I
Melodiosas vibraban las cuerdas de la cítara de Arión en la acrópolis de Mitilene. Coronados por el crepúsculo, los hombres ya se habían congregado en el odeón para deleitarse en sus virtudes, mientras por debajo toda la ciudad iba encendiendo las antorchas. Arión punteaba con sus dedos prodigiosos la métrica de un compás de maravilloso pulso. Un sistro, una lira y un aulós sostenían el ritmo y la armonía mientras el viejo citaredo trazaba por el aire la melodía de los tiempos. Inspirado por las Musas, su garganta emitía un agudo canto evocador de nostalgia y añoranza, que los embelesados danzarines interpretaban con solemnes motivos. Resonó la última nota y al culminar el espectáculo los hombres aplaudían complacidos. Todos aclamaban los dones de aquel ilustre compatriota, tan sublime en su arte.
Los ávidos poetas aprendices maceraban versos en sus mientes y permanecían cercanos al odeón, donde tendrían algunos minutos de fama. Hacia aquél estrado circular se dirigían soltando gestos y yambos. El animado público se mostraba a veces hostil y condenaba la timidez de algunos, por lo que muchos bajábanse dejando sus metros inconclusos. Luego Tersites, el hombre de Pítaco, decidió probar su suerte… Sonaron las cuerdas de la páktis, acompañantes del canto, y aquel comenzó a entonar con trémula voz:
«Oh, compatriotas míos de la tierra de Mácar,
yo una historia les contaré… Es sobre el nóstos,
sobre aquél varón que deseaba retornar a Ítaca,
y que aquí fue retado por el fiero… ¿Filomeleides?
A quien derribó (…) violentamente sobre la tierra
Contra todos los designios divinos (…)
Que a la muerte… Enfrentaba con…»
El abucheo comenzó a colmar los ánimos del público. Algunos restos de comida hedionda comenzaron a volar por los aires e impactaban contra el cuerpo del desgraciado Tersites. No lo hacían sin razones, pues su dicción no poseía el aplomo adecuado y decididamente sus dotes poéticos eran paupérrimos. La excelencia de Arión había dejado la vara demasiado alta.
«¡Bájate de ahí, Tersites!»; «¡¿A quien diriges tus versos?! ¡¿A los perros?!»; «¡Cede el lugar a los que saben!». Gritaban algunos.
Una pútrida granada impactó en uno de sus pómulos y, mal de su agrado, el confuso Tersites se bajó del estrado. Había recibido una vergonzosa lección: abandonar la poesía para bien, de una vez por todas. El público aplaudió, pero esta vez a carcajadas; por suerte, ya se había bajado. De entre ellos se irguió Alceo, sonriente y encaramándose al estrado circular del odeón.
—Oh, compatriotas, muestren clemencia hacia el desdichado Tersites. ¡En todo caso culpen a sus padres, que lo han condenado al otorgarle nombre tan infausto!
Tal ironizó y lo humilló el poeta, que hizo reventar en risas a los presentes. Enderezó la trenza de sus blondos cabellos, que le coronaba toda la cabeza, y esto proclamó:
—¡Lesbos y Corinto! ¡Pueblos hermanados por Eolo!… ¿Por qué esperar a las luces?… ¡Bebamos juntos! Que sólo queda un dedo de día…
Alceo empinó el codo firme y de un sólo trago vació una crátera entera de vino en su garganta. Se relamió y arrojó el recipiente con vehemencia, reventando contra el suelo de mármol y esparciendo algunas de sus esquirlas entre los pies de Tersites. Con trazas de vino manchando su clámide, Alceo procedió a declamar con ampulosa expresión:
«¡Enderecemos rumbo entonces!…
Si del retorno a casa se trata…»
[Las liras comenzaron a marcar el pulso.]
«Porque a lo lejos puedo avizorar una ola…
Que gran fatiga nos dará si la nave aborda…»
[Ahora descendió de la tarima y caminaba entre las gradas del público, increpando a los presentes con sus gestos ante cada acento de su monodia…]
«¡Reforcemos cuanto antes las jarcias!
¡Aprontemos al velamen raudos atalajes!
¡Sujetemos las drizas y gobernalles!
Y hacia puerto seguro naveguemos…
¡Y que de ninguno se adueñe el cobarde temor!…
Bien claro está… Mejor prevenir, que remediar…
Recordemos las penas de antaño…
¡Ea! ¡Y sean todos valerosos!
No cubramos a nuestros nobles padres de vergüenza…
Que bajo la tierra yacen, como pasto de presa…
Pues de ellos deviene nuestra sapiencia…
¡Es éste el momento, compatriotas!
¡Despojemos la nave de todo lastre!…
Que no caiga en zozobra herida por la ola…
O sucumbirá ante invisible escollo…»
Enardecido y vigoroso, salvaje y refinado. Así se presentaba Alceo. Y ahora se esparcía un tenso silencio sobre las cabezas. Había acaparado la atención de todos y parecía deslizarse un sentido oculto detrás de las actuaciones de su prosodia, de su lengua de doble filo. La penumbra ya se erguía en el horizonte. Él mismo tomó una antorcha y encendió un gran brasero, alumbrando los rostros y tiñendo las superficies marmóreas con el ámbar vacilante de la candela. Y continuó:
«…Y en la negra noche preñada de añoranzas,
congregados al calor de Hefesto, recordemos…
¡El pregón de la Asamblea, las voces del consejo,
los manjares del banquete, las fiestas de los dioses!…
Imploremos con orgullo a nuestros difuntos padres,
que nos otorguen la sabiduría para distinguir
a la mejor sangre que corre por las venas,
¡y que sean ellos quienes conduzcan la nave!
Pues, una ciudad sin hiel ya vacila,
víctima, tal vez, de algún dios hostil…
¡Que no queden estas palabras legadas al olvido!
Ni caigan en solaz divertimento…
Sofoquemos el leño cuando sólo despide humo,
y yo les aseguro, mis nobles camaradas,
que el Estado será por siempre nuestra casa…»
Así concluía Alceo su mélica. La estética del discurso había permanecido impoluta y ninguna sílaba había sido proferida al azar. Cada verso concertaba en armonía con el acompañamiento lírico y su lengua aplicó una soberbia cadencia, logrando sembrar el pasmo en los presentes. Sonó la última nota de la páktis. Retardado y atravesando el silencio reinante, Periandro se alzó sobre los demás. Resonaron las alhajas colgantes de sus túnicas y con sus brazos extendidos comenzó a aplaudir, a la par que exclamaba:
—¡Ah, espléndido! ¡Locuaz! ¡Sustancioso!… ¡Oh Lesbos, tierra de dulce vino y exquisita lírica, no he de haber surcado todo el ancho ponto en vano! ¡He aquí, por fin, uno de tus eximios referentes!
—Refinado y elocuente, de hecho —tomó la palabra Solón—. En uno de mis viajes mercantes, a la isla de Paros fui a atracar. Allí, ávido de conocer su historia, recuerdo haber oído sobre aquél poeta nativo que ya no cuenta entre los mortales y sobre sus famosos yambos de símil naturaleza…
—¡Arquíloco, el loco de Paros! —añadió Pítaco—. El arte del poeta irreverente, por cierto. Sustanciosos versos concebidos por la mente de un mero mercenario. Desprovisto de arraigo y de honor. Quien apoyado en su lanza bebía y de ella procedía su pan. Quien osó hablar de valor cuando él mismo, exiliado en la oscura Tasos, se jactaba de abandonar sus armas y su escudo en batalla. Me pregunto entonces, ¿quien sería capaz de seguir tal ejemplo? ¿Acaso podríamos permitirnos nosotros, los hombres de Estado, ser seducidos por meras palabras bellamente construidas? Pues, a veces las palabras no poseen peso alguno. En cambio, las acciones se sostienen por sí solas. ¡Cuánto desearía yo, entonces, escuchar los dísticos inmortales del severo Tirteo, espartano adoptivo, o las elegías de Calino, el efesio; versos que enaltecen las gestas de los hombres dirigidos con valor hacia la bella muerte!…
—¡Oh Pítaco, ídolo de la oportunidad! —replicó Alceo—. Sorprende que un hombre de tu linaje sea conocedor de las gestas poéticas. Pero ¿qué atribuciones políticas intentas adjudicarte? Tú deberías estar besando el suelo que ahora pisas, pues es el mismo que acuñó a tus padres tracios cuando de su tierra natal huyeron. Desde que naciste te regocijas en los bienes que producen nuestras familias. Asistes a los banquetes, compartes nuestro vino, devoras los manjares, y hoy diriges una porción de nuestro ejército. Me pregunto yo, entonces: ¿qué nuevas ambiciones necesitas para saciar tu hambre? —Después se dirigió a los demás—. ¡La única locura que puedo advertir es que sigamos educando a hombres de baja estofa como nuestros iguales! ¡Pues corremos el riesgo de seguir haciendo tiranos a hombres necios y pueriles, cuya investidura los excede y que condenan a nuestra sagrada pólis a la luctuosa lucha civil! ¡Con este tino pronto nos hallaremos adulando en pleitecías a los bárbaros! ¡Y cuando abramos nuestros ojos, compatrotas, ya habrán adquirido el derecho de ciudadanía y estarán copulando con nuestras bellísimas mujeres!
—¡Oh Alceo! —Se alzó la voz de Mírsilo sobre el murmullo reinante—. ¡Cuántas insolencias escaparon del cerco de tus dientes! ¡Cuántos mitilenios podrían maldecir tus palabras y sepultarlas para siempre! ¡Cuántos de ellos hoy respiran para dar testimonio del coraje de Pítaco, recto mitilenio por derecho propio! ¡Dudo que alguno de ellos haya sido salvado por el filo de tu espada o por el canto tu escudo! ¡Armas que hace unos pocos años tus mozos brazos aprendieron a empuñar! ¡Una y mil veces yo preferiría que hombres de la valía de Pítaco asistan a mi izquierda! Y cuando las luchas civiles arrecien la ciudad, allí estará el Estado para debatir sus razones. ¡Y quienes sólo osen incurrir en agitaciones políticas y amenacen el orden serán debidamente silenciados!
—Algunos dicen que la guerra es un arte; también lo es la poesía. La fuerza de un batallón está determinada por la disciplina de los infantes, hoplitas y jinetes que integran sus filas. Asimismo, la fuerza de los versos está determinada por las estrofas, las palabras y las sílabas que los componen. Y ambos artes son capaces de forjar destinos, de moldear tradiciones… ¡Pues no hay tradición divina ni ley que viva por fuera de los versos! ¡Así mis versos son mi espada! ¡Y así la política también es poesía! —Sentenció el joven poeta.
Ciquis tomó la palabra, secundando la voz su hermano menor:
—Me atrevo a cuestionar, entonces… ¿quién dictará los límites de la agitación política, Mírsilo? ¿Acaso serás tú? ¿Pítaco tal vez?… —Sonrió, altivo—. ¿Un Consejo viciado de intereses? ¡De ese modo todos seríamos tiranos! ¡Pues yo mismo, mis hermanos y mi difunto padre, Agatón Damoanáctida, provenimos de siete generaciones muertas en batalla! Cuya sagrada memoria es profanada cuando vemos a nuestra patria siendo ultrajada por oportunistas, meros usurpadores del poder!… ¡Nuestra sangre estuvo presente desde la fundación de esta ciudad y nuestros ancestros se remontan a la monarquía de la grandiosa Tirinto, cuyas murallas fueron erigidas por Cíclopes! ¡Pocos son los hombres que pueden gozar de tales honores!
