I
Aquella mañana de Lesbos se revelaba bulliciosa. Desde el puerto, sus ciudadanos avistaban en el horizonte cuatro pentecónteros que escoltaban una ostentosa embarcación. Aquellos que habitaban los acantilados podían observar cómo su enorme quilla hendía al límpido mar en dos mitades, abriendo las aguas y provocando a su paso salvajes crestas de blancas espumas. Luego de unas horas, su ancho velamen pudo avizorarse con más detalles. Se trataba del estandarte de Corinto: el Pegaso Rampante.
Los orgullosos corintios guardaban celosos en su memoria aquel heroico combate entre Belerofonte y la monstruosa Quimera, bestia impura y detestable, derrotándole a cuestas de su caballo alado, aquella sublime criatura que había capturado tiempo atrás cerca de la Fuente de Pirene, el manantial que hoy se hallaba en el corazón de la ciudad y que irrigaba de vida a sus residentes. Algunos atribuían cualidades mágicas a las aguas que de ésta manaban, y afirmaban que si uno seguía su cauce por debajo de la tierra ascendería hasta la fuente superior del Acrocorinto; mientras otros alegaban, más temerosos, que quien se adentre por aquellos caudales descendería hasta el Inframundo y no regresaría jamás. Aquel héroe al que llamaban Belerofonte había sembrado gloria, pero había cosechado la animosidad de los dioses cuando intentó, soberbio, ascender al monte Olimpo sobre su mística criatura. No obstante, durante la osadía Pegaso lo arrojó de su grupa instigado por el dardo divino de Zeus, quien, con el tiempo, daría a aquella mágica bestia la encomienda de portar sus portentosos rayos y acabó por inmortalizar su esencia para siempre en una constelación. En cuanto al hado de aquel héroe, había sobrevivido a la caída pero quedando ciego, cojo y vagando por la eternidad en la llanura de Aleya. Pues la misma providencia que los dioses otorgaban por diestra, podían reclamar con calamidad por siniestra. Aquella historia permitía a los corintios recordar que jamás debían ofender a los dioses ni equipararse a ellos o, por lo menos, así lo contaba, con ampulosa suntuosidad, quien era hoy el único soberano de sus tierras: Periandro Cipsélida, férreo tirano que gobernaba sobre todos ellos con enhiestos puños.
Ahí se hallaba el soberano de hombres y fundador de colonias, apoyado sobre las jarcias, alzando la mirada hacia las costas de Lesbos, siempre rodeado por su guardia personal y presentando un vigoroso semblante con ensortijadas barbas que nacían de sus pómulos. Por delante llevaba el pelo corto, sólo un fino mechón trenzado descendía desde el centro de la nuca por el hueco de sus omóplatos. Una cicatriz de combate partía su quijada en la mejilla izquierda, y detrás de sus ojos se ocultaba un temperamento inquietante, de carácter burlesco y en extremo impredecible. Muchas eran las lenguas que encomiaban sus sabias sentencias y el exacerbado deleite que experimentaba con las bellas artes y las buenas pláticas; pero, por otro lado, sus manos no temblaban cuando detentaba el poder obedeciendo a sus caprichos más pasionales. Las extravagancias de su naturaleza, tan enigmática a la vez que pragmática, le habían cosechado, en igual número, tantos aduladores como detractores. Ya siendo maduro en edad heredó la tiranía de su difunto padre Cípselo, que gozó de muerte natural unos doce años atrás. Aquél había puesto fin a capa y espada a la monárquica dinastía doria, los Baquíadas, desterrando a muchos de sus miembros y alzándose como benefactor de la plebe. Sus años de reinado proveyeron los cimientos del futuro y habían instaurado el peso del orden sobre la ciudad del istmo, que en estos tiempos gozaba de sus años de oro. No había ciudad ni estado en todo el Peloponeso, ni en toda la Jonia, que iguale en riquezas a Corinto. Sus incursiones coloniales y sus políticas comerciales habían resultado tan eficaces y fructíferas como inspiradoras. Ni siquiera toda la Arcadia con sus vastos campos fértiles, ni la sagrada Fócida, ni la broncínea Argos, ni sus prósperas vecinas, Sición y Mégara juntas, podían rivalizar con el esplendor de Corinto en estos días.
Fue la voluntad de Periandro la que movilizó a los más ágiles constructores de su tierra a labrar aquella magnífica rampa: el diólkos, proeza mercantil que conectaba el golfo de Corinto con el Sarónico, y que permitía a los mercaderes surcar por allí sus naves evitándoles rodear por mar toda la península. Semejante obra de ingeniería suponía cuantiosos impuestos que permitían a los corintios suprimir los suyos propios y amasar pingües fortunas. Dicho gravamen era tasado según la mercancía que se transportaba. En su mayoría, los bienes que por allí comerciaban consistían en variedad de frutos como aceitunas e higos, granos, legumbres, maíz, trigo, miel, quesos, carne de cabra y oveja, pescado del Ponto Euxino, pimienta y otras especias de oriente, perfumes, pigmentos, textiles, cerámicas refinadas —en su mayoría áticas y corintias—, papiro, vidrio, piedras preciosas, metales —como hierro, cobre, estaño, electro, oro y plata—, esmeril de Delos, cueros de Eubea, mármol de Paros y de Naxos, maderas tracias y macedonias y, por supuesto, esclavos en harta cantidad. Los vinos y aceites de oliva más refinados iban almacenados en vasijas y ánforas, cruzando el istmo cuidadosamente a través de caravanas, percibiendo un emolumento adicional.
En un principio, si bien arrastrar embarcaciones cargadas no era un trabajo liviano, Periandro había concebido la idea de escindir el istmo mediante un canal fluvial, pero fue disuadido por sus ingenieros y matemáticos egipcios, quienes le advirtieron que si conectaba ambos mares calculando erróneamente las diferencias de nivel, se corría el riesgo de sumergir a todo el Peloponeso. Entonces, Periandro recordó el oprobioso destino de Belerofonte, por revelarse infame ante los dioses; como así también el despiadado castigo hacia el rey Sísifo, abuelo de aquél y fundador de Éfira, el nombre antiguo de Corinto, condenado por sus fechorías a cargar a cuestas aquella fatídica roca en un ciclo inexorable. Así, el tirano decidió permanecer sobre sus cabales sin plantar desafío a los Inmortales. Sin embargo, otras lenguas, más osadas y susurrantes, narraban que la obstinación de Periandro por construir el diólkos derivó en que cualquier oposición de cualquier residente de cualquier poblado que interfiera en el camino de su obra, pagaría con su sangre, sus dientes y sus huesos triturados, que serían destinados a componer la argamasa que pavimentaba la rampa. Algunos, presos del espanto, aseveraban que el crujido que producían las embarcaciones que se arrastraban por esas zonas correspondían a los lamentos de aquellos que fueron muertos para satisfacer sus caprichos. Quizás eran habladurías o historias desfiguradas, pero semejante era el terror que infundía Periandro ante cualquier leve injuria hacia su figura, ante cualquier queja respecto a sus maneras de gobernar en Corinto. Su padre Cípselo, docto en el arte de la demagogia, se había ganado el favor del campesinado y el artesanado, pero su hijo, además de portar esas mismas cualidades, era un guerrero con un aguzado gusto por la fatalidad. De ahí que siempre fuera escoltado por su guardia personal a diferencia de su predecesor, que podía errar en modesta libertad. En materia militar sólo los lacedemonios de Esparta, con la belicosa constitución de Licurgo, podían amenazar la prosperidad de Corinto. En avidez intelectual, sólo las fértiles mentes de Jonia podían rivalizarle. ¡Y qué decir de su exquisita y elaborada producción artística! La alfarería y cerámica corintias exhibían soberbia maestría y la ciudad se alzaba como el epicentro del arte de manufactura. De este modo Corinto había hecho del comercio un arte diligente, lucrativo y redituable, por lo que en materia económica ninguna polis podía jactarse de hacerle
sombra, pues las riquezas materiales portan consigo el cetro.
