Recuerdo el agua

que caía por las piedras

como un velo de novia

con destellos de nácar.

Llegamos a esa altura

luego de caminar un par de horas

esa mañana

en la que escapé de casa.

Me invitaste a recorrer los cerros

y saludar a las palmas

en la ruta del agua.

Fue nuestro secreto

yo una adolescente

en incansable vuelo

tú un alma vieja

en el cuerpo de un mozuelo.

La primera parada fue en una casa.

Los lugareños

tus amigos, muy amenos,

nos ofrecieron pan de centeno

y un té hervido con leños.

Lo tomamos con gusto,

una pausa antes de la ir a la caída de agua,

que me pareció nacarada,

aunque tal vez mis ojos me engañaban.

Avanzamos y al poco tiempo ya no habían senderos

yo escuchaba atenta el nombre de cada árbol,

de las matas y de los insectos,

me parecían naves a las que les tenía miedo.

Retraté lo que más pude con todo mi cuerpo

el calor escondía los aromas,

no pude siempre sostenerlos.

Escalaste grandes piedras

siguiendo a la vertiente

me parecía ir subiendo por los brazos de un gigante

buscando la aprobación de sus cactus vigilantes

que eran los únicos que escucharían la caída

si mi cuerpo se rendía.

Finalmente nos sentamos

y sumergimos nuestros pies

en esa vertiente transparente,

inspiré profundo

no encontré tu mirada

solo la llamada

del viaje del agua.

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