—¡Pues tal honor es el mismo que los condena! —exclamó Pítaco—. ¡Una y mil veces yo prefiero el honor genuino! ¡Ese que queda esculpido en las acciones eternas de la rueda del tiempo! El honor hereditario es sólo un ornato. Un atributo del que te permites blasonar. Quizás estás tan aferrado a tu propio pasado y tan deslumbrado por riquezas, joyas y placeres que éstos te cegaron, Ciquis. ¿Acaso no fueron nuestros templos y muros construidos por la mano de los hombres? ¿Acaso no lo fueron tus fastuosas haciendas? ¿Aquellos mismos hombres que trabajan tus tierras y de los que tú te vales para gobernar? ¡Herreros y orfebres que forjan tus armas! ¡Astilleros que construyen los barcos y timoneles que mueven tus mercancías! ¡Nodrizas que crían a tus hijos! ¡Parteras que los traen al mundo y tutores que los educan!… ¿Acaso las riquezas te han vuelto tan ciego que no eres capaz de ver que hoy esos mismos hombres te aborrecen? ¡Pues jamás he visto yo a alguno de los Damoanáctidas fuera del límite de sus tierras fundiéndose con el tráfago vital de la pólis! ¿Acaso será que ustedes también los detestan?… Todos aquí pueden testificar que yo siempre he honrado la sangre noble, pues mi difunta madre también provenía de la nobleza tracia. ¡Pero no se trata, Ciquis, de la mera sangre que corre por las venas, sino de lo que decidamos hacer con ella! Y yo te aseguro que tu carne en nada difiere de la de esos hombres: sólo hay músculos, nervios, tendones, huesos y palabras… ¡Oh, un nuevo mundo se alza, Alceo! ¡Donde tus versos impactarán en oídos sordos! Donde los hombres no serán juzgados todos por igual según tu condición. Y donde tales honores del que se ufanan se vuelven vanas presunciones que carecen de una sustancia real.
Muchos de los hombres celebraban las sentencias de Pítaco y así debatían todos con sus razones. Cada uno de los platicantes exponía sus ideas recibiendo elogios y replicatos por igual. El bullicio y el desorden ya se cernía sobre todos ellos cuando un mensajero se acercó al legislador Lirceo y lo puso al corriente de la situación de su adorada Irana. Su hija había arribado a la pólis momentos atrás y un comerciante la había socorrido, trasladándola hasta la seguridad de su hogar. Allí sus hermanas, junto a los sirvientes de hacienda, habían convocado al más afamado curandero para acudir con premura a tratar su débil estado y, por gracia de las sabias artes de Asclepio, ya se hallaba fuera de peligro. Asimismo, Irana le había mandado enviar un mensaje a su padre. Lirceo se ubicó hacia el centro de un gran mosaico, entre el thólos de Hestia y el pórtico del pritaneo, proclamando:
—¡Ea, escúchenme, nobles magistrados y varones! ¡Mi ánimo me lleva a informarles sobre un urgente mensaje que me ha sido deliberado! —Todos voltearon hacia él, y el silencio reinaba nuevamente—. ¡Todos aquellos que tomen partido por las sabias sentencias de Pítaco pueden considerarse bienaventurados! ¡Porque mi adorada hija Irana, de la noble y antigua casa Pentílida, decidió manifestar públicamente su deseo de unirse en matrimonio con Pítaco Hyrradión, quien, con su honorable dote, podrá integrar los altos magistrados de nuestra ciudad! ¡De este modo el auténtico linaje de los fundadores de Mitilene, siendo yo mismo, Lirceo Péntilo, su máximo exponente, otorga la bendición de tal unión que garantizará una progenie noble y duradera!
Muchos mitilenios elevaron clamores de celebración al oír tal mensaje que les había caído en gracia. Por otro lado, los conspiradores al mando de la familia de Alceo se mostraban estólidos, y los ánimos de todos los presentes ya se manifestaban con suma agitación. En medio de la tensa discusión, el propio Alceo se encomendó a interrumpir a todos:
—¡Por el favor de los dioses! ¡Ciudadanos y magistrados! ¡Les imploro que tengan memoria! ¡Están a punto de enaltecer a un hombre que tan sólo un momento atrás escupió sobre los sagrados juramentos! ¡Les imploro que no se dejen seducir por sus sermones sobre honor, porque puedo demostrarles que él mismo incurrió en violar su propio código!
En ese momento Alceo trabó cómplices miradas con Antiménidas, quien surgió desde el público y arrojó sobre aquél mosaico el trozo de la red de pesca que el mitilenio había sujetado en marcial lucha ante el general Frinón. Los ojos de Pítaco se clavaron sobre esa maldita red.
—¡Por los dioses! —Se elevó sobre todos la colérica voz de Alcmeón—. ¡La sangre eupátrida de mi padre Megacles aún tiñe el suelo de Atenas, y sólo pueden debatir sobre sus rencillas internas! ¡No estamos aquí para celebrar matrimonios ni para juzgar o ajusticiar ciudadanos traidores de esta maldita ciudad abandonada por los dioses! ¡Habiendo surcado el ancho Egeo para asistir a esta Asamblea no toleraré semejante ultraje! ¡Exijo que Periandro Cipsélida, quien ha sido sabiamente designado en arbitrar este conflicto, instaure el orden adecuado y que se proceda con la Asamblea!
—Oh Alcmeón, noble ateniense… En caso que no lo hayas advertido, la Asamblea ya ha comenzado —habló con cierta sorna Periandro, que se hallaba sumamente entretenido con todo lo que acontecía, mientras portaba el bastón de mando—. Tengo entendido que es éste hombre quien ha precipitado al Hades al general ateniense en Sigeo. Por lo que su situación política es de cabal interés para mi juicio final en esta Asamblea. Considero, entonces, apropiado que todos estos asuntos se resuelvan en este preciso instante. Una mórbida curiosidad embarga mis mientes y deseo proseguir con tales procedimientos. ¿Qué tenemos aquí, entonces, joven y excelso poeta?
—He estado presente aquel fatídico día en Sigeo —repuso Alceo—. No sólo como integrante de la caballería, sino como estratego y vocero designado de mis tropas. Al concluir el luctuoso duelo entre nuestros generales escudriñé el terreno de combate y logré rescatar este artilugio. ¡Exhorto a Pítaco Hyrradión a que exhiba sus manos ante los nobles presentes en esta Asamblea! ¡Y comprobarán que sus heridas concuerdan en escala con esta red! ¡Cuya sangre disecada aún podrán hallarla entre sus nudos! ¡La misma red que condena el honor de Pítaco! ¡Cuya artera naturaleza la ha utilizado para atrapar y rematar a su rival, habiéndola escondido antes detrás de su escudo!
—En primer lugar —prosiguió Pítaco—, manifiesto mis condolencias a Alcmeón, pues todos quienes me conozcan saben que nunca falto a mis promesas. —Dedicó una cordial reverencia al eupátrida ateniense—. En cuanto a tus espurias acusaciones, declaro… ¡que son meras calumnias!… ¡Profesadas por pura demagogia! —Tal exclamó mientras exhibía las palmas lastimadas de sus manos a la ronda de magistrados—. Cierto es que esa misma red se interpuso en el terreno del combate. Tal vez algún dios la depositó allí. ¡Pero declaro ante los Inmortales que jamás la he escondido detrás de mi escudo! De todos modos, ¿cuáles son los cargos que intentas arrojarme, Alceo? ¿En qué momento te has convertido en un mero demagogo? ¡Actúas como un pendenciero! ¿Qué clase de ambición se apoderó de tu alma? ¿De qué me acusas? ¿De salvar mi vida ante las puertas de la parca funesta? ¡No conozco hombre que a expensas del hálito vital no sea capaz de hacer lo mismo! Puedo asegurar que ningún mitilenio aquí presente siquiera dudaría que tú hayas obrado de igual manera, ni que te hayas expuesto con valor, en soledad, de cara a la muerte y ante los ojos de miles. Aquél adversario, de quien tomé su vida en Sigeo, me ha enseñado más sobre el honor que nuestros largos años de amistad y que tus palabras vacías. Expresé públicamente mis condolencias hacia él y su familia. ¡El recuerdo del campeón Frinón seguirá eternizado en mi memoria! ¡Y me aseguraré de que sea honrado hasta el día en que las funestas Keres reclamen mi aliento, cuando mi alma tenga que cruzar el turbulento río Estigia! Quizá esa es la clase de honor del que tu estirpe carece. Honor entre adversarios. Honor entre aliados. ¡Honor entre iguales!… ¡Y no olvides que pronto así lo seremos, mal de tu agrado! ¿O será que sólo consideras iguales a aquellos aduladores que integran tu íntimo círculo de placeres? ¿Safo, nuestra ilustre amiga poetisa? ¿Antiménidas? ¿Ciquis? ¿Errafiotas? ¿Dinómenes? ¿Menón?… ¡Ah, y no quisiera yo olvidarme del joven Láriko, hijo de Escamandrónimo! Te pregunto: ¿dónde está ese hermoso mancebo que suele brindarte tantos deleites, que hoy no lo veo a tu lado?
—¡El hermoso Láriko ha sido destinado a Náucratis, en Egipto! A auxiliar a su hermano Caraxos con los negocios de su familia. ¡Pues ellos también contribuyen a la prosperidad de Mitilene! —contestó Alceo, enardecido, expectante sobre lo que podía llegar a decir Pítaco.
—Ah, es un momento oportuno, ¿no lo creen? ¿Qué puedes decir sobre cargos de conspiración? ¿Acaso no era, ese hermoso joven, erómeno del difunto Melankros? ¡Elevo al noble Concejo la imperiosa necesidad de investigar el deceso de Melankros! ¡Pues tengo fundadas sospechas sobre su muerte a traición por envenenamiento, en cuya ruin conjura están implicados todos los nombres que antes he mencionado!
Ante la escandalosa gravedad de la acusación un molesto murmullo se esparcía entre todos los presentes, que no tardó en tornarse tumulto. Un distinguido cúmulo de palabras resonaban con más fuerza sobre otras. «¡Traición!» «¡Injurias!» «¡Mentiras! «¡Deshonor!» «¡Vergüenza!» «¡Desmemoriados!»… Palabras sueltas y caóticas, que desprovistas de contexto carecían de juicio fundado.
Pítaco contemplaba la confusión reinante y decidió extender su diatriba:
—¡Y no sólo eso, nobles mitilenios! ¡Puedo dar crédito de lo que mis propios ojos atestiguaron! ¡Estos mismos conspiradores reuniéndose en secreto cerca del santuario de Pyrra! ¡Consolidando alianzas de dudosa naturaleza con un extraño forastero que reside en el corazón de los prados de Lesbos, quien dice ser […]
En ese momento Pítaco ya no pudo continuar su discurso. Los integrantes del público habían comenzado a empujarse entre ellos, como crías de loba buscando las tetas de su madre, cuando el calvo Ciquis robó una jabalina del templo de armas y surgió del tumulto con un grito desaforado, atinando con el asta de fresno al cuerpo de Pítaco con intención de silenciarle. En una súbita reacción éste pudo torsionar un tanto su cuerpo, pero no evitó que la filosa moharra se ensarte por el canto interno de su muslo izquierdo. Le rasgó el hueso y lo perforó hasta el otro costado, a la vez que algunos pedazos de su carne saltaron despedidos por los aires. ¿Qué había impulsado a Ciquis a incurrir en tan imprudente accionar? La confusión era absoluta.
—¡Ciquis! —Un desconsolado grito rodó por la garganta de Alceo.