Aquel ostensible trirreme se hallaba próximo a arribar al puerto de Mitilene y la luz de Febo Apolo parecía abrirle el camino. La nave atracó en los muelles y descendió entonces el tirano; se posó con firmeza sobre suelo mitilenio en compañía de sus súbditos. Para enaltecer su presencia, traía consigo dos fieras tan terribles como majestuosas: un melenudo león y un leopardo moteado, en cuyos anchos lomos llevaban una pechera de cuero unida a una correa trenzada mediante una arandela de hierro. Mientras las bestias caminaban jadeantes, feroces y erráticas, atadas a un destino de infausta sumisión, a la derecha de Periandro lo acompañaba uno de sus hijos. Licofrón por nombre, era un joven vigoroso y competente, ávido de nuevas expediciones diplomáticas que forjen su temperamento para cuando llegue el momento de suceder a su padre. Periandro había convocado a las mentes más álgidas en múltiples disciplinas para otorgar a su hijo una educación insigne, que integre formación intelectual, militar, atlética y artística.
A la izquierda del soberano, la brisa de la mañana mecía las telas que delineaban las curvas de una mujer de abrumante y turbadora belleza. Vestía unas orladas túnicas añiles dignas de realeza. Un elaborado tocado ataviaba sus pardos cabellos de destellos cobrizos, y ornamentaba su piel con alhajas y brazaletes engarzados con piedras preciosas. Dos encandilantes zafiros pendían de los lóbulos de sus orejas mediante refinadas filigranas y cadenillas de plata, colores que concertaban con sus ojos azules grisáceos. Se trataba de Melisa, esposa del tirano, nacida ella en Epidauro, hija del tirano Procles, quien aún detentaba el poder en esa pólis consagrada a Asclepio, pero obedeciendo ahora los designios de Periandro. El soberano había sido apabullado por su hermosura durante la toma de Epidauro al mando de Cípselo, decidiendo desposarla —mientras otros alegaban confiscarla— en pro de tender alianza política con aquella próspera ciudad de la Argólida. Aunque poseía el número de concubinas que le plazca, Periandro se vanagloriaba de su esposa. La rodeaba de los más exquisitos lujos y placeres y la refería como de su divina posesión. Le gustaba presumir de ella. No lo hacía sin motivos, pues, en belleza, Melisa era émula de las diosas, pero ninguna otra razón explicaba su presencia allí. De todos modos, ella era portadora de un carácter imponente, una mirada plateada y cautivante, y esgrimía la sensatez política que cualquier otra mujer acomodada de Corinto desearía. Como madre, cuidaba celosamente de su hijo Licofrón y lo protegía incansablemente de las lenguas insolentes que reprendían con vehemencia las acciones de su padre.
Un decrépito anciano que provenía de la lujosa embarcación se abrió paso entre la guardia corintia y, arrojando su bastón en las arenas, cayó de rodillas sobre la playa. Se trataba del viejo citaredo Arión, cuyas lágrimas de felicidad brotaban de sus ojos ante el regocijo que le provocaba volver a pisar su tierra natal. Periandro le tenía gran estima. Habiendo hallado gracia y deleite en sus rapsodias y elegías, decidió invitarlo a integrar la corte corintia permanentemente como su tañedor personal. Arión había permanecido veinte años en el exilio a raíz de un altercado que involucró uno de los primeros actos salvajes del tirano. En ocasión de haber ganado un certamen lírico en Siracusa, colonia corintia de Sicilia, Arión se había embarcado en su regreso a Corinto con un grupo de marineros que, en alta mar, intentaron expoliar sus ganancias. Periandro instituyó el mito que narraba cómo el citaredo regresó a tierra firme a cuestas de un grupo de delfines que lo salvaron de una muerte inminente, y mandó empalar a aquella innoble tripulación que había mentido ante su rostro para salvar sus pellejos. Fue entonces que el tirano decretó que el prodigioso aedo debía honrarle en virtud de haber impartido justicia ante su infortunio, entonando melodiosas odas e himnos para su propio beneplácito. En rigor de verdad, tal invitación era la mascarada de un vulgar secuestro que incurría en satisfacer los insaciables y extravagantes caprichos del soberano. Ahí yacía entonces el complacido anciano a los pies de su amo, creyendo que se hallaba en un dulce sueño, sintiendo haber envejecido el doble por cada año en el exilio, pues había considerado que quizás nunca vovlería a poner los pies sobre su isla patria.
—¡Contemplen, moradores de Mitilene, la benevolencia que les traigo! ¡Rindan honores a este hombre amado por los dioses! ¡Porque es hijo de Poseidón y la ninfa Oncea! ¡Su compatriota Arión puede atestiguar las riquezas de mi tierra y las virtudes de mi reinado! ¡Que por derecho divino he de ocupar, honrando a los dioses y al nombre de mi padre Cípselo, fundador de emporios! ¡Concédanme su amistad y sus favores serán retribuidos con el mismo brío! —Proclamaba Periandro, exultante.
Los pobladores y comerciantes de Mitilene que allí se encontraban guardaron silencio y prestaron oídos a sus palabras mientras contemplaban aquel espectáculo. Desde que se habían avistado aquellas velas, los integrantes del cuerpo militar de Mitilene se habían preparado al son del atronador resonar de los cuernos y salpinxes para recibir a los corintios y a los magistrados atenienses. Todo taller de alfarería, campo de labranza, herrería o establo, habían sido visitado por los guardias de la pólis, que otorgaron armas a los hombres para que integren el desfile de bienvenida. Tanto Pítaco, Alceo y Antiménidas se hallaban desperdigados entre los hombres. Todos se encontraban en formación de guardia a lo largo de la calle principal de la pólis, y el desfile se extendía desde el templo de Cibeles, contiguo al puerto, hasta el pritaneo ubicado en la acrópolis; tal se pretendía que fuera el recorrido de la corte de Periandro. La guardia personal del arconte de Mitilene ya se encontraba abroquelada en las arenas del puerto. De entre ellos surgió Mírsilo para recibir a Periandro y a sus súbditos, y así le habló:
—¡Periandro, tu fama te precede! He conocido a tu padre Cípselo en mi juventud. ¡Un varón poderoso, justo y honorable! Y en buena hora hago oficiales mis condolencias hacia tu familia… ¡Hallarán en Mitilene suficiente vino, mujeres, danzas y mancebos para su deleite! ¡Por lo que la ciudad extiende sus brazos hacia tus hombres, a la espera del laudo de tus sabias sentencias!
Mírsilo parecía haber ensayado sus palabras para demostrar, por igual, calidez y cautela. Sabía que se debían honrar las mismas leyes que regían la Liga Jónica, y las escaramuzas contra Atenas en Sigeo ya se habían extendido los años suficientes como para que se designe diallektes a alguien competente e imparcial como Periandro, invocando al espíritu de la diplomacia. A su vez, comprendía su flamante aunque delicada posición como único y máximo magistrado de Mitilene, y no deseaba decepcionar a sus ciudadanos. Pues debía mostrarse fuerte en virtud de ganarse el favor de su ilustre huésped e intentar influir sobre su sentencia final.
Habiéndose consumado la bienvenida, toda la pólis estaba al pendiente de los pasos de aquellos hombres. Las caravanas de los contingentes corintios desfilaban por las calles de Mitilene como si fuesen galantes residentes, pues tal era la seguridad que les otorgaba encontrarse al amparo de Periandro, quien en su campaña de expansión ya contaba con poderosos aliados. Los dos soberanos aproximaron sus carruajes y el corintio tomó la palabra:
—Se me ha informado acerca del destino de Melankros. No lo he conocido, pero… ¡había oído hablar de su voraz apetito!… ¡Esta vez los rumores estaban en lo cierto! —exclamó con mofa tonada, volviéndose a sus hombres y soltando la carcajada digna de un sátiro.
