeccionaron a su gusto, decorada con abundantes pétalos de ruda siria —según le había instruido el botánico erudito— y desde la tiara colgaban sus pimpollos a los costados y algunos frutos de cerezos que le cubrían las orejas. Luego posaron frente a ella uno de los refinados espejos de plata bruñida. La excelsa corintia contempló algún tiempo su reflejo y relució sus perfiles más bellos; aunque ese noble material, encerrando su belleza indecible, no era capaz de rendirle absoluta justicia: toda la pompa que los mortales sean capaces de visionar en sueños podía caber únicamente en la franja plateada de sus ojos.
Ella misma se perdió en su propio reflejo, en el fulgor de sus pupilas, hasta el punto de contemplar las trenzas de su tocado, que se manifestaron fugaces como un cúmulo de oscilantes serpientes bífidas. Aterrada por la imagen que le devolvió el espejo, llevó las manos a sus cabellos y palpó los rizos con sus dedos. Un pálpito le brotó en el pecho, de símil naturaleza al que había sentido la noche anterior, y pensó en Licofrón. Convocó entonces al punto a sus nobles ayas, Mirtis y Lamia, con intenciones de que le traigan noticias sobre su hijo. Sólo la primera de ellas se asomó al tiempo por detrás de sus tersos hombros y ciertamente se maravilló aquella por la abrumante belleza que ostentaba su Señora. Sin embargo, Melisa notó un ánimo alicaído tras sus ojos, pues también parecía su sierva cargar el alma con penas y dolores.
—¡Oh, loable Mirtis! ¿Dónde está Lamia? ¿Dónde han pasado estas horas nubladas? Pues no las he visto en todo el día. ¿Qué noticias vienes a darme sobre mi hijo? —inquirió su majestad.
—Noble Nacida, no deberías preocuparte por tu hijo, el notable Licofrón, pues se encuentra esparcido en el odeón. Lo he visto alegre, ensayando posturas de danzas, y al parecer ha hecho nuevos amigos.
Tal respuesta amainó el lago de su alma, pero Melisa no pudo soslayar el brillo opaco que trasmitían los ojos de Mirtis. Depositó su corona, tomó a su aya por las manos y de la tienda salieron para hacerse espacio en un banco de mármol, lindero del sendero de hierba. Con una mano, Melisa la tomó por la quijada, le elevó la mirada y volvió a inquirirle:
—Mirtis… ¿dónde está Lamia?…
Sin otorgarle pronta respuesta, amargas lágrimas se precipitaron a los ojos de su criada, quien, luego de un instante, corroboró sus oscuras sospechas: Lamia se había arrojado a la mar la noche anterior. Tal escuchó las fatales palabras, un sórdido estruendo retumbó por los adentros de Melisa, que intentó permanecer fuerte, impávida en su belleza, aunque algunas lágrimas le brotaron de los ojos llegando a corroer el maquillaje. Contuvo entre sus brazos entonces a su sierva, quien siguió narrándole las abominables visiones que habían atormentado a Lamia desde que ambas la habían acompañado en su recorrido por Mitilene. Mirtis sollozaba en su llanto las nefastas palabras de Lamia. Ésta le había revelado cómo, en sueños, solía sodomizarla un ser grotesco, dotado de cuernos y de abundante pelo en el pecho, provocándole grandes dolores y vergüenzas; y cuánto mayor fue su espanto al sentir esas heridas y lesiones adheridas en su propia carne, en sus partes más íntimas, tan reales y palpables como las carnosas flores rodeándolas. Tales visiones habíanse tornado insoportables y fueron marchitando su existencia al punto de obligarse a cesar con esas angustias, durante la noche, llevando consigo el coste de su propia vida.
Un aluvión de sentimientos se arremolinaban en el pecho de Melisa. Su alma se revolvía entre el horror, lo inextricable y la furia, pero se limitó a dar ánimo y sosiego a su aya apañándola con su investidura.
