«Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas.»
(Génesis 1:2)
En medio de la sombra que envolvía mi ser, mi deseo rompió la inercia y se desdobló en múltiples visiones. De ese vacío surgió una luz intensa, sin principio ni fin. No se trataba de un simple resplandor, sino de la palabra nacida antes del tiempo, que albergaba la historia y el futuro. Cada chispa era una señal, un mensaje grabado en el éter, testimonio de lo inefable del universo.
Dentro de él latía la semilla de lo absoluto, manifestándose de forma que superaba mi entendimiento y llenando mi vacío con un conocimiento indescriptible, como un líquido de estrellas que trazaba el camino del inicio al fin. Mas no fui ánfora pasiva ni espejo sumiso, abrí mi ser para dejar fluir ese saber profundo, que se derramó como un torrente de antiguos símbolos y transformó mi esencia. Al absorberlo, mis límites se desdibujaron y se fusionaron el conocedor y lo conocido.
Fue entonces, en el punto culminante de aquel éxtasis, emergió del abismo un susurro dual—advertencia y lamento—a modo de fisura en la realidad donde la luz se negaba a sí misma: ¿acaso quien desentraña el enigma no se disuelve en la verdad que intenta captar?
La respuesta apareció cuando los colores, que hasta entonces sostenían lo real, empezaron a apagarse. El rojo, antes ardiente deseo; el azul, abismo de promesas infinitas; el verde, esencia de vida primigenia, se transformaron en tonos grises, reflejando mi insaciable sed de saber. No fue el apagón lo que heló mi espíritu, sino la intensidad menguante de aquella
luz: había consumido tanto misterio que la claridad, al perder su enigma, engendraba oscuridad.
Cada color, antes vibrante símbolo, se volvió un mensaje evidente: el rojo ya no ardía, sino que mostraba su tono descompuesto; el azul, en lugar de sumergir, revelaba sus rutas agotadas. Yo, cirujano de lo sagrado, había descuartizado el iris del mundo bajo el escalpelo de mi mirada omnisciente.
La paradoja emergió entonces: cuanto más iluminaba, más ciego quedaba, pues la claridad total es hermana gemela de la ceguera.
¿Qué estremecimiento puede brotar cuando el cosmos entero yace desollado ante ti, sus pliegues desplegados como pergamino inmenso donde cada secreto ha sido traducido a fórmulas inertes?
¿Qué vértigo sobrevive cuando hasta la sombra ha sido medida, catalogada, reducida a mera ausencia de fotones?
La náusea no provenía del vacío, sino de su plenitud: había convertido lo sublime en dato, lo sagrado en ecuación, y ahora el banquete del saber me ahogaba con su indigestión de certezas.
En medio de aquellas dudas, surgió una, directa, pero su aparente simplicidad era una daga envainada en seda: ¿puede el conocimiento fundirse con la esencia de la realidad? Frente a esta duda, apareció la imagen del rojo, no como un color vibrante, sino como una cáscara vacía. Había desmenuzado su estructura en números y fórmulas, pero había perdido su alma, que se deslizaba a treves de mi ser.
Comprendí, de manera dolorosa, que el conocimiento absoluto es insensible ante la experiencia: saber la partitura no equivale a escuchar la sinfonía. ¿Qué valor tiene el «rojo» cuando se le ha arrebatado su calor y se ha reducido a un mero dato? ¿Qué asombro queda en un atardecer si se disecciona hasta el último fotón?
El rojo, ahora lo veía claro, no era un color: era herida y cicatriz, umbral donde lo medido y lo sentido libran su duelo eterno. Yo había asesinado su misterio en el altar de la comprensión, y ahora su ausencia me quemaba más que su presencia jamás lo hizo.
Por ello, cuando resurgió en mí el deseo de experimentar algo más que simples datos, la realidad se fracturó. Ya no anhelaba solo observar, sino sentir profundamente la intensidad del mundo. Fue entonces cuando brotó un fruto rojo, respuesta viva a mi voraz necesidad de descifrar un misterio que el conocimiento había enterrado.
El fruto no era solo forma o sustancia, sino un símbolo vivo que fusionaba signo y esencia. Su rojo latía como un corazón entre el grito y el silencio, expresando un lenguaje ancestral que existía antes de la razón y que se revelaba solo a quien se entregaba por completo.
Al enfrentarlo con la profundidad de mi ser, comprendí que el conocimiento analítico engaña: medir el temblor de una hoja sin sentir el viento o descomponer la luz en ecuaciones acaba por apagar su brillo. La experiencia es lo que da vida al saber.