—Hemos de ser prudentes al saber escoger las bondades que otorgan los dioses. Su gloria fue tan fugaz como el ocaso de la juventud. Mitilene lo ha honrado, y la pólis se encuentra en mejores manos ahora —sentenció Mírsilo soslayando aquel insulto y, en un intento por desviar la plática, añadió—: Debo decir… mis ojos se conmueven en la contemplación. Jamás habían atestiguado una embarcación tan alta y magnífica.
—¡Tus ojos, mi anciano amigo, son testigos del futuro de las flotas navales! —exclamó Periandro entre altaneras risas—. Ameinocles, el ingeniero naval de mi padre ha confeccionado cuatro de estas maravillas para los de Samos en virtud de resolver una vieja deuda comercial. ¡Es un trirreme! Su eslora se extiende por ciento treinta pies y es impulsado por tres filas de los más fieros remeros. Los secretos de su ensamble son enseñados en Corinto. Los fenicios, excelsos comerciantes y navegantes, debo ser justo, también aportaron una pizca de su ciencia… ¡Como puedes ver, no sólo acuñamos en nuestra tierra las riquezas dignas de los dioses, sino también las mentes más sagaces!
II
La encandilante luz de la mañana ya golpeaba el rostro de Pítaco mientras contemplaba el cortejo de los carruajes que desfilaban ante sus ojos. Los momentos anteriores a la aurora los había ocupado en escoltar cuidadosamente a Irana hasta la seguridad de su hogar y en prepararse para las horas decisivas de la Asamblea. Intentó identificar el estandarte ateniense. No resultó difícil tal faena, pues los corintios adornaban sus carros ataviando telas de color granate con la figura de Pegaso, mientras los atenienses exhibían el mochuelo de Palas Atenea bordado sobre telas de tinte cerúleo. Una vez avistada su caravana decidió seguirle de cerca en su ascenso hasta el pritaneo. Se fundió entonces con sus compatriotas ya deseando platicar con aquel sabio viajero y legislador, cuya fama le precedía. Una vez llegados a los pétreos edificios, los hombres descendieron de sus carrozas mientras se efectuaban los preparativos para la asamblea covocante. Aquél ateniense era un hombre aún joven, estimaba que de su misma edad, con barbas que poblaban sus mandíbulas y su quijada, más no sus comisuras que dejaban exaltar sus labios carnosos. Caminaba agraciado rodeado de sirvientes y vestía una clámide cerúlea, bordada con sutiles motivos geométricos en sus extremos, tan vistosos en la cerámica ática. Una medalla de oro bruñido prendía sus telas como una fíbula. Estimó que debía tratarse de alguna condecoración por sus servicios, pues exhibía un sutil grabado con la efigie de Diké. Pítaco se acercó hasta aquél y se presentó cordialmente, decidido a poner en orden algunas de las intrigas que como cuervos revoloteaban por su mente:
—Jáire, ateniense. Deseo que Mitilene pueda brindarte momentos de amena calidez en tu estadía. Soy Pítaco, hijo de Hyrras, general designado de la formación hoplítica de los mitilenios. Anhelo saber a quien tengo el honor de saludar.
—Oh, un general —respondió el ateniense sin prestarle mucha atención, mientras enjaezaba su caballo—. En honor a la verdad, desearía que los asuntos que me convocan a esta bellísima isla, suelo de Terpandro y de Lesques, ubérrima de lírica y de exquisitos placeres, fuesen de naturaleza más ociosa en lugar de solventar asuntos de guerra. Empero, te extiendo mi gratitud, Pítaco. Llevo por nombre Solón, hijo de Euforión, si bien prefieriría ser referido como hijo de Atenas.
Quizás el ateniense tenía asuntos no resueltos con su propio padre, caviló Pítaco, pero decidió no ahondar en el asunto, pues no deseaba incurrir en ninguna descortesía. Al verlo callar, Solón prosiguió:
—En Salamina fui alumbrado, cuando esa fragante isla aún nos pertenecía. Soy un simple comerciante y viajero devenido en poeta y en hombre de Estado. ¡Ah! ¡El clamor de la Patria! —El legislador hizo una pausa, observó mejor a Pítaco, que aún exhibía las heridas del combate, y asimiló coraje—. Asumo que eres el mismo general que selló el destino de Frinón, ¿estoy en lo cierto?
—¿Acaso intentas arrogarme vanidad? Ciertamente puedo comprender que no eres hombre de guerra, Solón. Pero, como tú, también he acudido al llamado de mi Patria. Sí. Soy el mismo general que intentó evitar la muerte de otros miles.
—¡Grandilocuente! Pero poética forma de describirlo —le respondió Solón, posando algunos dedos sobre su quijada, como si intentara hallar virtud en las palabras de Pítaco—. En Atenas enaltecen tu gallardía. Dicen también que te asemejas más a las bestias que a los hombres. —Esgrimió un leve gesto burlesco—. De todos modos, sólo anhelo que tus labrantíos no cosechen animosidad hacia los atenienses.
—Oh Solón, mi animosidad no se dirige hacia los pueblos. Ni la merecen atenienses, corintios, mitilenios o lidios. Mi animosidad se dirige hacia los excesos. Avaricia, corrupción, opulencia… Tal es la bestia que devora las entrañas de naciones y de hombres. De hecho, es este asunto el que me ha acercado hasta tí. —Tomó aliento para explicarse—. He hallado honor en los ojos agonizantes de mi adversario. Y expresé abiertamente mis deseos de que reciba un funeral con máximos honores, tanto para él como para su familia. Anhelo saber cómo han recibido los atenienses el desenlace de estos sucesos.
El legislador Solón se dispuso a caminar por el estilóbato marmóreo del pritaneo al amparo de las macizas columnas de volutas jónicas, proeza de los arquitectos de esas regiones. Pítaco le siguió juntando ambos puños bajo la tremolante capa que colgaba de su espalda. Mientras observaban el deslumbrante esmeralda del Egeo y las vistas que ofrecía Mitilene bajo el sol estival, Solón respondió improvisando sobre sus pasos:
—Si te garantiza sosiego, debes saber que su cuerpo se ha inhumado con sustanciosas exequias. Y se aprobó el proyecto de erigir un soberbio bronce con ínfulas de inmortalizar el coraje del general Frinón, campeón de campeones. Pero el anciano Megacles no corrió con la misma suerte. La misma noche en que sus pies pisaron Atenas fue degollado. En un acto que pretendía poner fin a sus vergüenzas y a los atropellos de su familia. Así lo refirió Esteságoras, quien hoy ocupa el cargo de arconte, mientras Alcmeón, hijo de Megacles, hace años que lucha por restituir el prestigio de su familia. Ambos están aquí presentes.
Pítaco recibió con manifiesta sorpresa aquella perturbadora noticia y mediante un gesto, cabizbajo, manifestó sus pesares:
—¿Cómo sucedió tan infame suceso? —preguntó.
—Ocurrió durante la noche… A sangre fría. Lo llevó con el sueño. Se halló culpable a un raso peltasta sin pretensiones políticas, quien fue ajusticiado ni bien cayó el sol —esto respondió Solón, aunque parecía no dar crédito a sus propias palabras.
—Daré mis condolencias a Alcmeón —repuso Pítaco—. Asumo que desenlaces fatales conllevan consecuencias fatales. Asimismo, un hecho de similar naturaleza se llevó a uno de nuestros arcontes algunas lunas atrás. Pero, en aras de la verdad, no he de condolerme por tal óbito. Mitilene se encuentra mejor sin él. Si conoces su infame reputación, entenderías que cayó enamorado de todas aquellas cosas de la vida que consumen almas y destruyen hombres. Siendo el Estado la idea del bien común a los hombres, debería ser el seno que engendre ciudadanos aptos, decentes y virtuosos. Hoy sólo es un nido de vicios, vulnerable y al acecho, pues se debate incesantemente entre serpientes y escorpiones… Hombres que blasonan de sus nobles estirpes. Y puedo sentir en mi carne, con profundo pesar, que este hecho no será el final de estos excesos, sino todo lo contrario. Éste es sólo el prefacio. El exordio de un poema oscuro y de métrica ponzoñosa.