Con recia voz de mando Mírsilo convocó a su disciplinada guardia de lanceros, y todos ya apuntaban sus picas hacia los conjurados. Uno de los guardias había apresado a Ciquis y los demás se dirigían a apresar a Alceo, Antiménidas, Errafiotas, Dinómenes y Menón. Muchos de los restantes magistrados ahí presentes, incluidos atenienses y corintios, huyeron hasta refugiarse en cualquier recoveco que pudiera ofrecer la acrópolis de Mitilene. Toda estatua, estela o peana de sacrificio les sirvió de cobijo ante la riña feroz que se libraba en su torno. La Asamblea que los concitaba a todos esa noche había perdido su inherente naturaleza. Los conspiradores se echaron atrás. Buscaron armas con las que oponer resistencia al arresto, y esquivos como gacelas intentaban repeler las punzantes moharras de los lanceros. Antiménidas retiró de un templete una alabarda ritual, y con ésta, aullando como una bestia, se sacó a tres hombres de encima. Más hombres lo rodearon y al tiempo ya caía apresado con su rostro contra el mármol. Alceo intentaba defenderse entablando combate singular contra un guardia, cuando fue reducido desde atrás por otro de ellos, y el poeta prorrumpió en llantos, maldiciéndolos a todos y acusándolos de cobardes. Pítaco se hallaba tendido en el suelo, rodeado por charcas de su propia sangre, acongojado del dolor que manaba de su herida y protegido por el cuerpo de Tersites. Éste se separó de él por un instante cuando fue a enfrentar al fiero Dinómenes. Ambos lograron asestarse un tajo de espada por cada uno, cuando el aristócrata fue contenido y apresado. Así fueron cayendo arrestados cada uno de los rebeldes. Los dioses decidieron que no habría saldos mortales esa noche y que la justicia de los hombres debería dictar sentencia acorde a las leyes. Una vez que todos los sediciosos habían sido apresados y los ánimos apaciguados, habló el arconte:
—¡Esta acusación no precisa más evidencias! —exclamó Mírsilo, furioso—. ¡Todos los acusados serán sometidos a juicio por agitación política en desmedro del orden público y sagrado! ¡Enfrentarán condenas de muerte, prisión o exilio! ¡Todos los integrantes de sus clanes compartirán el mismo destino! ¡Las tierras de las familias de Damoanacte y de Escamandrónimo serán confiscadas y pasarán a ser administradas por el Estado!
Pítaco logró erguirse del suelo con ayuda de Tersites y otros dos lanceros mitilenios. Un médico atavió a modo de torniquete un andrajo humedecido para que obture su sangrado. Le sugirieron ser trasladado a la Casa de Huéspede, para recibir adecuadas atenciones, pero aquél solicitó que lo lleven hacia donde los agitadores. Después cojeó unos pocos pasos hasta posicionarse en frente de Alceo.
—No sé que propósitos han guiado la imprudencia de sus actos esta noche… Pero deberías creerme si te digo que nada de esto es lo que mi ánimo hubiese deseado —masculló Pítaco con esfuerzo.
Por respuesta a sus palabras el joven poeta disparó un ferviente escupitajo directo al rostro de Pítaco, y acto seguido procedió a maldecir su destino:
«¡Oh, Mitilene, ciudad cansina y condenada!
¿Qué dios ha maldecido tus prados y moradas?
¡Así echas de tu seno, como perros desahuciados,
a tus más ilustres y vitalicios ciudadanos!
¡Por nosotros respiras! ¡Por nosotros respiras!…»
Alceo siguió versando esas líneas, mientras iba siendo arrastrado junto al resto de los sublevados hacia las lóbregas mazmorras de Mitilene.
Siguiendo las órdenes de Mírsilo, otra facción de la guardia tomaba rumbo a la mansión de Escamandrónimo, que distaba unos pocos senderos de la acrópolis, descendiendo desde el recinto sagrado. Hallábase aquél barrigudo con tres concubinas en su ostentoso lecho, cuando oyó las zancadas de los guardias y el resonar de las armas penetrando el atrio de su residencia.
—¡Escamandrónimo ha sido declarado enemigo del Estado! ¡Deberá responder por cargos de conspiración! ¡Por órdenes de Mírsilo, deberá entregarse en voluntad propia o se tomarán medidas drásticas! —Proclamaba el vocero de la guardia mientras dos de los armados sostenían rehén de sus pies y brazos a su esposa Clías, quien gritaba confundida y desconcertada, como blanca cabra pronta al sacrificio.
Así fue sorprendido el corpulento oligarca, quien se vio de pronto desprovisto de opciones y atrapado al calor de sus propios placeres, los cuales pagaría al máximo coste. Salió entonces de su lujosa sala y, antes de entregarse a voluntad, sólo tuvo tiempo de encomendar a uno de sus esclavos la tarea de informar a su hija poetisa sobre la situación apremiante, indicándole su posible localización. Ordenóle salir por detrás de la ampulosa residencia, escabullido a los ojos de los guardias. Aquél sirviente no tardó en encontrar un caballo vigoroso que pueda conducirlo hacia aquella gruta a expensas de su raudo galope, por lo que encendió una antorcha aceitada y así abandonó la protección de la pólis.
Bajo el manto de la noche y los peligros de su seno el mensajero atravesó el prado boscoso siguiendo el curso de aquél arroyo y no tardó en avizorar las luces de una procesión. Allí se hallaba Safo junto a su séquito y sus flamantes iniciadas de retorno a la pólis. Ciertamente sus ánimos habían mermado en intensidad, pero igualmente iban entonando elegías de purificación y portaban antorchas con las que pudiesen ahuyentar el acecho de las fieras. La poetisa sorprendióse al ver llegar al lacayo de su padre, quien la alejó del grupo y, en privado, se dispuso a notificarle la limitada información que aquél poseía.
Mientras escuchaba sus palabras, Safo intentaba evitar quebrarse en amargo llanto frente a sus pupilas, y un temor que jamás había experimentado iba apoderándose de su jovial corazón. La poetisa había jugado con un fuego que no había sido capaz de controlar, pese a su altísimo poder, el cual le presagiaba un oscuro destino. Con plena sagacidad intuyó entonces que no sería prudente volver a su escuela, pues era probable que se halle sitiada por los hombres de Mírsilo y, en un último intento por evitar su hado, decidió desviar su camino. Suspicaz en su trato, encomendó a sus más altas sacerdotisas, Gorgo y Andrómeda, la protección de las doncellas y montó aquél caballo en dirección a las murallas de la pólis. Así marchábase la maestra ante las miradas enajenadas de sus iniciadas.
II
No muy lejos de allí, hacia el interior de la Gruta Sagrada, aquél enorme brasero seguía ardiendo, degradándose con voracidad. Sus llamas desprendían chispas crepitantes, esparcidas erráticas por el antro en mitad de un espectral silencio. Voluminosos bultos de ropajes, telas y pétalos, cuyos colores y aromas contaban por cientos, se desparramaban por el lóbrego paisaje, rodeando los cuerpos de los amantes que allí yacían en dulce letargo. Hárpalo fue el primero en abrir los ojos. Su escucha, su olfato, su tacto… la mayoría de sus sentidos se habían agudizado sobremanera, aunque su visión retrasaba imágenes y las difuminaba en intervalos fragmentados. La ráfaga de un cálido aliento penetró por sus narinas y miró a un costado. Muy grande fue su sorpresa ante la divina imagen que colmaba el ampo de su vista… Como si de la blancura de una diosa se tratase, ahí estaba tendida Melisa, su reina, ¡desnuda en toda su beldad!
Encumbrada en profundo estado de sueño, uno de sus brazos se extendía por sobre el lecho hasta los bultos textiles. Las hebras cobrizas de sus cabellos perfumados cubrían parte de su rostro, dejando entrever el bermellón de sus labios carnosos. Hárpalo satisfizo su vista con los sutiles trazos curvos de su cintura. Hurgó por su ombligo y abdomen hasta llegar al perfil de un tieso pezón apuntando hacia el techo de roca, mientras el otro lo tenía enfrente, como mirándole firme a sus ojos; lívida y mullida era la piel que rodeaba la aureola rosácea. El centro de su pecho se henchía con placidez al respirar, y hasta podía percibir los vitales latidos de su corazón palpitando a la par con el suyo propio. ¡Cuánto hubiese deseado Hárpalo morir ahí mismo y eternizar esa gloriosa visión! ¡Cuánto iba a añorar por siempre esa fragancia que lo envolvía! ¡Ya quisiera hurgar la eternidad entre los minúsculos lunares que decoraban toda su piel!
Sin embargo, un pavor dulceamargo comenzaba lentamente a crispar la totalidad de su ser. Como la columna abatida de un templo en ruinas, una de las tersas piernas de Melisa cruzaba por sobre su cintura, y podía sentir un frío sudor que humedecía sus muslos, nalgas y testículos. Hárpalo intentó volver sobre sus mientes. Giró el cuello hacia su otro costado y una espantosa visión lo apabulló por completo. En uno de los oscuros corredores de la caverna pudo vislumbrar a duras penas la figura de una extraña criatura. Sobre su pecho llavaba un abundante vellón. Mayor fue su sorpresa al contemplar dos ensortijados cuernos descendentes que nacían a los lados de su horrenda cabeza. Sus luengas orejas, similares a la de carneros, se doblaban apuntando en dirección al suelo. En un atisbo de sombras fugaces vislumbró sus rodillas arqueadas en un ángulo inusual, pues por debajo parecía llevar pezuñas en donde los hombres suelen llevar tobillos, talones y pies… ¡Tan semejante era esa grotesca criatura a los sátiros dionisíacos de los que había oído tantas historias! Aquel ser no tardó en perderse dentro de la gruta y su figura se desvaneció entre el humo y las sombras. Hárpalo emitió desde su garganta un gemido involuntario que obedecía a una emoción oscura y confusa, y tal exaltación le permitió convalecer sobre sí mismo. Aterrado, observó algo más alejado de su posición. El fuego iluminaba las siluetas de sus coterráneos, guardias y sirvientas, que se hallaban igualmente enajenados. Imperioso era huír cuanto antes de allí.
—¡«Dáimon»! —Aquella palabra escapó de su boca, pues era la única capaz de pronunciar en ese momento, y la repitió algunas veces más.
Así se dispersó Hárpalo y procedió a arroparse, vestir su desperdigada panoplia con apuro y esfuerzo, pues algunos músculos seguían algo adormilados. Con sus manos sacudió la plácida quietud de Melisa. La reina abrió sus ojos grisáceos, pero su mirada parecía extraviada. Sus pupilas se dilataron al extremo, y a pesar de los sacudones no esgrimía respuestas motrices. Sólo movió su cabeza hacia él, pero la esencia vital no parecía habitarla detrás de aquellos ojos estériles, cristalizados… Hárpalo arropó a Melisa con sus vestidos y procedió a espabilar a sus hombres, urgiéndoles a hacer lo mismo con las sirvientas. Así obraron, pero las tres mujeres parecían hallarse bajo el influjo de algún artero hechizo, por lo que procedieron a vestirlas y así las llevaron a cuestas, dejando atrás los secretos que moraban contenidos en las fauces de aquella gruta oscura y abominable.
Ya en las afueras miraron a sus anchas y no había rastro alguno de las demás: sólo la noche temprana. Tanto hombres y mujeres, que no salían de la conmoción, no podían articular palabra alguna entre ellos, por lo que se limitaban a comunicarse con gestos y miradas. Parecían haber sido abandonados a su suerte, aunque, por lo menos, las poetisas tuvieron la delicadeza de no haber hurtado sus monturas. Pese a la confusión imperante, inmensa fue la complacencia de los hombres al ver a sus nobles caballos pastando cerca de las orillas. Cada uno de ellos tomó una de las mujeres, las montaron sobre sus corceles, y ya se enfilaban camino a la pólis. Durante el nocturno trayecto los hombres iban gradualmente volviendo sobre sus cabales, mientras la mente los atormentaba con escenas difusas y misteriosas de aquél extraño y ceremonioso festín.