—¡Ay Mirtis, tan misteriosos son los designios divinos! ¡Y cuántos los peligros que acechan cada paso de los mortales! Pero no es nuestro deber cuestionar el orden sagrado, porque a ningún fin llegaremos viviendo en mor y plañiendo lamentos… Lamia será llorada ni bien lleguemos a Corinto. Valiosos regalos haré llegar a su familia. Los acogeré en mis palacios. Y siempre será recordada por lo que fue: una mano presta a la servidumbre de su real familia. Pero permanecer fuertes en la adversidad: ése es nuestro deber. Tal es la mano que los dioses nos tienden esta vez. ¡Abracemos esta oportunidad! Honremos su recuerdo en vida, y yo te prometo que este ominoso destino no será desoído… Prevalezcamos fuertes y unidas en la procesión de nuestro duelo silente; y te aseguro, Mirtis, que cumpliré tal promesa. Mientras tanto, me urge que hagas algunas cosas por mí…
Así su Señora consoló a la atormentada criada y algunas órdenes también le dio: el vino debía correr sin pausa a lo largo de toda la velada, mezclando dos medidas de agua por cada tres de vino; y las dos concubinas que Periandro solía llevar consigo en sus viajes también serían invitadas a revestirse con rica pompa a expensas de su propia cortesía. Tanto su eminente esposo como los demás aristócratas debían permanecer ocupados y distendidos. Melisa entonces se adentró en la tienda. Las siervas retocaron los detalles de su pintura y su tocado.
Realzaron las virtudes de sus encantos y volvió a portar la majestuosa corona floral. Una vez más contempló su reflejo en el metal pulido, miróse a través de sus pupilas y satisfizo su corazón. No hubo visiones esta vez, sólo que, ahora, su belleza habíase tornado furiosa.
Viéndose consumidas las horas, Héspero, el lucero errante, ya coronaba el horizonte. Anunciaba la congregación de las cortes en la acrópolis para reanudar el disfrute de los manjares y de los versos de la Etiópida. Una vez consumados los sacrificios y los ritos de apertura a la velada, Periandro se hallaba extasiado, vanagloriado entre la belleza de su consorte y de sus concubinas; y su retoño, Licofrón, ansiaba seguir asimilando los cantos del rapsoda y los motivos de los danzarines. El vino intenso se escanciaba en abundancia, y las vociferaciones fueron mermando mientras el cantor insigne, Pisandro de Cámiro, versaba las aristías de Pentesilea.
«Y así la belicosa hija de Ares, su rostro resplandeciente,
dos jabalinas empuñó y colgó la gran segur en su espalda;
y embrazó su escudo divino, parecido a los cuernos
que la Luna muestra al menguar sobre su ciclo eterno
Prendióse las grebas de oro y la coraza que recibió de su padre,
el dios Ares, asaltante de murallas, en la muy boscosa Tracia
Montó su caballo, hermoso y veloz obsequio de Oritía,
esposa de Bóreas que la brisa invernal sopla sobre la mies
Por último el yelmo empenachado se colocó, de crines de oro,
y así encabezaba Pentesilea a los diezmados troyanos;
con sus ojos seductores, terribles y a la vez radiantes
y sus mejillas pudorosas, revestidas de un divino vigor
Blandiendo su hacha, acabó primero con Molión,
la hoja se incrustó en su clavícula y cercenó su cuello
Luego Eurípilo se enfrentó a su hado, cuando su lanza
le atravesó la tetilla y desgarróle todo el corazón
A éstos les siguieron Antíteo y Lerno, valientes aquellos,
que en vano le arrojaron proyectiles, alcanzados por su pica
A Hipalmo y a Hemónides los abatió con dos saetas,
mientras reñían marciales con Evandra y Bremusa
Mucho se alegraron sus compañeras, orgullosas de su lanza,
y que a ella le servían, a pesar de ser tan ilustres
Pero Idomeneo, el ínclito cretense, le acertó a Polemusa,
justo en el seno derecho, el único que portan las amazonas
Al verlo, mucho se afligió el aguerrido corazón de Pentesilea,
y así amenazó a dánaos y aqueos, henchida de coraje:
«¡Ah, perros! ¡Cómo pagarán hoy la alevosa afrenta
cometida contra Príamo! ¡Pues nadie escapará a mi fuerza
para ser la alegría de sus queridos padres, hijos y esposas:
al morir, yacerán como pasto de las aves y las fieras,
y ni un túmulo de tierra siquiera caerá sobre ustedes!