—Puedo notar en tu semblante una actitud justa y loable. Y debo confesar que sorprende mi ánimo en grato sentido —respondió Solón con reflexiva faz.
—¿Acaso nos tenías a los eolios por meros bebedores de dialecto bárbaro? Los poetas que florecieron en este suelo desafían tal pensamiento. Mitilene es algo más que el último bastión del pueblo eolio. Pero la búsqueda constante del refinamiento, Solón, suele incurrir en excesos; y los excesos, en intrigas.
Tal escarmentaba el ateniense, quien, después de una pausa, procedió a declamar:
—Oh, mitilenio… ¡Si supieras los atribulados vientos que soplan hoy en Atenas y la execrable casta gobernante que se esparce como plaga sobre nuestro suelo! Ni siquiera todos los dracmas de mi tierra servirían para aplacar semejante voracidad. No existe orden, ni mesura, ni calor de Estado que contenga tanto vicio y mezquindad. La ley dracónica que impera en mi tierra sólo ha avivado las llamas de la codicia, pues los ricos duermen sobre sacos cada día más llenos y los pobres bajo sus propios despojos. ¡Sus grebas aplastan los miles de rostros de esos humildes campesinos que con sus tierras, sus cuerpos, los de sus hijos y los de sus esposas han de saldar sus deudas!… Pero cuando suenan los cuernos de la guerra son ellos mismos quienes integran las filas de nuestros batallones. Mientras la esclavitud prevalezca instituída en nuestro suelo, la sombra de la tiranía acechará nuestras murallas. Pero todas estas calamidades confluyen en un infame episodio acaecido muchos años atrás, cuando tú y yo, tal vez, discurríamos en la inocencia de nuestra tierna niñez. Te aseguro que no es una historia que deseas escuchar…
Así se expresaba, con ampulosa gestualidad, pero reprimiendo en su pecho el ardoroso deseo de gritar esas palabras al viento. A esto entonces replicó Pítaco:
—De hecho, ilustre Solón, con gran interés desearía escuchar de tus labios esa historia. Pues la realidad de mi pólis no dista mucho de la tuya. Y mis intrigas han cosechado poderosos enemigos en estos días. No es grato a mis ojos, ni a mi corazón, atestiguar en pasividad cómo nuestros hombres mueren en aras de satisfacer los propósitos de la tiranía. Ni cómo la codicia los conmina a derribar rancios despotismos para suplantarlos por otros nuevos. Verás… Un oscuro asunto perturba mis mientes hace tiempo y he aquí la auténtica naturaleza de mi audiencia contigo: en tus ojos reconozco la misma expresión que noté en la mirada del general Hipócrates antes de marcharnos de Sigeo, ya habiendo dado muerte al campeón… Quien, en su agonía, mencionó desvaríos en relación con Delfos y con los intereses ocultos de esta guerra.
En ese momento, una sombría expresión se apoderó del rostro de Solón y se apresuró a interrumpir a Pítaco con un ademán.
—Ah, entonces, quizás mejor sería que lo consideres de esa manera… —Le advirtió—. ¡«Desvaríos de un hombre agonizante»!… Me temo que éste no es tiempo ni lugar para rememorar tan infames sucesos. Y recuerda que hoy me encuentro aquí en calidad de representante de Atenas, pero de Periandro de Corinto depende la sentencia final. Yo sólo puedo convalidar el fallo. Hoy sólo somos los bueyes que con el yugo y la yunta aramos para nuestros señores, por lo que debemos ceñirnos a estas leyes…
Pítaco alzó sus comisuras y exhaló por la nariz. Escrutó con una mirada estridente a Solón, asegurándose de poseer toda su atención, y esto aseveró:
—Puedo ganarme el favor de la gente. No me interesa Sigeo. Y sea lo que fuera que ocurra hoy, no deseo que te marches sin haberme ilustrado con tal historia. En mi experiencia, sólo una cosa puedo aseverar: de la carrera hacia la ambición sólo participan los ambiciosos. Y si deseas revelar la auténtica naturaleza de un hombre deberás, primero, revestirlo de poder; después otorgarle riquezas; y que éstas le brinden impunidad. Y si pronto lo ves caminando borracho entre ellas, podrás comprobar que no es meramente el poder lo que corrompe al hombre, sólo lo desenmascara. Pues tanto el vino como el poder comparten una misma naturaleza: desnudar las almas.
Solón quedó desprovisto de lengua ante las palabras del mitilenio, que con tanto refinamiento se habían metido en sus mientes; y mucho cavilaba en ello. Mientras tanto, el pritaneo crecía en bullicio. Ya se había poblado en tráfago, como un hormiguero en donde alguien clava un bastón, con los más excelsos ciudadanos y magistrados. Alceo, Antiménidas y Ciquis ya se encontraban entre ellos, entre el odeón y los edificios palaciegos.
Tres templos demarcaban los límites de la acrópolis de Mitilene. El más grandioso estaba consagrado a Zeus y se ubicaba al Norte; otro en honor a Hera se emplazaba al Sur; y hacia el Levante miraba el templo de Dionisos. Éste último lindaba con el odeón, el palacio del regente, el tesoro, la casa de huéspedes, la asamblea legislativa y el pritaneo, en cuyas terrazas frente al Egeo solían organizarse los banquetes y simposios. Todas sus fachadas se erigían alrededor de una plaza común, con senderos de piedra y losas que los conectaban. Allí, en el corazón de aquél espacio cívico, un viejo y tupido olivo sagrado prestaba de su sombra a una fuente de mármol de prístinas aguas. En su centro se erguía un soberbio bronce en honor a Orestes Atrida siempre adornado con guirnaldas de flores, y a sus pies se extendía una reluciente tarima marmórea en donde los ciudadanos solían presentarse a hacer sus anuncios. Hacia allí se encaramó un heraldo y tomó la palabra para deliberar un recado, silenciando a los presentes:
—¡Ea, oigan, ilustres ciudadanos de Mitilene! ¡Magistrados corintios y atenienses! ¡En vísperas de esta espléndida jornada en que invocamos el calor de la diplomacia, se ha dispuesto de mutuo acuerdo entre nuestro arconte Mírsilo —señalándolos— y el magnánimo soberano de Corinto, Periandro, nuestro ínclito visitante, ofrecer la hospitalidad de nuestra ciudad! Disfrutaremos de certámenes atléticos, poéticos y musicales para celebrar el día y complacer a los felices dioses con nuestros dones.
Los presentes aprobaron la decisión con jubilosos gritos y arengas, y el heraldo extendió su mensaje:
—Una vez inspirado el espíritu de bellas artes, se dará comienzo a la Asamblea que nos convoca. Honrando las leyes de la Liga Jónica, se dictará sentencia sobre la soberanía de Sigeo y el santuario de Aquilión; el destino de la simaquía entre Mitilene y Atenas; se celebrarán nuevos acuerdos comerciales; y por último se deliberarán los motivos políticos sobre la fundación de la colonia egipcia de Náucratis, ¡suelo panhelénico, donde los más ilustres nutren sus conocimientos, y donde Mitilene también tiene mucho que aportar!
Ni bien proclamar el mensaje, todos estallaron en clamores de algarabía. A su vez, Pítaco se dirigió de nuevo hacia Solón:
—Al parecer, esta vez los dioses nos están otorgando el tiempo. —Y, observando a Alceo y su séquito a lo lejos, le advirtió—: Y camina con cuidado Solón, guárdate de las serpientes, porque en Mitilene, hoy nada es lo que parece…
—Asumo que el día volverá a cruzar nuestros caminos. Hasta entonces, ha sido un honor —culminó Solón, reflexivo, y procedieron a despedirse mediante una cordial reverencia.