Sólo el pálido fulgor de Selene, ocultando un cuarto de su faz, iluminaba sus pasos erráticos, cuando pudieron vislumbrar sus centellas reflejadas sobre aquél arroyo; lograron oír los cantos de la corriente. Hacia allí se dirigieron decididos a detenerse, ávidos de purificar sus cuerpos con los vorticiosos caudales. Llevaron consigo a las corintias hechizadas, y con el dulce cauce, como aguas lustrales, consiguieron sustraerlas de aquél pérfido maleficio. La esencia vital volvía en ciernes sobre las féminas, que comenzaron a esgrimir gestos degradantes, mientras los hombres intentaban contenerlas de sus ánimos agitados. El hechizo parecía haberse extinguido. Convinieron, prometiendo ante los dioses, con las Náyades como testigos, jamás proferir palabra alguna sobre lo acontecido esa noche, pues cada uno de ellos, en los pórticos inexplorados de sus almas, guardaban recuerdos disímiles, inextricables, aborrecibles…
III
En la acrópolis, mientras tanto, los hombres ahí congregados ya habían purgado los males entre ellos. Tras el suceso de los arrestos, los hierofantes oficiaron una ceremonia de purificación en el pritaneo, invocando el favor de los dioses al calor sagrado de Hestia. Gordos bueyes ofrendaron en sacrificio; procuraron saciar a los dioses en favor de aplacar la cólera divina. Los sacerdotes oficiaron la invocación a Diké, que porta la balanza de la justicia, y así Periandro, respaldado por ambas guardias, volvió a empuñar el bastón de mando. Se convino entonces reanudar la Asamblea, que habíase tornado extraordinaria.
El primero en exponer su caso fue el arconte Esteságoras, eupátrida del clan Filaida, de las familias más ricas de Atenas y propietarios de cuadrigas, aludiendo a las ventajas estratégicas de Atenas para tomar control y dominio del cabo Sigeo. Por respuesta, Mírsilo ensalzó el derecho de los mitilenios a poseer un terruño que clamaban pertenecerles por vía sanguínea. Mientras escuchaba a los expositores, sentado en un trono de mullidos cojines, el tirano bebía de un ritón de marfil y alimentaba a sus bestias, arrojándoles trozos de la grasa resultante de los sacrificios. Silenciadas las voces, Periandro elevó el cetro. Resonaron sus alhajas colgantes y todos ya prestaban atención a la palabra que saldría de su boca:
—¡Oh, mitilenios y atenienses, qué males se esparcen hoy entre sus gentes! ¡Cuánto desearía yo que gocen de buen pasar! ¡Pero pueden considerarse afortunados que, por ventura de los dioses, hoy me cuenten entre ustedes! ¡Penoso y arduo es el camino que conduce al buen gobierno! En tal sentido, yo puedo asegurarles que las gestas de mi padre Cípselo no han sido en vano. Porque, a veces, la eunomía ha de ser conquistada por vía de sangre y lamento… sacrificios necesarios que cimentan la grandeza. ¡Cuántos eran los males que los dorios habían traído consigo a nuestras tierras, arrasando con toda riqueza de antaño! Aquellos, secuestrando a su propio pueblo detentaron una monarquía pérfida, estéril, ¡viciada de raíz!… Pero los dioses, siempre capaces de reconocer la valía de los hombres, al preclaro Cípselo dieron la ingente sabiduría para tomar los atajos al poder. Así expulsó mi padre a la casta Baquíada que, como una plaga, infestaba cada uno de los altos cargos de Corinto, tan rica en historias… ¡Así mi padre surgió al hombro del pueblo y, así, hoy se alza Corinto por sobre las demás naciones!… Merced a los conflictos internos que hoy azotan a los estados de Atenas y de Mitilene, considero que ambas póleis deberán purgar sus males endémicos. ¡Por tanto declaro «incompetente» cualquier soberanía que ejerza uno de sus pueblos sobre el otro!… Sin embargo, dos de sus más intachables caudillos nos han brindado una lección digna de memoria, sobre el respeto y el valor que conlleva la bella defensa de la Patria. Sólo uno de ellos cuenta hoy entre los mortales y se ha ganado el visto deferido de mi hijo Licofrón. Es por esto que sentencio… ¡Atenas conservará una buena porción del territorio de Sigeo, aquél fundado por el esforzado Frinón; y Mitilene limitará sus dominios únicamente al santuario de Aquilión, que allí han erigido sus ancestros legítimos! Los residentes de Sigeo deberán someterse a las políticas que dicten las leyes de sus metrópolis. ¡No se verterá más sangre absurda sobre la planicie de Sigeo! ¡Y cualquier alzamiento a futuro incurrirá en escarnio a la ley divina, por lo que la fuerza de las naciones de la Liga Jónica, con mi plena aprobación, caerá con el peso de sus armas sobre todos aquellos que osen quebrantarla! ¡Si este juicio halla unánime acuerdo entre los honorables pritanos y magistrados hoy presentes, se dictará el nuevo tratado y se celebrará el consenso entre ambas partes!
Así sentenciaba Periandro su veredicto, con ambas manos encimadas en el cetro de mando, y la mayoría de los magistrados allí presentes suscribieron a su laudo en modesta conformidad.
El tirano había pronunciado sus palabras con astucia, pues lo que parecía ser un pequeño triunfo para cada parte, significaban dos nuevos aliados en su campaña de expansión y, lo que era más provechoso, las barcas mercantes corintias ganaban libre acceso al Ponto Euxino y a los territorios de ultramar. A su paso, además, había enaltecido y acendrado la figura de su difunto padre, reafirmando una vez más su derecho a gobernar sobre los hombres, justificando cualquier atrocidad en nombre de lo que él dictaminase como virtud. De esta forma el soberano corintio, sin ensuciarse demasiado, entronchaba dos gacelas con una única saeta.
Al tiempo que Periandro había proclamado sus alegatos y los escribas y legisladores iban sellando el nuevo tratado, arribaban a la acrópolis Hárpalo y sus dos hombres, en compañía de Melisa y sus dos criadas. Fueron recibidos en cortesías por los ciudadanos mitilenios, quienes ya le tenían preparados exquisitos manjares, suntuosos salones y amplios lechos en la Casa de Huéspedes, para que conciliasen el apacible sueño nocturno.
Los ojos grises de la bella consorte sólo buscaban encontrar entre todos los hombres la figura de su hijo Licofrón. A viva voz llamaba su nombre ávida de apretarlo de nuevo entre sus brazos. Así se presentó a su lado su notable hijo, con quien intercambió maternos mimos y caricias, y Melisa parecía no querer librarse de aquel amoroso abrazo.
—¡Oh, Hárpalo, desdichado eres! ¡Has de haberte perdido toda la diversión! —Exclamaba Periandro, altivo y con una amplia sonrisa en su rostro.
Hárpalo se llamó a silencio. Acto seguido, se informó sobre la situación por el resto de los hombres, quienes le narraron los sucesos acaecidos. Una facción de la guardia mitilenia se dispersaba por la pólis a la captura de la prófuga Safo, quien aún debía responder a las acusaciones. A estas alturas, suponía que la poetisa aún se hallaba en la ciudad. Sin perder tiempo y sin pedir avales a su amo, Hápalo reunió algunos hombres y en secreto montó una improvisada operación de inteligencia, pues bien capacitado estaba para tales labores y menesteres. Mandóles a sus hombres bloquear todo acceso por tierra a las murallas de Mitilene y extraer cualquier información que puedan proporcionar sus habitantes. Una hueste más numerosa la destinó hacia el puerto Norte y él mismo se encaminó en total soledad hacia el puerto principal.
Al tiempo se hallaba el robusto Hárpalo presentándose en zona portuaria ante una docena de peltastas mitilenios. Infantería liviana. Manos de artesanos, rodillas de alfareros, posturas de campesinos, un rostro de facciones frigias… Podía advertir tras ellos a humildes trabajadores de poca monta, a quienes se le habían otorgado vetustas lanzas y remanidos broqueles. Entonces, así los increpó:
—¡Insensatos! Despejen este área de inmediato si es que no desean enfrentarse al rigor de la ley de Periandro, el pastor de pueblos! ¡Porque él, en persona, me ha encomendado la tarea de informarles que nuestros hombres y los suyos están necesitando refuerzos en el puerto Norte!
—¿Acaso eres un loco? —le contestó uno de los armados con cierto tono burlesco—. ¿Cómo osas hablar de tal forma en soledad y en patria ajena, ante una formación numerosa como esta? ¡Ninguno acatará tus mandatos a menos que bien acredites su procedencia!
Hárpalo extrajo del interior de su coraza un cilindro de oro labrado que exhibía el estandarte de Corinto —tanto gratificó no haberlo extraviado en los agitados sucesos del día— y así blasonó ante los hombres. Desenvainó su xifós, muy bien lo empuñó, y con artera pausa procedió a blandir el arma por los cuellos sudorosos de la fila de mitilenios. Cascó el tono de su voz, se tornó amenazante, como brasas se le encendieron los ojos, y esto les dijo:
—Insensatos y necios… ¡A ver si aprendieron a leer, eolios holgazanes! Si quieren probar la cordura de mi juicio, aquí me tienen. ¡Soy Hárpalo, hegemón polemarco de hoplitas corintios! Pero, a la hora del homicidio, por El Oso Carnicero me conocen mis enemigos. Pregunten a cualquiera de mis compatriotas que cruce su escueta vista y podrán cerciorarse… Si tan sólo uno de ustedes, con necio valor, anhela alzar trastos viejos contra recio acero corintio, brazos trémulos y displicentes contra el vigor de brazos asesinos e impacientes, habrá condenado al resto. Porque hagan lo que puedan conmigo, esto yo les aseguro: mañana no asomará la Aurora para ninguno, ni para sus hijos y esposas. —Ante el desconcierto de los mitilenios desprevenidos, les ordenó—: ¡Huyan!
Así obraron los aterrados infantes y hacia el Puerto Norte partieron en prisa. Hárpalo iba ejecutando su plan, el cual no tenía tiempo de poner en palabras.
Mientras tanto, cual espectro en la noche hurgaba Safo por las sombrías calles de Mitilene. Se movía con pasos sigilosos eludiendo las varias caballerías, ya mitilenias o corintias, que buscábanla con arrojo para apresarla. Así erraba la poetisa, que se había despojado de sus lujosas y purpúreas túnicas y ahora iba envuelta de telas harapientas, cubriendo su cabeza con un modesto velo de fieltro. Desgreñó sus cabellos y con el hollín manchó sus ojos, sienes, frente y mejillas, volviéndose irreconocible al ojo de la noche. Habiendo visto las salidas terrestres bloqueadas decidió que la mar sería su única opción. Pocos eran los marineros que se aventuraban a surcar las olas del piélago durante la noche, pero los viajes hacia Antandro, frente a Lesbos, eran cortos, frecuentes y los únicos posibles dadas las condiciones. Una vez allí, pensaba, no sería ardua tarea conseguirse asilo político en alguna de las cortes lidias, eolias o frigias, pues con tanta veneración se pronunciaba su nombre en aquellas tierras, que tanto había visitado en goce de sus ricas ceremonias, bodas y festines. Al avistar la zona portuaria despejada de toda guardia, pasaba entonces Safo por las corroídas maderas de los muelles, entre los incontables mástiles y jarcias que exhibían las embarcaciones ahí encalladas. Entre penumbras pudo atisbar una pequeña nave a punto de zarpar. Aquél marinero ya había encendido y depositado el candil de aceite colgado al mástil y había prendido una toca sobre su cabeza, a efecto de protegerse del embate de las inclementes ráfagas que Poseidón soplaba en mitad del golfo. Ya se hallaba aquél soltando amarras, pronto a abordar los bancos de la cóncava nave, cuando Safo se apresuró a retrasarle en su osadía:
—¡Oh, humilde y venturoso marinero! ¡Bienhadado seas a la vista de los dioses inmortales! Asuntos urgentes han de convocarme en Antandro… ¡Permite a esta desdichada prostituta abordar tu nave y te garantizo que tus favores serán buenamente retribuidos!