¿Dónde está la fuerza de Diomedes? ¿Dónde la de Aquiles?
Pues es fama que ellos son por mucho los mejores,
pero no se atreverán a combatir cara a cara contra mí,
no sea que sus almas, arrancadas de sus miembros,
las arroje yo entre los muertos que ya cruzan el Aqueronte.»
Mientras los impartidos se hallaban absortos entre versos y danzas, acercóse Melisa hasta su esposo y se prosternó a su lado. Posó una de sus manos sobre sus rodillas y la otra la elevó hasta su mentón en pose de ruego.
—¡Oh, noble y glorioso esposo mío, eminencia sin par! Permite a tu consorte acudir ahora al lecho. Pues el sueño y la pesadumbre descendieron sobre mis párpados y, además, otra angustia merodea en mi pecho. Desde que a mi criada Lamia se le fue la vida en el confuso motín de anoche, paso mis horas en mor de su presencia. Pero no tengo yo derecho a cargarte con mis pesares y a privarte de tus goces y privilegios. Concédeme, con tu aval, la oportunidad de esperarte en tu regreso al tálamo de bellas urdimbres, a las altas horas que tu ánimo guste. Pues mucho tienes por seguir disfrutando aquí, junto a nuestro intachable hijo y a las adorables compañías que te rodean.
Periandro escuchó su súplica. La tomó por los brazos y le besó la frente y las manos, cediendo a su deseo y volviendo a contemplar el espectáculo. Ella entonces se retiró, cubriendo su alta corona con un velo de lino y se apresuró a encontrarse con su loable Mirtis en el peristilo del palacio. Allí, entre altas columnas y braseros llameantes, su aya la anotició sobre la ausencia de Hárpalo, que se hallaba en soledad en las tiendas de campaña, pues no había colmado su ánimo la idea de asistir al banquete: se había notificado indispuesto, y había delegado sus tareas a Crates, su primer hombre a cargo.
II
Bajo el claro de noche, brillantes las estrellas en torno a la luna creciente, Melisa traspasó las murallas y descendió hasta la playa. Se adentró en la zona de las tiendas de campaña y, oculta detrás de un ciprés de robusto cuerpo, esperó en la penumbra el cambio de guardias. Como el lince intrépido en las praderas se lanza sigiloso a la cacería nocturna, así se dirigió ella hacia la tienda más anchurosa, adosada al casco del gran trirreme, que sus súbditos solían confinar al placer de Hárpalo, supremo en honores entre los comandantes corintios. Cubierta de ligeras vestimentas y con los pies descalzos la reina se escabullía por el campamento, y cautelosa a su paso ingresó por las telas detrás de la gran tienda.