Los juegos y certámenes atléticos habían sido acordados en virtud de complacer y agasajar a dos huéspedes de distinguida presencia. Por un lado, el feliz regreso de Arión a su isla, en cuya celebración discurrirían los deleites mélicos de Apolo: la música, la poesía lírica y las danzas. Todas ellas girarían en torno a una temática en común: el nóstos; y se llevarían a cabo en el odeón al caer la tarde. Las competiciones atléticas, por otro lado, se decretaron según la voluntad de Periandro para que su hijo Licofrón, en la flor de su juventud, pueda lucirse en hazañas y competir contra sus pares mitilenios. Tales eventos consistirían en lanzamiento de disco, carrera de caballos, tiro con arco y pugilato. Podía afirmarse que su padre las había elegido a propósito, pues el joven sobresalía en todas estas disciplinas.
III
Como tantas otras hijas del Egeo, Mitilene era una ciudad marítima, portuaria y costera, no sólo ligada a los frutos del mar y a sus fértiles glebas, sino que también obedecía a las formaciones de sus caprichosas bahías, grutas, simas y peñascos. Antiguamente, su fundación como unidad política se había llevado a cabo sobre un islote separado de la isla de Lesbos, en marea baja, por un vado. Tal islote, en efecto, era una ascendente colina rocosa que se alzaba sobre las doradas orillas de arena y se valía como un estupendo mirador natural. Coronaba aquél islote un megarón, vestigio de la antigua talasocracia cretense, y allí mismo emplazaron su acrópolis, la elevada ciudad sagrada, que parecía cimentada y sostenida por peñascosos acantilados, ofreciendo además una barrera natural de protección. Como derramado por sus faldas se emplazaba el barrio de la nobleza, con magníficas residencias cuyos atrios, pérgolas y jardines filtraban la brisa salina que suministraba el Egeo y se fundían en una inefable fragancia.
Al ir creciendo en habitantes y en anchurosos dominios, los primeros mitilenios construyeron una calzada que unía ese islote a la tierra y la dotaba de dos puertos: uno al Sur, poseyendo una amplia extensión de playa destinada a funcionar como su puerto principal; y otro al Norte, reservado para tareas más discretas. Construyeron también un modesto canal sobre aquel vado, conectando ambos puertos y agilizando las labores. Alejadas de la colina de la acrópolis, pasando el puerto principal, en una explanada de tierra se ubicaban las casas de la mayoría de sus residentes, aquellos más humildes cuyas actividades se centraban en el transporte y el comercio de materias primas. Edificaban sus casas con barro, maderas y adobe, obedeciendo a un crecimiento espontáneo y caótico, carente de todo orden y ausente de las bellas trazas urbanas, por lo que los aristócratas se referían a este primer estrato como la ciudadela apestosa; en raras ocasiones se los veía paseando por allí. En un segundo nivel, ubicado a más altura y traspasando unas antiguas murallas micénicas que oficiaban como terrazas de contención, se emplazaban las casas de algunos comerciantes, oligarcas y ciudadanos acomodados, alrededor de una oblonga plaza pública. Por tramos, los callejones cedían espacio a algunos jardines y plazoletas geométricas que eran el corazón del mercado de Mitilene. Los mandatarios llamaban a este nivel el ágora pública o, con más frecuencia, la ciudadela de los placeres, ya que numerosos burdeles y tabernas también confluían en aquella zona. Desde allí, dos esfinges de basalto escoltaban un extenso sendero de mármol que conectaba a este sector con la acrópolis —mediante aquella antigua calzada— a través de un puente de robustas maderas de cedro que cruzaba por encima del canal portuario. Tierra adentro, el segundo estrato lindaba con extensas tierras fértiles que abrazaban toda la pólis y que constituían la jora de Mitilene. Estos latifundios quedaban reservados a la nobleza y a la oligarquía. Allí prosperaban sus haciendas, olivares y viñedos en su mayoría, que los campesinos labraban para ellos, que se valían de su sudor para engrosar sus arcas. Más allá de las murallas de la ciudad había un bosque de pinos que abría paso al Camino de los Kurói, un sendero adornado a ambos lados por esculturas de piedra caliza y bronce, de armoniosas proporciones simétricas, donde cada joven campeón en su disciplina —y si su familia poseía el ingente dinero para costeárselo— poseía su kúros homónimo. Al final de este camino, que oficiaba como prolegómeno, se arribaba a un claro que se había destinado a emplazar un gimnasio, un estadio y un hipódromo. En este sector se llevarían a cabo las competiciones deportivas.
Hacia allí se dirigían, complacidos, los magistrados y generales en sus carrozas. Por órdenes de Mírsilo, muchos ciudadanos habían suspendido sus labores domésticas para encargarse de embelesar los escenarios de los certámenes, con promesas de resarcimiento a futuro. Mientras tanto, los jóvenes atletas se preparaban para competir aceitando sus musculados torsos y cuerpos desnudos.
En el camino, los carruajes se detuvieron en una plazoleta pública, a la sombra de unos jardines que proliferaban al pie de brillantes bancos y canteros de mármol, bellamente pulidos y ensamblados. Algo había captado la atención de Periandro. En formación concéntrica, un coral de mujeres, de exuberante pompa y tremolantes peplos, desplegaba un cortejo de danzas exóticas. Aquella coreografía estaba conformada por una docena de doncellas que al unísono se fundían integrando un cuerpo único de baile, cuyo corazón era Safo, que allí se hallaba, en su núcleo, sobre un escabel y abrazada a su lira. Derramaba cierta ternura desde los ojos y se movía con solemnidad entre sus partenias, quienes le abrían paso y la reverenciaban. Sobre sus suaves pies danzantes, sus caderas irradiaban encantos por doquier, mientras su garganta entonaba una melodía exquisita.
«¡Afrodita de las flores, áurea diosa cipria!
Desde Creta llegaste a mí, a este templo sagrado,
con un huerto de manzanos y humeante incienso en los altares.
En él, un agua fresca rumorea por sus temblorosos ramajes,
descendiendo el Sueño por las sombras de sus rosas
En él, sobre un prado, pasto de caballos,
respiran las flores nacidas de la primavera
y soplan las brisas esparciendo aroma de miel
Hasta aquí llegaste, oh, gloriosa chipriota,
escanciando muelle el néctar hasta las aúreas copas,
fundiéndote en la alegría de las fiestas…»
En contadas ocasiones podía vérselas paseando y danzando por fuera de los límites de su escuela, La Casa de las Siervas de las Musas, pero la semana de las afrodisias estaba llegando a su fin, y en este término la propia Safo decidía el destino iniciático de sus núbiles y entrañables pupilas. Observando el cortejo a cierta distancia, Periandro reservaba su aliento y hacia él se acercó Mírsilo, diciendo:
—Como con seguridad has oído, desde toda Lesbos, desde toda Jonia, e incluso desde la rica Lidia, las mejores aristócratas acuden a educarse en sus labores a la luz de tan ilustre poetisa, ¡musa de Mitilene! Pues tanta es la belleza que manifiestan sus himeneos y epitalamios, digna de los connubios de más alta alcurnia, que hoy resuenan en todas las cortes lidias, eolias y frigias por igual.
El soberano corintio masticaba sus pensamientos, pero la seductora mirada de Safo no se había posado sobre aquél, sino sobre la belleza radiante de Melisa, quien se abrió paso entre los hombres sintiéndose poderosamente atraída por la dulzura de su voz y por aquel misterioso ritual danzante.
—¡Que Apolo siga lanzando bendiciones sobre nuestro día! —exclamó Periandro—. Pues, si es de su agrado, mi bella Melisa dejaré al amparo de sus enseñanzas. ¡Y luego podré juzgarlo por mi mismo! —Soltó una risa y se dirigió a Mírsilo—. Dejemos entonces a nuestras mujeres ocuparse en sus asuntos, porque hacia donde nos dirigimos ellas no tendrán asidero. ¡Así lo dictan las leyes en mi tierra!