Así habló la poetisa merced a su apremiante situación. Aquél marinero no tardó en extenderle una de sus manos para que se apresure a abordar la embarcación. La tomó a la altura de uno de sus brazos para después arrojarla vehemente sobre los muelles. Acto seguido brincó sobre ella, y al punto ya se despojaba Hárpalo de su disfraz, revelando su identidad al retirar la toca que prendía su cabeza. Tal ardid, digno del mañoso Odiseo, había resultado harto eficiente. Con inusitada rudeza, procedió entonces a amarrar el quiebre de sus muñecas tras su espalda con las sogas que portaba en sus manos. Amordazaba sus dientes con los pedazos de tela que iba desgarrando a cortes de daga de sus propios andrajos, desestimando los llantos suplicantes de Safo, mientras profería:
—¡Bien lo has dicho! ¡Una ramera de baja estofa! Es lo que ahora serás para el deleite de los hombres…
Así consumó Hárpalo su íntima venganza, pese al deterioro de su condición física y mental, y al tiempo se presentó ante los hombres que guardaban el puerto Norte. Les entregó a la poetisa que llevaba apresada y sujeta a su dominio, para ser juzgada según sus leyes. Aquella misma noche sería trasladada al infausto cautiverio de los calabozos, separada de los demás conjurados. De este modo, varios actores habían frustrado la empresa de la hetería de Alceo, pero sus propósitos y secretos seguían silenciados, latentes tras un velo de misterio e intrigas.
En el pritaneo, magistrados y legisladores ya habían celebrado nuevos tratados comerciales y aprovechaban la ocasión para reformar antiguas leyes mercantiles ya perimidas. En adición, Mitilene convino en aportar una fracción del tesoro destinada a financiar nuevas obras que formasen ciudadanos en la colonia egipcia de Náucratis, rica en tierras y rebaños. Allí, helenos de diversas póleis ya convivían en armonía en el delta del divino Nilo, nutricio de pueblos milenarios, que desciende desde más allá de Nubia y Etiopía, derramando sus cantos remotos hasta el país de las dos tierras.
IV
En la Casa de Huéspedes, el laureado Pítaco ya reposaba sobre un amplio lecho en una sala modesta que habíanle proveído los ciudadanos de altos cargos. Una de las anchas ventanas tenía vista a una porción del Egeo, que mediaba hasta las montañas del Asia Menor, y ya había contemplado dos auroras completas. Mientras tanto, se retorcía del dolor que supuraba de su espantosa herida, y su mente había caído secuestrada por fuertes ensoñaciones delirantes. Aunque escasos eran los instantes en que la chispa de la conciencia lo alumbraba, con fervor se aferraba a la gema de jade que portaba entre sus palmas dolidas, que habíala acordonado a su muñeca a modo de amuleto protector. Durante esos días, varios médicos y curanderos ya estaban tratando su estado, merced a los sabios secretos de Asclepio Sanador, evitando con éxito que por el miembro se esparza la funesta gangrena. Habíanle aplicado sales cáusticas y una daga de metal ardiente, cuya brasa rojiza, cual tizón, sellase el amplio tajo. Así, en el tormentoso dolor que cocía su carne y entre los hediondos humores que rezumaban de ésta, se sumió Pítaco en un desmayo hondo y prolongado… En ocasiones podía abrir sus ojos, vislumbrando ciertas compañías a su lado: a veces Tersites; a veces Irana; a veces Solón.
Cuando el trono rosado de la Aurora anunció por tercera vez su llegada, Pítaco ya se encontraba espabilado y en condición estable. Sonaba ya el trino de los ruiseñores y las alondras cuando aquella luminosa mañana se adentró por el salón la bella figura de Irana, que llevaba en sus encantos efluvios frescos y renovados. Traía consigo numerosas atenciones hacia Pítaco, que consistían en tónicos, preparaciones herbáceas, bálsamos, ungüentos y hogazas de pan. Entró luego un sirviente que traía consigo a sus leales canes, Kýnos y Diógos, a petición de aquella, pues sabía qué grata compañía le brindarían a su inminente esposo. Una honda tinaja de piedra pulida, a pocos pasos del lecho, habíanle también preparado. Rebalsaba ésta de aguas dulces y cálidas, merced a los rayos del sol que atravesaban las verjas de aquella ventana, en las que podía bañar sus miembros y sofocar así los agobios del cuerpo.
Ahí se introdujo Pítaco con esfuerzo, despojándose de las sangrientas ropas que lo cubrían. Al tiempo, de igual manera lo hizo Irana, que dejó sus vestidos arrugados sobre las lajas y sumergió su cuerpo junto al suyo. En sus manos asió una suave esponja y procedió a frotarla por los bellos músculos del novio.
—¡Tan gloriosas serán tus mañanas desde éste día!… ¡Cuántos serán los placeres y virtudes que podrás gozar al tanto que lo dispongas! —exultó.
—Algunos hombres, Irana, tienden a confundir placer por virtud. No deberías considerarme como uno más —sentenció Pítaco con parca tonada, desenlazando la gema de su muñeca y decorando con ésta el centro del pecho de su prometida—. Volveré a portarla una vez unidos en nupcias.
Durante las siguientes horas amenas, la joven le narró lo acontecido desde entonces. Comenzó versándole sobre la epifanía que se le había revelado en los bosques y su posterior deserción de la escuela de Safo y su magisterio. Luego prosiguió con el destino de los rebeldes. La tarde anterior, el calvo Ciquis se había declarado culpable de todos los cargos y había asumido el compromiso de expiar, en condición de phármakos, a los demás hombres involucrados en la conjura. De esta forma, Alceo, Antiménidas, Errafiotas, Dinómenes y Menón fueron condenados con la pena del exilio, forzado a un plazo de dos lustros. No había corrido la misma suerte el corpulento Escamandrónimo, quien fue ajusticiado junto a Ciquis, pues, según lo dictaba la ley, ambos respondían como cabecillas de sus clanes. Sus espeluznantes cadáveres ya servían de festín a los cuervos, colgados por el cuello desde las torres de vigilancia y los cadalsos que se hallaban pasando la puerta Norte de la ciudad; siendo identificados como públicos enemigos del Estado y sirviendo como pávida advertencia hacia todos aquellos que caminen tan asiduos senderos.
Por más luto que causase a Pítaco escuchar tales palabras, nada hubiese podido detener las ejecuciones. Pues no se precisaban más evidencias luego de lo acontecido, con el agravante de encontrarse a ojos de los dioses, en la ciudad sagrada, y ante la presencia de altos magistrados extranjeros. Por otro lado, distinta era la situación de Safo, quien aún se hallaba prisionera, y la de su hermano fugitivo, Láriko, a quienes no se los contaba en el lugar de los hechos y sus penas aún debían dictarse, recurriendo a lo que podría aportar el propio Pítaco, en condición de parte querellante.
Con respecto a las comitivas corintias y atenienses, ya habían zarpado de Lesbos la misma tarde que prosiguió a la Asamblea, a excepción de uno de los atenienses, que en propia voluntad había decidido disfrutar algunos días más de los placeres que ofrecía la exuberante Mitilene. El legislador también había velado por su pronta recuperación. Así reunióse Pítaco con Solón ese mismo ocaso en una de las terrazas, distando algunos pasos de la Casa de Huéspedes, con vistas al Egeo esplendente.
Pítaco se hallaba arropado hasta el cuello, protegido del viento con una gruesa y pesada capa de tinte bermejo, sentado sobre un banco de mármol y tendiendo su pierna herida sobre un escabel. Al pie se tendían con lealtad sus nobles canes.
—Asumo que nos convocan asuntos pendientes… —resopló el mitilenio.
—Es bueno verte recuperado, magistrado. Aunque a primera vista te hubiese referido como un simple bribón oportunista —contestó Solón, dejando deslizar por sus labios carnosos un aire de alivio.
—Oh Solón, no estimo que haya pronta recuperación para esto —dijo Pítaco, aludiendo a la severidad de su herida—. ¡Inaceptable sería no aprender a vivir con ello! Pues dos veces desventurado será quien no sepa sobrellevar su propia desgracia.
—Entonces, así en Mitilene ha de morir un hombre de guerra… Y nace un hombre de Estado. Tal vez, algunas cosas de cierto ha dicho Periandro… El tiempo purgará los males que nos aquejan. Supongo que ya te dirimes en tus opciones… ¿Legislador? ¿Pritano? ¿Comercio, quizás?… Ah, espero que pronto, tal como tus leales canes, te halles rodeado de fieles compañías, y alejes a las serpientes y escorpiones…
—Verás, Solón —decía Pítaco mientras acariciaba a sus perros—, mi hogar está en la jora: allí pertenezco. Mi hermano, Afareo, aún pasta sus rebaños ahí. Nuestra madre murió hace algunos años, luego de una larga enfermedad. Pero mi padre murió ni bien pude recordarlo. Fue, según me han dicho, un buen armero de Mírsilo. Fui encomendado a sus tutores y mi educación transcurrió entre nobles y aristócratas. Una vez a la semana, cierto sacerdote solía instruirnos sobre los dioses. He tenido buenos tutores, pero definitivamente éste no fue el caso. Era un viejo severo e irritable. Difícil me resultaba encontrar en aquél algún rastro de virtud. Cierto día, siendo aún yo un joven muchacho, se disponía a ofrecer sacrificio depositando un muslo crudo sobre el altar. Éste pequeño —se refirió a su ya fiero moloso— llegó a arrebatar de sus manos aquél trozo de carne y, un buen rato, corretearon los dos en torno al altar, hasta que el viejo tropezó. El cachorro se divertía ladrando y jugando con la túnica entre sus tobillos. Ni bien llegó a morder su bordado, tironeó con su hocico hasta dejarlo sin las ropas que cubrían sus vergüenzas… ¡Éramos muchos jóvenes observando aquél grotesco espectáculo, tan hilarante como embarazoso!… ¡Nunca había yo observado un rostro tan ruborizado como el de ese viejo! Sus ojos… ¡desorbitados!… —Ni Solón ni Pítaco podían ya contener sus resonantes carcajadas. El mitilenio carraspeó e intentó culminar su historia—. Más tarde, éste simpático revoltoso me siguió hasta mi hogar y ahí disfrutó de su buen trozo de carne. Aquél día reconocí a los dioses en este perro, más que en ese ridículo sacerdote: la Necesidad obedece a un orden mayor de las cosas, que ni los dioses pueden detener. Hasta hoy me acompaña, y a medida que fui creciendo y conociendo a los mortales, más afecto tengo por él. Aunque no lo garantice, quizás eso podría cambiar con el tiempo.
—La necesidad mortal suele ser esquiva a la ley. Aborrece al opulento, pero sabe ser cómplice del codicioso insaciable —reflexionaba Solón.