Ésta se hallaba apuntalada por un robusto pilar central de roble. Un candil de aceite atado en mitad del asta brindaba una luz vacilante que sombreaba las dunas de arena en derredor. Otras dos antorchas adosadas a los parantes laterales de pulida madera chispeaban a ambos lados de la amplia entrada principal. Pudo reconocer las siluetas de dos hombres guardando hacia el otro lado. Muchas eran las guirnaldas de laureles que colgaban desde la bóveda de tela y las lanzas entrecruzadas que hacían rutilar el acero y el bronce de los astiles y sus extremos lanceolados. Así contemplaba Melisa un ambiente belicoso y hostil a sus ojos mientras oía el crepitar de las antorchas. Una bandeja de plata con huesos roídos y restos de comida se hallaba tendida en la arena despidiendo el aroma de tibia carne asada que oreaba la tienda. A su lado se alzaba una pila de hoplones y armas de corto alcance. Hurgó un rato entre éstas hasta hallar una daga que retiró del montón, procurando no emitir sonido alguno. Ya tenía frente a sus ojos las colgantes bambalinas del lecho del general, quien yacía dentro de un baldaquín, y hacia allí dirigió sus pasos discretos. Traspasó las cortinas por una de las cuatro esquinas cortando una de las ataduras con el filo de la hoja.
Una vez en el aposento, bajó su mirada y observó la robusta figura del general, desnudo parcialmente entre las sábanas, inerme, sumido en un sueño intranquilo. Se posó sobre la urdimbre de juncos del lecho y flexionó las piernas sobre su abdomen. Y ahí yacía Hárpalo. Su consciencia transitaba labrantíos y ensoñaciones en los ensortijados brazos de Morfeo, cuando sintió ese ligero apoyo asentándose sobre su cintura. Un resplandor le cegó los ojos. Al abrirlos, creyó hallarse ante la manifestación de una divinidad. Pero el destello, en realidad, se trataba de la daga empuñada por Melisa. La había desplazado hasta posarla sobre su garganta, amenazante, mientras intentaba contener el temblor de su brazo, pues la duda toda la embargaba y le impedía actuar con fría y cruel decisión. Entonces Hárpalo suspiró entre labios:
—¿Eres tú…? ¿Un sueño?…
La bella Melisa afirmó su empuñadura y la sostuvo bajo su barbilla, en peligroso contacto con la piel de su cuello; y así le increpó, susurrante:
—¿Una «esclava tracia»?… ¡Tú, víbora miserable!… Lamia no era tracia y definitivamente… ¡no era una esclava!… Fue mi fiel aya, que a mis hijos amamantó.
La reina albergaba gran furor en los ojos; ardía en ánimos de venganza. Pero Hárpalo, sumiso a su amenaza, sólo podía perderse entre sus encantos: sus bucles derramados, sus labios carnosos, sus mejillas radiantes, la magnífica corona floral que la gloriaba en pompa…
—Eres… un dulce… dulce sueño… —Afirmó esta vez.
Enardecida, Melisa le abofeteó el rostro con saña en un intento de hacerle sentir en la carne cuán real y palpable era su visión. El trastazo permitió a Hárpalo tomar plena consciencia de su estado. No podía figurar cómo la reina había llegado hasta su lecho; tan poco le interesaba saberlo…
—Puedo desangrarte aquí mismo y bien sabes que saldré impune de tu muerte. Como legítima consorte puedo ampararme en mi investidura —le amenazó la reina sin retirar la hoja punzante de su gaznate.
—Entonces será mejor que lo hagas ahora mismo. —Pese a su crítica situación, el general permaneció inmóvil—. Podría soportar mil golpes más de tus tiernas manos y aferrarme al hecho de que no fui yo quien rompió tu corazón. ¡Ea, concédeme esa dicha! Hiende mi garganta y déjame morir aquí. Así… frente a tu resplandor… Testigo de este dulce sueño. No concibo manera más decorosa de morir.
—Morirás como un mentiroso. Quien osó proferir vanas palabras a su reina. Me aseguraré que tu hado sea más miserable que el de mi Lamia.