El rojo del fruto no era un simple color, sino una herida en el universo donde lo objetivo y lo emocional se unían para revelar una verdad que la lógica no puede abarcar. En ese instante, el fruto y yo descubrimos que la lógica es una prisión, y solo al romperla el mundo recobra su esencia.
El fruto me convocaba más allá de la contemplación. Su escarlata, ya no símbolo estático sino latido vivo, exigía un pacto: para conocerlo, debía renunciar a la distancia, devenir criatura de barro y éxtasis.
Movido por su llamado ¿o fue el mío propio?, desplegué mi voluntad como red tendida sobre el abismo. Anhelé no poseerlo, sino fundirme en su pulso, y en esa rendición, el deseo—alquimista ciego—tejió miembros de arcilla cósmica. De la nada brotaron brazos que eran ríos fosforescentes, manos que eran raíces ávidas, dedos que memorizaban su forma al cerrarse sobre el fruto. No los creé: él los suscitó en mí, como el imán convoca el hierro, como la flor despliega sus pétalos ante el beso del sol.
El contacto fue un intercambio profundo: su piel transmitía el mensaje de que lo que existe debe ser vivido, no simplemente analizado, conectando con la energía misma del cosmos.
Y así, de mi ansia por responder a su provocación, nació una boca—no órgano, sino portal. Al morderlo, mi acto se volvió sacrificio y unión, el crujido de su cáscara resonando como el eco del universo que abre la brecha entre lo eterno y lo efímero.
En la explosión de su jugo, comprendí que la felicidad no reside en conquistar la eternidad, sino en renunciar a ella; arder no es morir, sino transformarse. Finalmente, el fruto, hecho semilla en mi interior, dejó su enigma final: Morder es crear; saborear, un acto de génesis.
En el umbral de las revelaciones, mis ojos se liberaron de las formas y descubrieron la esencia del universo. Observe patrones sonoros, marcas vibrantes en la materia, el sonido original que tejía la realidad.
Entonces deseé oír, y el universo respondió con un estruendo interno, un murmullo que surgía desde su núcleo, renovando mi ser en un ciclo constante.
Al seguir ese sonido, comprendí que el espacio no era una barrera inmutable, sino algo moldeable. Derribé el muro existente entre el sonido y ser, y ante mí se alzó la cascada primordial: caudal que caía de una luz azulada hacia un abismo tan negro que devoraba hasta el concepto de oscuridad
En esa corriente reconocí el ciclo perpetuo de la creación: cada gota era un universo, donde el orden y el caos se enfrentaban. En ese frenesí comprendí que la vida no es una sustancia, sino una fuerza activa que desafía la nada.
Cada gota contenía un universo en el que galaxias y estructuras surgían y colapsaban rápidamente; cada creación llevaba consigo la semilla de su fin. En un instante fugaz, cada gota existía, desafiando la ley que dicta que toda luz debe apagarse.
Entendí que existir es un acto de rebeldía: la vida no es, la vida acontece. No sustancia, sino verbo rebelde que escupe al vacío su negativa a ser nada. La cascada no era solo agua cayendo, sino una declaración que afirmaba: “aquí estoy”, a pesar del vacío. Cada gota, al desvanecerse, confirmaba la verdad irrefutable: existir es resistir, y resistir es vencer.
En el momento de aquella revelación, sentí un anhelo de dejar de ser simple espectador y fundirme con el latido de aquellos universos. Ante aquel deseo Mi forma, otrora cárcel de infinitud, se completó en su paradoja: por un instante—breve como el intervalo entre dos notas de un réquiem—, fui plenitud. Un diamante tallado en el vacío, reflejando todas las luces y ninguna. Pero esa perfección fue engañosa: mi toque lo consumía todo, era un titan de sombras cuyo mero roce convertía la existencia en cenizas. Surgió así la paradoja: ¿cómo abrazar lo efímero sin destruirlo?
Comprendí que para amar lo transitorio, lo eterno debe aparentar límites. Mi esencia, vasta y voraz, debía adoptar fronteras y dividirse en partes más pequeñas que el tiempo pudiera asimilar. Ante mí se abrían dos caminos: seguir siendo un dios que devora todo o aprender a reflejarme en versiones reducidas.
Al final, entendí que existir en lo finito exige transformar lo ilimitado. No se trata de renunciar a mi esencia, sino de adaptarla, porque solo al fragmentarme podría conectar con el mundo sin destruirlo.