Un sirviente surgió de la casa. Fueron agasajados con espumante vino y manjares que éste posó sobre una mesa de roble y volvió a sus labores.
—Podría acostumbrarme a esto… Podría ser un buen tirano —dijo Pítaco, atento a la situación y poniendo un tono intencionadamente jocoso.
Solón vaciló y el mitilenio prosiguió, volviendo a la seriedad del asunto convocante, mientras observaba el Egeo a la hora visceral del atardecer.
—¿Has estado allí? ¿En las ejecuciones?
—«¡Reciban este sacrificio en sus brazos!»… Fueron las palabras pronunciadas por aquél condenado sobre el patíbulo, el calvo, antes de sumirse a su funesto abismo.
—¿Logras ver alguna relación con Delfos o Sigeo?
—Oh Pítaco, no te apresures. Verás… no me volqué al comercio en aras de la riqueza, sino por el conocimiento que cada nuevo viaje mercante suele otorgar. Si bien quisiera yo poseer riquezas, no desearía que resulten de lo espurio e inmediato. Pues he aprendido que la justicia, si bien lenta, es lo más seguro. A mis años, he viajado mucho en pos del buen saber y numerosas historias han impactado mis oídos. Mis pies han pisado Creta, tierra del labrys, de copiosos campos de azafrán y cuna de Zeus, padre de suprema justicia. Miles de años han visto pasar mis ojos, consternados ante las ruinas del fastuoso laberinto del rey Minos, quien hoy juzga entre los muertos. Más allá, hasta Egipto, vasto país de sueños de arena, también he llegado… Y, por lo poco que he atestiguado, te aseguro que los prodigios allí conseguidos suelen despedazar el sentido común de los hombres. A mi regreso, arduo ha sido mi labor por enaltecer a Atenas, y no he ganado el visto bueno de nobles y de campesinos a expensas de meras añagazas retóricas. Pues estimo que a los griegos nos mueve una fuerza de distinta naturaleza. Nuestros cantos, como una fragancia, permanecerán en los incontables siglos por venir… Porque los dioses nos han dotado con otra clase de sabiduría… Dime, ¿has oído sobre la labor de Zaleuko, el locrio?
—Algo he escuchado. Pero en Mitilene la casta gobernante suele mirar hacia Oriente, a las riquezas del Asia, remota tierra que acostumbra a devorar y engullir los sueños de los hombres —contestó Pítaco, cediendo a su respuesta.
—Éste hombre había otorgado leyes a su pueblo. Fue el primero en ponerlas por escrito bajo juramento de Estado, y se ciñó a ellas hasta el punto de pagar con su propia desgracia. Pues decidió sufrir en su carne los castigos dictados por su propia mano. ¡Tal era su integridad!… Años atrás, Atenas intentó en vano seguir sus pasos, elevando como legislador a Dracón. Un hombre de buenas intenciones, pero vulnerable de riquezas y placeres. Decretó castigos desmesurados que sólo han incurrido en cerner nuevas inequidades sobre las gentes. Leyes prestas a la manipulación que sólo han favorecido a los que siempre se han sentado por encima del pueblo, pero… ¿de qué sirve la pena de sangre cuando el injusto es quien impera? ¿De qué sirven los placeres cuando carecen de toda virtud? Los placeres son efímeros, mortales; la virtud, en cambio, es trascendente, eterna… ¡Pues tal es el poder de las leyes!… Y éstos sólo son pálidos reflejos del poder que conllevan. ¡Ay, si tán sólo la mano justa de la mesura fuese capaz de dictarlas, la virtud reinaría entre los pueblos!… Tal vez, algún día, yo logre otorgar una constitución a mi Patria. ¡Una oportunidad!… Tal es el anhelo que hoy impulsa el aliento de mis días. Pues mis sospechas susurran que la ley dracónica sólo ha sido dictada en medro de encubrir un precedente de funestas consecuencias… Sólo instituyeron un insidioso dispositivo de gobierno: el miedo… ¡La más eficaz entre las armas! Así, hoy conviven dos mentiras sobre un mismo suelo.
—Artimañas de la ignominia, Solón: otorgar al pueblo dos mentiras y dejarlo debatir acaloradamente cual de las dos es la verdadera. Eso les garantiza impunidad —asertó el mitilenio mientras el viento golpeaba su barba, y añadió—: Asumo que tal precedente es el asunto que nos reúne.
—Oh Pítaco, sagaz entre sagaces, los relatos que esta tarde voy a narrar quizá desafíen tu razón y socávenla como una cuña. Pero has de saber, al fin, quien los ha pronunciado… — Solón tomó aliento e hizo un ademán. Se dispuso al amparo de Mnemósine, madre de las Musas que preserva y ordena los recuerdos, y comenzó su relato:
—Negra ya se presentaba aquella noche en la que el bravo ateniense Cilón pasó por el cuchillo el ganado de la nobleza con ánimo de ganar el favor del pueblo. Así siguió el ejemplo de su suegro Teágenes, tirano aún regente en Mégara, que le proveyó una mortífera hueste, a quien había prometido hacerse con el control de Atenas. La ciudad celebraba las fiestas anuales en honor a Zeus Políada, las diasias, cuando, como una bestia salvaje armada de espadas, picas y broqueles, avanzaba la hueste a su paso instalando el terror y el estrago sobre mi tierra… ¡Puedo saberlo yo! Que, siendo todavía infante, mis padres me ocultaron de sus garras en un porquerizo hediondo, mientras los soldados cilonianos y megarenses asesinaban toda resistencia al pasar. Mis padres cuentan entre los caídos por el acero aquella noche. ¡Tanto ellos y toda Atenas había sido tomada desprevenida!
»Tiempo atrás, los magistrados habían dado el polemarcado a Cilón, honrando el coraje que había demostrado en la guerra que se libraba en ese entonces entre Mileto y Cos a raíz de un misterioso hallazgo que emergió en unas onerosas redes de pesca. Lo que en un principio había sido una simple rencilla entre humildes pescadores milesios y mercaderes isleños de Cos, no tardó en suscitar un conflicto armado entre ambos pueblos. Tal hallazgo se trataba de un extraño objeto, un artefacto… Algunos decían que era un hermoso trípode de tiempos antiguos, aseguraban que formaba parte del tesoro de Príamo; pero los más pocos lo referían un objeto sagrado, forjado por el propio Hefesto en su fragua divina y confeccionado en sus orígenes para servir los propósitos de la trenzadora Helena. Pues, al menos, uno de los varios metales que componen su armazón no pertenece al reino de los mortales. Así, el príncipe troyano se hizo de su dominio y hacia el alcázar amurallado de Troya lo llevó consigo, junto a la espartana infiel. Algunos consideran que este embargo fue la auténtica proeza que movilizó a los hijos de Atreo a desatar la guerra y llevar la ruina a los troyanos.
»Tal era el relato que escuchó Cilón de los labios de Trasíbulo, tirano aún regente en Mileto, y a su regreso la intriga consumía sus ansias. Buscó respuestas en el Santuario de Apolo Pitio en su sagrada morada de Delfos. ¡Sólo los dioses sabrán qué oráculo le profesó la pitonisa!… Lo cierto es que aquél noble varón nunca volvió a ser el mismo bravo ateniense. A su retorno, forjó alianza con Teágenes para reinar en mutua complicidad. Habíase ya hecho con el control de la acrópolis y declarado la abolición de las instituciones, cuando los diezmados atenienses disidentes perpetraron su ofensiva. Encomendaron al arconte Megacles la tarea de comandar las tropas capaces de frustrar el golpe de Estado, por lo que sitiaron la acrópolis durante largos meses. A este efecto, los conjurados negociaron una eventual rendición en calidad de prisioneros y suplicantes, pues el estado de sitio había deteriorado gravemente sus condiciones físicas; sus planes habíanse visto truncados. Así entonces los suplicantes al mando de Cilón descendían del santuario, atados a un extensísimo cordel que unía sus hados al firme altar de Palas Atenea, patrona de nuestra pólis, sintiéndose protegidos por el lazo con la diosa… ¡Insensatos! No fue hasta que la cuerda cedió que los hombres al mando de Megacles, interpretando el desenlace como una señal divina, se lanzaron con arrojo a ejecutar a muchos de ellos… ¡Casi un centenar de hombres ya habían sido alcanzados por espada, pica o piedra, y la sangre volvía a derramarse, salpicando los mármoles de la ciudad! Así huyeron Cilón y algunos de los suyos hasta hallar refugio en el santuario de las Erinias, confiando en que nadie podría herirlos de muerte en ese recinto o incurrirían en sacrilegio.
»Pero en aquél santuario habían decretado su propia perdición. Allí fue ferozmente interrogado y sometido a severas torturas por Megacles y sus hombres. Fue entonces que el sacrílego Cilón confesó sus pérfidos planes. Deseaba afianzarse como tirano de Atenas para integrar una hermandad de soberanos que ostenten el poder eternamente, entre los que contó a Teágenes de Mégara, Trasíbulo de Mileto, Ortágoras de Sición y Cípselo de Corinto… ¡Tiranos todos ellos! Ligados por una obsesión misteriosa hacia aquél fatídico trípode, cual si fuera el objeto sagrado, la égida de un culto extraño, subrepticio. Lo cierto es que Megacles, quebrantando el pacto, silenció la voz de Cilón para siempre antes de ser sometido al tribunal, y en sus mientes conservó sus secretos. Así condujo a los suplicantes hacia fosas comunes en Falero. Unos fueron degollados como animales de sacrificio, otros lapidados a muerte, y ahí arrojaron a más de una centena de cadáveres, exentos de plegarias o ritos fúnebres… “¡Los días de la tiranía apenas han comenzado!” Fueron las últimas palabras proferidas por Cilón.
»De tan espectacular y luctuoso episodio nadie osa hablar en Atenas. Lo cierto es que, desde entonces, una plaga de oscura naturaleza se yergue sobre mi suelo. No distingue entre ciudadanos o esclavos, pues tanto nobles, metecos o simples nodrizas aseguran ser testigos de pavorosas visiones espectrales… demonios y almas en pena precipitadas al Hades. ¡Los infantes nacen con extrañas manchas en la piel! A la sombra de tales eventos, los altos hierofantes decretaron los actos de Megacles de sacrilegio contra las diosas protectoras, por lo que el Consejo lo sentenció al exilio en condición de phármakos. Ya lejos había quedado su anhelo de ser enaltecido como el heroico arconte que obró en defensa de la Patria. Pero lo cierto es que Atenas aún no ha sido purificada. La casta gobernante que hoy prevalece es el espejo resultante de la peste.
—¿Qué propósitos tenía en Sigeo, entonces, el viejo Megacles? —interrumpió Pítaco—. ¿Con qué autoridad se presentó como legítimo magistrado de Atenas?