—Mi alma no alberga remordimiento por mis palabras y mis acciones. He visto y sentido en mis huesos lo mismo que todos nosotros después de abandonar esa gruta aborrecible. He sentido y augurado lo mismo que tú, mi noble Dama. Anoche… ví la desolación y la desesperanza desbordando tus ojos. Temí por tu espíritu… y obré en virtud de darte sosiego. Y si los dioses han resuelto que este lecho sea mi hado por evitar quebrantar aún más tu corazón, aunque sea un día más, moriré como el tonto que fui al intentar proteger a mi reina de una fuerza perversa y desconocida. Acepto entonces este sino con los brazos abiertos y con estos ojos perdidos entre los tuyos: mi corazón sabe que ha valido la pena vivir, sólo por morir a tu merced… —La tomó por sus blancos hombros y le inquirió a modo de ruego—: ¡Ea, hazlo de una vez! Libérame de este dulce tormento y de cualquier hechizo que los dioses hayan lanzado sobre nosotros esa noche.
De repente, los ojos furibundos de Melisa se inundaron de lágrimas. Brotaban de la impotencia, aunque por momentos persistía en el deseo de privarlo de su aliento. Uno de los pétalos de ruda siria se desprendió de la corona de la reina, bamboleó algunas veces en el aire y se asentó sobre el velludo pecho de Hárpalo.
—No mires demasiado los ojos del hombre que estás a punto de rematar. Es algo que aprendí —le aconsejó el guerrero abrazando su finitud, su propia fatalidad.
Pero esas miradas se revelaron funestas. Melisa se encontró de pronto contemplando su cabellera serpentina, sus ojos cerúleos, su quijada vigorosa, sus hombros henchidos. No pudo hallar huellas de miedo ni lamento alguno en su semblante, sino una profunda veneración que sentía brotarle del pecho, una ardiente devoción hacia ella. Su mirada la enlazaba, y sus pupilas transmitían el anhelo de rehusarse a la vida eterna por este único instante; su corazón parecía hallarse a un sólo latido del Elíseo. Ella intentó hablarle, pero su lengua ya no le obedecía. Y el temblor de la mano que empuñaba la daga ascendió por la tersura de sus brazos. Se tornó un dulce escalofrío que se apoderó de sus miembros y discurrió suavemente por debajo de su piel, como el caudal de un río. La bella Melisa se ruborizó. Dejó a su alma perderse por completo en ese fatídico encuentro que le sustrajo el aliento. Si por el soplo divino de Hímeros habíanse unido en carne aquella vez, en esta ocasión fue Eros, con su flecha de oro, quien domó sus corazones estremecidos: a ambos los hizo resplandecer en hermosura, habiendo quedado locamente prendados el uno por el otro.
El filo del acero ya cortaba la piel. Una gota de sangre fluía del cuello de Hárpalo, pero una fuerza misteriosa impulsó a Melisa a descender con sus labios de rocío hasta que sus bocas se encontraron como unidas por un invisible lazo de miel. Ella entonces soltó la daga y, sin querer librarse de aquél beso profano, ambos acomodaron sus poses y estrecharon los brazos en redor de los hombros del otro. Una de las piernas pateó un pequeño candil de aceite encendido que la arena apagó entre sus granos… Se sumieron en ferviente penumbra. El miedo, el orgullo, el pudor, el decoro… Todo se desvaneció cuando sus corazones prendieron el fuego del deseo prohibido, quemando ataduras, devorando inhibiciones. Hárpalo ya palpaba con sus manos las desnudas virtudes de su reina, contenido bajo el calor de sus muslos y por el impetuoso movimiento de sus caderas. Melisa se contrajo, lo recibió en su cuerpo; ya podía sentirlo en su vientre, vibrante entre sus piernas. Ella entonces lo abrigó con sus alas mientras mordía las sábanas para velar los dulces gemidos de un placer furtivo. Así los amantes buscaban entre la sombra sus miradas desaforadas, asumiendo que no había nadie a quien echar culpas, sino al huracán inaferrable que es Eros, que instila el deseo por los ojos y a los mortales tienta con los placeres de la piel y la carne; que juega y destruye, desatando amores y locas pasiones.