Como era habitual en la mayoría de las pólis de la Hélade, las competiciones atléticas quedaban reservadas sólo a la contemplación de los ciudadanos varones, si bien Mitilene se alzaba como un singular crisol de culturas, donde las costumbres griegas confluían con aspectos eólicos, lidios y jónicos, respirando su propia vida al margen del rigor cultural que imperaba sobre el Peloponeso. Abrazando la ocasión, se aproximaba entonces Safo hacia Melisa rodeándola con sensualidad y escrutando su bella y curvilínea figura, toda ataviada de refinados velos. Se detuvo frente a ella, le regaló una sonrisa y le ofreció con suavidad una de las blancas palmas de sus manos. Melisa delineó otra sonrisa con sus comisuras aceptando su cordial invitación, tan seductora como intrigante, y se mezcló con sus alumnas para pasar aquel tiempo entre ellas.
—¡Hárpalo! —Exclamó Periandro, convocando al jefe de su guardia personal; un fornido hoplita, quien se apresuró en presentarse a su lado—. Escoge a dos de tus mejores hombres, pues custodiarán a nuestras mujeres en su recorrido por la fauna de esta exótica y cautivante ciudad…
«¡Grandioso rey!»… Safo dirigió una risueña reverencia hacia el soberano corintio y extendió los pliegos de su peplo en señal de gratitud. Dicho esto, Hárpalo y sus hombres, portando los característicos yelmos corintios, se disociaron del contingente, mientras los demás siguieron su rumbo hacia el Camino de los Kurói y hacia los escenarios deportivos.
IV
Un enaltecido Licofrón encabezaba la marcha junto a su padre. Rodeado por Tersites y sus hombres más fieles, Pítaco también los seguía de cerca en la misma dirección. Llevaba en sus palmas una brillante gema de jade, obsequio que le había dejado Irana la noche anterior. Un poco más atrás también marchaban Alceo, Antiménidas y Ciquis rodeados por los demás hombres a su mando. La facción ateniense, menos numerosa, la conformaban el arconte Esteságoras, Alcmeón y Solón, acompañados por su círculo de sirvientes.
Al punto que todos habían arribado a las gradas del estadio, el joven Licofrón ya se había lucido con espectaculares lanzamientos de disco, que habían superado con creces a aquellos de los jóvenes mitilenios. Aún así no habían alcanzado las marcas de Pítaco cuando gozaba de su misma juventud. Sin embargo, Periandro brincaba de la emoción y henchía su pecho, exclamando: «¡Éste es sólo el exordio!», y prorrumpía en vanidosas carcajadas.
En un sitio de privilegio, al amparo de una tienda de improvisadas telas que los protegían de los inclementes rayos de Helios, se encontraban Periandro y Mírsilo, mientras un grupo de siervos los aventaban con hojas de palma y los agasajaban con dulces dátiles, higos, olivas y racimos de uvas. Al llegar el momento de las carreras de caballos Periandro mandó llamar a su hijo y, siendo buen conocedor de las épicas homéricas, aconsejó a su retoño tal como Néstor lo había hecho con el joven Antíloco en los juegos funerarios de Patroclo, alegando que gana más el leñador con maña que con fuerza, y así también lo hacía el buen auriga. Entonces le demarcó el límite de la pista con un hito de piedra. Allí debería recurrir a su ingenio, colarse por sobre el flanco izquierdo de su rival, incluso si eso implicaba salir de la pista, aguijoneando sus caballos al incurrir en el giro de vuelta, y realizarlo lo más apegado posible al mojón de piedra. De este modo, su rival sucumbiría presa del pánico infundado en entorpecer los caballos de la cuadriga y, para evitar salir despedido destrozando ambos carros, ralentizaría su marcha. Sus palabras se habían introducido en sus mientes y así lo hizo el arrojado Licofrón, quien no se sintió amedrentado por el miedo y, en la tercera y última vuelta, pletórico de coraje e inclinando los crinados cuellos de sus corceles fue capaz de expulsar fuera de la competición a su adversario. Llegó así a la meta coronado con un nuevo triunfo. El hipódromo estalló entonces en un gran clamor y en aplausos. Si bien los métodos implicados eran de dudosa honestidad atlética, nadie osaba remarcarlo ante la presencia de Periandro, quien
continuaba vanagloriándose de su hijo.
Aquél joven auriga mitilenio había salido despedido de su carruaje desvencijado, rebotando repetidamente contra el suelo con tanta violencia que la acción le había provocado profundas laceraciones y graves lesiones en sus huesos, por lo que el victorioso Licofrón decidió acercarse hasta él.
—¿Cómo te encuentras, mitilenio? —preguntó.
—¡Jamás he conocido rival más execrable que tú! —contestó desde el suelo el joven mitilenio acongojado por el dolor, mientras brotaban lágrimas de sus ojos y lanzaba angustiantes alaridos al observar sus piernas rotas.
—¡En buena hora has de tranquilizarte, amigo! Porque la gloria imperecedera jamás vendrá por sí sola. Más tormentos han de aguardarte si deseas seguir transitando este camino… ¡Así he sido enseñado! —espetó Licofrón.
—¿Cuántos tormentos has sufrido tú, hijo mimado de Corinto? ¡Ni siquiera son competiciones oficiales! ¡Espero que mis huesos rotos hayan sido suficiente espectáculo para el goce de tu sucio padre! —Así lo agravió aquel joven auriga.
Obedeciendo a sus instintos Licofrón atinó a golpearlo con sus puños, pero luego se detuvo ante el griterío de aquél sector. Sin querer incurrir en vergüenzas y haciendo caso omiso del insulto, él mismo llamó a unos médicos para que acudan a socorrerle con celeridad. En los pozos profundos de su alma no había sido grato a sus ojos observar a aquél magullado joven, cubierto por sangre y polvo, y aquellas palabras habían mellado levemente su maleable y fecundo corazón. Cuestionóse entonces si realmente cualquier ardid podía
considerarse válido con tal de ser ungido en el triunfo.
Al poco tiempo los jóvenes arqueros ya se hallaban encordando con crines de caballo sus corvos arcos para la competición. Cada uno de ellos tendría derecho a efectuar tres disparos hacia una superficie circular conformada en su totalidad por heno y paja prensados, y que distaba de los arqueros unos cincuenta codos. El arte de la arquería no era el más popular entre los helenos más puros, en especial entre aquellos moradores del Peloponeso y del Ática, sino que lo remitían a las culturas bárbaras de Oriente. No obstante, Licofrón había sido enseñado en su arte, obedeciendo a su educación integral, y la naturaleza mixta de Mitilene era el suelo propicio para poner a prueba su aprendizaje, encontrándose por fin con dignos competidores. Los primeros jóvenes arqueros iban ensayando sus disparos, pero hasta el momento ninguna saeta había acertado con firmeza al objetivo. Algunas quedaban cortas en carrera, ganándose el avergonzante abucheo del graderío, mientras que otras, a pesar de sus vuelos serpenteantes, no lograban atinar con certeza sobre aquel firme pajar y se estrellaban chispeantes sobre un muro de roca que se alzaba por detrás del mismo. El siguiente competidor mitilenio, más avezado en su ciencia, de sus tres disparos, había logrado asestar dos de ellos, no muy alejados del centro pintado de la superficie de heno. Ahora era el turno de Licofrón. Procedió entonces a probar la tensión de su arco y a ensayar su postura. Tomó la primer saeta trifurcada del carcaj, frunció el ceño y se preparó para efectuar su primer disparo. Al punto que tensionaba las cuerdas con la flecha, aquella patinó precipitadamente entre sus dedos, algunas crines cedieron hasta romperse y el proyectil salió despedido en falso, trazando una irrisoria parábola y cayendo idiota sobre el suelo, no muy lejos de su posición. Al unísono el público descargó un ánimo confuso, entre gracia, zozobra y desilusión, pero esto sí habían dejado en claro: esperaban más del principesco joven corintio. De inmediato Periandro exigió que se anule tal lanzamiento, alegando que había sido saboteado por un arco defectuoso, pero el mismo Licofrón lo replicó:
—¡No, páter! ¡Aún dispongo de dos lanzamientos en mis manos! No contamos con el tiempo suficiente para debatir y escrutar si las crines cedieron por negligencia del fabricante o la del propio tirador. ¡Pues aún tengo la posibilidad de vencer o, al menos, empardar esta competición!