—¡Ay, insensato de mí! —se lamentó Solón—. Con mi propia mano, años atrás decreté una amnistía al cumplirse veinte años de su exilio. Pues su vástago Alcmeón, quien ya has conocido, se encargó de restituir el prestigio de su familia mediante actos de honor y lealtad hacia los cultos de la pólis. Mi única intención fue devolver a Atenas la concordia entre los eupátridas y así apaciguar la furia de la diosa, que hasta entonces no ha mermado. ¡Tal error desearía enmendar!… Así retornó Megacles a mi Patria, declaróse purgado de males y consiguió ante la asamblea del Areópago que se le otorgue un cargo como polemarco y una porción del cuerpo militar. Lo cierto es que, desde su destierro, el viejo Megacles había caído preso de una insana obsesión. Pues aquél también deseaba hacerse con el objeto sagrado, del que Cilón le había hecho conocedor, y desde el exilio fraguó sus propios planes. Desprovisto de fuerzas e influencia política se veía incapacitado de actuar. Encomendó, entonces, a Alcmeón la labor de limpiar su nombre; y al campeón Frinón, mediante promesas espurias de gloria, mandó fundar la colonia de Sigeo… ¡Ignorantes aquellos de tal insidioso propósito! Algunos dicen que el Oráculo de Delfos brindó a Cilón información sustancial. Éste dictó que entre las ruinas troyanas habría de hallarse una estela de acérrima dureza que contiene esculpida la fórmula del Trípode Sagrado. En este punto, las opiniones suelen bifurcarse. No sabría yo por cual decantarme, pero encontrarás ambas versiones igualmente aterradoras… “¡Chrysopoeia!” Susurraban los primeros; pues conferían a este artefacto la facultad de hacer oro de cualquier metal. Tal vez, esas antiguas leyendas motivaron a estos tiranos. Pero otros pocos sospechan que ese trípode, único en su naturaleza, es capaz de sintetizar un elemento ignoto, una clase de metal aurífero mil veces más valioso que el oro; el mismo que compone parte de su armazón y que, una vez aislado, el mineral divino concede cualidades milagrosas, pues esa es la substancia que integra el icor, la mismísima sangre de los dioses. “¡Oricalco!” Así se refieren a este polvo místico, capaz tanto de crear nuevas formas de consciencia, como de quebrarlas para siempre… “¡Secretos de los dioses!”, clamaban, “¡que suelen poner a prueba la cordura de los mortales que osan mirar hacia el abismo!” Sea lo que fuere, esa estela de piedra custodia sus portentos. Así el secreto se propagó a través de susurros, según lo había narrado un hombre de Megacles, que traicionó su lealtad y fue asesinado oportunamente poco tiempo después, quizás por sus propias manos codiciosas. ¡Oh Pítaco, si estos relatos contienen trazas de verdad, mi ánimo se retuerce en espanto de sólo pensar que tal prodigio recaiga en manos de tiranos! Cualquier voluntad de virtud y de belleza, en ese mundo, se vería amenazada.
»Estas intrigas hurgan como moscas entre los altos cargos de Atenas, pero a la sombra de las consecuencias de la revuelta de Cilón, nadie se atreve a indagar el asunto en profundidad. Quienes lo han hecho encontraron su hado en extrañas circunstancias. Aquél hombre y Dracón, querido por el pueblo aunque muerto por asfixia en un confuso acto público, son dos ejemplos. Tal vez este relato explique las últimas palabras de Frinón y la mirada del general Hipócrates. Y quizás ahora comprendas la naturaleza oculta de la campaña ateniense en Sigeo.
—Mitilene fue un mero escombro que se interpuso en su camino —dedujo Pítaco.
Solón asintió levemente. El mitilenio, reflexivo, sostenía la copa de vino entre los dedos, mientras ordenaba sus ideas, y preguntó después:
—¿Qué ha sido de aquél trípode? ¿O me equivoco al pensar que, con Megacles en el Hades, no supondría más discordias ni codicias entre los hombres?
—El propio Trasíbulo de Mileto llevó sus intrigas a la pitia en Delfos. El Oráculo sentenció que el objeto debía ser custodiado por el más sabio entre los hombres; cesando así el vertimiento de sangre. Ambos bandos respetaron el laudo divino de Apolo. Se dice de aquél depositario que es un hombre de intachable estirpe, pues desciende de Cadmo, el fenicio que proveyó a los griegos de su tiempo el arte escrito de los grafemas y fonemas. Ese hombre pasa sus días y noches en velo, descifrando los viajes que trazan los astros y constelaciones que colman la magna bóveda de Urano. Lleva por nombre Tales, ilustre ciudadano de Mileto, pero no acostumbra a ser consejero de sus legisladores y magistrados, pues sólo dedica su aliento a indagar entre los misterios que atañen a su ciencia. Hasta ese sabio llegó el fatídico artefacto y no se han tenido más noticias desde entonces. Pero todas las circunstancias que rodean a este hombre se revelan enigmáticas. Las lenguas aseveran que se ha vuelto rico de la noche a la mañana, después de arrendar varios olivares de Jonia a costos muy bajos, tierras yermas que produjeron la cosecha más cuantiosa de los tiempos, logrando multiplicar sus ganacias espectacularmente. Desde entonces, suelen referirlo como El Mercader de Mileto.
—Estimo que, a veces, el saber no distingue entre el bien y el mal —opinó Pítaco antes de preguntar—: ¿Qué acciones ha tomado el estado de Mégara contra Atenas?
—Más infames represalias. Teágenes mandó arrebatar de los atenienses la isla de Salamina, en donde produjeron gran matanza y saqueo… ¡Ay, mi suelo natal!… Tierra donde zumban las abejas, que reluce como aceite al sol, que suavemente se inclina hacia las colinas del Ática, la tierra sagrada de Palas… Hasta entonces, hoy permanece en dominio de los impíos megarenses.
—Tal vez, menester sería que fueras hombre de guerra, Solón.
—Ah… el Consejo del Areópago y los magistrados suelen privarme de ejercer asuntos militares. Sólo endilgan mis tareas a los litigios públicos, a los cargos diplomáticos, al fallo de sentencias y como interventor en los tribunales. Incluso han obligado a Dracón a dictar una ley absurda, irrisoria a mi juicio, que castiga con pena capital a quien se atreva, siquiera, a sugerir una incursión de armas en Salamina; ley que no me es posible derogar. ¡Tal es el terror que les provoca la idea!… Pero tal vez pueda darles algo que no puedan censurar: la belleza de un poema… y la fuerza que conlleva.
—Deberías pedir consejos a Alceo —dijo Pítaco, con cierta socarronería.
En ese momento ingresó Tersites a la escena, por lo que ambos callaron. Preguntóle cordialmente aquél si deseaban más agasajos.
—Había olvidado agradecerte por tu protección, Tersites. De los hombres eres el más leal, sólo te exigiría que abandones la poesía. —Tal chanza lanzó Pítaco, sin disgustar en nada a los hombres.
Acto seguido, todos libaron vino y, despúes, así Pítaco habló al ateniense.
—Veremos cómo se desarrollan los eventos, Solón, pues todo cuanto he conseguido se lo debo al kairós. Aunque pronto me encuentre en mejor posición, no tengo potestades para ejercer acciones que me superan. Pero no veo impedimentos para obrar en favor de mis amigos. Si lo que tanto anhelas es recuperar la soberanía de Salamina, tu suelo natal, me encomendaré a los dioses para hallar una manera de ayudarte. Así quizás algún día consigas otorgar a tu pueblo las leyes justas.
Se diluyeron las horas y esa misma noche un bello y robusto bajel los mitilenios dispusieron al legislador ateniense para garantizarle un próspero retorno a su ansiada patria. Un voraz brasero ardía cercano al timonel y en sus corvos bancos reverberaban los brillos nocturnos. Éste guiaría, junto a la lumbre de Selene y las estrellas, el rumbo sobre la mar. En el puerto Norte, al pie de aquel robusto casco se hallaban Pítaco, Solón, Irana, Lirceo y demás acompañantes, contemplando condiciones propicias de navegación: Poseidón estaba satisfecho. Antes de zarpar, Pítaco elevó en privado una promesa al legislador:
—Cincuenta de mis mejores hombres remarán la nave esta noche. Todos favorecidos por su gremio. Puedo asegurarte que arribarás indemne a tu patria. En cuanto al asunto que nos hermana, tus palabras, extrañamente, me han resonado de cerca. Han añadido yesca a mis antiguas intrigas. He soñado con tales presagios y sospecho que Mitilene contiene trazas de la historia. No soy sacerdote ni necesito hurgar entre las vísceras calientes de una bestia para saber cómo interpretar las señales de los dioses. Algún tiempo tardarán en sanar mis heridas. Después me encomendaré al asunto y serás informado con celeridad. Hay un hombre a quien quisiera volver a visitar. Hasta entonces, Solón de Atenas. Mantente a salvo, trabaja duro en tu poema y que los dioses siempre te favorezcan.
Ambos entrecruzaron sus antebrazos en cordial despedida y buscaron entre el brillo de sus ojos destellos de esperanza y virtud en el porvenir. Mientras Pítaco observaba al navío alejarse, no podía evitar dirigir sus pensamientos hacia aquél misterioso anciano que moraba en el recinto silvestre consagrado a Orfeo, a quien enlazaba ineludiblemente con los presagios de sus ensueños.
V
En el camino de retorno, bajo el oscuro manto de Nýx, Pítaco decidió desviarse en soledad, pues tenía un encuentro pendiente. Tal asunto le provocaba una emoción incierta que oscilaba entre el estupor, la curiosidad y viejos devaneo amorosos. Empero, el inaferrable impulso de su corazón hacia allí lo animaba.
Se encaminó entonces por una rampa lúgubre y estrecha que descendía a las entrañas de la tierra entre dos paredes de antigua roca escarbada. Así se adentraba en la zona de las mazmorras, cuyo hedor a carne pútrida, heno y desechos ya podía sentir de cerca. Algunos alaridos de hombres desquiciados, de fieros y viejos malhechores y piratas impactaban en sus oídos. En el pasado, allí había descendido en contadas ocasiones de rutina, y el mismo indeseable pensamiento volvía a cruzar su mente: este lugar debe asemejarse al Hades. Miró a un costado y pudo observar una deteriorada mesa de madera salpicada de sangre reseca y arañazos, que poseía los bienes confiscados a los prisioneros. Hurgó entre esos restos y halló un odre de cuero curtido con un aroma distintivo: añís y eléboro. En su interior sólo había rastros de un polvo extraño. Cubrió la yema de uno de sus dedos con la limadura y se aproximó a una fuente de luz. Pudo notar cómo la substancia variaba en tonos: pasaba de un negro profundo a un vívido tornasol, según incidía el brillo lumínico del fuego. Llevó el polvo hacia sus labios. Sólo bastó rozarlos para causarle un tremendo ardor localizado, demasiado intenso para tan minúscula proporción. «¿Podría ser ésto oricalco?», pensó. Se dispuso entonces a recorrer el encierro de aquel antro despreciable, guiándose por las tenues antorchas adosadas a la roca. En la penumbra observaba rostros sucios, desfigurados, hasta que pudo oír, muy cerca, el lamento de una fémina. Dos hombres de aspecto grotesco y dientes carcomidos, oficiantes como custodios, se hallaban cerca de un calabozo intercambiando abyectas risotadas. Parecían esparcidos y pudo escuchar que realizaban apuestas en un juego indecente. Llegado al punto, Pítaco contempló la escena y no pudo evitar sentir un furibundo desdén. Uno de los hombres tomaba a Safo por sus vestidos andrajosos y con la mano sobrante intentaba tantear el cuerpo en sus adentros, mientras el otro reía a carcajadas; cuando, al verlo venir, exclamó arqueando sus cejas: «¡Pítaco!»
Pítaco se acercó cojeando hasta el agresor y se afianzó sobre su pierna sana. Por la espalda lo asió con puño fuerte de la ropa y lo arrojó contra la pared del pasillo. Su cabeza impactó brutalmente en la roca y lo dejó inconsciente en el acto. Al hombre restante lo alzó por el cuello con toda la fuerza de sus brazos y le presionó el cráneo contra el muro, a la vez que agravó su voz:
—¡Cobardes malakas! ¿Acaso esto les parece divertido? ¡Podrían ser juzgados por esto! ¿Saben acaso quien es esta mujer? —Golpeóle la cabeza contra el filo de la roca para asegurarse de poseer su atención—. ¡Es mi prisionera! ¡Huyan y limítense a hacer su maldito trabajo!