III
Mientras ellos encontraban refugio entre sus brazos, en la colina de la acrópolis de Mileto, la vistosa celebración del poema de Arctino seguía su curso:
«Y así los Eácidas se lanzaron audaces al combate, pues
los lastimeros gritos de muchos argivos golpearon sus oídos
Al verlos, mucho se alegraron los hijos de los aqueos
Y entonces a muchos abatieron con sus invencibles picas
Aquiles y Áyax, como cuando dos leones asesinos de vacas
se topan con gordas ovejas alejadas de sus pastores
y las matan con prisa, saciando de vísceras sus vientres;
así, los de la casta de Zeus, hacían sucumbir a los troyanos
en el frente de batalla, privándolos de volver a las murallas
Entonces Pentesilea, ni bien los vio lanzarse al espantoso tumulto
chispeó su corazón belicoso y alzó su pica contra esos guerreros,
mientras resonaba el bronce de la funesta lid a su alrededor
Arrojó su muy robusta lanza la noble reina de las amazonas
y alcanzó al escudo del Pelida, pero ésta rebotó hecha pedazos,
cual si fuese una roca: tales eran los divinos dones del sagaz Hefesto
Aún así, ella, impetuosa, tomó su segunda jabalina
y la lanzó hacia el Telamoníada, pero en vano le apuntó,
pues había alcanzado su coraza toda de plata, aunque
no penetró su piel, aún ansiosa como estaba de llegar a ella
No decretaron los dioses que muera aquél por fuerza enemiga,
sino por su propia mano con el regalo del divino Héctor
Entonces Áyax se volvió contra el grueso de los troyanos
y dejó a Pentesilea toda sola contra Aquiles, pues
sabía que al poderoso Pelión le sería fácil tal matanza
Mucho se lamentó ella por arrojar sus lanzas en vano,
pero aun así no aplacó la furia de su noble corazón y,
empuñando la gran segur, habló al intachable hijo de Peleo:
«¡Ea, acércate a mí a través del tumulto, para que veas
cuánta fuerza alberga el pecho de las Amazonas!
Pues no me engendró varón mortal, sino el mismísimo Ares,
insaciable en el grito de guerra, por ello mi furia es
muy superior a la de los hombres; y si no eres tú un dios
también perecerás ante mis armas luctuosas y el fuego desataré
entre las naves aqueas: ¡así me lo han revelado los Sueños!»
A ésto, así le respondió el poderosísimo Aquiles:
«¡Mujer, cuán inútiles han sido tus palabras con las que
orgullosa llegaste, ávida de combatir contra mí, que de
la estirpe del muy resonante Cronión me jacto de proceder!
Incluso el veloz Héctor tembló al verme lanzado en combate
y encontró su hado por mi lanza, a pesar de ser tan valiente
¡Por completo enloqueció tu corazón al cometer tal osadía!
Pronto llegará tu día postrero y ni tu padre divino podrá librarte,
pues si te has enterado de todas mis hazañas, los inmortales
te arrebataron el juicio para que, por fin, las Keres te devoren.»
Tras hablar así, empuñó en su robusta mano la enorme lanza
que le fabricó Quirón, pues era el único capaz de blandirla,
y la hirió en el seno derecho, haciendo brotar la negra sangre
y un gran dolor le penetró y la hizo arrojar de su mano el hacha
Pero aún así recobró su aliento, cuando el rápido Pelida
estaba a punto de tirarla de su hermoso y veloz caballo:
dudó entre desenvainar su gran espada y acometer contra él,
o saltar con ímpetu de su montura y suplicar al divino guerrero,
prometiéndole bronce y oro en abundancia, en un intento
por ablandar su corazón y persuadir su indomable espíritu,
así de deseosa estaba ella por escapar de su devastadora fuerza
Así meditaba eso, pero al verla Aquiles moverse con presteza
mucho se encolerizó y arremetió contra ella, ansioso de muerte
Los inmortales decidieron que aquél confunda su gesto
por un acto amenazante y la perforó junto con su caballo
cayendo la hermosa Pentesilea con decoro en el polvo,
pues no hubo acto vergonzoso que ultrajara su cuerpo,
y, por muy admirable que ella fuera, se quebrantó su vigor
Entonces así se ufanó el infatigable hijo de Peleo:
«Yaz ahora en el polvo, como pasto de perros y aves,
¡desdichada! ¿Quién te engañó para que te enfrentes a mí?