Su padre asintió de mala gana el reclamo de su obstinado vástago, quien, acto seguido, exigió un nuevo arco recurvo, uno cuya apariencia le resultara más robusta y equilibrada. Escogió el que le pareció más propicio y se dispuso a disparar nuevamente. Ensayó entonces una postura aceptable y disparó no en vano hacia el pajar. La saeta logró incrustarse en el objetivo, aunque a unos palmos de distancia por debajo de la marca central. El graderío aprobó con tibios aplausos aquel lanzamiento. En este acto, la única posibilidad de consagrarse vencedor sería atinando al centro del pajar. Licofrón se tomaba su tiempo para realizar su último disparo, pues debía ser perfecto en esencia. El ambiente era tenso y caía apesadumbrado sobre los hombros del joven. En las gradas se hallaba Pítaco, a la sombra de un pino, que había escuchado la digna réplica de éste hacia su padre, y analizaba minuciosamente la postura de Licofrón. Pudo inferir que el disparo no tendría éxito, pues la posición de sus pies no era la correcta, y su codo derecho, levemente por encima, no se alineaba perfectamente a la rectitud del lomo de la saeta. Se llenó de espíritu atlético y de un salto se tomó la libertad de descender al estadio para aconsejarlo en su último lance. Se acercó entonces al joven y separó sus piernas marcando el ángulo correcto de su pie izquierdo; con su mano le elevó el codo derecho; le indicó que infle su pecho y contenga la respiración; y después musitó a su oído algunas palabras:
—La última orden vendrá de tu mente. En este instante, el tiempo no corre igual, debes anticiparte a éste. Nada más existe… Porque ahora la saeta es una con tu cuerpo. Te obedecerá en tanto seas capaz de suprimir el resto de pensamientos que naveguen tu mente y en tanto seas capaz de cristalizar en ella la visión sublime del éxito. Recuerda… Nada más existe…
Habiendo dicho esto se alejó del joven y retornó a su sitio. Licofrón escarmentaba mientras una gota de sudor recorría su sien y descendía por su cuello. Se disoció del tiempo durante unos cuantos segundos, incorporando en sus mientes aquellas palabras y finalmente soltó su último disparo. El proyectil salió despedido sibilando a través del aire y concluyó su vuelo penetrando el centro pintado del pajar. Había sido un disparo idílico, digno del flechador Apolo, el dios que hiere de lejos, y el público estalló en aprobación. Mientras oía aquella ovación rodeándolo, Licofrón deliberó una mirada deferida hacia Pítaco, mientras Periandro aplaudía y celebraba la hazaña.
—Es un zorro astuto, el hijo de Hyrras —pronunció Ciquis con cierto tono sombrío, que se hallaba entre los integrantes del público acompañado por sus hermanos menores, Alceo y Antiménidas. Ambos también habían observado aquella acción.
—Que no te sorprenda, Ciquis. No olvides que es un plebeyo —le replicó con sorna Alceo—. Posee sus artimañas. Dejémoslo fraguar sus planes. No dispone de mucho tiempo más.
Para el acto siguiente, los jóvenes púgiles ya estaban vendando sus antebrazos, muñecas y nudillos con tiras de cuero, los himantes, que dejaban libres los dedos de sus manos para conformar el puño. La competición se libraría en el estadio, donde seis pares de jóvenes entablarían combate singular al mismo tiempo desperdigados por la palestra. A medida que vayan cayendo inconscientes sobre el polvo o abandonen la lucha, la competición continuaría sin pausas hasta que quedasen en pie sólo dos finalistas. Los jueces portarían varillas de madera para evitar que los jóvenes incurran en faltas, como arañazos, cabezazos o patadas, y sólo se toleraría el puño limpio.
Antiménidas, después de manifestar una mueca petulante, se separó de sus hermanos y brincó con agilidad hacia el estadio, ofreciéndose a oficiar como juez, pues era un afamado campeón invicto en su juventud y poseía su propio ejemplar tallado en el Camino de los Kurói. Su mandíbula y sus huesos tenían fama de ser de acero y sus hombros y brazos eran tan musculados como fibrosos. Se dirigió hacia los demás jueces y propuso a viva voz ofrecer una demostración de las reglas del combate. Los allí presentes aprobaron su propuesta, y luego alzó su mirada al público para hallar un voluntario. Mientras iba escudriñando las gradas sus ojos se posaron sobre Pítaco, y esto espetó:
—¡Ea, Pítaco! ¿Qué dices? ¡Por los viejos tiempos! —Exclamaba el aguerrido hermano de Alceo, extendiendo sus brazos anchos como columnas.
Ciertamente no estaba en su ánimo ofrecer tal demostración, y mucho menos frente a Antiménidas, pero las circunstancias así lo ameritaban, por lo que Pítaco aceptó a regañadientes su desafío y descendió de mala gana hasta la palestra. Los dos baluartes de guerra mitilenios desnudaron sus torsos, vendaron sus nudillos y se pusieron en guardia. Pítaco permanecía serio, frunciendo sus prominentes cejas, pero Antiménidas exhibía una leve e inquietante sonrisa. A través de sus pupilas llameantes otro combate singular se libraba en sus mentes, como si el honor y el respeto que habían granjeado durante años y que se guardaban mutuamente, se tornaran de pronto tan frágiles como las ramas del árbol seco amenazadas por la tormenta inminente. Antiménidas tomó la iniciativa avanzando con tres puñetazos, que fueron eludidos con cierta facilidad por Pítaco, pero a continuación, el violento misthios le propinó una patada en la boca del estómago, provocando que en el acto Pítaco caiga arqueado con sus codos sobre el polvo.
—¡Tal acción, jóvenes púgiles, no será tolerada! —exclamó el infractor ante todos, aunque su verdadera intención consistía en humillar a Pítaco.
Desde el suelo, éste asimiló la naturaleza oculta detrás de tal acción y decidió reaccionar; por lo que tomó abrupta carrera hasta chocar los hombros contra las caderas de Antiménidas, alzándolo con sus brazos y derribándolo con violencia sobre el polvo. Así, tomándolo desprevenido, Pítaco le devolvió el favor, exclamando:
—¡Tal acción también debe ser entendida como una falta!
Antiménidas se incorporó y removió con una de sus manos el polvo que cubría parte de su abdomen. Seguía exhibiendo aquella misma mueca, pero en su fuero interno la venganza lo carcomía. Sin dudas era un juego que le ofrecía solaz esparcimiento. Se trenzaron una vez más en combate simulado, repartiendo y esquivando puñetazos, y sus gargantas comenzaban a agitarse. Una vez más Antiménidas realizó un movimiento con sus piernas, barriendo por debajo el talón de Pítaco, y se apresuró a flexionar sus brazos alrededor de su cuello, a la vez que exclamaba:
—¡Tampoco podrán reducir a su rival mediante una llave técnica! ¡Tal como ahora están atestiguando!
El aguerrido Antiménidas retenía la cabeza de Pítaco entre sus poderosos brazos y no mostraba indicios de querer liberarlo. El rostro de Pítaco estaba tan enrojecido como el vino, y parecía que las venas que latían en su frente iban a reventar. El público hallaba cierto goce en tal elocuente y humillante demostración, por lo que vociferaban y reían distendidos. Entonces Pítaco pudo golpear con su codo derecho el costado del torso de su captor, provocando que reduzca su fuerza y logrando zafarse, y cruzó un veloz puñetazo que impactó sobre la quijada de Antiménidas, echando violentamente su cabeza hacia un costado, sacudiendo su rubia melena.
—¡Les aconsejo también que no deberían subestimar a sus oponentes! ¡Y ante todo, jóvenes púgiles, luchen con honor! —replicó Pítaco, deslizando un segundo sentido en su sentencia, respirando exasperado y observando a Antiménidas, que permanecía sonriendo aunque escupiendo la saliva ensangrentada que provenía del interior de sus mejillas. Aquél atinó a atacar nuevamente a Pítaco, pero de repente algo lo detuvo.