Aquél hombre no dudó en acatar sus órdenes y huyó despavorido por el pasillo, arrastrando el cuerpo de su compañero inconsciente.
La delicada figura de Safo se revelaba demacrada, consumida. Su cuello magullado estaba apresado por una pesada arandela de hierro. Una de sus manos se tendía inerte hacia un grillete corroído, unido a una cadena incrustada en la roca. A su lado, una diminuta ventana abarrotada daba a un acantilado. En su rostro manchado de suciedades Pítaco pudo percibir mil pesares que atormentaban su espíritu. Nunca la hubiese imaginado en tan infaustas y degradantes condiciones. La poetisa elevó sus ojos desolados hacia él.
—¡Oh, Pítaco! —gritó—. ¡Jamás hubiera considerado tu presencia como una intervención divina!… ¡¿Pero he escuchado bien?! ¿Ahora soy «tu prisionera»?
—Así es como se negocia con hombres.
—¡«Malditas bestias» querrás decir!
—Bienvenida al mundo real, poetisa… Sombras y dolor.
—¡Por la gracia inmensa de los dioses! ¡Dime que todo se trata de un error!
—¿Te han lastimado? —manifestó con seriedad.
—¡Ojalá me hubiesen matado!… ¡Tres auroras completas imploré a los dioses que me concedan esa dicha!
—Deja, de una vez, a los dioses ocuparse en sus asuntos. Los hombres son quienes decidirán por tí… Yo, en particular.
—Quizás si supiera por qué estoy aquí podría rogar tu clemencia.
—Sé que has conspirado junto a la hetería de Alceo en la caída de Melankros, aunque debo confesar que sus motivos me siguen resultando misteriosos. Pero poner en juego el pellejo de tu joven hermano me resultó algo cruel… y malicioso. La justicia de Mitilene caerá también sobre él.
—¡Ay, Alceo, ese hombrecillo arrogante y obstinado! ¡Hábil de lengua y torpe de mente! ¡Tarde o temprano los dioses nos condenarán a todos por sus delirantes ideales!… ¡Oh Pítaco, te lo pido, dime qué ha sido de todos ellos! ¿Debería preparar mi corazón para fenecer en este instante y perderlo para siempre?… Pero antes, sólo en una cosa te imploro que me escuches… ¡Haz lo que te plazca conmigo, pero deja a mi pequeño Láriko libre de toda culpa! ¡No sabes de lo que estás hablando! ¡Su carne es inocente!
—Deberías haberlo meditado antes de enviarlo… ¡a asesinar! —enfatizó.
—¡Sólo lo he salvado, con la ayuda de los dioses, de un tormentoso suplicio! ¿Acaso te has vuelto tan insensato que no sospechas a qué vejámenes era sometido por aquél viejo ebrio y hediondo? ¿Acaso no lo aborrecías tú también? ¡Mi corazón obró según los deseos de una hermana amorosa! ¡Acúsame de eso y moriría sin vacilar ahora mismo!
—La muerte de Melankros no me perturba en lo más mínimo. De hecho, me ha favorecido. Lo que me concierne es la ambición que se esparce como peste sobre Mitilene, amenazando toda prosperidad y corrompiendo los corazones de mis compatriotas. Sólo he obrado en favor de la pólis. Y lo que sufres ahora es el costo que suelen pagar los agitadores.
—¡Y me arrastrarás a mí junto a todos ellos!… ¡Ea, Pítaco! ¡No lo dilates más! ¡Dime qué suerte has decretado para todos ellos!
—En primer lugar, yo no he tenido incidencia alguna en las sentencias. Se han desenmascarado y condenado a sí mismos a ojos de todos. Y, al paso, han propiciado un sutil recuerdo en mi carne. —Le exhibió su espeluznante herida, de la que aún supuraba una fétida mezcla de sangre y humores—. En cuanto a Alceo, Antiménidas, Errafiotas, Dinómenes y Menón, digamos que pasarán largas temporadas en el destierro. Todos han sido dispersados. Pero Ciquis y tu padre… ya no cuentan entre los mortales.
Al oír esa funesta respuesta, Safo quebróse en lágrimas y en agudo llanto. Pítaco pudo percibir el genuino dolor provocado por aquellas palabras, pues le atravesaron el corazón como una lanza, pero él permaneció inmutable.
—¡Oh, Pítaco, no sabes […] lo que has hecho! —sollozaba ella.
—Sus actos imprudentes sólo abrieron una vieja herida en el Estado. Aunque el exilio hubiese sido condena ejemplar, el propio Mírsilo dictó las ejecuciones. No tuve oportunidad de interceder. A estas alturas, lo más seguro es que Mírsilo intente concentrar el poder y reducir los beneficios de la aristocracia. Entre los magistrados ya se vocifera una inminente reforma que lo posiciona como arconte vitalicio… una tiranía enmascarada.
—¡Tiranía que te tendrá bien favorecido! Aunque no logre comprender de qué manera… ¡Oh!… ¡No me lo digas!… ¡Mírame!… ¡Lo sabía, eras tú!… ¡Irana!… ¡Puedo verlo en tus ojos!… ¡Sí…! ¡Contraerás nupcias con esa pentílida! ¡Ay, mi adorada Irana, cuánto daño me has causado!
—¿Acaso sospechas cuánto daño le infligiste tú? ¡No me lo ocultes! ¡Ustedes también desdeñaban a su familia como un escombro en el camino! Sólo jugamos con los favores que los dioses nos brindan, poetisa. Esta vez, les ha tocado perder. Escúchame lo que voy a decirte, y mételo bien en tus mientes: si algo malo le sucede, no dudaré en hacer más hondos tus pesares.
—¡Oh, por la devoción a mi aliada y sagrada Afrodita te lo pido, Pítaco! ¡Mírame! ¡Yo no tengo la culpa de que Alceo siempre te haya detestado!… De hecho, su arrogancia no le permite ser conciente de la propia envidia que corroe su orgulloso corazón. ¡Recuerda que yo misma intercedí cuando esos hombres estaban dispuestos a matarte!… ¡Y mírame una vez más! Mira a través del ardor que mana de estos ojos desolados… Y si en ellos encuentras huellas de la tierna amistad que en viejos tiempos hemos gozado juntos, cuando, con nuestras manos desnudas, intentábamos alcanzar a las bandadas de palomas y mariposas en los prados, concédeme esta última súplica… ¡Permíteme desaparecer de tu camino! ¡Permíteme abrazar a mi madre y a mis hermanos una vez más! ¡Permíteme huír con ellos y redimir cualquier pena o dolencia que he causado!…
—¿Qué secretos estás dispuesta a revelar para negociar mi clemencia? ¿La identidad de aquél anciano órfico?… ¡¿Ésto, tal vez?!
Pítaco extrajo del interior de sus túnicas aquel extraño odre de cuero, casi vacío, y la expresión de la poetisa no tardó en conturbarse.
—¡Oh, Pítaco! ¡No tienes idea en lo que te has metido!
—Dudo que lo sepas por tí misma. Quiero escucharlo de tus labios. —Aproximó su rostro al de ella, la tomó por las mejillas, la sacudió con rudeza y le inquirió—: ¡Escupe!
—¡Juro ante los dioses!… ¡Ignoro la procedencia de esa sustancia! ¡Muchos y valiosos son los misterios de orden sagrado que me han sido revelados a través de las ciencias y artes divinas, pero desconozco qué secretos oculta! Sólo puedo reconocer que sirvió con propósitos de inspiración en mi Sagrado Magisterio, pues he atestiguado los prodigiosos efectos que es capaz de inducir. Llegó a mis manos por Antiménidas… ¡y ni siquiera ese torpe tiene clara la historia! Dijo arrebatarlo de bandidos fenicios en sus campañas por los desiertos de Arabia; a su vez, éstos lo confiscaron de caravanas mercantes egipcias; y aquellos, por su parte, alegaban robarlo del sepulcro del faraón Psamético. Al hacerse con el odre, temerosos ellos mismos y advertidos por los relatos, sometieron a algunos esclavos a sus trances, suministrándoles distintas medidas… ¡Ese elemento es capaz de quebrar espíritus!… Los primeros morían al instante en tortuosas agonías; otros no han vuelto jamás de la locura; y la mayoría, presa de tormentos y delirios, atentaron contra su propia vida al cabo de unas horas. Sólo uno de ellos mencionaba, en repetidas visiones, el cenotafio de Orfeo, y allí encontraron Alceo y los demás al místico anciano que, hasta ahora, nada más les ha revelado… ¡El resto de la historia ya la conoces! Yo sólo pude inferir que el fuego sagrado suele esparcir y menguar sus efectos. Mitigados por azufre, antimonio y miltos… Pero, como verás, ¡ya no queda nada!… ¡Oh Pítaco, es absurdo! No te sometas a más torturas, pues corres serio riesgo de perder la prudencia y la templanza que siempre te han distinguido. Escucha el consejo de esta poetisa iniciada: ¡no tientes al poder inaferrable de los Inmortales si no sabes cómo afrontarlo! No tienes más remedio que aceptar que algunas cosas pertenecen sólo a los dioses. ¡Y qué mejor que sean Ellos, en su inmenso poder y eterna gloria, los que custodien tales secretos! Yo penetré los umbrales sagrados, aunque a veces ni siquiera lo deseé por mí misma, pero… ¡Por las Musas, ya no deseo saber más nada de todo esto! ¡Permíteme ese último anhelo! Libera a mi hermano y a mi madre, después haz de mí lo que venga en gana a tu ánimo…
—¡Ah, el canto agónico de la poetisa! Si confieres tanta sacralidad a estos asuntos, deberías haber obrado en consecuencia… ¡Con responsabilidad! No deseo escucharte más. Mitilene se librará de tí y de tus intrigas. Los ciudadanos suelen estimarte en demasía. Tú brindas renombre a la pólis. Asumo que nadie se complacería al observar tu lindo cadáver desnudo colgando del cadalso y sirviendo de carroña a los cuervos, ¿verdad?
Pítaco decidió zanjar el asunto así, dejándola vivir con sus pesares a cuestas, pues él ya poseía otros fragmentos de la historia. Al observarla, podía percibir cierta agonía tras sus ojos y juzgaba, por el quiebre de voz que emitía su garganta, que la poetisa se aferraba a sus propios apegos y anhelos. Quizás era otra víctima de los encantos corruptos de Alceo; o, tal vez, volvía a salirse con las suyas. Lo cierto es que ya, tales menudencias, no le importaban demasiado. Pues consideró que la balanza de los dioses, por el momento, se hallaba en suspenso equilibrio. No pudo evitar sentir cierto escozor por Safo, de quien algún tiempo había disfrutado los ardientes contratos de su amistad, y se dispuso a marchar, ultimando estas palabras:
—Antes de zarpar, algunos corintios han sugerido un trato especial hacia tí. No sé qué les habrás hecho, ya ni me interesa, pero solicitaron que, en caso de ser exiliada, seas trasladada a alguna colonia de sus dominios. ¿Siracusa tal vez?… He oído que las vistas del mar, bajo el sol de Sicilia, son espléndidas. Allí, con tu madre, gozarás de plenas libertades, siempre que se mantengan dentro del límite de sus tierras. Tal vez consideres retomar el negocio de vino de tu padre. Asumo que un día, con seguridad lejano, nos volveremos a encontrar. Hasta entonces, mi poetisa.
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