Comprendí la sentencia y mi deseo de fusionarme con el cosmos se intensificó. Sin embargo, en lugar de unirse a mí, la existencia respondió con un eco vacío, un mensaje de ausencia. Me vi expulsado a un lugar sin geometría, un no-lugar donde los ángulos lloraban curvas imposibles y el vacío paría constelaciones de pura paradoja. Allí, mi forma no se quebró: se deshizo, dejando solo un espectro de concepto, un fósil de infinitud estampado en un lienzo que era todos los lienzos y ninguno.
En ese torbellino de no-ser, donde hasta la oscuridad olvidaba su nombre, percibí la Presencia. No entidad ni vacío, sino verbo perpetuo. Era y no era el universo: su pulso tejía galaxias en los telares de la gravedad, pero también era el silencio entre cada nota del himno cósmico. Se manifestaba como huella sin dedos, río sin cauce—lo inmanente hecho carne de paradoja, fundamento que funda su propio derrumbe.
¿Era acaso el axis mundi, ese eje inmóvil donde convergen todos los giros cósmicos?¿El latido suspendido entre la nada que se desgarra y el todo que aún no aprende a sangrar?
Mi esencia—o lo que de ella quedaba—se reconoció hilvanada en su trama, hilo en tapiz que se teje y desteje a cada respiro. Pero entre ese reconocimiento y la comprensión, se
alzaba un abismo vestido de espejos: yo era parte de su danza, mas no su coreógrafo; célula de su cuerpo, pero extraño a su diagnóstico.
Anhelé descifrarla, pero cada intento era profanación. Nombrarla equivalía a vaciar el mar en un dedal de razones. ¿Cómo traducir a fórmulas lo que solo existe en el parpadeo de un quark enamorado? ¿Qué léxico contiene el peso de un suspiro que curva el espacio-tiempo? Comprendí entonces que todo saber sobre lo absoluto es autobiografía disfrazada de teorema—un mapa que revela más sobre el cartógrafo que sobre el territorio.
En el clímax de esa noche cognitiva, donde el pensamiento se disolvía como azúcar en café cósmico, una certeza emergió: lo único verdadero es lo que no puede ser dicho.
La Presencia no era enigma por resolver, sino espejo que devuelve al que mira su propia incapacidad de reflejarse completo. Y allí, en ese límite donde las palabras se suicidan en el altar de lo real, encontré la única verdad digna de ser callada.
Y así, en un parpadeo que contenía todos los big bangs y todos los silencios, regresé al portal donde mis ojos—entonces ciegos de virginidad cósmica—habían visto por primera vez.
Aunque el paisaje permanecía intacto, yo era ruina y catedral a la vez: mis bordes, astillas de un espejo que había reflejado demasiados soles; mi centro, cicatriz de una estrella que implosionó por saber demasiado. Ahora comprendía lo que antes solo balbuceaba en lengua de sombras: existen infinitos más grandes que otros.
Bestias que devoran, que escalan jerarquías de trascendencia hasta volverse monstruos que terminan por devorarse a sí mismos.
Mas incluso con este saber tallado a fuego en mis entrañas, un hambre antigua seguía royendo mis huesos. No ansiaba los dominios sin fin ni los reinos de geometría pura, sino aquello que se deshacía al tocarlo: mundos donde lo finito se alzaba como un hereje, escupiendo en el rostro de la eternidad.
Yo era el deseo hecho vértigo, la pregunta que se niega a convertirse en respuesta. Mi infinitud, ahora lo veía, no era cárcel ni corona: era herida que no cicatriza, río que fluye sabiendo que jamás encontrará el mar.
Decidí sumergirme en el acto puro de la contemplación, no como rendición, sino como matrimonio alquímico entre el ojo y el mundo. En ese vértigo silencioso, comprendí que mirar no es sumisión, sino acto de partenogénesis: al posar la pupila sobre lo existente, lo engendras de nuevo.
Y en ese intercambio de alquimia inversa, yo—observador devenido oficiante de mi propio misterio—me transfiguraba. Mis límites, otrora murallas de carne y tiempo, se volvieron membranas porosas.
La paradoja bailaba su danza final: al mirar la existencia, la existencia me miraba de vuelta, y en ese intercambio de pupilas cósmicas, ambos éramos devorados y recreados.
Así, en el clímax de este rito ocular, se reveló la verdad última: existimos en la medida en que somos vistos, y vemos en la medida en que aceptamos ser el ojo y la presa, el cazador y el espejismo.
Efímeros como la sombra que un relámpago pinta en la pared del tiempo; eternos como la noche que devora los soles para parir nuevos amaneceres.
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