—¡Suficiente demostración! —Resonó con estrépito la voz de Mírsilo—. ¡Antiménidas! ¡Pítaco!… ¡Que se dé comienzo a los combates!
Mientras se retiraba hacia su sitio, Pítaco alzó su mirada para cruzarla con la de Mírsilo. Éste comprendió la intención detrás de sus ojos, pero de inmediato parecía preocupado en otro asunto, pues su propio hijo Esímidas, el último que había engendrado unos dieciocho años atrás y un joven practicante de este deporte, estaba a punto de competir.
Al poco tiempo, la arena del estadio ya se había poblado con las riñas del pugilato. Resonaban los golpes de puño por aquí y por allá, y el griterío de las gradas incrementaba en emociones. Los combates eran frenéticos, de escasa duración pero de cruenta intensidad. Los jóvenes iban cayendo reiteradamente al suelo. Algunos lograban levantarse, mientras otros simplemente yacían inconscientes. Hasta el momento sólo dos competidores habían quedado descalificados, uno de ellos cayó ante Licofrón y el otro ante Esímidas. Se puso en guardia el joven corintio ante su próximo rival. Recibió dos golpes sobre su torso, pero soportó el dolor y mediante un giro logró esquivar el siguiente intento y lanzó un puñetazo que impactó por detrás de la cabeza de su contrincante. El joven quedó tendido en el suelo y se dispuso a esperar a su siguiente oponente. Recorrió el estadio analizando a los competidores y observó cómo Esímidas asestó un derechazo certero sobre la quijada de su adversario, enviándolo al suelo con estrépito. Intuyó que aquél competidor se perfilaba para ser finalista, por lo que decidió evitarlo y dejarlo para el final, tal vez otro púgil podría descalificarlo antes que él, y buscóse otro oponente. Sobre su izquierda, un joven estaba siendo golpeado en el suelo por otro, por lo que el primero estiró sus piernas para sacárselo de encima, quedando descalificado en el acto, marcado por la vara de Antiménidas. Licofrón aprovechó la oportunidad y se puso frente a aquél que seguía habilitado para combatir. La sangre ya había comenzado a fluir desde los cuerpos, en ocasiones salpicando a los espectadores y tiñendo el polvo en diversos puntos de la palestra. Sólo quedaban dos duelos. Por un lado, Esímidas probaba sus habilidades ante un púgil de imponente altura; y por otro, Licofrón se reñía el pase a la final contra un joven algo inexperto, que sólo había quedado en pie porque su anterior rival incurrió en faltas deportivas. Su oponente avanzó enardecido sobre él, con más arrojo que técnica, y el corintio esquivaba aquellos golpes erráticos dando pasos hacia atrás. De repente su espalda chocó con la de aquél joven de gran altura y se agachó para eludir su último golpe, que impactó sobre el oído de aquél joven desprevenido, quien cayó en el acto. Esímidas había quedado sin rival, por lo que, de un codazo, estropeó la nariz del rival de Licofrón, dejándolo fuera de combate, y ahora sólo quedaban los dos finalistas.
Los médicos iban retirando a los púgiles caídos y el graderío prorrumpía en gritos y arengas. Los dos finalistas analizaban sus movimientos y aquél momento parecía incomodar a Mírsilo, que observaba con cierto temor, mientras Periandro estaba de pie, apretando sus puños y alentando a su hijo. En el estadio, los dos jóvenes esgrimían un buen movimiento de piernas y simulaban golpes, poniéndose a prueba el uno al otro. En un avance de velocidad, Esímidas lanzó tres golpes que chocaron contra los antebrazos vendados de Licofrón. Pero el siguiente logró pasar a través de éstos y el corintio sólo pudo ver cómo un puño se aproximó y su visión ennegreció de repente. Cayó al suelo y con sus labios podía probar la salinidad de su propia sangre, pero se levantó nuevamente y con sus vendajes procedió a escurrir su herida.
—¡Vamos, príncipe mimado! ¡Sé que puedes dar más! —espetó Esímidas.
Licofrón se armó de valor y lo acometió sin descuidar su defensa con certeros golpes por derecha e izquierda. Esímidas protegía sus flancos, pero los ataques de Licofrón incrementaban en potencia y velocidad. Un arrebato de furia desconocida se había desatado en su interior, como si la sangre del mismo Heracles fluyera por sus venas. Mientras el vástago de Mírsilo intentaba contenerlo mediante golpes cortos y ladeando su cabeza, uno de los puños del corintio impactó de lleno sobre la sien de Esímidas, dejándolo aturdido. Licofrón, aprovechando la oportunidad, cruzó un golpe violento sobre su mejilla izquierda, con la fuerza suficiente para enviarlo al suelo a varios codos de distancia. Se abalanzó sobre él y esperó la sentencia del juez para dar por terminado el combate, pero Esímidas seguía consciente, exhibiendo gestos de dolor e intentando proteger su cabeza.
—¡Consolida el triunfo! —gritó enardecido Periandro hacia su hijo.
—¡Páter, es sólo cuestión de tiempo! ¡El combate está terminado! —le contestó su hijo, desconociendo su propia cólera.
—¡De ninguna manera! ¡El combate no ha terminado! ¡Licofrón, te lo ordeno! —replicó el tirano mediante un tono furioso, tajante e imperativo.
Bien reconocía Licofrón los altitonantes mandatos de su padre y los severos castigos que conllevaban cuando éstos eran quebrantados. Definitivamente aquél era uno de esos que exigían la obediencia más extrema, y no deseaba el joven volver a soportar más suplicios. Recordó entonces a su propio hermano mayor, Cípselo el joven, quien había sido castigado tan injusta y vehementemente cuando niño, que sus facultades de razocinio mental habían quedado tristemente dañadas para la posteridad de su mísera existencia. Entonces Licofrón descargó aquella angustiante frustración a través de un grito desaforado que royó su garganta, y, contrariando a sus instintos, el puño que agitaba en el aire descendió brutalmente como una piedra sobre el rostro de Esímidas. Las mandíbulas crujieron con espanto…
—¡Esímidas! —Un pavoroso grito escapó de los dientes de Mírsilo.
De inmediato los médicos procedieron a retirarlo del estadio. Encaramaron su cuerpo inerte sobre una camilla de paja y lo llevaron a una tienda para protegerlo de los abrasadores rayos del sol. Le proporcionaron medicinas y hierbas con propósitos de sofocar su dolor, mientras acomodaban su mandíbula y vendaban con lino su cuello y cabeza. Periandro, que había oído aquel grito aterrador, se volvió hacia Mírsilo, arguyendo:
—Ah, lo siento, mi anciano amigo. Si hubiese yo sabido que se trataba de tu propio hijo hubiera exigido más clemencia hacia el mío. ¡Ea, tu hijo es valiente! Se recuperará pronto. Puedes estar tan seguro de eso como yo lo estoy —sentenció el tirano con faz inquietante, ladeando levemente su cabeza, sin dejar de escrutarlo con sus ojos profundos y señalando con el pulgar la espeluznante cicatriz que escindía su quijada.
Prudente y algo temeroso, el viejo arconte Mírsilo se limitó a retirarse y encaminarse hacia la tienda, censurando la sed de violencia que corroía sus entrañas. En el estadio, mientras tanto, los atletas y los jueces elevaban a un consagrado Licofrón, coronado por ramas de olivo y laurel, pues había triunfado en todos los certámenes, pero la expresión de su rostro no concertaba con sus victorias. Sus ojos permanecían completamente indiferentes, casi enajenados.
Así ocupaban los hombres sus horas, alimentando sus espíritus a través de las competiciones con las emociones más viscerales y desgarradoras que iban despertando, como un fuego desaforado e ingobernable, en los pozos de sus pasiones más cruentas. Mientras tanto, al mismo tiempo y muy lejos de allí, otras emociones de distinta naturaleza se manifestaban entre las mujeres.
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