¿Acaso anunciaste que regresarías de la batalla y te llevarías
grandes regalos entregados por el anciano Príamo?
Pero ese propósito tuyo no lo cumplieron los inmortales,
porque soy gran luz para los dánaos y calamidad para troyanos
y para tí, infortunada, pues tu espíritu y las Keres te incitaron
a encaminarte a la guerra, que incluso temen los hombres».
Tras hablar así, extrajo su lanza de Pentesilea y su raudo corcel,
abatidos por una sola pica y convulsionando en el suelo
y de la cabeza le quitó su yelmo resplandeciente
Mucho se maravilló al ver su rostro el poderoso Pelión
cuando la bellísima Pentesilea le dirigió también la mirada
al momento que expiraba ella su último suspiro de vida
Pues la propia Afrodita, compañera de lecho del poderoso Ares,
hizo a su rostro muy admirable, semejante al de las diosas,
aún entre los muertos, revistiéndola de una radiante belleza
Entonces gran aflicción causó su muerte a Aquiles,
pues había reconocido en ella a la mujer que hubiese deseado
para hacerla su divina esposa de regreso a Ftía, de lindos potros,
por su talla y belleza, y un gran tormento invadió su corazón
Se aferró entonces a su cadáver, sin consuelo como estaba,
deseando poder acostarse en su lecho con una esposa como ella
y al punto se había hecho presente el amargo Pothos,
pues aquél amor nunca había estado destinado a acontecer:
la misma ferocidad del ímpetu guerrero en su corazón,
no sólo podía impulsarlo a destruír todo lo que odiaba,
sino también todo aquello que podía llegar a amar».
Todos escuchaban al rapsoda narrar tales hazañas que conmovían el espíritu de los muchos ahí presentes. El vino intenso corría sin pausa colmando las copas de plata en todo momento y desatando festivas carcajadas entre los aristócratas. Periandro había dispuesto a sus dos lindas concubinas sentarse en torno a su asiento y, borracho como estaba, tragaba, lloraba y reía junto a los suyos, intercambiando con ellas obscenos besos e indecorosas caricias. Algo más alejado, junto a unos mozos milesios, se hallaba Licofrón, que, a la vez que disfrutaba de los cantos, su semblante parecía reprobar la conducta licenciosa de su padre, depravado entre aquellos placeres. Pues no sólo avergonzaban a su jovial corazón, sino que ofendía con injurias a la digna investidura de su irreprochable y amada madre. Aún así se contuvo y permaneció en su sitio, pues muy grande era el temor que lo invadía cuando pensaba en censurar abiertamente a su padre, siendo un adolescente como era, y decidió esperar a que los amaneceres venideros le otorguen nuevo sosiego y menguasen sus ánimos latentes.
Por su parte, la bella Melisa se hallaba contenida por los brazos de Hárpalo, fuertes como columnas, ambos vencidos por sus regazos después de entregarse al ardor del amor, al dulce comercio de los cuerpos. Rozábanse las narices, se disfrutaban con las miradas, con tiernas caricias. Bien escondidos yacían hundidos entre cojines, tras varias cortinas, bambalinas y pilas de hoplones. Desde la entrada, uno de los guardias creyó escuchar algo y preguntó en voz alta por el estado del sueño de su general. El robusto Hárpalo entonces salió desnudo de su lecho y con artera mente los reprendió por interrumpir su dulce sueño. Acto seguido, a modo de advertencia, clavó dos lanzas entrecruzadas en la arena y retornó a su cálido lecho, donde se envolvía la reina con sus mantas, y reposó junto a ella. Ambos bien sabían que nadie debía siquiera sospechar de tan infructuoso amorío. Una gélida brisa ahora soplaba en torno a sus corazones y ambos perdían sus miradas lánguidas en el vacío del aire, absortos entre intrigas y sentires.
—La calma nunca rondará nuestro lecho —susurró el general entre labios—. La noche no es lugar seguro para nosotros, Melisa.
—¿En qué mundo lo sería?… —suspiró ella—. «Melisa» —continuó— ni siquiera es mi primer nombre, sino el que recibí de Periandro. Tan distante ahora en el tiempo me parece la niñez, cuando por Lísida me llamaron al nacer en la fragante Epidauro. —Tal le reveló a su amante, quien prestó oídos a esas palabras que parecían descargar hondos pesares mientras un dejo de melancolía navegaba por sus pupilas—. Ni bien alcancé mi nubilidad, mi padre Procles me entregó en nupcias; demasiado joven para resignar el precio de mi inocencia. Y dos hijos ya había dado a luz a la misma edad que hoy lleva mi entrañable Licofrón. Después alumbré a mi pequeña Thaís, estrella de mis ojos. Pero, para ese entonces, su padre ya se hallaba en la larga campaña de Argos, abundante de concubinas. Y aunque siga refiriéndome como objeto de su amor, creo que mi corazón jamás podrá perdonarlo por el duro castigo que soportó de su mano el tierno Cípselo. Ahora es Licofrón quien asume el lugar del primogénito. Pues estimo que, para él, somos más objeto que amor…
—Tal vez yo sea quien más conozca su ambivalente corazón: ora prudente, ora despiadado. Pues muchas son las gestas que ambos llevamos a cuestas. Me han vuelto un hombre agrio. Pero el mundo parece moverse impelido por espíritus como el suyo: demasiado duro al castigar y demasiado caprichoso al amar, como el mito de Procusto… Ah, pero sospecho que cosas más extrañas están sucediendo en este mundo. Hoy luché contra un hombre que se asemejaba más a una criatura sin alma. Y de alguna extraña forma me reconocí en sus ojos muertos… Un hombre nada es sin poder, sólo un animal servil, presa de sus instintos… —Reflexionó—. Mi padre y el padre de éste, toda mi estirpe, siempre ha protegido la nobleza de Corinto, y antes la de Argos; y aunque de Diomedes me jacte de proceder, la gloria siempre correspondió a los demás héroes, cuyas gestas parieron destinos desgraciados…
—¿Qué nos depara a nosotros el destino, divino Hárpalo?
—Sólo los dioses lo saben. Pero desde este día, tú siempre serás Lísida para mí. Y juro por Ares y Afrodita, mientras tenga aún aliento, protegerte de toda desgracia que nos aceche.
—Quizás sólo vivamos en el sueño de esa poetisa… —sospechó ella.
—Ya me he encargado de ella. No. Tú siempre has sido el sueño, Lísida.
Aquella noche la reina regresó a su lecho nupcial oculta por las astucias de Hárpalo. Éste notificó a sus hombres el antojo de una cabalgata nocturna y aquellos llevaron su corcel hasta su tienda. Una vez allí, por la izquierda cubrió a Melisa con un gran broquel y por la derecha con una gruesa capa bermeja. Escondida en ese ínfimo y cálido espacio —algún dios la hizo caber allí— ella acomodó su delicada y bella figura, entrelazando sus piernas sobre la cintura de su amante y los brazos en redor del torso, ambos montados sobre su ancho y vigoroso corcel. Con Selene como única testigo, atravesaron la noche y ascendieron al palacio, procurando hacerlo mientras transcurría el festín. Se despidieron casi sin atreverse a cruzar miradas, invadidos una vez más por el oprobio. Él la observó marchar, como se desprende el pétalo de una hermosa rosa, y pronto una amarga lágrima se derramó por la mejilla del general. No recordaba la última vez que había llorado.
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